A finales de la década de los cuarenta, si uno era propietario de un coche como el Chrysler Windsor, quería que hiciese un gran ruido que demostrara que el motor era poderoso. Era como el palpitar del corazón de un toro, un bufido bajo y feroz, y a la vez como un pesado tronar de pezuñas.
La guerra había terminado, uno era un superviviente, grandes extensiones de Europa estaban en ruinas, pero la madre patria estaba intacta y uno quería sentirse vivo. Uno no quería que el espacio donde se hallaba el motor estuviese insonorizado. Uno no quería tecnología para el control del ruido. Uno quería potencia, peso bien repartido y velocidad. Llamar la atención, gritar que vivía.
El maletero del coche retumbaba con los golpes y ronquidos del motor que el eje de transmisión imprimía al bastidor y la carrocería. El ronroneo y el traqueteo que se producían al andar subían y bajaban en relación directa con el ritmo al que giraban las ruedas.
Mitch captó un leve olor a gases de escape, tal vez procedentes de una filtración en el silenciador. Pero no había peligro de que el monóxido de carbono lo sofocara. El olor a caucho de la alfombrilla sobre la que yacía y la acidez de su propio sudor que le provocaba el miedo eran mayores.
Aunque estaba tan oscuro como el cuarto de aprendizaje de la casa de sus padres, este nuevo habitáculo móvil no tenía ningún otro elemento de privación sensorial. Sin embargo, una de las mayores lecciones de su vida le estaba siendo inculcada con cada milla recorrida.
Su padre suele decir que no existe el tao, que no hay una ley natural que hayamos nacido para comprender. Según su manera materialista de ver las cosas, no deberíamos seguir ningún código de conducta que vaya más allá de nuestro propio interés.
Para cada uno, lo racional siempre es el interés propio, dice Daniel. Por lo tanto, cualquier acto que sea racional es legítimo, bueno y admirable.
En la filosofía de Daniel, el mal no existe. Robar, violar, matar a inocentes… Esos y otros crímenes sólo son irracionales porque quien los comete pone en juego su libertad.
Daniel concede que el grado de irracionalidad depende de las posibilidades que tenga el criminal de escapar al castigo. Por lo tanto, aquellos actos irracionales que tengan éxito y sólo le acarreen consecuencias positivas a quienes los cometan pueden ser legítimos y admirables, por más que no sean buenos para la sociedad.
Ladrones, violadores, asesinos y otros de esa calaña pueden curarse con terapia y rehabilitación, o no. En ambos casos, dice Daniel, no es que sean malos; son irracionalistas en proceso de recuperación o irrecuperables, sólo eso y nada más.
Mitch creyó que esas enseñanzas no habían penetrado en él, que el fuego de la educación de Daniel Rafferty no lo había quemado. Pero el fuego produce humo, y él se había ahumado junto a la hoguera del fanatismo de su padre durante tanto tiempo, que algo se le había adherido y permanecía en él.
Podía ver, pero había estado ciego. Podía oír, pero había estado sordo.
Este día, esta noche, Mitch había mirado al mal a la cara. Era tan real como la piedra, como las plantas.
Aunque un hombre irracional debe ser tratado con compasión y terapia, a un hombre malo no se le debe ofrecer nada más y nada menos que resistencia y una respuesta adecuada, la furia de la justicia de los buenos.
En la biblioteca de Julian Campbell, cuando el pistolero sacó las esposas, Mitch le tendió enseguida las manos. No esperó a que se lo ordenaran.
Si no hubiese parecido hundido, si no hubiese parecido manso y resignado a su suerte, quizás le habrían esposado las manos a la espalda. Alcanzar el revólver que llevaba en el tobillo le habría resultado más difícil; usarlo con precisión, imposible.
Campbell había señalado, incluso, el cansancio de Mitch, con lo que se refería al cansancio de su mente y de su corazón.
Creían saber qué clase de hombre era y quizá lo supieran. Pero no sabían en qué clase de hombre se podía convertir cuando la vida de su mujer estaba en juego.
Distraídos por su falta de familiaridad con la pistola que le habían quitado, no habían imaginado que tendría una segunda arma. Los prejuicios no sólo dejan en desventaja a los buenos.
Mitch se remangó la pernera de los vaqueros y sacó el revólver. Desabrochó la funda tobillera y se la quitó.
