Techo blanco, vigas blancas, suelo blanco, sillas de mimbre blancas, armonía rota por la polilla gris y negra. Todo lo que había en el porche era familiar, abierto, aireado; pero ahora, a Mitch le parecía oscuro, desconocido.
Siempre con la mirada baja, Taggart volvió a hablar:
—En algún momento, uno de los sabuesos que acudieron a la escena vio a la víctima de cerca y lo reconoció.
—¿Sabuesos?
—Uno de los agentes uniformados. Dijo que hace unos dos años había arrestado a ese tío por posesión de drogas, tras detenerlo por una infracción de tráfico. Nunca estuvo preso, pero sus huellas dactilares se encontraban en nuestros ordenadores, en la base de datos, de modo que identificarlo fue fácil. El señor Barnes dice que usted y él fueron a la escuela secundaria con la víctima.
Mitch deseó que el policía lo mirara a los ojos. Con lo intuitivo y perceptivo que era, Taggart sabría reconocer que su sorpresa era genuina, si la veía.
—Se llamaba Jason Osteen.
—No sólo fui al colegio con él —dijo Mitch—. Jason y yo compartimos un apartamento durante un año.
Taggart restableció al fin el contacto visual.
—Lo sé.
—Iggy se lo habrá dicho.
—Sí.
Ansioso por mostrarse comunicativo, Mitch siguió explicándose.
—Cuando terminé la secundaria, viví con mis padres durante un año, mientras hacía un curso de…
—Jardinería.
—Así es. Luego, conseguí empleo en una empresa de paisajismo y me mudé. Quería un apartamento propio. No podía permitirme pagar uno para mí solo, de modo que Jason y yo compartimos uno durante un año, pagándolo a medias.
El detective volvió a agachar la cabeza y a quedarse en una actitud contemplativa. Se diría que su estrategia era forzar a Mitch a mirarlo a los ojos cuando ello lo ponía incómodo, y evitar el contacto visual cuando Mitch lo quería.
—El muerto de la acera no era Jason —dijo Mitch.
Taggart abrió el sobre blanco que tenía en el regazo.
—Además de la identificación que hizo el agente y de las huellas dactilares, tengo una identificación positiva que hizo el señor Barnes basándose en esto.
Sacó del sobre una foto en color de veinte por veinticinco centímetros y se la dio a Mitch.
Un fotógrafo de la policía había movido el cadáver para obtener la mejor imagen posible del rostro. La cara estaba vuelta hacia la izquierda apenas lo suficiente para ocultar lo peor de la herida.
Las facciones habían quedado sutilmente deformadas por la entrada por una sien, el tránsito y la salida por detrás de la otra sien del disparo de alta velocidad. El ojo izquierdo estaba cerrado, el derecho, completamente abierto, en lo que parecía una sorprendida mirada de cíclope.
—Podría ser Jason —dijo Mitch.
—Lo es.
—Cuando me acerqué a él, sólo vi un lado de su rostro. El perfil derecho, el peor, donde está el orificio de salida.
—Y, probablemente, no lo miró muy de cerca.
—No. No lo hice. Una vez que me di cuenta de que tenía que estar muerto, no quise mirar muy de cerca.
—Y tenía sangre en la cara —dijo Taggart—. Se la limpiamos antes de tomar la foto.
—Sangre y sesos. Por eso no quise mirar de cerca.
Mitch no podía despegar los ojos de la foto. Sentía que era profética. Un día habría una foto así de su cara. Se la mostrarían a sus padres: «¿Es éste su hijo, señor y señora Rafferty?».
—Es Jason. Hace ocho años, quizás nueve, que no lo veo.
—Vivió con él a los dieciocho años, ¿no es así?
—Dieciocho, diecinueve. Sólo durante un año.
—Hace unos diez años.
—No llegan a diez.
Jason siempre había exhibido una actitud relajada, tan tranquilo que parecía que se hubiese encerado el cerebro como una tabla de surf, pero al mismo tiempo parecía conocer los secretos del universo. Los demás surferos lo llamaban Breezer y lo admiraban, lo envidiaban, incluso. Nada sorprendía ni desconcertaba a Jason.
Ahora sí parecía sorprendido. Un ojo muy abierto, la boca también. Se diría que estaba conmocionado.
—Fueron juntos al colegio, vivieron juntos. ¿Por qué no se mantuvieron en contacto?
Mientras Mitch miraba la foto, fascinado, Taggart no había dejado de observarlo atentamente. La mirada del agente tenía la penetrante agudeza de un puñal.
—Teníamos… distintos modos de ver las cosas —explicó Mitch.
—No estaban casados. Sólo compartían la vivienda. No era necesario que aspiraran a las mismas cosas.
—Queríamos algunas de las mismas cosas, pero diferíamos en cuanto al modo de obtenerlas.
—Jason quería conseguir las cosas de la manera más rápida y fácil —supuso Taggart.
—Me parecía que iba derecho a meterse en grandes problemas y yo no quería ser parte de eso.
