A la izquierda de la entrada principal se veía una garita incorporada al muro de bloques de piedra. Su puerta se abrió cuando el Expedition se detuvo. Un joven alto, enfundado en un traje negro, salió y se les acercó.
Sus ojos claros escrutaron a Mitch con la facilidad con que lo hace el escáner de una caja registradora con el código de barras de un producto.
—Buenas noches, señor. —Enseguida pasó su mirada de Mitch a Anson—. Es un gusto verlo, señor Rafferty.
Sin que Mitch oyese que produjeran sonido alguno, las dos hojas del ornado portón de hierro se abrieron hacia dentro. Se vio un camino de entrada de dos sentidos, empedrado con adoquines de cuarcita y flanqueado por majestuosas datileras. Cada uno de los árboles estaba iluminado desde abajo, y sus ramas formaban un dosel sobre la calzada.
Al entrar a la finca conduciendo el coche, sintió como si todo hubiese sido perdonado en el mundo y el edén hubiera sido restaurado.
El camino de acceso a la finca recorría cuatrocientos metros. Vastos prados y jardines, mágicamente iluminados, se perdían en el misterio de la oscuridad a uno y otro lado.
—Siete hectáreas ajardinadas —comentó Anson.
—Sólo para mantenerlas, debe de haber al menos doce empleados.
—Estoy seguro de que los hay.
Con techos de teja rojos, muros de piedra caliza, ventanas radiantes de luz dorada, columnas, balaustradas y terrazas, el arquitecto había logrado crear tanta belleza como majestad. La casa, de estilo italiano, tan grande que debería intimidar, parecía, pese a todo, acogedora.
En su extremo, el camino trazaba un círculo en torno a un estanque en el que se reflejaba la casa. En el centro tenía una fuente de donde surgían chorros que se entrecruzaban en un rocío de monedas de plata, que formaba arcos centelleantes en la noche. Mitch aparcó a su vera.
—¿Este tipo tiene permiso para imprimir dinero?
—Se dedica a la industria del entretenimiento. Películas, casinos, lo que se te ocurra.
Aquel esplendor abrumaba a Mitch, pero también le daba esperanzas de que Julian Campbell pudiera ayudarlos. Para construir semejante fortuna tras haber sido gravemente herido y dado de baja del FBI por incapacidad permanente, para haber recibido tan malas cartas y, sin embargo, haber ganado la partida, Campbell debía de ser tan astuto como Anson había asegurado.
Un hombre de cabello plateado y aspecto de mayordomo los recibió en el atrio, dijo que se llamaba Winslow y los hizo pasar.
Siguieron a Winslow por un inmenso recibidor de mármol blanco, cuyo techo artesonado tenía elementos decorativos dorados en forma de hojas. Tras pasar por una sala de estar que medía al menos dieciocho por veinticuatro metros, llegaron al fin a una biblioteca donde predominaba, deslumbrante, la madera de caoba.
Respondiendo a una pregunta de Mitch, Winslow reveló que la colección de libros constaba de sesenta mil volúmenes.
—El señor Campbell estará con ustedes en un momento —dijo antes de marcharse.
En la biblioteca, que tenía más metros cuadrados que el bungaló de Mitch, había una docena de lugares con sofás y sillones para sentarse a leer.
Se sentaron en sillones enfrentados, separados por una mesita auxiliar.
Anson suspiró.
—Hicimos lo correcto.
—Si él es al menos la mitad de impresionante que su casa…
—Julian es el mejor, Mitch.
—Te debe apreciar mucho para darte cita con tan poca antelación y después de las diez de la noche.
Anson sonrió con amargura.
—¿Qué dirían Daniel y Kathy si yo rechazara tu elogio con unas pocas palabras modestas?
—«La modestia está vinculada a la inseguridad —citó Mitch—. La inseguridad, a la timidez. Timidez es una manera de decir temor. El temor es lo que caracteriza a los mansos. Y quienes heredan la tierra no son los mansos, sino aquellos que confían en sí mismos y se hacen valer».
—Te amo, hermanito. Me asombras.
—Estoy seguro de que también tú podrías citarlo al pie de la letra.
—No me refiero a eso. Fuiste criado en la caja Skinner, en el laberinto para ratas, y sin embargo quizás seas la persona más modesta que conozco.
—Tengo mis problemas —le aseguró Mitch—. Muchos.
—¿Ves? Cuando te digo que eres modesto, respondes criticándote a ti mismo.
Mitch sonrió.
—Se ve que no aprendí mucho en el cuarto de aprendizaje.
—Para mí, el cuarto de aprendizaje no fue lo peor —dijo Anson—. Lo que nunca lograré arrancar de mi mente es el juego de la vergüenza.
El recuerdo sonrojó el rostro de Mitch.
—«La vergüenza no cumple una función social. Revela una mentalidad supersticiosa».
—¿Cuándo fue la primera vez que te hicieron practicar el juego de la vergüenza, Mickey?
—Creo que tenía unos cinco años.
—¿Cuántas veces lo jugaste?
—Diría que un total de media docena.
—Por cuanto recuerdo, a mí me lo hicieron jugar once veces, la última a los trece años.
Mitch hizo una mueca.
—Hombre, vaya si lo recuerdo. Debiste hacerlo durante una semana completa.
—Vivir desnudo las veinticuatro horas, todos los días, mientras los demás habitantes de la casa andaban vestidos. Que se te exigiera que respondieras frente a todos las preguntas más embarazosas, más íntimas, acerca de tus pensamientos, hábitos y deseos privados. Ser observado por otros dos integrantes de la familia, al menos uno de ellos, una hermana, cada vez que ibas al lavabo. Que no se te permitiera ni el más mínimo momento de privacidad… ¿Eso te curó de la vergüenza, Mickey?
—Mira mi rostro —dijo Mitch.
—Se podría encender una vela en tu rubor. —Anson rió suavemente, con una risa cálida—. No le vamos a regalar nada para el día del padre.
—¿Ni siquiera un frasco de agua de colonia? —preguntó Mitch.
Era una broma habitual que compartían desde la infancia.
—Ni siquiera una bacinilla para que mee —dijo Anson.
—¿Y si le regalamos la meada, pero no la bacinilla?
—¿Y con qué la envolveríamos?
—Con amor —respondió Mitch, y se sonrieron el uno al otro.
—Estoy orgulloso de ti, Mitch. Los ganaste. No te ocurrió lo que a mí.
—¿Qué te sucedió a ti?
—Me quebrantaron, Mitch. No tengo vergüenza, ni sentido de culpa. —Anson sacó una pistola del interior de su chaqueta deportiva.