En la habitación del televisor, éste parecía un gran ojo ciego. Aunque Mitch hubiera empleado el mando a distancia para llenar la pantalla de brillantes visiones idiotas, ese ojo no hubiese podido verlo; así y todo, se sentía observado por una presencia que lo contemplaba con fría diversión.
El contestador automático estaba sobre un escritorio, en un rincón de la estancia. Sólo había un mensaje, de Iggy:
—«Perdón, hermano, debí haberte telefoneado en cuanto se marchó. Pero ese Taggart es como una de esas olas gigantes que ocupan todo el horizonte. Te asustan tanto que te hacen caer de la tabla de surf y desear que te hubieses quedado en la playa a verlas romper desde allí».
Mitch se sentó frente al escritorio y abrió el cajón donde Holly guardaba la chequera y los documentos bancarios.
En su conversación con el secuestrador, había dado una estimación excesiva de su balance de cuenta corriente, que era de 10.346,54 dólares.
El resumen mensual más reciente mostraba una cuenta de ahorros adicional, con 27.311,40 dólares.
Tenían cuentas pendientes. Estaban en otro cajón de ese mismo escritorio. No las miró. Sólo contaba los activos.
El pago hipotecario mensual se descontaba de forma automática de su cuenta corriente. El resumen indicaba que aún quedaban 286.770 dólares por pagar.
Recientemente, Holly había calculado que la casa valía 425.000. Era una suma increíble para un pequeño bungaló en un barrio viejo, pero era cierta, ajustada al precio de mercado. Aunque antiguo, el barrio era atractivo, y la mayor parte del valor correspondía al amplio terreno.
Sumado al efectivo disponible con que contaban, el precio que podía obtener por la casa llegaba a un total de unos 175.000 dólares. Esto distaba mucho de dos millones, y el secuestrador no le había dado la impresión de tener la intención de querer negociar en absoluto.
De todas formas, el valor de la casa no podía convertirse en dinero en efectivo a no ser que firmaran un nuevo préstamo o la vendieran. Y en ambos casos, como la propiedad de la casa era compartida, habría necesitado la firma de Holly.
No tendrían la casa si Holly no la hubiese heredado de su abuela, Dorothy, que la había criado. A la muerte de ésta, la hipoteca era más baja, pero habían tenido que negociar un nuevo préstamo para pagar los impuestos sobre la herencia y salvar la propiedad.
De modo que la suma disponible para el pago del rescate era de aproximadamente 37.000 dólares.
Hasta ahora, Mitch no se había considerado un fracasado. La imagen que tenía de sí mismo era la de un joven que estaba construyendo su vida de forma responsable.
Tenía veintisiete años. Nadie es un fracasado a esa edad.
Pero había un hecho indiscutible. Aunque Holly era el centro de su vida, y tenía un valor incalculable, en el momento de verse forzado a ponerle precio, sólo podía pagar por ella 37.000 dólares.
Lo abrumó una amargura que sólo pudo dirigir contra sí mismo. Eso no servía de nada. La amargura podía volverse autocompasión, y si se entregaba a ese sentimiento se convertiría de verdad en un fracasado. Y Holly moriría.
Aunque la casa no estuviera hipotecada, aunque tuviesen medio millón en efectivo y fueran increíblemente triunfadores para tratarse de personas de su edad, no tendría fondos suficientes para rescatarla.
Esa verdad lo hizo comprender que no sería el dinero lo que salvase a Holly. Él sería quien la salvaría, si es que podía ser salvada. Sería gracias a su perseverancia, su inteligencia, su coraje, su amor.
Cuando volvió a dejar el saldo bancario en el cajón, vio un sobre que tenía su nombre escrito con la letra de Holly. Contenía una tarjeta de felicitación para su cumpleaños, que ella había comprado semanas antes de esa fecha.
En la parte delantera de la tarjeta se veía la foto de un anciano lleno de arrugas y verrugas. La leyenda decía: «Cuando seas viejo, aún te necesitaré, querido».
Mitch abrió la tarjeta y leyó: «Para entonces, sólo podré disfrutar de la jardinería, y serás un excelente abono».
