Mientras Mitch se debatía en la indecisión, recordó el grito de Holly, el seco sonido que se oyó cuando la abofetearon.
Un sonido real devolvió su atención al presente. En la cabina, su enemigo luchaba por contener un acceso de tos.
El sonido había sido amortiguado tan eficazmente que era imposible que se hubiera oído fuera del coche. Como la vez anterior, la tos sólo duró pocos segundos.
Tal vez, la tos del pistolero fuese producida por una herida. O quizás fuese alérgico al polen del desierto.
Cuando el tipo volviera a toser, Mitch aprovecharía la ocasión para cambiar de postura.
Fuera del maletero, el desierto parecía oscurecerse, iluminarse y volver a oscurecerse rítmicamente. Pero lo cierto era que su agudeza visual aumentaba momentáneamente con cada sístole y cada diástole de su galopante corazón.
Pero la repentina ilusión de que nevaba tenía base en un hecho real. La luz de la luna escarchaba las alas fosforescentes de unas polillas que se habían arremolinado sobre el camino, como los copos de nieve en invierno.
Las manos esposadas de Mitch agarraban la pistola con tanta fuerza que los nudillos le hacían daño. Su índice derecho se curvaba sobre la defensa del gatillo, no sobre el gatillo mismo, pues temía que una contracción nerviosa lo hiciese disparar antes de lo deseado.
Tenía los dientes apretados. Se oyó inhalar, exhalar. Abrió la boca para respirar sin ruido.
Aunque su corazón iba a toda marcha, el tiempo dejó de ser un río que fluye para transformarse en una sigilosa corriente de cieno.
Durante las pasadas horas, su instinto le había sido útil a Mitch. Pero también el pistolero podía contar con un sexto sentido y darse cuenta de que no estaba solo.
Una espesa corriente de segundos llenó un minuto, después otro y otro… Entonces, un tercer ataque de tos sofocada del pistolero le dio a Mitch ocasión de rodar, volviéndose de modo que quedó sobre su costado derecho. Una vez completada la maniobra, permaneció muy quieto, dándole la espalda a la tapa abierta del maletero.
El silencio del pistolero parecía indicar un elemento de renovada vigilancia, de sospecha. Ahora, el mundo penetraba en los cinco sentidos de Mitch a través de la lente distorsionados de la extrema ansiedad.
¿Qué ángulo de disparo? ¿Cómo hacerlo?
Piensa.
El hombre del rostro terso no debía de estar erguido en el asiento. Se habría inclinado hacia delante para aprovechar al máximo la oscuridad del asiento trasero.
En otras circunstancias, el asesino quizás habría preferido un rincón, lo que contribuiría más a su invisibilidad. Pero como la alzada tapa del maletero impedía que lo vieran con facilidad por la luna trasera, podía sentarse a salvo en mitad del asiento para cubrir mejor ambas puertas.
Manteniendo tensa la cadena de las esposas, Mitch posó la pistola en el suelo sin hacer ruido. Temía golpearla contra algo durante la exploración que necesitaba hacer.
Tanteó a ciegas con ambas manos y dio con la parte trasera del maletero. Las yemas de sus dedos sintieron que la superficie estaba cubierta de tela, pero era firme.
Quizás el Chrysler no hubiese sido restaurado con total fidelidad al modelo original. Campbell podía haber decidido introducir algunas mejoras y, entre ellas, materiales más avanzados para el maletero.
Como un par de arañas sincronizadas, sus manos se deslizaban a izquierda y derecha de la superficie, buscando. Presionó con suavidad y después con un poco más de fuerza.
Bajo la indagación de sus yemas, la superficie cedió un poco. Podía tratarse de un tablero de madera aglomerada de medio centímetro de espesor y revestida de tela. No parecía metal.
El panel aguantó la presión de sus manos en silencio, pero, cuando ésta cedió, recuperó su forma con un sutil sonido de rebote.
Desde la cabina, llegó un chirrido de protesta del tapizado, apenas un leve sonido y nada más. Lo más probable era que el pistolero hubiese ajustado su posición para estar más cómodo… O quizás se había vuelto para escuchar con más atención.
Mitch tanteó el suelo, buscando la pistola y posó sus manos sobre ella.
Tumbado de lado, las rodillas plegadas, sin lugar para extender los brazos, estaba en mala posición para disparar.
Si trataba de moverse hacia el lado abierto del maletero antes de disparar, revelaría su presencia. Sólo uno o dos segundos de advertencia podían ser suficientes para que ese pistolero experto rodase del asiento al suelo.
Mitch repasó una vez más su plan para confirmar que no había pasado nada por alto. El menor error de cálculo podía determinar su muerte.
Alzó la pistola. Dispararía de izquierda a derecha y después de derecha a izquierda en una doble andanada de cinco disparos cada una.
Cuando apretó el gatillo, no ocurrió nada.
Apenas un leve, aunque nítido, chasquido metálico.
Su corazón golpeaba y era golpeado, era martillo y yunque, y debió esforzarse para oír por encima de los estruendosos latidos. Pero aun así, estaba bastante seguro de que el pistolero no se había vuelto a mover, que no había detectado el pequeño sonido que emitió la pistola rebelde.
Antes, había revisado el arma en busca de un seguro.
Aflojó la presión de su dedo sobre el gatillo, vaciló, volvió a apretar.
De nuevo, sólo un chasquido.
Antes de que el pánico lo dominara, el azar revoloteó junto a su mejilla y se le metió en la boca en forma de polilla. No era tan fría como le habían parecido sus congéneres cuando se arremolinaban semejándose a copos de nieve.
En un acto reflejo carraspeó y escupió el insecto para no atragantarse. Su dedo se crispó sobre el gatillo. El gatillo tenía incorporada una resistencia, que quizás fuese, a fin de cuentas, el seguro. Para abrir fuego, se requería de una doble presión, y, como esta vez apretó con más fuerza que antes, la pistola se disparó.
El retroceso, exacerbado por la postura en que se encontraba, lo sacudió. La detonación fue más fuerte que el ruido que produciría la puerta del infierno al cerrarse de golpe a sus espaldas. Una lluvia de residuos, trozos de tela chamuscada y restos de madera aglomerada le dio en la cara, sorprendiéndolo, pero entornó los ojos y continuó disparando, de izquierda a derecha. El retroceso alzaba la pistola en un movimiento desordenado, pero la controló mientras seguía disparando, ahora de derecha a izquierda, y aunque creía que podría contar los tiros mientras los disparaba, perdió la cuenta después de los dos primeros y así siguió hasta que el cargador quedó vacío.