Capítulo 26

Julian Campbell irradiaba un fulgor dorado que sólo podía haber obtenido de una cámara de rayos uva propia, un físico esculpido que denotaba que tenía gimnasio privado y entrenador personal y un rostro sin arrugas que, para tratarse de un hombre de cincuenta años, hacía suponer que tenía un cirujano plástico a sueldo.

No se apreciaba rastro visible de la herida que había terminado con su carrera en el FBI, ni ningún indicio de discapacidad. Era evidente que su triunfo sobre las heridas era tan grande como su éxito económico.

—Mitch, siento curiosidad.

—¿Acerca de qué?

—Soy un hombre práctico —dijo, sin responderle—. En mi actividad, hago lo que debo hacer y no tengo problemas para dormir.

Mitch interpretó que estas palabras significaban que Campbell no permitía que la culpa lo atormentara.

—Conozco a muchos hombres que hacen lo que se debe hacer. Hombres prácticos.

Al cabo de trece horas y media, los secuestradores llamarían a la casa de Anson. Si Mitch no estaba allí para atenderlos, matarían a Holly.

—Pero ésta es la primera vez que veo que un hombre traiciona a su hermano sólo para demostrar que es el más duro de los duros.

—Lo hace por dinero —lo corrigió Mitch.

Campbell meneó la cabeza.

—No. Anson me podría haber pedido que les diese una lección a esos mariquitas. No son tan duros como creen.

Por debajo de aquel intenso momento, el más oscuro del siniestro día, parecía haber algo aún más oscuro.

—En doce horas, podríamos haber hecho que fueran ellos quienes viniesen a suplicar que les permitamos pagar una cantidad para devolver a tu esposa indemne.

Mitch aguardó. En ese momento no podía hacer otra cosa que aguardar.

—Estos tíos tienen madres. Le quemamos la casa a una mami, le rompemos, tal vez, la cara a otra, como para que necesite un año de cirugía reconstructiva, y…

Campbell hablaba con un tono frío y objetivo, más adecuado para la descripción de un negocio de bienes raíces.

—Uno de ellos tiene una hija, de una ex mujer. Significa algo para él. Detenemos a la niña cuando está regresando de la escuela, la desnudamos, le prendemos fuego a su ropa. Le decimos a su papi que la próxima vez quemamos a la pequeña Suzie junto a sus prendas…

Antes, en su ingenuidad, Mitch había anhelado que metieran a Iggy en este embrollo para salvar a Anson. Ahora se preguntaba si habría estado dispuesto a permitir que otras personas inocentes fuesen golpeadas, quemadas y maltratadas para salvar a Holly. Tal vez debiera sentirse agradecido porque no se lo hubiesen ofrecido.

—Si les diésemos un susto a doce de los suyos en otras tantas horas, esos mariquitas mandarían a tu esposa a casa con sus disculpas y un vale de compras en Nordstrom, para un guardarropa completo.

Los dos pistoleros no despegaban los ojos de Mitch.

—Pero Anson —continuó Campbell— quiere dejar las cosas claras para que nadie nunca lo vuelva a subestimar. De forma indirecta, ese mensaje también va destinado a mí. Y debo decir que estoy impresionado.

Mitch no podía permitir que notaran la verdadera intensidad de su terror. Si lo hacían, darían por sentado que el miedo extremo podía volverlo temerario, y lo vigilarían con más diligencia todavía.

Debía mostrarse asustado, claro, pero, más que asustado, desesperado. Un hombre en las garras de la desesperación, que ha abandonado toda esperanza, no es un hombre que tenga voluntad de pelear.

—Siento curiosidad —repitió Campbell, regresando al fin a donde comenzara—. Para que tu hermano fuera capaz de hacerte esto, ¿qué le hiciste tú a él?

—Lo amé —dijo Mitch.

Campbell contempló a Mitch del mismo modo en que una grulla metida en el agua observa a un pez que ve pasar, y después sonrió.

—Sí, eso lo explica. ¿Qué haría si un día se encuentra con que el sentimiento es mutuo?

—Siempre quiso llegar lejos y llegar deprisa.

—Los sentimientos son un lastre —dijo Campbell.

Mitch habló con una voz que la desesperanza aplastaba.

—Oh, son una cadena y un ancla.

De la mesita donde uno de los pistoleros la había puesto, Campbell recogió la pistola que le quitaran a Mitch.

—¿Alguna vez la disparaste?

Mitch estuvo a punto de decir que no, pero se dio cuenta de que faltaba una bala en el cargador, el disparo con que Knox se había matado por accidente.

—Una. La disparé una vez. Para ver qué se siente.

Divertido, Campbell siguió preguntando.

—¿Y te dio miedo?

—Bastante.

—Tu hermano dice que no eres hombre de armas.

—Me conoce mejor que yo a él.

—¿Y de dónde la sacaste?

—Mi mujer pensaba que hay que tener una en la casa.

—Cuánta razón tenía.

—Nunca salió del cajón de la mesilla —mintió Mitch.

Campbell se levantó. Extendiendo el brazo derecho en toda su longitud, apuntó la pistola al rostro de Mitch.

—En pie.