Rodeado de nobles penachos blancos que hacían pensar en un círculo protector de caballeros tocados con sus yelmos, Mitch, entre las cortaderas, recordó el seco estampido de los dos disparos que habían estado a punto de alcanzarlo cuando le quitaba el arma al pistolero muerto.
Si el arma de su adversario hubiese estado equipada con silenciador, como en la biblioteca, las detonaciones no habrían sido tan fuertes. Quizás ni las hubiese oído.
En ese lugar desolado, al pistolero no le había preocupado que nadie pudiera oírlo, pero tampoco habría quitado el silenciador a su arma para tener la satisfacción de oír una detonación más fuerte. Tenía que haber otra razón.
Lo más probable era que los silenciadores fuesen ilegales. Hacían más fácil ocultar el asesinato. Estaban diseñados para usarse a corta distancia, por ejemplo, en una mansión en la que no se tuviese la certeza de que todo el personal está corrompido.
La lógica llevó a Mitch a la conclusión de que los silenciadores sólo son útiles en una situación que requiere discreción. Probablemente reducían la precisión del disparo.
Si estás detrás de tu prisionero en una biblioteca o si lo fuerzas a arrodillarse ante ti en un solitario camino del desierto, una pistola con silenciador te puede venir bien. Pero a una distancia de cinco o diez metros, quizás redujera la precisión a tal punto que tendrías más posibilidades de acertarle a tu objetivo arrojándole la pistola que disparándole con ella.
Unos guijarros se desplazaron y chocaron, haciendo un ruido similar al de los dados en un cubilete. Se volvió en la dirección del sonido. Apartó con cautela las hojas de cortadera.
A quince metros de él, el pistolero se encorvaba. Parecía un gnomo. Esperaba las consecuencias del ruido que acababa de hacer.
Aunque estaba inmóvil, no se podía confundir al hombre con una formación rocosa ni con la vegetación del desierto, porque se había puesto en evidencia al cruzar un largo espacio yermo de tierra alcalina. Ese trozo de terreno parecía no ya reflectante, sino luminoso.
Si Mitch, en lugar de detenerse allí, hubiera seguido avanzando hacia el oeste, se habría encontrado al asesino en terreno abierto, llegando, tal vez, a enfrentarse a él cara a cara como en la escena del duelo de una película de vaqueros.
Evaluó la posibilidad de esperar, de dejar que su perseguidor se aproximase antes de dispararle.
Entonces, el instinto le sugirió que las matas de cortaderas y otros lugares como ése serían precisamente los que más atraerían al pistolero. Posiblemente supondría que Mitch se ocultaría; y las cortaderas despertarían sus sospechas.
Mitch vaciló, porque la ventaja aún parecía estar de su lado. Podía disparar desde una posición resguardada, mientras que el gnomo estaba en terreno despejado. Aún no había disparado ni un solo tiro de su pistola, mientras que su adversario ya había desperdiciado dos.
Debía contar con un cargador adicional. Dado que la violencia era el oficio del pistolero, era de suponer que llevaría un cargador adicional, dos tal vez.
Se acercaría a las matas de cortaderas con cautela. No presentaría un blanco fácil.
Cuando Mitch disparara y errara debido a la distancia, el ángulo, la distorsión producida por la luz y la falta de experiencia, el pistolero respondería a su fuego. Con resolución.
Las cortaderas ofrecían cobertura visual, no protección real. No podría sobrevivir a un par de andanadas de ocho o diez disparos.
Siempre agazapada, la silueta de gnomo dio dos pasos prudentes hacia delante. Volvió a detenerse.
A Mitch le llegó una inspiración, una idea audaz que, durante un momento, pensó descartar por imprudente, pero que luego adoptó, considerando que era la que le ofrecía más posibilidades.
Dejó que las panojas recuperaran su posición natural. Se escabulló de la mata por el punto más apartado de aquel por el cual se acercaba el pistolero, con intención de mantener la mayor distancia que le fuera posible entre ambos.
