Capítulo 17

La decoración del estudio hacía juego con la de la sala de estar. Había estantes iluminados donde se veía una colección de esferas de piedra pulida.

Única pieza sobre el escritorio, encajada en una base ornamental de bronce, la esfera recién adquirida tenía un diámetro superior al de una bola de béisbol. Vetas escarlatas moteadas de amarillo se arremolinaban sobre un fondo de intenso color marrón, con algún matiz cobrizo.

Quien no supiera de qué se trataba habría supuesto que era un trozo de granito exótico, lijado y pulido para realzar su belleza. En realidad era estiércol de dinosaurio fosilizado.

—El análisis de los minerales confirma que proviene de un carnívoro —dijo el padre de Mitch.

—¿Tiranosaurio?

—El tamaño de todo el depósito de heces sugiere algo más pequeño que un Tiranosaurio Rex.

—¿Gorgosaurio?

—Si hubiese sido hallado en Canadá y datado en el Cretácico Superior, se trataría, quizás, de un gorgosaurio. Pero el yacimiento fue encontrado en Colorado.

—¿Jurásico Superior? —preguntó Mitch.

—Sí. De modo que es probable que se trate de estiércol de ceratosaurio.

Mientras su padre cogía el vaso de whisky con soda del escritorio, Mitch fue hacia los estantes.

—Telefoneé a Connie hace unas cuantas noches.

Connie, de treinta y un años, era la mayor de sus hermanas. Vivía en Chicago.

—¿Sigue perdiendo el tiempo como pinche en esa panadería?

—Sí, pero ahora es la dueña del negocio.

—¿Lo dices en serio? Claro. Es típico de ella. Si mete un pie en un pozo de brea, en lugar de sacarlo, agitará los brazos hasta hundirse entera.

—Dice que le va bien.

—Siempre dirá eso, ocurra lo que ocurra.

Connie había hecho un máster en ciencias políticas antes de dar un salto mortal y zambullirse en el océano de los negocios. A algunos, esta transformación los había dejado boquiabiertos, pero Mitch la comprendía.

La colección de pulidas bolas de estiércol de dinosaurio había crecido desde la última vez que la viera.

—¿Cuántas tienes ahora, Daniel?

—Setenta y tres. Ando detrás de cuatro ejemplares excepcionales.

Algunas de aquellas esferas fosilizadas tenían apenas cinco centímetros de diámetro. Las más grandes eran del tamaño de bolas de billar.

Sus tonos tendían a ser marrones, rojos y cobrizos por razones obvias; sin embargo, las luces que las realzaban hacían surgir de ellas muchos otros colores, entre ellos el azul. La mayoría estaba moteada; eran pocas las que tenían verdaderas vetas.

—Hablé con Megan esa misma noche —dijo Mitch.

Megan, de veintinueve años, era la que tenía el coeficiente intelectual más alto en una familia de altas capacidades intelectuales. Cada uno de los pequeños Rafferty había pasado tres pruebas de nivel de inteligencia, al cumplir el noveno, decimotercero y decimoséptimo cumpleaños.

Tras su primer año de estudios, Megan había abandonado la universidad. Vivía en Atlanta, donde regentaba un próspero negocio de baño y peluquería de perros, que funcionaba tanto en la tienda como a domicilio.

—Llamó por Pascua, y nos preguntó cuántos huevos habíamos pintado —dijo el padre de Mitch—. Supongo que creyó que decía algo gracioso. Katherine y yo nos sentimos aliviados de que su llamada no fuera para anunciar que estaba encinta.

Megan se había casado con Carmine Maffuci, un albañil con las manos del tamaño descomunal. Daniel y Katherine pensaban que había elegido un esposo que estaba por debajo de ella en lo intelectual. Tenían la esperanza de que no tardara en darse cuenta de su error y se divorciase… Si es que antes no llegaban los niños, que complicarían la situación.

A Mitch, Carmine le caía bien. El tipo tenía una personalidad dulce, una risa contagiosa y un tatuaje de Tweety el Canario en el bíceps derecho.

