Capítulo 22

Ya sólo una diminuta herida del día que se iba sangraba en el lejano horizonte. Fuera de eso, el cielo estaba oscuro, y el mar también. La luna aún no se había alzado para platear las playas desiertas.

Anson dijo que necesitaba pensar. Pensaba bien y con claridad en un coche en movimiento, pues era lo más parecido a ir navegando en un velero. Le sugirió a Mitch que se dirigiera al sur.

A esa hora, el tráfico de la autopista de la costa del Pacífico era escaso y Mitch se mantuvo en el carril derecho, sin apresurarse.

—Llamarán a casa mañana a mediodía —dijo Anson— para ver cuánto avancé con los trámites financieros.

—No me gusta esto de la transferencia electrónica a las islas Caimán.

—Tampoco a mí. Tendrán el dinero y también a Holly.

—Sería mejor hacerlo en persona —dijo Mitch—. Que nos traigan a Holly, nosotros traemos un par de maletas llenas de dinero.

—Eso también es inseguro. Pueden tomar el dinero y matarnos a todos.

—No, si ponemos como condición que nos permitan ir armados.

Anson dudó.

—¿Crees que eso los intimidaría? ¿De veras van a creer que sabemos manejar las armas?

—Lo más probable es que no. Así que llevemos armas que no requieran saber disparar bien. Escopetas, por ejemplo.

—¿Y de dónde sacamos las escopetas? —preguntó Anson.

—Las compramos en una armería, en Wal-Mart, donde sea.

—¿Te las venden al instante? ¿No hay un período de espera?

—No creo. Sólo para las armas sofisticadas.

—Tendremos que practicar con ellas.

—No mucho. Sólo lo suficiente como para sentirnos más o menos seguros.

—Quizás podamos buscar un lugar por la autopista Ortega. Una vez que tengamos las armas, digo. Ahí todavía hay un trozo de desierto que no han llenado de casas. Podríamos encontrar un lugar deshabitado y disparar unos tiros, para practicar.

Mitch condujo un rato sin hablar, Anson lo acompañaba en el silencio. Al este, se veían las colinas tachonadas de luces de casas de lujo, al oeste, sólo mar negro y cielo negro. Ya no se distinguía la línea del horizonte que separaba a uno de otro, y el mar y el cielo se fundían en un gran vacío profundamente oscuro.

—No me parece muy realista. Lo de las escopetas, digo.

—Parece de película, sí —concedió Anson.

—Yo soy jardinero, y tú, experto en lingüística.

—En cualquier caso —dijo Anson—, no creo que los secuestradores vayan a permitirnos poner condiciones. El que tiene el poder hace las reglas.

Siguieron en dirección al sur. La zigzagueante autopista subió un trecho antes de descender al centro de Laguna Beach.

Era mediados de marzo y la temporada turística había comenzado. La gente paseaba por las aceras, yendo a cenar, o regresando, mirando los escaparates de las tiendas y galerías comerciales, ya cerradas.

Cuando su hermano sugirió que se detuvieran a comer algo, Mitch le dijo que no tenía hambre.

—Debes comer —insistió Anson.

—¿De qué vamos a hablar mientras cenamos? ¿De deportes? No es prudente que nadie nos oiga charlando sobre esto.

—Comeremos en el coche.

Mitch aparcó frente a un restaurante chino. En el escaparate, un dragón pintado agitaba su melena de escamas.

Mientras Anson aguardaba en el automóvil, Mitch entró. La muchacha del mostrador de comidas para llevar le dijo que su encargo estaría listo en diez minutos.

La animada conversación de los que comían le puso los nervios de punta. Su despreocupada risa le producía un vago resentimiento.

Los aromas de las diversas comidas con muchos condimentos le abrieron el apetito. Pero el fragante aire no tardó en volvérsele oprimente, cargado; la boca se le resecó y se le agrió.

Holly seguía en manos de los asesinos.

La habían golpeado.

La habían hecho gritar, para que lo oyera él y para que lo oyera Anson.

Pedir comida china para llevar, cenar, ocuparse de cualquier tarea de la vida cotidiana, le hacía sentirse traidor hacia Holly, era como si le quitara importancia a tan desesperada situación.

Si había oído las amenazas que le lanzaron a Mitch por teléfono, que le amputarían los dedos, que le cortarían la lengua, su miedo debía de ser insoportable, desolador.

