El moo goo gai pan le dejó a Mitch un desagradable regusto que intentó quitarse, en vano, con un refresco, mientras conducía.
Se dirigió al sur por la autopista de la costa. Construcciones y árboles ocultaban el mar casi todo el tiempo, aunque por momentos se podía atisbar una negrura abisal.
Anson iba sorbiendo té con limón de un vaso alto de papel.
—Se llama Campbell. Perteneció al FBI.
—Es justamente la clase de persona a quien no podemos acudir —replicó Mitch, alterado.
—Dije «perteneció», Mickey. Es un ex agente del FBI. Resultó gravemente herido de un balazo a los veintiocho años. Otros se hubiesen dedicado a vivir de su pensión de invalidez, pero él se construyó un pequeño imperio.
—¿Y si pusieron un dispositivo de rastreo en el Expedition y se enteran de que estamos de palique con un ex agente del FBI?
—No tienen forma de saber que lo es. Si saben algo de él, es que hicimos juntos un importante negocio hace pocos años. Supondrán que estamos reuniendo el rescate.
Los neumáticos bramaban sobre el asfalto, pero a Mitch le parecía que la autopista sobre la que iban no era más consistente que la película de agua de la superficie de un estanque, sobre la que un mosquito podía pasear despreocupadamente hasta que un pez saliese a alimentarse y lo atrapara.
—Sé qué tierra necesitan las buganvillas, cuánta luz solar requieren los gladiolos —dijo—. Y sé otras muchas cosas, pero todo esto es como un mundo nuevo, otro universo para mí.
—También para mí, Mickey. Por eso necesitamos ayuda. Nadie tiene más conocimiento del mundo real, ni domina tan bien la calle como Julian Campbell.
Mitch comenzaba a sentir que cada decisión que debían tomar era como accionar el interruptor del detonador de una bomba y que la elección equivocada podía pulverizar a su esposa.
Si todo seguía así, acabaría preocupándose tanto que quedaría paralizado. La inacción no salvaría a Holly. La indecisión podía matarla.
—Muy bien —cedió—. ¿Dónde vive ese Campbell?
—Toma la interestatal. Vamos hacia el sur, a Rancho Santa Fe.
Rancho Santa Fe, al este-noreste de San Diego, era una comunidad de hoteles de cuatro estrellas, campos de golf y fincas para multimillonarios.
—Dale gas —añadió Anson— y estaremos ahí en noventa minutos.
Cuando estaban juntos, se sentían cómodos permaneciendo en silencio, tal vez porque ambos, de niños, habían pasado mucho tiempo, por separado, y solos, en el cuarto de aprendizaje. Esa habitación estaba mejor aislada que un estudio de radio. No entraba ni un sonido del mundo exterior.
Los silencios de Mitch y de su hermano durante el viaje eran diferentes. El del menor era un agitarse en vano en el vacío, como un astronauta que, sin poder hablar, se precipitara en un abismo sin gravedad. El de Anson era el silencio propio de un pensamiento febril, pero ordenado. Su mente recorría cadenas de razonamiento deductivo e inductivo a más velocidad que cualquier ordenador, y sin el zumbido del motor eléctrico.
Llevaban veinte minutos en la interestatal cuando Anson rompió el silencio.
—¿Sientes a veces como si te hubiesen tenido de rehén durante toda tu infancia?
—Si no fuera por ti —respondió Mitch—, los odiaría.
—Yo a veces sí los odio. Con intensidad, pero por poco tiempo. Hacerlo largo rato sería como desperdiciar tu vida odiando a Santa Claus porque no existe.
—¿Te acuerdas de cuando me cogieron con un ejemplar de La telaraña de Charlotte?
—Tenías casi nueve años. Pasaste veinte días en el cuarto de aprendizaje.
Anson citó a Daniel:
—«La fantasía es la puerta de entrada a la superstición».
—Animales que hablan, un cerdo humilde, una araña inteligente.
—«Una influencia corruptora» —siguió Anson—. «El primer paso en una vida de irracionalidad y creencias sin fundamento».
Su padre no veía que hubiera misterio en la naturaleza. Para él, sólo era una máquina ecológica.
—Habría sido mejor que nos pegaran —afirmó Mitch.
—Mucho mejor. Cardenales, huesos rotos… Ésas son las cosas que llaman la atención del Servicio de Protección a la Infancia. De la otra forma estábamos indefensos del todo.
Tras otro silencio, Mitch añadió:
—Connie en Chicago, Megan en Atlanta, Portia en Birmingham. ¿Por qué tú y yo seguimos aquí?
—Quizás nos agrada el clima. O tal vez no creemos que la distancia cure. Quizás sentimos que nos quedan cuestiones por resolver.
La última explicación tenía sentido para Mitch. A menudo había pensado qué les diría a sus padres si se presentaba la ocasión de cuestionar la disparidad entre sus intenciones y sus métodos, o la crueldad que implicaba tratar de despojar a niños de su sentido de lo maravilloso.
Cuando dejó la interestatal y condujo tierra adentro por carreteras estatales, polillas del desierto se arremolinaron en torno al coche, blancas como copos de nieve a la luz de los faros. Se estrellaban contra el parabrisas.
Julian Campbell vivía detrás de unos muros, en los que se abría un imponente portón de hierro encajado en un enorme marco de piedra caliza. Las jambas tenían intrincadas tallas que simulaban frondosas enredaderas que se alzaban hasta unirse y formar una guirnalda gigantesca en el dintel.
—Este portón —dijo Mitch— debe de haber costado tanto como mi casa.
—El doble —le aseguró Anson.