Newport Beach, famosa por su puerto lleno de yates y sus maravillosas tiendas de lujo, no era residencia sólo de gente fabulosamente acaudalada. Anson vivía en el distrito de Corona del Mar, en la parte delantera de un chalet adosado compartido.
Se llegaba a la casa, sombreada por una inmensa magnolia, por un viejo sendero de adoquines. Su arquitectura era del estilo de la de Nueva Inglaterra, pero recreada por un romántico perdido. No impresionaba, pero tenía encanto.
Las campanillas de la puerta tocaron unos pocos compases del Himno de la alegría de Beethoven.
Anson abrió antes de que Mitch pulsara el timbre por segunda vez.
Aunque estaba en tan buen estado físico como un atleta, Anson no pertenecía al mismo tipo fisiológico que Mitch. Su ancho pecho y su grueso cuello le daban el aspecto de un oso. Que hubiera sido un brillante jugador de línea en el equipo de fútbol americano de la escuela secundaria testimoniaba que era ágil y ligero.
Su rostro agradable, ancho, abierto, siempre parecía estar buscando un motivo para sonreír. Lo hizo, como lo hacía en toda ocasión, al ver a Mitch.
—Fratello mio! —exclamó Anson, abrazando a su hermano y haciéndolo entrar—. Entrino! Entrino!
La casa olía a ajo, cebollas y beicon.
—¿Comida italiana? —preguntó Mitch.
—Bravissimo, fratello piccolo! Haces una brillante deducción a partir de un mero aroma y mi italiano chapurreado. Déjame que cuelgue tu chaqueta.
Mitch no había querido dejar la pistola en el coche. Tenía el arma metida en el pantalón, en la parte trasera de la cintura.
—No —dijo—. Estoy bien. Prefiero tenerla puesta.
—Ven a la cocina. Estaba aterrado ante la posibilidad de cenar solo.
—Eres inmune al terror —dijo Mitch.
—No existen anticuerpos para el terror, hermanito.
La decoración de la casa era elegante, muy masculina, con profusión de motivos náuticos. Había cuadros de gloriosos veleros agitados por tormentas y de otros que navegaban bajo cielos radiantes.
Desde niño, Anson había creído que la libertad perfecta jamás podía encontrarse en tierra, sino sólo en el mar.
Había sido un fanático seguidor de las historias de piratas, batallas navales y aventuras en alta mar. Le había leído muchas de ellas en voz alta a Mitch, que lo escuchaba arrobado durante horas.
Daniel y Kathy se mareaban hasta en un bote que bogara por un estanque. Su aversión por la navegación fue, en realidad, lo primero que inspiró el interés de Anson por la náutica.
En la acogedora y fragante cocina señaló una olla que humeaba sobre el fogón.
—Zuppa massaia.
—¿Qué clase de sopa es la massaia?
—La clásica sopa de ama de casa. Como no tengo esposa, debo activar mi lado femenino cuando quiero prepararla.
A veces, a Mitch le costaba creer que una pareja tan plana y gris como la que formaban sus padres hubiera podido engendrar un hijo tan chispeante como Anson.
El reloj de la cocina marcaba las 19.24. Un embotellamiento producido por un accidente lo había demorado más de la cuenta.
Sobre la mesa había una botella de chianti y una copa medio llena. Anson abrió un armario y cogió otra copa de un estante.
Mitch estuvo a punto de rechazar el vino. Pero una copa no le embotaría el juicio y quizás le aplacara algo los nervios.
Mientras Anson servía el chianti, bromeó haciendo una aceptable imitación de la voz de su padre.
—Sí, me agrada verte, Mitch, aunque no vi tu nombre en la agenda de visitas de la progenie y tenía la intención de pasar la velada atormentando a unos conejillos de Indias en un laberinto electrificado.
—Vengo de verle —respondió Mitch.
—Eso explica tu estado de ánimo abatido y tu rostro grisáceo. —Anson alzó la copa en un brindis—. La dolce vita.
—Por tu nuevo contrato con China —dijo Mitch.
—¿Así que me volvió a usar de aguijón?
—Como de costumbre. Pero por mucho que pinche, ya no logra penetrar en mi pellejo. En todo caso, parece una gran oportunidad.
—¿Lo de China? Debe de haber exagerado lo que le dije. No es que estén disolviendo el Partido Comunista y me vayan a poner en el trono del emperador.
El trabajo de consultoría de Anson era tan complejo que Mitch nunca había llegado a entenderlo. Se había doctorado en lingüística, la ciencia del lenguaje, pero también había profundizado en el estudio de los lenguajes de programación y de la teoría de la digitalización, fuera ello lo que fuese.
—Cada vez que me marcho de su casa —dijo Mitch— siento la necesidad de cavar, arar la tierra, trabajar con mis manos, lo que sea.