Antes había examinado el arma, buscando en vano un seguro. En las películas, sólo algunas pistolas tenían seguro, los revólveres, nunca.
Si salía con vida los siguientes dos días y recuperaba viva a Holly, nunca volvería a permitir que, a la hora de luchar por la supervivencia de su familia, lo pusieran en una situación en la que debiera confiar en la versión de la realidad que da el cine.
Antes, al observar el tambor del arma, había descubierto cinco cartuchos en cinco cámaras, mientras que esperaba seis.
Tendría que acertar dos disparos de cinco. Impactos directos en órganos vitales, no meras aproximaciones a éstos.
Tal vez sólo uno de los pistoleros abriese el maletero. Lo mejor sería que los dos estuviesen allí, lo que le daría la ventaja de sorprenderlos a ambos.
Seguramente los dos tendrían sus armas desenfundadas. Si sólo era uno, Mitch debía ser lo suficientemente listo como para apuntar primero al adversario armado.
Era un hombre pacífico, y sus violentos planes se veían perturbados por pensamientos que no ayudaban: «De adolescente, el pistolero del rostro desfigurado, picado por el acné que le había dejado la cara como un paisaje lunar, debió de sufrir muchas humillaciones».
Sentir compasión por un demonio era, en el mejor de los casos, una especie de masoquismo y, en el peor, un impulso suicida.
Durante un rato, mecido por los sonidos de la marcha, de los neumáticos, de la combustión interna, Mitch trató de imaginar todas las maneras en que se desarrollaría la escena una vez que la tapa del maletero se abriese. Después, trató de no imaginarlas.
Según su reloj luminoso, viajaron durante más de media hora hasta que, aminorando la marcha, pasaron del asfalto a un firme de tierra. La gravilla repiqueteó contra el bastidor y golpeó con fuerza el fondo del maletero.
Olió el polvo y notó en los labios su sabor alcalino, pero el aire nunca se cargó tanto como para sofocarlo.
Tras avanzar durante doce minutos a velocidad prudente por el camino de tierra, el coche se fue deteniendo lentamente.
El motor siguió en marcha durante medio minuto más, hasta que el conductor lo apagó.
Tras cuarenta y cinco minutos de zumbidos y golpeteos, el silencio fue como una repentina sordera.
Se abrió una puerta, después otra.
Iban a por él.
De cara a la parte trasera del coche, Mitch separó las piernas, plantando los pies en los rincones del maletero. No podía sentarse erguido mientras la tapa estuviese cerrada, pero aguardó con la espalda parcialmente levantada, como si estuviese en el gimnasio, en mitad de una serie de abdominales.
Las esposas lo obligaban a sujetar el revólver con las dos manos, lo cual, de todos modos, probablemente fuera lo mejor.
No oyó pasos, sino sólo el galope de su corazón. Entonces, escuchó el sonido de la llave en la cerradura del maletero.
En su mente apareció, fugaz e intermitente, una imagen del momento en que Jason Osteen recibía un tiro en la cabeza, como una película que se repetía una y otra vez: Jason derribado por la bala, su cráneo que explotaba, alcanzado por la bala, su cráneo que explotaba…
Cuando la tapa se levantó, Mitch se dio cuenta de que ese maletero no tenía luz incorporada, y comenzó a erguirse, apuntando hacia delante con el revólver.
La luna, como una jarra llena a rebosar, derramó su leche, recortando la silueta de los dos pistoleros. Él estaba sentado en la oscuridad, ellos, de pie a la luz de la luna. Creían que era un hombre manso, quebrantado e indefenso, y no lo era.
No fue consciente de haber disparado el primer tiro, pero sintió el fuerte retroceso, vio el fogonazo en la boca del cañón y oyó el estampido; después, se dio cuenta de que apretaba el gatillo una segunda vez.
Dos disparos a quemarropa hicieron que una de las siluetas se desplomase en la noche bañada de luna.
La segunda silueta retrocedió y Mitch se sentó completamente erguido, disparando uno, dos, tres tiros más.
El percutor chasqueó. Reinó un silencio en la oscuridad plateada por la luna y el percutor volvió a chasquear, y recordó: «¡sólo cinco, sólo cinco!».
Debía salir del maletero. Sin municiones, era como un pez indefenso en un barril. Salir. Salir del maletero.