Capítulo 25

Mitch siguió sonriendo, a la espera del remate, como si supiera que la pistola resultaría ser, no un arma, sino un encendedor o un objeto de tienda de artículos de broma que disparaba burbujas.

Si el mar salado pudiese congelarse sin perder su color, tendría el matiz de los ojos de Anson. Eran tan claros como siempre, tan directos como de costumbre, pero, además, estaban teñidos de algo que Mitch nunca había visto, que no podía o quizás no quería identificar.

—Dos millones. Lo cierto es que —Anson hablaba casi con tristeza, sin mordacidad ni rencor— no pagaría dos millones ni para rescatarte a ti, así que Holly estaba muerta desde el momento mismo en que se la llevaron.

El rostro de Mitch se endureció como el mármol y su garganta pareció llenarse de piedras que le impedían hablar.

—A veces, algunas personas para las que he hecho trabajos de consultoría se encuentran frente a una oportunidad que no supone más que migajas para ellos, pero son un festín para mí. No es mi trabajo habitual, hablo de cosas claramente delictivas.

Mitch luchó angustiosamente para centrar la atención en lo que su hermano le decía, pues su cabeza estaba aturdida por el estruendo de la caída de las ideas de toda una vida, que se derrumbaban como un montón de maderos roídos por las termitas.

—Los que secuestraron a Holly son el equipo que reuní para uno de esos trabajos. En él ganaron mucho, pero se enteraron de que mi parte había sido mayor de lo que les dije, y se volvieron codiciosos.

De modo que Holly había sido secuestrada no sólo porque Anson tenía suficiente dinero como para rescatarla, sino también porque o, mejor dicho, ante todo porque Anson había estafado a sus raptores.

—Tienen miedo de ir directamente a por mí. Soy muy valioso para algunas personas serias, que matarían a cualquiera que me liquidara a mí.

Mitch supuso que no tardaría en conocer a una de esas «personas serias», pero fuera cual fuese la amenaza que representaran, ésta nunca sería igual a la devastación que le produjo la inesperada traición.

—Por teléfono —reveló Anson— dijeron que si no pago el rescate por Holly la matarán y luego, un día, te pegarán un tiro en la calle, como hicieron con Jason Osteen. Pobres idiotas. Creen que me conocen, pero no saben cómo soy en realidad. Nadie lo sabe.

Mitch se estremeció, pues su paisaje mental se había vuelto invernal; sus pensamientos eran una tormenta de nieve, un huracán glacial e implacable.

—Por cierto, Jason era uno de ellos. El dulce, descerebrado, Breezer. Creía que sus compinches iban a dispararle al perro para hacerte entender cómo son las cosas. Al dispararle a él, dieron un aviso más claro y, de paso, se aseguraron de que hubiese más para repartir entre los socios que quedaban.

Por supuesto, Anson había conocido a Jason durante tanto tiempo como Mitch. Pero, evidentemente, Anson se había mantenido en contacto con Jason mucho después de que Mitch le perdiera el rastro a su ex compañero de apartamento.

—¿Quieres decirme alguna cosa, Mitch?

Otro hombre, en esa posición, quizás habría soltado mil preguntas airadas y otras tantas invectivas amargas. Pero Mitch se quedó helado. Acababa de experimentar una gran conmoción en sus ámbitos emocionales e intelectuales. Su visión de la vida, ecuatorial hasta ese momento, se había tornado ártica en un instante. El paisaje de esta nueva realidad le era desconocido, y este hombre que tanto se parecía a su hermano no era el hermano que había conocido, sino un extraño. Eran como extranjeros el uno para el otro, sin una lengua común, solos en una llanura desolada.

Anson pareció tomar el silencio de Mitch como un desafío, una afrenta, incluso. Inclinándose hacia delante en su sillón, lo escrutaba en busca de una reacción. Pero habló con la voz fraternal que siempre usara, como si su lengua estuviese tan acostumbrada a los suaves tonos del engaño que no pudiera volverla más áspera para la ocasión.

—Para que no vayas a creer que significas menos para mí que Megan, Connie y Portia, debo aclararte algo. No les di dinero para que comenzaran sus empresas. Era mentira, hermano. Te estaba manipulando.

Como estaba claro que quería una respuesta, Mitch no se la dio.

Un hombre que sufre de fiebre puede sentir escalofríos, y, aunque la mirada de Anson seguía siendo glacial, su intensidad revelaba la febril agitación de su mente.

—Dos millones no me dejarían en la ruina, hermano. La verdad es que… Tengo casi ocho.

