Capítulo 30

Al levantarse con demasiada prisa, Mitch se dio un cabezazo contra la tapa y estuvo a punto de caer hacia atrás, pero mantuvo el impulso hacia delante. Salió del maletero como pudo.

Su pie izquierdo pisó terreno firme, pero apoyó el derecho sobre el hombre que había recibido dos balazos. Se tambaleó, pisó el cuerpo, que se desplazó bajo su peso, y cayó.

Rodó, alejándose del cuerpo, hacia el límite del camino. Lo detuvo un arbusto de mezquite silvestre, que identificó por su aroma oleoso.

Había perdido el revólver. No importaba. No le quedaban municiones.

En torno a él se extendía un paisaje reseco bajo la luz de una luna plateada. Un angosto camino de tierra, matorrales del desierto, tierra yerma, guijarros.

El Chrysler Windsor, aerodinámico, con numerosos accesorios cromados relucientes de brillo lunar, parecía extrañamente futurista, como un barco hecho para navegar entre las estrellas. Al detener el motor, el conductor también había apagado los faros.

El pistolero a quien Mitch pisó dos veces al salir del maletero no había gritado. Tampoco se incorporó, ni trató de detener a Mitch. Era probable que estuviera muerto.

Quizás el segundo hombre también hubiera muerto. Al salir del maletero, Mitch le había perdido el rastro.

Si uno de los últimos tres tiros había dado en el blanco, el segundo tipo ya debía de estar convertido en banquete para los buitres, tendido en el camino de tierra, detrás del coche.

La arena del camino era rica en sílice. El vidrio se hace con sílice, los espejos, con vidrio. En la noche, lo que más reflejaba la luz era esa senda de una sola dirección.

Echado de bruces y pegado al suelo, Mitch podía ver, hasta una considerable distancia, cómo esa pálida cinta se iba perdiendo entre los retorcidos y erizados matorrales en la dirección de la que habían venido. No había un segundo cuerpo tendido allí.

Si el tipo no hubiese resultado, por lo menos, herido, sin duda habría cargado sobre Mitch, disparando cuando éste salía del maletero del Chrysler.

Herido, podía haberse arrastrado o gateado hasta meterse entre las matas, o detrás de alguna piedra. Podía estar en cualquier lugar, mirando su herida, estudiando sus posibilidades.

El pistolero estaría receloso, pero no asustado. Vivía para afrontar situaciones como ésta. Era un sociópata. No se asustaría con facilidad.

Definitivamente, sin asomo de duda, Mitch le tenía miedo al hombre que se ocultaba en la noche. También le temía al que estaba tendido en el camino, detrás del Chrysler.

Tal vez estuviese muerto, pero aunque ya fuera comida para los cuervos, Mitch le tenía miedo. No quería acercársele.

Tenía que hacer lo que no quería, porque, tanto si el hijo de puta ya era carroña como si sólo estaba inconsciente, Mitch necesitaba un arma. Y pronto.

Había descubierto que era capaz de llegar a la violencia, al menos en defensa propia, pero no estaba preparado para la velocidad con la que se desarrollaron los acontecimientos después del primer tiro, para la rapidez con que debía tomar decisiones, para la forma repentina en que podían surgir nuevos desafíos.

Al otro lado del camino, varios manchones de vegetación rala y unas rocas erosionadas se ofrecían como posibles escondites.

Si la leve brisa que soplaba en la costa hubiese llegado hasta donde estaban, el desierto se tragaría hasta su último soplo. Cualquier movimiento entre los matorrales sería de su enemigo, no obra de la naturaleza.

Por cuanto podía ver en la penumbra, todo estaba inmóvil.

Con aguda conciencia de que sus propios movimientos lo convertían en un blanco, impedido por las esposas, Mitch reptó boca abajo hasta llegar al hombre tendido detrás del automóvil.

La luna ponía monedas en los ojos abiertos del pistolero, que ya no parpadeaban ni jamás parpadearían.

Junto al cuerpo se veía una familiar silueta de acero, que la luz bruñía. Mitch la cogió, agradecido, pero cuando estaba a punto de retroceder, arrastrándose, se dio cuenta de que lo que había encontrado era su inservible revólver.

Dio un respingo ante el breve tintineo que produjo la corta cadena que unía sus esposas, palpó el cuerpo y se encontró con que apoyaba los dedos en algo húmedo. Asqueado, se enjugó la mano en la ropa del muerto.

Cuando casi estaba convencido de que el tipo había salido del Chrysler desarmado, vio la culata de la pistola que asomaba por debajo del cadáver. Tiró del arma hasta sacarla.

Sonó un disparo. El muerto se estremeció al recibir el tiro destinado a Mitch.