—Éste parece pórfido —comentó, señalando una muestra de estiércol que tenía un fondo de un morado rojizo salpicado de algo que parecía feldespato.

También había hablado hacía poco con su hermana menor, Portia, pero no lo dijo, porque no quería desencadenar una agria discusión.

—Anson nos invitó a cenar hace dos noches —dijo Daniel mientras se echaba más whisky con soda en el mueble bar.

Anson, el único hermano varón de Mitch, y, con sus treinta y tres años, el mayor de los cinco, era el que más veía a Daniel y Kathy.

Para ser justos con Mitch y sus hermanas, debe decirse que Anson siempre había sido el favorito de sus padres y, como tal, nunca se había sentido rechazado. Es más fácil ser un hijo fiel cuando tus padres no se ponen a analizar tus aficiones en busca de indicios de inadaptación psicológica y cuando tus invitaciones no son recibidas con penetrantes miradas de sospecha o impaciencia.

Para ser justos también con Anson, lo cierto era que se había ganado su puesto de hijo preferido cumpliendo con las expectativas de sus padres. Había demostrado, cosa que ninguno de los otros hizo, que las teorías de su padre sobre la educación de los hijos podían dar fruto.

Primero de la clase en la escuela secundaria, estrella del equipo de fútbol americano, rechazó, sin embargo, las becas para deportistas. Sí aceptó, en cambio, aquellas que le ofrecían sólo por sus altas capacidades intelectuales.

El mundo académico era un gallinero, y Anson, un zorro. No sólo asimilaba conocimientos, sino que los devoraba con el apetito de un carnívoro insaciable. Se ganó su licenciatura en dos años, el master en uno, y se doctoró a los veintitrés.

Los hermanos de Anson no lo envidiaban, ni tampoco estaban distanciados de él en modo alguno. Al contrario, si Mitch y sus hermanas hubiesen celebrado una elección secreta para ver quién era su familiar favorito, los cuatro habrían votado por el mayor.

Su buen corazón y simpatía natural habían permitido a Anson complacer a sus padres sin necesidad de asemejarse a ellos. Éste era un logro tan impresionante como si unos científicos del siglo XIX, que sólo contaran con la energía del vapor y las primitivas pilas voltaicas, hubiesen hecho llegar astronautas a la luna.

—Anson acaba de firmar un importante contrato de consultoría con China —informó Daniel.

Las heces de brontosaurio, diplodocus, braquisaurio, iguanodon, moscops, estegosaurio, triceratops y otros monstruos extinguidos estaban identificadas con rótulos grabados en los pies de bronce en los que se sustentaban las esferas.

—Trabajará con el ministro de Comercio —dijo Daniel.

Mitch no sabía si el estiércol petrificado podía ser analizado con la suficiente precisión como para atribuirlo a especies o determinados géneros de dinosaurios. Tal vez su padre hubiese llegado a esas identificaciones aplicando teorías basadas en poca o ninguna ciencia experimental.

Daniel defendía ciertas respuestas absolutas incluso en áreas de la especulación intelectual en las que no se podía pretender que existiesen certezas.

—Y, además, colaborará de forma directa con el ministro de Educación —añadió el orgulloso padre.

Hacía tiempo que recurría al éxito de Anson para azuzar a Mitch, con la intención de que se decidiese a seguir una carrera más ambiciosa que aquella en la que se había embarcado. Pero los puyazos nunca atravesaban la coraza de su psique. Admiraba a Anson, pero no lo envidiaba.

Mientras Daniel lo aguijoneaba con otro de los logros de Anson, Mitch miró su reloj de pulsera, convencido de que pronto tendría que marcharse para atender la llamada del secuestrador. Pero sólo eran las 17.42.

Sentía como si ya llevase en la casa al menos veinte minutos, pero lo cierto era que sólo habían pasado siete.

—¿Tienes algún compromiso? —preguntó Daniel.

