A las 17.50, sólo quince minutos después de haber llegado a casa de Daniel y Kathy, Mitch se marchó. Dio la vuelta a la esquina y recorrió deprisa una manzana y media.
Quedaban, tal vez, dos horas de luz. Le habría sido fácil detectar a un posible perseguidor.
Detuvo el Honda en el aparcamiento vacío de una iglesia.
Una adusta fachada de ladrillo, con múltiples ojos de cristal multicolor, sombríos al no haber en ese momento luz que los alumbrara desde el interior, se alzaba hasta formar un campanario que perforaba el cielo y arrojaba una dura sombra sobre el asfalto.
El temor de su padre no tenía fundamento. Mitch no había tenido intención de pedirle dinero.
A sus padres les había ido bien en lo financiero. Sin duda, podían haber contribuido con cien mil dólares a la causa sin que ello los afectara lo más mínimo. Pero aunque le dieran el doble de esa suma, dado lo magro de sus propios recursos, se trataría de poco más del 10 por ciento del rescate.
Además, no se lo habría pedido jamás, pues sabía que no se lo hubieran dado, con la excusa de que ello no era coherente con sus teorías sobre la educación de los hijos.
Por otra parte, había comenzado a sospechar que los secuestradores buscaban algo más que dinero. No tenía ni idea de qué querían, además de metálico, pero raptar a la esposa de un jardinero que tenía un ingreso de cinco cifras no tenía sentido, a no ser que quisieran algo que sólo él les podía dar.
Casi había tenido la certeza de que lo que querían era cometer un importante robo por persona interpuesta, empleándolo como si fuese un robot con control remoto. No podía descartar esa posibilidad, pero ya no lo convencía.
Sacó el revólver de cañón recortado y la funda tobillera de debajo el asiento del conductor.
Examinó el arma con cautela. Por lo que podía ver, no tenía seguro.
Todo lo que sabía acerca de armas era lo que había aprendido de libros y películas.
A pesar de lo que decía Daniel sobre la necesidad de educar a los hijos para que fueran autosuficientes, no había preparado a Mitch para enfrentarse a tipos como John Knox.
«La presa debe aprender a evadirse, el depredador a cazar».
Sus padres lo habían criado para que fuese presa. Pero ahora que Holly estaba en manos de asesinos, evadirse le era imposible. Prefería morir antes que ocultarse y dejarla a merced de ellos.
El cierre de velcro de la funda le permitió ceñírsela por encima del tobillo, a una altura suficiente para evitar que se viera si se le remangaban los pantalones al sentarse. No le agradaban los vaqueros estrechos, y los que llevaba ocultaban la compacta arma.
Se puso la chaqueta deportiva. Antes de bajar del coche, se metería la pistola en el cinto, en la zona lumbar, donde la prenda la ocultaría.
Examinó de nuevo el arma. Una vez más, no pudo encontrar seguro alguno.
Tras algunos esfuerzos, consiguió sacar el cargador. Contenía ocho balas. Al mirar con atención vio un noveno proyectil, que relucía en la recámara.
Tras reinsertar el cargador y asegurarse de que entraba correctamente en su lugar, puso la pistola en el asiento del acompañante.
Su teléfono móvil sonó. El reloj del coche marcaba las 17.59.
Era el secuestrador.
—¿Disfrutaste de tu visita a papi y mami?
No lo habían seguido a casa de sus padres, ni cuando se marchó de allí, pero aun así sabían dónde había estado.
Respondió de inmediato.
—No les dije nada.
—¿Qué buscabas allí, la merienda?
—Si crees que podría obtener el dinero de ellos, te equivocas. No son tan ricos.
—Ya lo sabemos, Mitch, ya lo sabemos.
—Déjame hablar con Holly.
—Esta vez, no.
—Déjame hablar con mi mujer —insistió.
—Tranquilo. Ella está bien. Te dejaré hablar en la próxima llamada. ¿Ésa es la iglesia a la que ibas con tus padres?
El suyo era el único coche que había en el aparcamiento, y en ese momento no pasaba ningún otro por allí. Del otro lado de la iglesia, los únicos vehículos que se veían eran los que circulaban por la autovía, pero no había ninguno en la calle.
—¿Es la iglesia a la que ibas? —volvió a preguntar el secuestrador.
—No.
Aunque estaba en el interior del coche, con las puertas cerradas, se sentía tan expuesto como un ratón en campo abierto que de pronto oye por encima de él la vibración de las alas de un halcón.
