Capítulo 13

Aunque dio un respingo, Mitch no intentó volverse hacia el pistolero ni mover la llave inglesa. No podría hacerlo a suficiente velocidad.

Durante las últimas cinco horas, había tomado aguda conciencia de sus limitaciones, lo cual podía decirse que era un logro, dado que se crió creyendo que no las tenía.

Tal vez fuese el arquitecto de su propia vida, pero ya no podía creer que fuera el amo de su destino.

«… antes de que talaran todos los naranjos para construir un erial de casas de estuco».

Detrás de él, el hombre habló.

—Suelta la barra. No te inclines para dejarla en el suelo. Déjala caer.

La voz no era la del hombre del teléfono. Éste parecía más joven, y no tan frío, pero tenía una forma de hablar perturbadoramente inexpresiva, que acortaba cada palabra, dando a todas el mismo peso, idéntico tono.

Mitch dejó caer la porra.

«… más conveniente. Pero casualmente andaba por su barrio».

Usando, al parecer, un control remoto, el hombre apagó la grabadora.

—Se ve —le dijo a Mitch— que quieres que la corten en pedazos y la dejen morir, como él te prometió.

—No.

—Tal vez nos equivocamos al escogerte. Quizás te agradaría deshacerte de ella.

—No digas eso.

El hombre pronunciaba cada palabra en un mismo tono, profesional, carente de emoción.

—Un seguro de vida elevado. Otra mujer. Podrías tener tus motivos.

—No hay nada de eso.

—Tal vez trabajarías mejor para nosotros si, a modo de pago, te prometiéramos matarla.

—No. La amo. De verdad.

—Si intentas hacer otra gracia de éstas, dala por muerta.

—Entiendo.

—Regresemos por donde viniste.

Mitch se volvió y el otro también lo hizo, manteniéndose detrás de él.

Al comenzar a retroceder sobre sus pasos a lo largo del último pasillo, pasando la primera de las ventanas que miraban al sur, Mitch oyó el sonido que produjo la llave al rozar los tablones cuando el pistolero la recogía del suelo. Podía haberse vuelto para darle una patada, con la esperanza de sorprender al hombre cuando éste se estuviese incorporando. Pero temió que el otro esperara la maniobra. Hasta ahora, había supuesto que aquellos tipos sin nombre eran delincuentes profesionales. Era probable que lo fueran, pero también algo más. No sabía qué exactamente, pero sí que se trataba de algo aún peor.

Criminales, secuestradores, asesinos. No podía imaginar qué podía ser peor que lo que ya sabía de ellos.

Siguiéndolo por el pasillo, el pistolero volvió a hablar.

—Sube al Honda. Ve a dar un paseo.

—De acuerdo.

—Espera la llamada a las seis.

—Conforme. Lo haré.

Cuando se aproximaban al final del corredor, al fondo del altillo, y debían doblar a la izquierda y cruzar todo el ancho del garaje hacia la escalera, que bajaba desde el ángulo noreste, algo parecido a la suerte intervino en forma de tropezón con un cordel.

En el momento en que ocurrió, Mitch no percibió la causa, sólo el efecto. Una torre de cajas de cartón se derrumbó. Algunas cayeron en el pasillo y una o dos, sobre el pistolero.

Las etiquetas escritas en las cajas decían que contenían cerámicas de Halloween. En realidad, tenían más envoltorios con burbujas plásticas y pelotas de papel que objetos de cerámica, y no eran pesadas, pero la avalancha casi derribó al hombre y lo hizo tambalearse.

Mitch esquivó una caja y alzó un brazo para desviar otra.

La primera fila, al caer, hizo que otra se desequilibrara.

El jardinero estuvo a punto de tenderle la mano al otro para ayudarlo a recuperar el equilibrio. Pero se dio cuenta de que su ofrecimiento de ayuda podía ser interpretado como un ataque. Para evitar malentendidos, y también que le pegaran un tiro, se echó a un lado.

La madera vieja y reseca de la barandilla del fondo del altillo podía soportar sin problemas a cualquiera que se reclinase sin hacer fuerza, pero resultó ser demasiado débil para resistir el impacto súbito del pistolero, que chocó contra ella al trastabillarse. Los balaustres crujieron, los clavos chirriaron al soltarse, y dos trozos de la barandilla se separaron por la junta.

El pistolero maldijo ante el diluvio de cajas y gritó, alarmado, cuando la barandilla cedió bajo su peso.

Cayó al suelo del garaje. La altura, unos dos metros y medio, no era mucha, pero así y todo aterrizó con un ruido estrepitoso, y entre el estruendo de la madera rota, la pistola se disparó.