Desde detrás del robusto encanto de aquel hombre asomaba otro ser y Mitch sintió, sin entender del todo de qué se trataba, que, aunque él y su hermano estaban solos en la habitación, de hecho, había alguien más con ellos.

—Me compré el yate en marzo —dijo Anson—. Para septiembre, estaré manejando mi servicio de consultoría desde el mar, vía satélite. Libertad. Me la gané, y nadie me va a quitar ni dos centavos de ella.

La puerta de la biblioteca se cerró. Alguien había llegado… Y quería privacidad para lo que vendría a continuación.

Levantándose de su asiento, con la pistola lista, Anson trató una vez más de pinchar a Mitch para que reaccionara.

—Tal vez te consuele el hecho de que, ahora, para Holly no terminará todo el miércoles a medianoche, sino antes.

Apareció un hombre alto, con un porte y un aspecto felino que hacían imaginar que alguno de sus ancestros se había cruzado con una pantera. Sus ojos, metálicos y grises, brillaban de curiosidad, y alzaba la nariz como si husmeara un rastro.

Anson se dirigió de nuevo a Mitch.

—Cuando yo no responda a la llamada que harán a casa a mediodía y cuando tú no los atiendas en tu móvil, se darán cuenta de que no pueden presionarme. La matarán, la tirarán por ahí y huirán.

El hombre lleno de confianza llevaba mocasines, pantalones de seda negra y una camisa, también de seda, de un gris como el de sus ojos. Un Rolex de oro brillaba en su muñeca izquierda, y sus uñas, muy cuidadas, estaban tan pulidas que brillaban.

—No la torturarán —continuó Anson—. Eso era para asustarte. Es probable que ni siquiera se la follen antes de matarla, aunque, si yo fuese ellos, lo haría.

Dos hombres fornidos se pusieron a uno y otro lado del sillón de Mitch. Ambos llevaban pistolas con silenciadores. Sus ojos eran como los que, por lo general, sólo se ven desde el exterior de una jaula.

—Tiene un arma en la cintura —les dijo Anson. Luego miró a Mitch—. La sentí al abrazarte, hermano.

Mitch se preguntó, recapitulando, por qué no le había mencionado la pistola a su hermano cuando iban en el Expedition en marcha y era poco probable que los oyeran. Tal vez en las más hondas catacumbas de su mente estuviese sepultada una desconfianza hacia Anson que no había sido capaz de reconocer.

Uno de los pistoleros tenía la cara desfigurada. El acné había picado su rostro como los pulgones lo hacen con una hoja. Le dijo a Mitch que se levantara, y éste se incorporó de su sillón.

El otro pistolero le alzó el faldón de la chaqueta deportiva y le quitó la pistola.

Cuando le dijeron que se sentara, Mitch obedeció. Le habló por fin a Anson.

—Me das pena. —Y era cierto, aunque era una triste sensación de pena, que contenía alguna compasión pero ninguna ternura, como si le hubiesen quitado la misericordia, sustituyéndola por simple repulsión.

Fuera cual fuese la naturaleza de esa pena, Anson no la quería. Había dicho que se enorgullecía de Mickey porque éste no había sido moldeado en la fragua de sus padres, mientras que él sentía que lo habían quebrantado. Eran mentiras, el aceite lubricante que usaba el manipulador.

Lo único que lo enorgullecía era su propia astucia, su carácter implacable. Ante la declaración de Mitch, el desdén oscureció los ojos de Anson, y ese desprecio evidente endureció todavía más la expresión brutal de su semblante.

Intuyendo al parecer que Anson estaba lo suficientemente ofendido como para cometer una imprudencia, el hombre vestido de seda alzó una mano para prohibirle que disparara; el Rolex de oro centelleó.

—Aquí no.

Tras un titubeo, Anson colocó la pistola en la funda que llevaba junto al hombro, por debajo de la chaqueta deportiva.

Sin que Mitch las buscara, las ocho palabras que el detective Taggart le dijera hacía ocho horas acudieron a su mente. Aunque no sabía cuál era su fuente, ni terminaba de entender qué las hacía tan apropiadas para ese momento, se sintió obligado a decirlas.

—Oigo cómo la sangre clama desde el suelo.

Durante un instante, Anson y sus cómplices se quedaron tan inmóviles como las figuras de un cuadro. Un pesado silencio cayó sobre la biblioteca, el aire quedó inmóvil y la noche se agazapó frente a las puertas acristaladas. Anson abandonó la habitación. Los dos pistoleros retrocedieron unos pasos, manteniéndose alerta, mientras el hombre vestido de seda se sentaba sobre el brazo del sillón del que el hermano mayor se acababa de levantar.

—Mitch —dijo—, has sido toda una decepción para tu hermano.