Se arrojó hacia el Chrysler y oyó un segundo tiro, seguido del susurro de la muerte al pasar junto a él y del sonido de la bala al rebotar en el vehículo. También oyó otro susurro, más cercano, aunque pensar que dos tiros le hubiesen pasado cerca, cuando sólo había oído un disparo, podía ser cosa de su imaginación; tal vez, en realidad, no había oído nada más después del chasquido del rebote.

Con el coche entre el que disparaba y él, se sintió más protegido, pero después, casi enseguida, no se sintió a salvo en absoluto.

El pistolero podía dar la vuelta al Chrysler por delante o por detrás. Tenía la ventaja de escoger cómo acercarse y cuándo hacerlo.

Mientras tanto, Mitch se vería obligado a mantenerse alerta, vigilando ambos extremos. Una tarea imposible.

Quizás, el otro ya estuviese en movimiento.

Mitch se incorporó y se alejó del coche. Corriendo agazapado, salió del camino cruzando la barrera natural de mezquite, que crujió demasiado para su gusto, aunque al mismo tiempo fue como si chistase, como si le advirtiera de que se mantuviese en silencio.

El terreno bajaba desde el camino, lo que era bueno para él. Si hubiese ascendido, él habría quedado a la vista, y su ancha espalda hubiese sido un blanco fácil para el pistolero una vez que éste diera la vuelta al Chrysler.

Había tenido la suerte de dar con tierra arenosa pero firme, no de piedras ni guijarros sueltos, de modo que no hacía ruido al correr. La luna le señalaba el camino, y fue sorteando las matas de mezquite, más que atravesándolas, a la carrera. Se dio cuenta de que mantener el equilibrio con las manos esposadas se le hacía difícil.

Tras recorrer nueve metros llegó al pie de la pendiente y giró a la derecha. Le parecía, por la posición de la luna, que se dirigía hacia el oeste.

Algo parecido a un grillo cantaba. Algo, más extraño, chasqueaba.

Un conjunto de altas matas de cortadera le llamó la atención. Relucían, blancas, a la luz de la luna, y le recordaron las colas y las crines de orgullosos caballos.

De las matas redondas salían hojas de hierba de un metro a un metro y medio de largo, curvadas, muy angostas, puntiagudas y de bordes afilados. Le llegaban a la cintura. Estas hojas, cuando se secan, raspan, pinchan como agujas e incluso cortan.

Cada mata respetaba la integridad territorial de su vecina. Pudo pasar entre ellas.

En el corazón de la colonia se sentía oculto y a salvo, amparado por las blancas panículas plumosas, más altas que él. Se quedó de pie y, entre los penachos, atisbó el trayecto que había seguido para llegar allí.

La fantasmagórica luz no le hizo descubrir a ningún perseguidor.

Mitch cambió de posición, empujó con suavidad una panícula, luego otra, observando el borde del camino en lo alto de la ladera. No vio a nadie allí.

No tenía intención de pasar mucho tiempo escondido entre las cortaderas. Había huido de su vulnerable posición detrás del coche sólo para ganar un par de minutos y poder pensar.

No le preocupaba la posibilidad de que el pistolero que quedaba se marchara en el Chrysler. Julian Campbell no era la clase de jefe al que pudieras informarle de un fracaso con la certeza de que al hacerlo no perderías el trabajo o la vida.

Además, para el tipo que estaba acechándolo allí fuera, esto era una cacería y Mitch, la más peligrosa de las presas. Al cazador lo impulsaban la venganza, el orgullo y el gusto por la violencia que, para empezar, lo había llevado a hacer el trabajo que hacía.

Si Mitch hubiera sabido que podía ocultarse hasta el amanecer o que podía huir, no lo habría hecho. No es que bullera de violentos deseos de enfrentarse con este segundo asesino profesional, pero entendía demasiado bien las consecuencias que tendría no hacerlo.

Si el pistolero que quedaba vivía e iba a presentarle su informe a Campbell, Anson se enteraría, más temprano que tarde, de que su fratello piccolo, su hermano menor, estaba vivo. Mitch perdería su libertad de movimientos y la ventaja de la sorpresa.

Lo más probable era que Campbell no esperara un informe de sus dos verdugos hasta la mañana siguiente. Tal vez ni siquiera se pondría a buscarlos hasta la tarde.

De hecho, quizás Campbell echara de menos su Chrysler Windsor antes que a sus hombres. Eso dependía de qué tipo de máquina valorase más.

Mitch necesitaba coger a Anson por sorpresa y debía estar en casa de su hermano a mediodía para atender la llamada de los secuestradores. La cornisa sobre la que hacía equilibrios Holly era más alta y angosta que nunca.

No podía esconderse y su enemigo no quería hacerlo. Sería una lucha a muerte entre depredador y presa, y cada uno de ellos podía ser ambas cosas.