Mitch, sentado en la piedra, tenía mucho en qué pensar.
Cuando todo esto terminara, si es que terminaba, quizás lo mejor sería acudir a la policía, contarles su historia de desesperada autodefensa, llevarles los dos pistoleros muertos en el maletero del Chrysler.
Julian Campbell negaría que fueran sus empleados, o al menos que les había ordenado matar a Mitch. Era de suponer que los hombres de esta clase cobraban en efectivo, sin dejar rastro de su relación profesional; desde el punto de vista de Campbell, cuantos menos registros de su actividad quedaran, mejor sería, y los pistoleros no parecían pertenecer a la clase de gente que se preocupa por el hecho de que, cuando se cobra en efectivo, no hay deducciones impositivas, por lo que, llegado el momento, la seguridad social podría rechazarlos.
Existía la posibilidad de que las autoridades no estuviesen al tanto del lado oscuro del imperio de Campbell. Tal vez aparentara ser, en todos los terrenos, uno de los ciudadanos más destacados de California.
Mitch, en cambio, no era más que un humilde jardinero, que estaba atrapado en falsas pruebas que lo harían parecer culpable del asesinato de su esposa en el caso de que no consiguiese pagar su rescate. Y en Corona del Mar, en la calle donde vivía Anson, estaba su Honda, cuyo maletero contenía el cadáver de John Knox.
Aunque creía en el imperio de la ley, Mitch no suponía ni por un minuto que las investigaciones forenses fuesen tan meticulosas ni los técnicos tan infalibles como los presentaba la televisión. Cuantas más evidencias que sugiriesen su culpabilidad encontraran, aunque fueran falsas, más crecerían sus sospechas y más fácil les sería ignorar los detalles que podían absolverlo.
Sea como fuere, lo más importante en ese momento era mantenerse libre y en movimiento hasta pagar el rescate de Holly. Sí, claro que la rescataría. O moriría en el intento.
Después de conocer a Holly y de enamorarse de ella casi enseguida, se dio cuenta de que hasta entonces sólo vivía a medias, de que había sido sepultado en vida durante la infancia. Ella había abierto el ataúd emocional donde lo dejaran sus padres, y él había resucitado y madurado.
Su propia transformación lo había asombrado. Cuando se casaron sintió que, por primera vez, estaba plenamente vivo.
Pero esa noche se dio cuenta de que, de todas formas, una parte de él había permanecido dormida. Al despertar, la claridad con que lo veía le produjo más terror que euforia.
Se había encontrado con una maldad tan absoluta que, hasta entonces, no había sabido que existía, un mal cuya existencia misma había sido educado para negar. Pero junto al reconocimiento del mal, llegó una conciencia de nuevas dimensiones en todo lo que percibía. En cada objeto veía una mayor belleza, extrañas promesas y misterio.
No sabía qué quería decir exactamente eso. Sólo sabía que era así, que sus ojos se habían abierto a una realidad superior.
Detrás de los sucesivos misterios deslumbrantes de este nuevo mundo que lo rodeaba, intuía una verdad que, despojándose de sucesivos velos, terminaría por revelarse plenamente.
Era curioso que en ese estado de iluminación la tarea más urgente que tuviese por delante fuera mover un par de hombres muertos.
Estuvo a punto de echarse a reír, pero se contuvo. Sentado en el desierto, cerca de medianoche, con unos cadáveres como única compañía, reír a la luna no parecía un buen primer paso para salir de allí.
Desde un punto elevado del cielo, hacia el este, un cometa se deslizó en dirección al oeste. Parecía un cierre de cremallera luminoso. Abrió el negro firmamento, dejando atisbar un color blanco por detrás de éste. Pero la cremallera se cerró con tanta prisa como se había abierto, y el cielo permaneció vestido, mientras que el meteoro se reducía a la nada, a simple vapor.
Considerando que la estrella fugaz era una señal que le ordenaba que se ocupara de la macabra faena que tenía pendiente, Mitch se inclinó junto al pistolero de la cara marcada y le registró los bolsillos. No tardó en encontrar las dos cosas que quería, la llave de las esposas y las del Chrysler Windsor.
Una vez que se quitó las esposas, las echó al maletero abierto del coche. Se frotó las doloridas muñecas.
Arrastró el cuerpo del pistolero hasta el lateral sur del camino, lo hizo pasar por encima de los matorrales que lo bordeaban y lo dejó allí.
Sacar al otro del asiento trasero requirió una desagradable lucha, pero al cabo de escasos minutos los dos muertos estaban tendidos, uno junto al otro, de cara a las estrellas.
De regreso al coche, Mitch encontró una linterna en el asiento delantero. Supuso que habría una, pues debían de tener intención de enterrarlo por allí y necesitaban luz para hacerlo.
La débil luz del techo del coche no alumbraba el asiento trasero con la claridad que Mitch necesitaba. Lo examinó con la linterna.
Como el pistolero no había muerto al instante, tuvo tiempo de sangrar, cosa que hizo a conciencia.