Entre el coro de los grillos y el siniestro canto de un ruidoso insecto desconocido, Mitch se dirigió a toda prisa hacia el este, por el trayecto que ya había recorrido. Pasó el punto por donde había descendido del talud; ese ascenso sin protección lo dejaría demasiado expuesto en caso de que no llegara al camino antes de que el pistolero terminara de rodear la mata de cortaderas.
Tras recorrer algo menos de veinte metros, llegó a una depresión ancha y poco profunda en la hasta entonces uniforme ladera. En esa hondonada medraban los chaparros, que rebasaban sus bordes.
Mitch necesitaba sus manos esposadas para trepar, de modo que se metió la pistola en el cinto. Antes, la luz de la luna le había mostrado el camino, pero ahora las sombras lo volvían oscuro y engañoso. Sin olvidar que el silencio era tan importante como la velocidad, trepó escurriéndose entre los chaparros.
A su paso surgió un aroma almizclado que podía haber tenido un origen vegetal, pero que le sugirió más bien que se estaba metiendo en algún tipo de hábitat animal. Los matorrales se le enganchaban, se le clavaban, lo arañaban.
Pensó en serpientes, y después se negó a hacerlo.
Cuando llegó hasta arriba sin que le dispararan, reptó por el remate de la depresión hasta llegar al arcén. Se arrastro hasta el centro de la calzada antes de ponerse de pie.
Si procuraba trazar un círculo que lo dejara detrás de donde creía que estaría el pistolero, podía encontrarse con que, entretanto, éste hubiera estado haciendo sus propios cálculos y cambiado de rumbo en la esperanza de sorprender a su presa antes de que ella lo sorprendiera a él. En ese mutuo acecho, ambos podían perder tiempo muy valioso errando por el desierto, encontrando a cada rato el rastro del otro, hasta que uno de ellos cometiera un error.
Si ése era el juego, quien cometería el error fatal sería Mitch, pues era el que tenía menos experiencia en tales lides. Por lo visto, hasta ese momento, su esperanza consistía en no cumplir con las expectativas de su enemigo.
Dado que Mitch lo había sorprendido con el revólver, el pistolero le atribuiría un instinto de conservación tan salvaje como el de cualquier animal acorralado. A fin de cuentas, resultaba que no lo paralizaron el miedo, la autocompasión ni el odio a sí mismo.
Pero tal vez el pistolero no esperara que un animal acorralado, que había logrado escapar, regresase por propia voluntad al rincón mismo de donde huyó.
El antiguo Chrysler estaba a unos veinte metros al oeste. La tapa del maletero seguía medio levantada.
Mitch se apresuró a llegar al coche y se detuvo junto al cadáver. El pistolero picado de acné yacía boca arriba, con los ojos colmados por la luz de la estrellada maravilla del firmamento.
Esos ojos eran estrellas en sí mismas, agujeros negros que ejercían tal atracción gravitatoria que Mitch sintió que lo arrastrarían a la destrucción si se los quedaba mirando durante demasiado tiempo.
El hecho era que no sentía culpa ni arrepentimiento alguno. A pesar de su padre, se daba cuenta de que creía que el mundo tenía sentido y que existe una ley natural. Pero ningún tao dice que matar en defensa propia está mal.
Tampoco es que se tratase de un acontecimiento afortunado. Sentía que lo habían despojado de algo precioso. Se podía llamar inocencia, pero ésa era sólo una parte de lo que le habían quitado; junto a la inocencia, había perdido la capacidad para cierto tipo de ternura, una expectativa de gozo dulce, inminente, inefable que, hasta entonces, siempre había albergado.
Mirando hacia atrás, Mitch estudió el terreno para ver si había dejado pisadas. A la luz del sol, el compacto polvo quizás lo hubiera delatado; pero ahora no se veían huellas.
