Capítulo 27

Mirando el ojo ciego de la pistola, Mitch se levantó del sillón.

Los dos pistoleros sin nombre adoptaron nuevas posiciones, como si tuvieran intención de abatir a Mitch con fuego cruzado.

—Quítate la chaqueta y ponla sobre la mesa —ordenó Campbell.

Mitch hizo lo que le decía y, obedeciendo una nueva orden, se vació los bolsillos de los pantalones. Puso su llavero, su cartera y un par de Kleenex plegados sobre la mesa.

Tuvo recuerdos de la niñez, cuando le sumían durante días en la oscuridad y el silencio. En lugar de concentrarse en la simple lección que su cautiverio supuestamente debía enseñarle, había mantenido conversaciones imaginarias con una araña llamada Charlotte, un cerdo llamado Wilbur, una rata llamada Templeton. Eso era lo más cerca que había estado de ser un rebelde en toda su vida.

Dudaba que aquellos hombres fueran a dispararle mientras estuviesen en la casa. La sangre, aunque se limpia con facilidad hasta que deja de distinguirse a simple vista, deja una huella proteínica que productos químicos y luces especiales pueden descubrir.

Uno de los pistoleros tomó la chaqueta de Mitch y le registró los bolsillos. Sólo encontró el teléfono móvil.

—¿Cómo pasaste de ser un héroe del FBI a esto? —preguntó Mitch a su forzoso anfitrión.

El desconcierto de Campbell fue breve.

—¿Ése es el cuento que te largó Anson para que vinieras? ¿Julian Campbell, héroe del FBI?

Aunque los pistoleros parecían tan graciosos como unos escarabajos, el de la piel sin arrugas rió y el otro sonrió.

—Probablemente, tampoco hayas ganado tu dinero en la industria del ocio y el entretenimiento.

—¿Entretenimiento? Podría decirse que eso es verdad —dijo Campbell— si tu definición de «entretenimiento» es flexible.

El pistolero marcado por el acné sacó una bolsa de basura del bolsillo trasero del pantalón. La sacudió para desplegarla.

Campbell prosiguió.

—Escucha, Mitch, si Anson te dijo que estos dos caballeros son aspirantes al sacerdocio, te advierto que no es así.

Los escarabajos volvieron a mostrarse divertidos.

El pistolero de la bolsa la llenó con la chaqueta deportiva, el teléfono móvil y los demás artículos que le habían quitado a Mitch. Antes de meter la cartera, sacó el dinero que contenía y se lo dio a Campbell.

Mitch permanecía de pie, aguardando.

Ahora, los tres hombres se mostraban más relajados que antes. Ya lo conocían.

Era el hermano de Anson, pero sólo tenían en común los genes familiares. Era un fugitivo, no un cazador. Obedecería. Sabían que no podía presentar una resistencia efectiva. Se replegaría en sí mismo. En todo caso, suplicaría.

Lo conocían, sabían a qué clase de gente pertenecía. Una vez que el pistolero terminó de meter sus cosas en la bolsa de basura, sacó unas esposas.

Antes de que le dijesen a Mitch que extendiera las manos, las ofreció.

El de las esposas vaciló, Campbell se encogió de hombros. El otro las cerró, con un chasquido, sobre las muñecas de Mitch.

—Pareces muy cansado —dijo Campbell.

—Tanto, que me extraña seguir en pie.

—A veces es así.

Mitch ni se molestó en poner a prueba las esposas. Le quedaban apretadas y la cadena que las unía era corta.

Mientras Campbell contaba los cuarenta y tantos dólares que habían cogido de la cartera de Mitch, su voz era casi tierna.

—Quizás, hasta te duermas por el camino.

—¿Dónde vamos?

—Conocí a un tipo que se durmió una noche, durante un paseo como el que estás a punto de dar. Casi me dio pena despertarlo cuando llegamos al destino.

—¿Tú vienes?

—Oh, hace años que no lo hago. Me quedaré aquí, con mis libros. No me necesitas. Estarás bien. Al final, todos lo están.

Mitch miró los estantes llenos de libros.

—¿Has leído alguno?

—Los de historia. Me fascina la historia, la forma en que casi nadie aprende de ella.

