Capítulo 34

Si el pistolero no estaba muerto, sino sólo herido, podía devolver los disparos a través del respaldo. El maletero aún era una trampa mortal en potencia.

Abandonando la inútil pistola, Mitch se apresuró a salir al camino, golpeándose una rodilla contra el borde del maletero y un codo contra el parachoques. Cayó sobre las manos y las rodillas y se levantó. Corrió agachado unos quince metros antes de detenerse y mirar hacia atrás.

El pistolero no había salido del Chrysler. Las cuatro puertas estaban cerradas.

Mitch esperó. El sudor le goteaba desde la punta de la nariz, desde el mentón.

Ya no estaban por allí las polillas que parecían copos de nieve, ni el gran búho cornudo, ni el siniestro insecto desconocido que emitía la estridente música.

Bajo la luna muda, en el desierto petrificado, el Chrysler resultaba anacrónico, como una máquina del tiempo surgida en el Mesozoico, aerodinámica y reluciente a falta de cien millones de años para que fuese creada.

Cuando el aire, seco como la sal, comenzó a chamuscarle la garganta, dejó de respirar por la boca, y cuando el sudor se le comenzó a secar en el rostro, se preguntó cuánto debería esperar para poder suponer que el hombre había muerto. Miró su reloj. Miró la luna. Aguardó.

Necesitaba el coche.

Había controlado el tiempo que, al llegar, duró el recorrido por el camino de tierra: doce minutos. Debieron avanzar a unos cuarenta kilómetros por hora en ese último tramo de su viaje. Eso significaba que estaba a unos diez kilómetros de una carretera asfaltada.

Incluso si llegaba a ese rastro de civilización, era posible que se encontrara con que se hallaba un territorio solitario y sin mucho tráfico. Además, en el estado en que se encontraba, sucio, desarreglado y, sin duda, con aspecto de trastornado, nadie lo recogería, a no ser, quizás, algún psicópata itinerante en busca de víctimas.

Al fin, se aproximó al Chrysler.

Rodeó el vehículo, manteniéndose tan lejos de él como se lo permitía el ancho del camino, atento a la posibilidad de que un rostro terso y espectral atisbase desde el sombrío interior. Tras llegar sin novedad hasta el maletero del que había escapado dos veces, se detuvo a escuchar.

Holly estaba en la peor situación posible, y si los secuestradores trataban de comunicarse con Mitch, no tendrían suerte, pues su móvil había quedado en aquella bolsa blanca de plástico, en la finca de Campbell. La llamada de mediodía a casa de Anson sería su única posibilidad de restablecer contacto con ellos antes de que decidiesen cortar en trocitos a su rehén y pasar a otra cosa.

Sin dudarlo más, fue a la puerta trasera del lado del conductor y la abrió.

El hombre del rostro terso tenía los ojos abiertos. Estaba tendido en el asiento, ensangrentado, pero aún con vida. Apuntaba su pistola a la puerta. El cañón parecía una cuenca ocular vacía, y el pistolero adoptó una expresión triunfal al decir:

—Muere.

Trató de apretar el gatillo, pero de repente la pistola se estremeció en su mano, que aflojó la presión. El arma fue a dar al suelo del coche y la mano del pistolero cayó sobre su propio regazo. Ahora que su amenaza de una sola palabra había demostrado ser una predicción de su propio destino, se quedó así, como si hiciera una proposición obscena.

Dejando la puerta abierta, Mitch se fue al borde del camino y se quedó sentado en una piedra hasta que tuvo la certeza de que, finalmente, no vomitaría.