—¿Fuiste monaguillo, Mitch?
—No.
—¿Puede ser verdad eso?
—Parece que lo sabes todo sobre mí. Por tanto, sabes que es verdad.
—Mitch, te pareces demasiado a un monaguillo, para no haberlo sido nunca.
Suponiendo que era una observación intrascendente, al principio Mitch no respondió. Pero como el secuestrador se mantuvo en silencio, por fin habló.
—No sé qué quieres decir con eso.
—Bueno, sin duda no quiero decir que seas piadoso. Tampoco que siempre digas la verdad. Demostraste ser un astuto mentiroso con el detective Taggart.
En las dos conversaciones anteriores, el hombre del teléfono se había mostrado profesional, hasta resultar escalofriante. Estas mezquinas pullas no parecían coincidir con su anterior comportamiento.
Sin embargo, se había definido como «un manipulador». Había dicho con franqueza que Mitch era para él un instrumento apto para ser manejado.
Sus burlas debían tener un sentido, aunque Mitch no tenía idea de cuál podía ser. El secuestrador quería meterse en sus pensamientos y alterarlo con un sutil propósito, para obtener algún resultado en particular.
—Mitch, te lo digo sin ánimo de ofender, porque, en realidad, es una bonita cualidad; pero eres ingenuo como un monaguillo.
—Si tú lo dices.
—Pues sí. Yo lo digo.
Podía tratarse de un intento de hacer que se encolerizara, dado que la ira inhibe la claridad de pensamiento, o tal vez su intención fuese hacerlo dudar de su propia capacidad, para mantenerlo asustado y obediente.
Ya se había reconocido a sí mismo su absoluta indefensión en este asunto. La humillación ya no podía ser mayor.
—Tienes los ojos bien abiertos, Mitch, pero no ves.
Esta afirmación lo preocupó más que ninguna otra cosa que hubiese dicho el secuestrador. Hacía menos de una hora, en el altillo de su garaje, ese mismo pensamiento, expresado en parecidas palabras, lo había tenido él.
Tras meter a John Knox en el maletero, había regresado al altillo para averiguar cómo había ocurrido el accidente. Ver el mango de la llave inglesa enganchado en el nudo del cordel había resuelto el misterio.
Pero aun entonces se había sentido engañado, observado, burlado. Lo había abrumado la sensación instintiva de que en ese altillo quedaba una verdad mayor por descubrir, que estaba oculta aunque la tenía frente a sus propios ojos.
La idea de que, aunque veía, era ciego, aunque oía, era sordo, lo sacudió entonces y le perturbaba ahora.
El tipo del teléfono, burlón, había hurgado en la herida. «Tienes los ojos bien abiertos, Mitch, pero no ves».
«Sobrenatural» no parecía un calificativo excesivo para definir lo que ocurría. Sentía que los secuestradores no sólo lo podían ver y oír en todas partes, en todo momento, sino que hasta podían leer sus pensamientos.
Cogió la pistola del asiento del acompañante. No había una amenaza inminente, pero se sentía más protegido con el arma en la mano.
—¿Sigues ahí, Mitch?
—Te escucho.
—Te volveré a llamar a las 19.30.
—¿Más demoras? ¿Por qué? —La impaciencia lo consumía, y no lograba contenerla, aunque era consciente del peligro que representaba dejarse dominar por un estado de incontrolada temeridad.
—Es fácil de entender, Mitch. Estaba por decirte lo que debes hacer ahora cuando me interrumpiste.
—Entonces, maldita sea, dímelo.
—Un buen monaguillo conoce el ritual, las letanías. Un buen monaguillo responde, pero no interrumpe. Si vuelves a interrumpirme, te haré esperar hasta las 20.30.
Mitch refrenó su impaciencia. Respiró hondo, exhaló con lentitud y se avino a los deseos del malhechor.
—Entiendo.
—Bien. Entonces, cuando colguemos, ve a Newport Beach, a casa de tu hermano.
—¿A casa de Anson? —preguntó, sorprendido.
—Espera la llamada de las 19.30, con él.
—¿Por qué comprometer a mi hermano en esto?
—No puedes hacer tu tarea solo —dijo el secuestrador.
—Pero ¿qué es lo que debo hacer? No me lo dijiste.
—Te lo diremos. Pronto.
—Si hacen falta dos hombres, no es necesario que el otro sea él. No quiero meter a Anson en esto.