Bajo la mirada hipnótica de la luna, el desierto, como pintado con la paleta plateada y negra de los sueños, parecía dormir y soñar. Cada sombra era dura como el hierro, cada objeto, insustancial como el humo.
Cuando miró al interior del maletero, donde la luna se negaba a asomarse, la oscuridad le hizo pensar en las fauces abiertas de alguna criatura despiadada. No podía ver el fondo del habitáculo, lo que lo hacía parecer un espacio mágico, capaz de albergar infinitos equipajes.
Sacó la pistola del cinto.
Alzó la tapa, se metió en el maletero y la cerró a medias sobre sí.
Tras experimentar un rato, entendió que el silenciador estaba atornillado al cañón de la pistola. Lo quitó y lo dejó aparte.
Más temprano que tarde, cuando no encontrara a Mitch oculto entre las cortaderas o los chaparros, o en algún escondite natural esculpido por los elementos en una roca, el pistolero regresaría a vigilar el Chrysler. Era probable que supusiera que su presa había regresado al coche con la esperanza de encontrar las llaves puestas.
Este asesino profesional sería incapaz de entender que un buen esposo jamás daría la espalda al compromiso con su esposa, a su mejor esperanza de amor en un mundo que tiene tan poco de éste que ofrecer.
Si el pistolero establecía su punto de observación detrás del coche, tendría que cruzar el camino que la luna alumbraba. Sería cauto y veloz, pero así y todo quedaría expuesto.
También era posible que vigilara la parte delantera del vehículo. Pero si el tiempo pasaba y nada ocurría, era posible que se embarcara en otra exploración general del terreno y que, al regresar, se pusiera en el punto de mira de Mitch.
Sólo habían pasado siete u ocho minutos desde que los dos, al abrir el maletero, recibieran un saludo de disparos. El pistolero que sobrevivió sería paciente. Pero quizás, si su vigilancia y sus exploraciones no daban fruto, y por mucho que temiera a su jefe, consideraría la posibilidad de marcharse.
En ese momento, si no antes, iría a la parte trasera del vehículo para ocuparse del cadáver. Querría cargarlo en el maletero.
Ahora Mitch, medio sentado y medio recostado, envuelto en la oscuridad, alzaba su cabeza apenas lo suficiente como para mirar sobre el borde de la abertura del maletero.
Acababa de matar a un hombre.
Tenía intención de matar a otro.
La pistola resultaba pesada en su mano. Recorrió su superficie con los dedos, en busca de algún seguro que se soltase con un chasquido, pero no lo encontró.
Mientras contemplaba el solitario camino que la luna iluminaba, rodeado por todos lados por el espectral desierto, se dio cuenta de que lo que había perdido, la inocencia, y esa expectativa, fundamentalmente infantil, de un gozo inminente e inefable, iba siendo reemplazado poco a poco por otra cosa que no era mala. El agujero que había en él se iba llenando, pero no sabía de qué.
Desde el maletero, su visión del mundo era limitada, pero por esa rendija percibía mucho más de esa noche que lo que hubiera podido ver antes.
El plateado camino se alejaba, pero también se acercaba a él, ofreciéndole dos horizontes distintos.
Algunas formaciones pétreas contenían granos de mica que centelleaban a la luz de la luna, y, cuando las rocas se recortaban contra el cielo, parecía como si las estrellas hubiesen sido espolvoreadas sobre la tierra.
Procedente del norte, navegando hacia el sur, impulsado por su velamen de plumas, un gran búho cornudo, tan pálido como inmenso, cruzó el camino, volando bajo antes de batir sus alas para ascender en el aire nocturno; siguió subiendo hasta perderse de vista.
Mitch sintió que lo que parecía estar obteniendo a cambio de lo perdido, lo que colmaba el vacío de su interior a tanta velocidad, era la capacidad de asombro, un sentido más profundo del misterio de las cosas.
Entonces, se apartó del filo del precipicio del asombro para regresar al terror y a una sombría determinación. El pistolero había regresado, con una intención que él no previó.