El asesino volvió con tal sigilo que Mitch no fue consciente de su presencia hasta que no oyó el chasquido, seguido del más leve de los chirridos, que una de las puertas del coche produjo al abrirse.
El hombre se había aproximado por la parte delantera del Chrysler. Arriesgándose a quedar expuesto ante el breve resplandor de las luces interiores del coche, había entrado y cerrado la puerta con tanta suavidad como le fue posible.
Si se había puesto al volante, debía de tener intención de abandonar el lugar.
No. No se marcharía con la tapa del maletero abierta. Y sin duda no abandonaría el cadáver.
Mitch aguardó en silencio.
El pistolero también se mantenía en silencio.
Poco a poco, el silencio se convirtió en una especie de presión que Mitch podía sentir en la piel, en los tímpanos, en sus ojos, que no parpadeaban, como si el coche descendiera a un abismo marino y el peso del océano no dejara de aumentar, aplastándolo.
El pistolero debía de estar sentado en la oscuridad, escrutando la noche, esperando para ver si el fugaz destello había llamado la atención, si había sido visto. Si su regreso no producía respuesta alguna, ¿cuál sería su próximo paso?
El desierto parecía contener la respiración.
En tales circunstancias, el coche sería tan sensible a sus movimientos como un barco ligero en el agua. Si Mitch se movía, el asesino se daría cuenta de su presencia.
Pasó un minuto. Otro.
El joven se imaginó al pistolero de rostro terso sentado en el vehículo, en la penumbra. Tenía al menos treinta años, treinta y cinco, quizás, y sin embargo su rostro era tan notablemente terso que hacía pensar que la vida nunca lo había tocado y nunca lo haría.
Trató de imaginar qué hacía, qué planeaba el hombre de la cara tersa. La mente que se ocultaba detrás de esa máscara no era accesible para la imaginación de Mitch. Le hubiese sido más fructífero cavilar acerca de las creencias de un lagarto del desierto respecto a Dios, la lluvia o el estramonio.
Tras una larga inmovilidad, el pistolero cambió de postura y su movimiento fue una revelación. La inquietante intimidad del sonido indicaba que el hombre no estaba al volante del Chrysler. Estaba en el asiento trasero.
Debía de haber estado inclinándose hacia delante, vigilando, desde el momento en que entró al coche. Cuando, por fin, se apoyó en el respaldo, el tapizado emitió el sonido que hacen el cuero o el vinilo al tensarse, y los muelles del asiento se quejaron quedamente.
El asiento trasero era al mismo tiempo la pared posterior del maletero. Él y Mitch estaban a medio metro el uno del otro.
Estaban casi tan cerca como cuando caminaron desde la biblioteca hasta el pabellón de los coches antiguos.
Tendido en el maletero, Mitch pensó en ese recorrido.
El pistolero emitió un sonido bajo, una tos o un gemido, amortiguado por el material tapizado que los separaba.
Aunque quizás había resultado alcanzado. Su herida tal vez no era lo suficientemente grave como para persuadirlo de marcharse, aunque sí lo bastante dolorosa como para quitarle las ganas de seguir explorando.
Estaba claro que se había instalado en el coche con la esperanza de que su presa, desesperada, regresara a él. Se imaginaría que Mitch se aproximaría con prudencia, escudriñando concienzudamente el terreno aledaño, pero sin imaginar que la muerte lo aguardaba entre las sombras del asiento trasero.
En este improvisado cuarto de aprendizaje, Mitch pensó en la caminata desde la biblioteca al pabellón de los coches, en la luna flotando en la piscina como un lecho de nenúfares, el cañón de la pistola apretado contra su costado, el canto de los sapos, las ramas como de encaje de los pitosporos plateados, otra vez el cañón de la pistola oprimiéndole las costillas…
Ese coche de época seguramente no tenía protección anti-incendios ni amortiguador de choques entre el maletero y la cabina. El respaldo del asiento trasero bien podía terminar en un panel de fibra de medio centímetro de espesor, o tal vez sólo fuera de tela.
Seguramente, contendría unos quince centímetros de relleno. Una bala encontraría alguna resistencia.
La barrera no era a prueba de balas. Si uno se pone un mero almohadón a modo de armadura, mal puede esperar salir indemne de una andanada de diez disparos de alta velocidad.
En ese momento, Mitch estaba medio reclinado, medio sentado, sobre su costado izquierdo, mirando la noche por la abertura entornada del maletero. Debía volverse hacia el lado derecho si quería apoyar su pistola en el fondo del cubículo.
Pesaba setenta y cinco kilos. No hacía falta estar diplomado en física para entender que el vehículo respondería al desplazamiento de todo ese peso.
Podía volverse deprisa y abrir fuego, pero quizá sólo para descubrir que se había equivocado con respecto a la separación del maletero y la cabina. Si se trataba de un panel metálico, no sólo corría el riesgo de ser herido por el rebote de sus propios disparos, sino también de no darle a su objetivo.
De ser así, se encontraría herido y sin municiones. Y el pistolero sabría dónde encontrarlo.
Una gota de sudor se le deslizó por la nariz y se detuvo en la comisura de sus labios.
La noche era templada, no cálida.
Una urgente necesidad de actuar le tensaba los nervios como la cuerda de un arco.