A dos manzanas de la casa, Mitch aparcó frente al bordillo. Dejó el motor en marcha y mantuvo las ventanillas cerradas y las puertas con el seguro echado.
No recordaba haber asegurado nunca las puertas estando él dentro del automóvil.
Echó una mirada al espejo retrovisor, con la repentina certeza de que la cerradura del maletero había quedado medio abierta y que la tapa se había levantado, ofreciendo el espectáculo de un cadáver amortajado.
El maletero seguía cerrado.
En la cartera del muerto había tarjetas de crédito y un permiso de conducir de California a nombre de John Knox. En la foto del carné, el joven delincuente sonreía de forma tan deslumbrante y forzadamente seductora que parecía un ídolo de alguna banda de rock para adolescentes.
Knox llevaba quinientos ochenta y cinco dólares, quinientos de ellos en billetes de cien. Mitch contó el dinero sin sacarlo de la cartera.
No había nada que revelara ni un solo dato sobre la profesión, los intereses personales ni los conocidos del muerto. Ni tarjeta de visita, ni tarjeta de biblioteca, ni tarjeta de seguro médico. Tampoco fotos de seres queridos. No había, en fin, notas recordatorias, ni tarjeta de seguridad social, ni recibos.
Según el permiso de conducir, Knox vivía en Laguna Beach. Tal vez se pudiera enterar de algo útil registrando su casa.
Mitch necesitaba tiempo para evaluar los riesgos de ir a la casa de Knox. Además, tenía que hacer otra visita antes de la llamada que le harían a las seis.
Puso la cartera, el teléfono móvil del muerto y el juego de llaves en la guantera y metió el revólver y la funda tobillera bajo el asiento del conductor.
La pistola quedó en el asiento del acompañante, bajo su chaqueta deportiva.
Zigzagueando por calles residenciales de poco tráfico, ignorando los límites de velocidad e incluso un par de señales de stop, Mitch llegó a casa de sus padres, en el este de Orange, a las 17.35. Aparcó en el camino de entrada y cerró bien las puertas del coche.
La hermosa casa se alzaba sobre un segundo nivel de colinas, y otras lomas se elevaban por detrás de ellas. No había vehículos sospechosos en la calle de doble dirección, que bajaba en pendiente hacia terrenos más llanos.
Una lánguida brisa empezó a soplar desde el este. Con mil lenguas de un verde plateado, los altos eucaliptos se susurraban cosas unos a otros.
Miró hacia la única ventana del cuarto de estudio. A los ocho años, había pasado allí veinte días seguidos. Un postigo interior mantenía cerrada esa ventana.
La privación sensorial ayuda a desarrollar el pensamiento, despeja la mente. Ésa es la teoría que explica la existencia del cuarto de aprendizaje, oscuro, silencioso, vacío.
Daniel, el padre de Mitch, respondió al timbre. A los sesenta y un años, seguía siendo un hombre de impresionante apostura. Aún conservaba todo su cabello, aunque lo tenía completamente blanco.
Tal vez porque sus facciones eran tan agradablemente pronunciadas —habrían sido perfectas si hubiese querido ser actor teatral—, sus dientes parecían demasiado pequeños. Ninguno era postizo. Era un fanático de la higiene dental. Blanqueados con láser, deslumbraban, pero parecían diminutos, como granos de maíz en una mazorca.
Parpadeando con una sorpresa demasiado teatral, saludó a su hijo.
—Mitch, Katherine no me contó que habías telefoneado. Ignoraba que venías.
Katherine era la madre de Mitch.
—No lo hice —admitió Mitch—. Me imaginé que no habría problema en que pasara un rato por aquí, sin avisar.
—Lo normal es que estuviera ocupado con una u otra condenada obligación y no te habría podido atender. Pero esta noche estoy libre.
—Qué bien.
—Aunque sí tenía intención de dedicarle unas horas a la lectura.
—No puedo quedarme mucho tiempo —lo tranquilizó Mitch.
Los cinco hijos de Daniel y Katherine Rafferty, que ya eran todos adultos, entendían que, para respetar la intimidad de sus padres, debían anunciar sus visitas y evitar las apariciones imprevistas.
—Entra, pues —dijo su padre, apartándose del umbral.
En el vestíbulo, de suelo de mármol blanco, el joven vio infinitos Mitches a derecha e izquierda, reflejos que se repetían en dos grandes espejos enfrentados, ambos con marco de acero inoxidable.
—¿Está Kathy?
—Es la noche de las chicas —respondió su padre—. Ella, Donna Watson y esa tal Robinson se fueron a ver una película o a hacer no sé qué.
—Me habría gustado verla.
—Llegarán tarde —dijo el padre al tiempo que cerraba la puerta—. Siempre llegan tarde. Se pasan toda la velada charlando y, cuando aparcan en la entrada, siguen charlando un rato. ¿Conoces a esa mujer, la que se llama Robinson?
—No. Es la primera vez que oigo hablar de ella.
—Es irritante —aseveró su padre—. No entiendo cómo Katherine disfruta con su compañía. Es matemática.
—No sabía que las mujeres que se dedican a las matemáticas te irritaran.
—Ésta lo hace.
Los padres de Mitch eran catedráticos de psicología de la conducta en la UCI. Su círculo social provenía sobre todo de lo que los académicos comenzaron a llamar hace poco «Humanidades», en buena parte para evitar el término «Ciencias no experimentales», que usaban algunos. En un grupo así, una experta en matemáticas podía ser tan irritante como una piedra en el zapato.
—Acabo de prepararme un whisky con soda —dijo su padre—. ¿Quieres algo?
—No, gracias, señor.
—¿Me acabas de decir «señor»?
—Lo siento, Daniel.
—No se debe emplear este tratamiento…
—En una mera relación biológica —completó Mitch.
Cuando los Rafferty cumplían trece años, se les explicaba que debían dejar de llamar mamá y papá a sus padres. Tenían que dirigirse a ellos por sus nombres de pila. Katherine, la madre de Mitch, prefería que la llamaran Kathy, pero su padre no toleraba que le dijeran Danny en vez de Daniel.
En su juventud, el doctor Daniel Rafferty había desarrollado teorías muy precisas respecto a la forma correcta de educar a los hijos. Kathy no tenía opiniones muy firmes sobre el tema, pero las teorías poco convencionales de Daniel la intrigaban, y sentía curiosidad por ver si darían buenos resultados.
Mitch y Daniel se quedaron parados en el vestíbulo durante un momento. Daniel parecía no saber cómo continuar, pero al fin arrancó.
—Pasa y mira lo que me acabo de comprar.
Atravesaron una gran sala de estar amueblada con mesas de acero inoxidable y vidrio, sofás de cuero gris y sillas negras. En los cuadros que colgaban de las paredes predominaba el blanco y negro. Algunos tenían una única línea o dominaba un color, un rectángulo azul aquí, un cuadrado azul verdoso acá, dos triángulos amarillos allá.
Los zapatos de Daniel Rafferty arrancaban duros sonidos al suelo de caoba de Brasil. Mitch lo seguía, silencioso como un fantasma.
Una vez en el estudio, señalando un objeto que había sobre el escritorio, Daniel hizo una de sus típicas afirmaciones.
—Éste es el trozo de mierda más bonito de mi colección.