—Piénsalo, Mitch. ¿Quién mejor que tu hermano? Te quiere, ¿verdad? No querrá que corten a tu mujer en trozos, como a un cerdo en el matadero.
Durante su difícil niñez, Anson había sido la sólida y segura ancla que mantenía a Mitch amarrado a un punto fijo. Quien siempre izaba las velas de la esperanza cuando parecía que no había viento para hacerlo, era Anson.
Le debía a su hermano la paz espiritual y la felicidad que había terminado por encontrar cuando se libró de sus padres, y la ligereza de espíritu que le había hecho posible ganarse a Holly como esposa.
—Me tenéis atrapado —dijo Mitch—. Si lo que queréis que haga, sea lo que fuere, sale mal, parecerá que fui yo quien maté a mi esposa.
—La trampa está más cerrada de lo que crees, Mitch.
Quizás se preguntaran qué ocurría con John Knox, pero no sabían que estaba muerto y metido en el maletero del Honda. Y un conspirador muerto serviría para demostrar que la historia que Mitch podía contar a las autoridades era cierta.
¿O no? No había evaluado todas las maneras en que la policía podía interpretar la muerte de Knox. Tal vez la mayor parte de ellas fuesen más comprometedoras que lo contrario.
—A lo que voy —dijo Mitch— es que le haréis eso mismo a Anson. Lo meteréis en una jaula de pruebas circunstanciales para tener la seguridad de que coopere. Ésa es la forma en que trabajáis.
—Nada de eso importará si ambos hacéis lo que queremos y te devuelvo a tu mujer.
—Pero sería injusto para él —protestó Mitch, y se dio cuenta que, de hecho, sonaba tan ingenuo y crédulo como un monaguillo.
El secuestrador rió.
—¿Y te parece, que, en cambio, estamos siendo justos contigo? ¿De eso se trata?
La mano con que aferraba la pistola se le había quedado fría y húmeda.
—¿Preferirías que dejásemos en paz a tu hermano y que te pusiéramos a Iggy Barnes como colaborador?
—Sí —dijo Mitch, sintiéndose instantáneamente avergonzado por lo rápido que estaba dispuesto a sacrificar a un amigo inocente para salvar a un ser querido.
—¿Y eso sería justo para el señor Barnes?
El padre de Mitch creía que la vergüenza no cumplía una función social, que revelaba una mentalidad supersticiosa, y que una persona que lleva una vida racional debe librarse de ella. También creía que la facilidad para avergonzarse puede desaparecer mediante la educación.
En el caso de Mitch, su padre había fracasado estrepitosamente, al menos en ese aspecto. Aunque el único testigo de su disposición a sacrificar a un amigo para salvar a su hermano era el matón que estaba al teléfono, Mitch sintió que la vergüenza le encendía el rostro.
—El señor Barnes —dijo el secuestrador— no brilla por su inteligencia. Aunque sólo fuera por eso, tu amigo no sería un sustituto aceptable para tu hermano. Ahora, ve a casa de Anson y espera mi llamada.
Resignado a seguir las instrucciones, pero enfermo de desesperación ante la idea de poner a su hermano en peligro, Mitch apenas podía hablar.
—¿Qué le digo?
—Nada en absoluto. Te estoy ordenando que no le digas nada. El manipulador experto soy yo, no tú. Cuando llame, le haré oír cómo grita Holly y le explicaré de qué se trata.
—Lo de hacerla gritar no es necesario. Prometiste no hacerle daño —replicó, alarmado.
—Prometí no violarla, Mitch. Nada de lo que le digas a tu hermano será tan convincente como su grito. Sé mejor que tú cómo se hace esto.
Su presión fría, sudorosa, sobre la pistola comenzaba a ser un problema. Le daba miedo. Cuando su mano se puso a temblar, volvió a dejar el arma en el asiento del acompañante.
—¿Y si Anson no está en su casa?
—Lo está. Muévete, Mitch. Es la hora punta. No querrás llegar tarde a Newport Beach.
El secuestrador cortó la comunicación.
Cuando Mitch pulsó la tecla de fin de llamada de su teléfono, sintió como si esa acción fuera una siniestra premonición.
Cerró los ojos durante un momento, tratando de serenar sus destrozados nervios; pero los abrió enseguida, porque tenerlos cerrados lo hacía sentirse vulnerable.
Cuando encendió el motor, una bandada de cuervos alzó el vuelo desde el asfalto. Fueron de la sombra del campanario al campanario mismo.