El cielo luminoso volvía radiante el sendero, y un resplandor de fragua inundó el coche.
Iluminado por el reflejo ígneo del sol poniente, el rostro de Anson tenía un aspecto feroz. Un brillo suavizaba su mirada fija, pero su suave tono voz revelaba la verdadera emoción que sentía.
—Todo lo que tengo es tuyo, Mickey.
Como si, tras cruzar una ajetreada calle urbana, hubiese vuelto la mirada y visto un maravilloso bosque donde hasta hacía un momento se alzaba una metrópolis, Mitch permaneció unos instantes en un atónito silencio. Luego pudo hablar al fin.
—¿Tú tienes dos millones de dólares? ¿De dónde sacaste dos millones de dólares?
—Soy bueno en mi campo profesional y trabajo mucho.
—Estoy seguro de que eres bueno en lo tuyo, eres bueno en todo lo que haces, pero no vives como un hombre rico.
—No quiero hacerlo. La exhibición de lujos, el estatus y todo eso no me interesan.
—Sé que alguna gente que tiene dinero mantiene un tono discreto, pero…
—Me interesan las ideas —dijo Anson— y también alcanzar algún día la verdadera libertad, pero no que mi foto salga en las páginas de ecos y cotilleos sociales.
Mitch se sentía perdido en el bosque de esta nueva realidad.
—¿Quieres decir que de veras tienes dos millones en el banco?
—Tendré que liquidar inversiones. Se puede hacer por teléfono, por ordenador, una vez que abran los mercados, mañana. Me llevará, como mucho, tres horas.
Las medio muertas semillas de la esperanza de Mitch revivieron con el riego que les proporcionó esta asombrosa, esta increíble novedad.
—¿Cuánto… cuánto tienes? Digo, en total…
—Esto se llevará casi toda mi liquidez —dijo Anson—, pero aún seré propietario de mi parte del adosado.
—Te dejará sin nada. No puedo permitirlo.
—Si lo gané una vez, puedo volver a ganarlo.
—Eso no puedes saberlo.
—Lo que yo haga con mi dinero es asunto mío, Mickey. Y lo que quiero hacer es usarlo para que Holly regrese sana y salva.
Entre haces de luz carmesí, en medio de las suaves sombras del ocaso que se iban endureciendo con la llegada de la noche, un gato avanzó por el camino. Tenía un color extraño, como anaranjado.
Mitch, vapuleado por torrentes de emociones contradictorias, no confiaba en que le saliera la voz, de modo que se quedó mirando al gato mientras respiraba hondo.
Fue Anson quien habló.
—Como no estoy casado ni tengo hijos, esa basura os usa a Holly y a ti para chantajearme a mí.
La revelación de la riqueza de Anson sorprendió tanto a Mitch que no entendió enseguida el obvio motivo del secuestro, inexplicable hasta entonces.
—Si hubiera habido alguien más cercano a mí —continuó Anson—, si yo hubiese sido vulnerable en ese aspecto, se habrían llevado a mi esposa o a mi hijo, y a Holly no le habría ocurrido nada.
El gato anaranjado fue aminorando gradualmente el paso hasta quedar inmóvil frente al Expedition; luego alzó la vista hacia Mitch. En aquel paisaje de luz ardiente, sólo los ojos del gato tenían brillo propio. Eran de un color verde radiactivo.
—Podrían haber raptado a una de nuestras hermanas, ¿verdad? A Megan, Connie, o Portia. Hubiera sido lo mismo.
—Vives como una persona de clase media —comentó Mitch—, ¿cómo supieron que tenías millones?
—Por alguno que trabaja en un banco, o algún corredor de bolsa, cualquier tipo corrupto infiltrado donde no debería haber gente así.
—¿Tienes idea de quién puede ser?
—No he tenido tiempo de pensar en eso, Mickey. Pregúntamelo mañana.
Rompiendo la quietud, el gato pasó con sigilo frente al utilitario y se perdió de vista.
En ese instante, un ave echó a volar, batiendo sus alas contra la ventanilla del conductor durante un instante. Era una paloma o una tórtola que, después de entretenerse con unas migajas de pan, volaba hacia el refugio de algún emparrado.