—¿Tú sí aprendiste de ella?

—Yo soy historia. Soy aquello que nadie quiere aprender.

Las manos de Campbell, diestras como las de un mago, doblaron el dinero de Mitch para meterlo en su propia cartera, con una economía de movimientos que tenía algo de teatral.

—Estos caballeros te llevarán al pabellón de coches. No por la casa, sino por los jardines.

Mitch supuso que las doncellas y el mayordomo, es decir, el personal de servicio, ignoraban la parte oscura de los negocios de Campbell o procuraban fingir que no existía.

—Adiós, Mitch. Estarás bien. Ya falta poco. Quizás hasta eches una cabezadita por el camino.

Flanqueando a Mitch, llevándolo cada uno de un brazo, los pistoleros lo hicieron salir por las puertas acristaladas. El de la cara desfigurada, a su derecha, le apretó el cañón de la pistola contra el costado, no con crueldad, sino a modo de recordatorio.

Justo antes de cruzar el umbral, Mitch miró hacia atrás y vio a Campbell en pie frente a un estante, recorriendo los libros con la mirada. Tenía la gracia y el aplomo de un bailarín de ballet en un momento de descanso.

Parecía estar escogiendo un libro para llevarse a la cama. O tal vez no a la cama. Las arañas no duermen; la historia, tampoco.

Los matones conducían a Mitch con mano experta. Bajaron unos peldaños que llevaban del atrio al parque.

La luna flotaba, ahogada, en la piscina, pálida y ondulante como una aparición.

Tras recorrer senderos del jardín donde croaban sapos ocultos, rodearon una amplia extensión de césped, cruzaron un soto de pitosporos plateados cuyas ramas, que parecían de encaje, centelleaban como peces plateados y llegaron a una construcción grande pero elegante, rodeada de una columnata románticamente iluminada.

La vigilancia de los pistoleros no cejó durante todo el recorrido.

Jazmín del que florece por la noche trepaba por las columnas y festoneaba sus remates.

Mitch respiró lenta y profundamente. La dulce fragancia era tan pesada que casi embriagaba.

Moviéndose con lentitud, un escarabajo de largas antenas cruzó el suelo. Los pistoleros hicieron desviarse a Mitch para que no pisara el insecto.

El pabellón contenía automóviles de las décadas de los treinta y los cuarenta, exquisitamente restaurados. Había modelos de Buick, Lincoln, Packard, Cadillac, Pontiac, Ford, Chevrolet, Kaizer, Studebacker y hasta un Tucker Torpedo. Se mostraban como alhajas, exhibidos bajo conjuntos de luces direccionales minuciosamente enfocadas.

Los vehículos de uso cotidiano de la finca no se guardaban allí. Era evidente que, si lo hubiesen llevado al garaje principal, se arriesgarían a encontrarse con alguien del personal de servicio.

El pistolero de rostro picado sacó un llavero del bolsillo y abrió el maletero de un Chrysler Windsor azul, de mediados de la década de 1940.

—Métete.

No lo matarían en ese lugar por el mismo motivo por el que no lo habían hecho en la biblioteca. Además, no querrían correr el riesgo de dañar el precioso coche.

El maletero era más espacioso que los de los automóviles contemporáneos. Mitch se echó de lado, en posición fetal.

—No puedes abrirlo desde dentro —dijo el de las cicatrices—. En aquellos tiempos no había problemas con la seguridad de los niños.

—Iremos por caminos secundarios —aseguró el otro—, donde no habrá nadie que pueda oírte. Así que no te servirá de nada ponerte a hacer ruido.

El de las cicatrices intervino de nuevo.

—Sólo serviría para hacernos enfadar. Entonces, cuando llegásemos seríamos más duros de lo necesario.

—No me agradaría que eso ocurriera.

—No. No te agradaría.

—Ojalá no tuviésemos que hacer esto —dijo Mitch.

—Bueno —comentó el de piel suave—, es lo que hay.

Iluminados a contraluz por los focos, sus rostros se cernían sobre Mitch como dos lunas en sombras, una, con expresión de sosa indiferencia, la otra, tensa y llena de cráteres.

Cerraron el maletero de golpe y la oscuridad se hizo absoluta.