Rió. Podía imaginar a Holly riendo en la tienda cuando abrió la tarjeta y leyó ese remate.
De pronto, su risa se transformó en otra cosa. Durante esas últimas, terribles, cinco horas, había estado al borde de las lágrimas más de una vez, pero las había contenido. La tarjeta le hizo desmoronarse.
Bajo el texto impreso, ella había escrito: «¡Feliz cumpleaños! Te ama, Holly». Su letra era graciosa, femenina y cuidada.
Se la imaginó empuñando el bolígrafo. Sus manos eran delicadas, pero tenían una fuerza sorprendente.
Logró recuperar la compostura recordando la fuerza de esas bellas manos.
Fue a la cocina y encontró las llaves del coche de Holly colgadas del tablero que había junto a la puerta trasera. El vehículo era un Honda, un modelo de hacía cuatro años.
Tras coger su teléfono móvil que estaba recargando junto al horno, salió y metió su camioneta en el garaje, al fondo del jardín.
El Honda blanco estaba allí, reluciente, pues Holly lo había lavado el domingo por la tarde. Aparcó junto a él.
Salió de la camioneta, cerró la puerta del lado del conductor y se paró entre los dos vehículos, barriendo el lugar con la mirada. Si alguien hubiera estado allí momentos antes, habría oído y visto cómo se aproximaba la camioneta, lo que le hubiese dado un amplio margen de tiempo para escapar.
El garaje tenía un vago olor a aceite de motor y grasa, y un fuerte aroma que se desprendía del césped cortado que contenían los sacos de arpillera apilados en la camioneta.
Se quedó mirando el techo bajo, que también era el suelo del altillo que ocupaba dos tercios de la superficie del garaje. Las ventanas de ese habitáculo daban a la casa y eran un lugar para observarla.
Alguien supo cuándo llegaba Mitch a la casa, incluso cuándo entró a la cocina. El teléfono había sonado, y quien llamaba era Holly. La llamada se produjo momentos después de que él encontrase los platos rotos y la sangre.
Aunque en el garaje hubiera un observador, que tal vez aún estuviese allí, Holly no se encontraría con él. Quizás supiera dónde la tenían, quizás no.
Pero, aunque ese observador, cuya existencia hasta ahora era hipotética, supiese dónde encontrar a Holly, sería una temeridad que Mitch lo buscara. Estaba claro que esta gente estaba habituada a emplear la violencia y también que era despiadada. Un simple jardinero no estaba en condiciones de enfrentarse con ninguno de ellos.
Un tablón crujió sobre su cabeza. En una construcción vieja como ésa, el crujido podía no ser más que un ruido de acomodamiento normal de la estructura, juntas viejas que pagan su tributo a la fuerza de gravedad.
Mitch se acercó a la puerta del lado del conductor del Honda y la abrió. Titubeó antes de sentarse al volante, dejando la puerta abierta.
Para distraerse, encendió el motor. La puerta del garaje estaba abierta, de modo que no había peligro de que se intoxicara con monóxido de carbono.
Salió del coche, cerrando la puerta de golpe. Si hubiera alguien escuchando, daría por sentado que la había cerrado desde dentro.
Tal vez quien escuchaba se sentiría intrigado al notar que no sacaba el coche del garaje de inmediato. Una de las cosas que tal vez supusiera era que estaba haciendo una llamada telefónica.
Contra uno de los muros había un tablero con varias de las herramientas de jardinería que empleaba para trabajar en su propia casa. Las tijeras y podaderas parecían demasiado aparatosas, incómodas de manejar.
Seleccionó enseguida una pala, hecha de una única pieza de acero salido de máquina. El mango estaba recubierto de caucho.
La pala era ancha y levemente cóncava, no tan afilada como la hoja de un cuchillo, pero sí bastante apta para cortar. Tras pensárselo durante un momento, llegó a la conclusión de que, si bien era capaz de asaltar a un hombre, era mejor escoger un arma que no matara fácilmente.
En la pared opuesta a aquella donde estaban las herramientas de jardinería, había otros tableros con más instrumentos de ese tipo. Escogió uno que era una especie de llave inglesa.