Mitch se sobresaltó por el sonido del pájaro y experimentó la onírica sensación de que el gato, al desaparecer, se había transformado en el ave.
Volviéndose hacia su hermano, el menor se explicó.
—Yo no podía acudir a la policía. Pero ahora todo cambia. Tú puedes hacerlo.
Anson meneó la cabeza.
—Mataron a un tipo frente a ti para que entendieras cómo son las cosas.
—Sí.
—Y tú lo entendiste.
—Sí.
—Bueno, yo también. Si no obtienen lo que quieren, matarán a tu mujer sin compasión y nos echarán el fardo a nosotros dos. Primero, que nos devuelvan a Holly, después, acudiremos a la policía.
—Dos millones de dólares.
—No es más que dinero.
Mitch recordó lo que su hermano había dicho acerca de su falta de interés por figurar en las páginas de sociedad de la prensa, de estar más interesado en las ideas y en «obtener algún día la verdadera libertad».
Ahora, repitió esas seis palabras y añadió:
—Sé qué significa eso. El yate. La vida en el mar.
—No tiene importancia, Mickey.
—Claro que la tiene. Con todo ese dinero, estás cerca de conseguir tu barco y tu vida sin ataduras. Sé que eres un hombre planificador. Siempre lo fuiste. ¿Cuándo tenías previsto retirarte, cambiar de vida?
—Qué más da, en cualquier caso es un sueño infantil, Mickey. Cuentos de piratas, batallas navales, libertad, yates, todo es igualmente ilusorio.
—¿Cuándo? —insistió Mitch.
—Dentro de dos años. Cuando cumpliera los treinta y cinco. Y tal vez consiga la libertad antes de lo que creo. Mi empresa crece deprisa.
—El contrato con China.
—El contrato con China y también otros. Soy bueno en mi trabajo.
—Ni se me pasa por la cabeza rechazar tu oferta —dijo Mitch—. Daría la vida por Holly, de modo que estoy más que dispuesto a dejar que vayas a la quiebra por ella. Pero no permitiré que minusvalores tu sacrificio. Es un esfuerzo inmenso, en verdad increíble.
Anson tendió el brazo y se lo pasó a Mitch por el cuello. Abrazándolo estrechamente, apoyó su frente contra la del joven, de modo que no se miraban uno al otro, sino ambos a la palanca de cambios que quedaba entre ellos.
—Te contaré una cosa, hermano.
—Dime.
—Normalmente, nunca hablo de esto. Así que no vayas a consumirte con ningún sentimiento de culpa, como acostumbras… Debes saber que no eres el único que necesita ayuda.
—¿A qué te refieres?
—¿Cómo te crees que compró Connie su panadería?
—¿Tú?
—Le hice un préstamo especial, de forma que pudiera convertir parte de él en un donativo anual libre de impuestos. No quiero que me lo devuelva. Es divertido hacerlo. Y la peluquería canina de Megan también es divertida.
—Y el restaurante que van a abrir Frank y Portia, supongo —remachó Mitch.
—Eso también.
Seguían sentados, cabeza contra cabeza.
—¿Cómo supieron que tienes tanto dinero?
—No lo supieron. Me di cuenta de que tenían necesidades. He intentado saber también qué necesitas tú, pero siempre me pareciste… Condenadamente autosuficiente.
—Esto es muy distinto a un préstamo para comprar una panadería o abrir un pequeño restaurante.
—No me digas, Sherlock.
Mitch soltó una risa temblorosa.
—Cuando crecíamos en el laberinto para ratas de Daniel, lo único con lo que podíamos contar era con nosotros mismos. Era lo que de verdad importaba. Sigue siendo así, fratello piccolo. Y siempre lo será.
—Nunca olvidaré esto —dijo Mitch.
—Claro que no. Estás en deuda para siempre.
Esta vez, la risa de Mitch no fue tan temblorosa.
—Tienes un jardinero gratis de por vida.
—Eh, hermano.
—¿Qué?
—¿Estás a punto de que se te caiga la baba sobre la palanca de cambios?
—No —prometió Mitch.
—Mejor. Me gusta que mi coche esté limpio. ¿Listo para conducir?
—Sí.
—¿Seguro?
—Sí.
—Vamos, pues.