Mitch detectó una nota esperanzada en la voz de su padre, pero ello no le produjo resentimiento. Hacía tiempo que se había dado cuenta de que una emoción tan amarga y poderosa como el resentimiento no era apropiada para esa relación.

Daniel, autor de trece sesudos libros, creía ser un gigante de la psicología, un hombre cuyos férreos principios y convicciones de acero lo convertían en una roca en el río de la intelectualidad estadounidense contemporánea, una especie de isla en torno a la cual las mentes de menos entidad fluían hasta perderse en la oscuridad o en la nada.

Pero Mitch sabía que su viejo no era ninguna roca. Daniel era, si acaso, una fugaz sombra en ese río. Flotaba por la superficie sin agitar ni aplacar la corriente.

Si Mitch hubiese albergado algún resentimiento contra un hombre tan vano, habría estado más loco que el capitán Ahab, con su perpetua persecución de la ballena blanca.

Durante toda su niñez, Anson había aconsejado a Mitch y a sus hermanas que no se encolerizaran, que fueran pacientes, enseñándoles la utilidad del humor como defensa contra la inhumanidad inconsciente de su padre. Y, ahora, Daniel no le inspiraba a Mitch más que indiferencia y alguna impaciencia.

El día en que Mitch dejó el hogar familiar para compartir un apartamento con Jason Osteen, Anson le dijo que, al renunciar a la ira, en algún momento llegaría a compadecer a su viejo. No lo había creído y, hasta ahora, no había llegado más que a concederle un desganado perdón.

—Sí —dijo—. Tengo un compromiso. Debo marcharme.

Contemplando a su hijo con el intenso interés que, veinte años atrás, lo habría intimidado, Daniel le lanzó una pregunta directa.

—¿A qué viniste?

Fueran cuales fuesen los planes de los secuestradores de Holly para Mitch, era de suponer que sus posibilidades de sobrevivir no eran muchas. Se le había ocurrido que ésta quizás fuese la última vez que viera a sus padres. Por eso había ido.

—Vine a ver a Kathy. Tal vez regrese mañana —dijo, incapaz de revelar el terrible embrollo en que se encontraba metido.

—A verla ¿para qué?

Un niño puede amar a una madre que no tiene capacidad para devolverle su amor, pero, con el tiempo, se dará cuenta de que no está sembrando su afecto en terreno fértil, sino en pura roca, donde nada puede crecer. Entonces, es posible que ese niño lleve una vida marcada por una ira enconada o por la autocompasión.

Si la madre no es un monstruo, sino que, sencillamente, es incapaz de relacionarse emocionalmente y está absorta en sí misma, y si en el hogar no es una maltratadora, sino una observadora pasiva, su hijo tiene una tercera opción. Puede elegir tenerle lástima, aunque no la perdone, y compadecerla al reconocer que la atrofia de su desarrollo emocional le niega la posibilidad de disfrutar plenamente de la vida.

A pesar de todos sus logros académicos, Kathy no tenía ni idea de las necesidades de los niños, ni de los lazos que crea la maternidad. En lo que hace a las relaciones humanas, creía en el principio de causa y efecto y en la necesidad de recompensar las conductas que lo merecen; pero sólo comprendía las recompensas materiales.

Creía en la capacidad de mejora del género humano. Pensaba que los niños han de ser educados siguiendo un sistema del que uno no se debe desviar, un método que asegure que se civilicen.

Ésa no era, sin embargo, su especialidad en el campo de la psicología. Por lo tanto, quizás nunca hubiese sido madre de no haber conocido a un hombre poseedor de firmes teorías acerca del desarrollo infantil, y de un sistema para aplicarlas.

Como, de no haber sido por su madre, Mitch no habría existido, y como sabía que en su insensibilidad no había malicia, ella le inspiraba una ternura que no era amor, ni siquiera afecto, sino más bien un triste reconocimiento de su incapacidad congénita para sentir. Esta ternura casi había madurado hasta convertirse en piedad, algo que no le concedía a su padre.

—No es nada importante —dijo Mitch—. Puede esperar.