—Te hacen sentir deseos de huir hacia algo real.
—Exacto. Hum, es un buen vino.
—Después de la sopa, hay lombo di maiale con castagne.
—No puedo digerir lo que no puedo pronunciar.
—Lomo de cerdo asado con castañas —aclaró Anson.
—Suena bien, pero no quiero cenar.
—Hay mucho. Es una receta para seis. No sé cómo reducirla, de modo que siempre hago seis raciones.
Mitch echó un vistazo a las ventanas. Bien. Las persianas estaban bajadas.
De la encimera donde estaba el teléfono de la cocina, tomó un bolígrafo y una libreta.
—¿Has navegado últimamente?
Anson soñaba con tener un yate algún día. Tendría que ser lo suficientemente grande como para que no diese claustrofobia durante una larga travesía costera o, quizás, un viaje a Hawai, pero también lo bastante pequeño como para manejarlo con un solo acompañante y un par de motores.
Con lo de «acompañante» no sólo se refería al compañero de navegación, sino también a la compañera de cama. A pesar de su aspecto osuno y de un sentido del humor que solía ser ácido, Anson no sólo era romántico en lo referente al mar, sino también al sexo opuesto.
La atracción que las mujeres sentían por él no era meramente magnética. Las atraía como la gravedad de la luna rige las mareas.
Pero no era ningún donjuán. Rechazaba a la mayor parte de sus perseguidoras con gran encanto. Y cuando esperaba que alguna de ellas fuese la mujer de sus sueños, siempre terminaba con el corazón roto, aunque él nunca lo hubiese dicho en términos tan melodramáticos.
No podía decirse de ningún modo que el pequeño barco que en ese momento tenía amarrado a una boya del embarcadero, un American Sail de seis metros de eslora, fuese un yate. Pero, dada su suerte en el amor, quizás tuviese el velero de sus sueños mucho antes de encontrar a alguien con quien navegar en él.
Respondió a la pregunta de Mitch.
—No he tenido tiempo más que para flotar por el puerto como un pato, recorriendo los canales.
Sentado a la mesa de la cocina, Mitch escribía algo, en letras de molde, en la libreta.
—Debería buscarme un pasatiempo. Tú tienes la navegación, el viejo su mierda de dinosaurio.
Arrancó la primera hoja y la puso sobre la mesa, de modo en que Anson, que aún estaba de pie, pudiese leerla: ES PROBABLE QUE HAYA MICRÓFONOS OCULTOS EN TU CASA.
La expresión atónita de su hermano tenía un aire maravillado que a Mitch le recordó la expresión que adoptaba cuando le leía en voz alta las historias de piratas y los relatos de heroicas batallas navales que tanto lo emocionaban en su niñez. Su reacción inicial hacía suponer que sentía que había comenzado una extraña aventura, cuyos peligros implícitos no percibía.
Para cubrir el silencio azorado de Anson, Mitch siguió hablando.
—Se acaba de comprar un nuevo ejemplar. Dice que es estiércol de ceratosaurio. De Colorado, del Jurásico Superior.
Le alcanzó otra hoja donde había escrito: SON SERIOS. LOS VI MATAR UN HOMBRE.
Mientras Anson leía, Mitch sacó su teléfono móvil de un bolsillo interno de la chaqueta y lo puso sobre la mesa.
—Dada la historia de nuestra familia, que heredemos una colección de boñigas pulidas parece muy apropiado.
Cuando Anson tomó una silla y se sentó frente a la mesa, la preocupación había nublado su juvenil aire expectante. Siguió fingiendo que conversaban normalmente.
—¿Cuántos tiene ahora?
—Me lo dijo, aunque ya no me acuerdo. Pero, en fin, podría decirse que su estudio ya es una cloaca.
—Algunas de esas esferas son bonitas.
—Muy bonitas —asintió Mitch mientras escribía: LLAMARÁN A LAS 19.30.
Perplejo, Anson formó con la boca, sin decirlas en voz alta, las palabras: «¿Quiénes? ¿Qué?».
Mitch meneó la cabeza. Señaló el reloj de pared: las 19.27.
Mantuvieron una conversación confusa y trivial hasta que el teléfono sonó puntualmente al dar la hora convenida. El timbrazo no provino del móvil de Mitch, sino del teléfono de la cocina.
Anson lo miró en busca de orientación.
Suponiendo que la llamada podría ser para su hermano y que simplemente había coincidido con la hora prevista de la otra, que llegaría por el móvil, Mitch le hizo señas de que cogiera el teléfono.
Anson descolgó al tercer timbrazo y su rostro se iluminó cuando oyó la voz de quien llamaba.
—¡Holly!
Mitch cerró los ojos, agachó la cabeza y se cubrió el rostro con las manos. Supo en qué momento gritaba Holly por la reacción de su hermano.