Mitch contó ocho agujeros en el respaldo de los balazos que, disparados desde el maletero, lo habían atravesado. Era evidente que los otros dos habían sido desviados o completamente detenidos por la estructura del asiento.
Había cinco agujeros en la parte trasera del asiento delantero, pero sólo una de las balas lo había atravesado. Una marca en la puerta de la guantera indicaba dónde había terminado su trayectoria.
Encontró la bala en el suelo, frente al asiento del acompañante. La tiró afuera.
Una vez que saliera del camino de tierra al asfalto, tendría que obedecer lo que señalaran los carteles indicadores de velocidad máxima, por mucha prisa que tuviera. Si una patrulla de carretera lo detenía y le echaba un vistazo a la sangre y al asiento trasero dañado, Mitch probablemente pasara un largo tiempo comiendo a costa del estado de California.
Los pistoleros no habían llevado pala.
Dada la profesionalidad de ambos, dudaba que hubiesen dejado su cuerpo pudriéndose en un lugar donde excursionistas o aficionados a conducir por el desierto lo pudieran descubrir. Seguramente estaban familiarizados con la zona y conocían un lugar que servía de tumba natural y que no podía ser descubierto con facilidad.
A Mitch no le atraía la idea de buscar ese lugar de noche y a la luz de la linterna. Tampoco la perspectiva de ver la colección de huesos que quizás hallara allí.
Regresó junto a los cuerpos y los alivió de sus carteras, para hacer más difícil la identificación. Manipularlos le provocaba menos repulsión que antes, y esta nueva actitud lo perturbó.
Tras arrastrar los cadáveres, alejándolos más del camino, los metió en un cerrado matorral de gayubas. Una especie de sudarios de hojas correosas impedirían que los descubrieran con facilidad.
Aunque el desierto parece hostil a cualquier forma de vida, varias especies medran en él y muchas de ellas son carroñeras. En menos de una hora, los primeros acudirían al banquete por partida doble que ocultaban las gayubas.
Algunos eran escarabajos, como el que los pistoleros procuraron que no pisara cuando lo llevaban por la columnata del pabellón de los coches.
Por la mañana, el calor del desierto comenzaría a hacer su trabajo, acelerando de forma significativa el proceso de descomposición.
Si alguna vez los encontraban, quizá nunca se supiera de quiénes se trataba. Y no importaría, ni contaría para nada, cuál había tenido terribles cicatrices de acné y cuál un rostro terso.
En el pabellón de los coches antiguos, cuando estaban a punto de cerrar la tapa del maletero sobre él, había dicho: «Ojalá no tuviésemos que hacer esto».
«Bueno, es lo que hay», respondió el de piel tersa.
Otra estrella fugaz desvió su atención al profundo y claro cielo. Una breve herida de luz, y el firmamento quedó curado un instante después.
Volvió al coche y cerró la tapa del maletero.
Vencer a dos asesinos expertos quizás debería hacerlo sentirse potente, orgulloso, feroz. Pero se sentía más humilde que antes.
Para no sufrir el hedor de la sangre, bajó las ventanillas de las cuatro puertas del Chrysler Windsor.
El motor se puso en marcha de inmediato, entonando una canción llena de energía. Encendió los faros.
Sintió alivio al ver que el indicador del depósito de gasolina señalaba que estaba lleno en sus tres cuartas partes. No quería detenerse en lugares públicos, ni siquiera en una gasolinera de autoservicio.
Había conducido el coche de vuelta y recorrido seis kilómetros por el camino de tierra cuando, al llegar a lo alto de una cuesta, se encontró con un espectáculo que lo hizo frenar.
Al sur, en una baja hondonada del terreno, había un lago de mercurio en el que flotaban anillos concéntricos de refulgentes diamantes. Se movían con lentitud siguiendo la corriente de un sigiloso remolino, majestuosos como la espiral de una galaxia.
Durante un momento, la escena le pareció tan irreal que supuso que sería una alucinación o una visión. Después comprendió que era una plantación, tal vez de cebada silvestre, con sus sedosas florescencias en forma de penacho.
La luz de la luna daba tonos argenta a las espigas, arrancando chispas de las lustrosas plantas. Una brisa apenas perceptible soplaba alrededor con tal sutileza y a un ritmo tan regular, que parecía una música especialmente compuesta para la danza de la hierba, como un vals.
Había un significado oculto en algo tan trivial como la hierba, pero el olor de la sangre lo hizo pasar de lo místico a lo mundano.
Continuó hasta el fin del camino de tierra y dobló a la derecha, pues recordaba que, en el camino de ida, habían girado a la izquierda. Las carreteras asfaltadas estaban bien señalizadas y no retornó a la finca de Campbell, que esperaba no volver a ver nunca, sino a la autopista interestatal.
Pasaba ya de medianoche y el tráfico era escaso. Se dirigió al norte sin sobrepasar nunca la velocidad máxima en más de ocho kilómetros por hora, exceso que la ley rara vez castigaba.
El Chrysler Windsor era una hermosa máquina. No es frecuente que los muertos regresen a acosar a los vivos con tanta elegancia.