—Puedo darle un mensaje —replicó Daniel, siguiendo a Mitch a la sala de estar.

—No hay mensaje. Sólo andaba por aquí y quise saludarla.

Como era la primera vez que rompía las normas y se presentaba allí sin avisar, Daniel no se convenció.

—Te pasa algo.

Mitch pensó: «Quizás una semana de privación sensorial en el cuarto de aprendizaje me ayude a descubrir de qué se trata».

Pero se limitó a sonreír y dar una respuesta convencional.

—Estoy bien. Todo está bien.

Aunque no era muy diestro en lo referente al corazón humano, Daniel poseía la nariz de un sabueso para las amenazas de tipo financiero.

—Si se trata de problemas de dinero, ya sabes cuál es nuestra postura al respecto.

—No vine a pediros un préstamo —lo tranquilizó Mitch.

—En toda especie animal, la obligación fundamental de los progenitores es enseñar a ser autosuficientes a sus crías. La presa debe aprender a evadirse, el depredador a cazar.

Mientras abría la puerta, Mitch se despidió con cierta amargura:

—Soy un depredador autosuficiente, Daniel.

—Bien. Me alegro de oírlo.

Le dedicó a Mitch una feroz sonrisa. Sus dientes, de una blancura extraordinaria, parecían haberse afilado desde la última vez que se los enseñara.

En esas circunstancias, el joven no pudo forzar una sonrisa, ni siquiera para desviar las sospechas de su padre.

—El parasitismo —dijo Daniel— no es natural en el Homo sapiens ni en ninguna especie de mamífero.

Ésa era una frase que Beaver Cleaver, el niño protagonista de la serie televisiva sobre una familia de clase media, jamás hubiese oído de su padre.

Mitch salió de la casa.

—Dile a Kathy que le mando saludos.

—Llegará tarde. Siempre tardan cuando esa tal Robinson va con ellas.

—Matemáticos —dijo Mitch con desdén.

—Especialmente ésta.

Mitch cerró la puerta. Tras alejarse varios pasos de la casa se detuvo, se volvió, y estudió el lugar, quizás por última vez.

No sólo había vivido allí, sino que cursó sus estudios en la casa desde el primero hasta el duodécimo grado. Había pasado más horas de su vida dentro de esa casa que fuera de ella.

Como de costumbre, su mirada se posó en la ventana del segundo piso, clausurada desde el interior. El cuarto de aprendizaje.

Ahora que ya no había niños en la casa, ¿para qué usaban ese aposento del piso superior?

Como el camino de entrada se alejaba de la casa describiendo una curva, en lugar de seguir hasta la calle en línea recta, cuando Mitch desvió la mirada de ese cuarto no se hallaba frente a la puerta, sino de cara a una de las cristaleras que ésta tenía a uno y otro costado. A través de esas ventanas, vio a su padre.

Daniel estaba de pie frente a uno de los grandes espejos enmarcados en acero inoxidable del vestíbulo. Se alisó su blanco cabello con una mano. Se enjugó las comisuras de la boca.

Aunque se sentía como un mirón, Mitch no podía dejar de observarlo.

De niño, creía que sus padres ocultaban secretos y que él sería libre si los descubría. Pero nunca supo nada, porque Daniel y Kathy eran una pareja reservada, discretos al máximo.

Ahora, en el vestíbulo, Daniel se pellizcó la mejilla izquierda, luego la derecha, con los dedos pulgar e índice, como para darles un poco de color.

Mitch sospechaba que, ahora que la amenaza de un sablazo se había disipado, el recuerdo de su visita ya casi se desvanecía de la mente de su padre.

En el vestíbulo, Daniel se puso de perfil frente al espejo, como si se enorgulleciese de lo ancho de su pecho, de lo esbelto de su cintura.

Le resultaba fácil imaginar que su padre, de pie entre los espejos enfrentados, no se multiplicaba en infinitos reflejos, como él, sino que su figura poseía tan poca sustancia que, para cualquier ojo que no fuese el suyo, resultaría tan transparente como la de un fantasma.