Cuando imaginó ese miedo incesante y pensó en ella atada en la oscuridad, la docilidad surgida de su indefensión empezó por fin a ser reemplazada por la ira, por la rabia. Tenía el rostro encendido, le escocían los ojos, la furia hinchaba su garganta hasta impedirle tragar.

Sintió una envidia irracional por los felices comensales, tan intensa que lo hizo desear derribarlos de sus sillas, romperles la cara.

La ordenada decoración lo ofendía. Su vida se había sumido en el caos y ardía en deseos de descargar su frustración en un arranque de violencia.

Algún rescoldo secreto y salvaje de su naturaleza, que llevaba mucho tiempo quemándole, se encendió en una deflagración total, colmándolo de deseo de descolgar los multicolores farolillos, desgarrar los biombos de papel de arroz, arrancar de los muros las letras chinas barnizadas de rojo y arrojarlas, haciéndolas girar como las estrellas arrojadizas que se usan en las artes marciales, para que cortaran, hirieran y destrozaran todo lo que se cruzara en sus caminos. Sentía unas irresistibles ganas de romper mesas, sillas y ventanas.

La muchacha del mostrador que le presentó las dos bolsas blancas que contenían su pedido intuyó la tormenta que bullía en su interior. Abrió mucho los ojos y se puso en guardia.

Hacía sólo una semana, en una pizzería, un cliente desequilibrado había disparado a discreción, matando al cajero y a dos camareros antes de que otro cliente, un policía fuera de servicio, lo abatiera de dos tiros. Era probable que la muchacha estuviera reviviendo en su mente los reportajes de la televisión sobre esa masacre.

Al notar que la muchacha se asustaba, Mitch reaccionó, y bajó un peldaño, de la furia al enfado y, después, a una pasiva desesperanza, que hizo que se aliviase su tensión arterial y se acallara el constante tronar de su corazón.

Salió del restaurante a la tibia noche primaveral y vio que, en el Expedition, su hermano hablaba por el móvil.

Cuando Mitch subió y se sentó en el asiento del conductor, Anson terminó la llamada. Mitch se interesó por esa charla.

—¿Eran ellos?

—No. Es un tipo con quien creo que deberíamos hablar.

—¿Qué tipo? —preguntó Mitch, dándole la bolsa más grande a su hermano.

—Estamos en aguas profundas y rodeados de tiburones. No tenemos manera de enfrentarnos a ellos. Necesitamos que nos aconseje alguien que sepa cómo evitar que nos coman como a indefensos pececillos.

Aunque antes le había dado a su hermano la opción de acudir a las autoridades, ahora Mitch se alarmó.

—La matarán si se lo contamos a alguien.

—Dijeron que nada de policías. No iremos a la policía.

—Así y todo, me pone nervioso.

—Mickey, comprendo muy bien los riesgos. Esto es como si nos viéramos obligados a tocar un violín cuyas cuerdas estuvieran conectadas a una bomba. Estamos jodidos de todas maneras, pero al menos tratemos de sacarle música.

Cansado de sentirse impotente, convencido de que si obedecía dócilmente a los secuestradores ellos se lo pagarían con desprecio y crueldad, Mitch aceptó.

—Muy bien. Pero ¿qué ocurre si nos están oyendo en este preciso momento?

—No nos están oyendo. Para poner micrófonos en un coche y oír en tiempo real, ¿no tendrían acaso que poner más de un dispositivo? ¿No tendrían que acompañarlo de un transmisor y una fuente de alimentación?

—¿Tendrían que hacer eso? ¿Cómo quieres que lo sepa?

—Yo creo que sí. Sería demasiado equipo, demasiado voluminoso, demasiado complicado como para esconderlo con facilidad o instalarlo deprisa.

Usando con destreza los palillos chinos, Anson comió carne estilo Szechuan de una caja y arroz con setas de otra.

—¿Y si usan micrófonos direccionales?

—He visto las mismas películas que tú —dijo Anson—. Los micros direccionales funcionan mejor cuando no hay viento. Mira los árboles. Hay mucha brisa esta noche.

Mitch comió moo goo gai pan con un tenedor de plástico. Detestaba el hecho de que la comida fuese deliciosa, como si tragarse un alimento insípido hubiera demostrado mayor fidelidad hacia Holly.

—Además —dijo Anson—, los micrófonos direccionales no funcionan entre dos vehículos en movimiento.

—Entonces, no hablemos hasta que no estemos en movimiento.

—Mickey, la línea que separa las precauciones sensatas y la paranoia es muy delgada.

—Hace horas que crucé esa línea y te aseguro que ya no puedo regresar.