—Usted hace las cosas como se debe, no se desvía de la buena senda…
—No soy mejor que nadie, sí peor que algunos, pero no robo.
—Aún no sabemos mucho de él, pero nos consta que había alquilado una casa en Huntington Harbor, por siete mil al mes.
—¿Al mes?
—Linda casa, sobre el mar. Y por lo que sabemos, parece que no tenía trabajo.
—Jason creía que trabajar era sólo para los de tierra adentro, los pringados. —Mitch vio que debía explicarse—. Así llaman los surferos a quienes no viven para las olas.
—¿Y usted vivió para las olas en algún momento, Mitch?
—Hacia el final de secundaria, y durante un tiempo después de terminarla. Pero no me acababa de convencer.
—¿Qué le faltaba?
—La satisfacción de trabajar. Estabilidad. Familia.
—Ahora tiene todo eso. Su vida es perfecta, ¿no?
—Es buena. Muy buena. Tan buena, que a veces me pone nervioso.
—¿Pero no es perfecta? ¿Qué le falta ahora, Mitch?
Mitch no lo sabía. Pensaba en ello de vez en cuando, pero sin encontrar respuesta.
—Nada. Quisiéramos tener hijos. Tal vez sólo eso.
—Tengo dos hijas —explicó el detective—. Una de nueve años y otra de doce. Los hijos te cambian la vida.
—Me encantará comprobarlo.
Mitch se dio cuenta de que no mantenía la guardia tan alta como antes. Se recordó que no estaba en condiciones de enfrentarse a un tío tan agudo como Taggart.
—Dejando a un lado el cargo por posesión de drogas —dijo Taggart—, Jason se mantuvo limpio todos estos años.
—Siempre fue afortunado.
Taggart señaló la foto.
—No siempre.
Mitch no quería volver a mirar. Le devolvió la foto al detective.
—Le tiemblan las manos —dijo Taggart.
—Seguramente. Jason fue mi amigo. Nos divertimos juntos. Todo eso me vuelve a la mente ahora.
—De modo que usted no lo vio ni habló con él en diez años.
—Casi diez.
Metiendo la foto dentro del sobre, Taggart volvió a la carga:
—Pero ahora sí lo reconoció.
—Sin sangre, y viendo mejor su cara.
—Cuando lo vio paseando al perro, antes de que lo mataran, ¿no pensó usted que le resultaba conocido?
—Estaba al otro lado de la calle, lejos. Apenas lo vi, y el disparo se produjo enseguida.
—Y usted estaba distraído, hablando por teléfono. El señor Barnes dijo que usted estaba al teléfono cuando se oyó el tiro.
—Así es. No estaba prestando atención al tipo del perro. Sólo lo vi.
—El señor Barnes me parece incapaz de incurrir en dobleces. Cualquiera diría que si mintiese se le encendería una luz en la nariz.
Mitch no supo si debía inferir que él mismo, en contraste con Iggy, era enigmático y poco fiable. Sonrió.
—Iggy es un buen hombre.
Mirando el sobre, cuya solapa cerró, Taggart soltó la pregunta esperada.
—¿Con quién hablaba usted por teléfono?
—Con Holly. Mi esposa.
—¿Lo había llamado para decirle que tenía migraña?
—Sí. Para decirme que regresaría temprano a casa porque tenía una migraña.
Taggart echó una mirada a la casa que se alzaba a sus espaldas.
—Espero que se sienta mejor.
—A veces le dura todo el día.
—De modo que el tipo al que dispararon resultó ser su antiguo compañero de apartamento. ¿Se da cuenta de por qué me parece insólito?
—Lo es —asintió Mitch—. Me da un poco de miedo pensarlo.
—Hacía nueve años que no se veían. No habían hablado por teléfono ni nada.
—Él tenía amigos nuevos, un grupo diferente. No me caía bien ninguno de ellos y no me lo volví a cruzar en los sitios que solíamos frecuentar.
—A veces, las coincidencias sólo son coincidencias. —Taggart se incorporó y se dirigió a los peldaños del porche.
Aliviado, secándose las palmas de las manos en los pantalones, Mitch también se levantó de la silla.
Taggart se detuvo junto a los peldaños y agachó la cabeza.
—Aún no hemos registrado a fondo la casa de Jason. Acabamos de comenzar, pero ya hemos encontrado la primera cosa extraña.
El sol se ocultaba y la decadente luz de la tarde entró por una brecha entre las ramas del pimentero. Un resplandor anaranjado dio en la cara a Mitch, haciéndole entornar los ojos.
Fuera de la repentina luz, entre las sombras, Taggart seguía explicándose.
—En la cocina, tenía un cajón lleno de objetos diversos, donde guardaba el dinero suelto, recibos, bolígrafos, llaves… Sólo encontramos una tarjeta de visita en el cajón. La suya.
—¿La mía?
—«Big Green —citó Taggart—. Diseño, instalación y mantenimiento de jardines. Mitchell Rafferty».
Esto era lo que había llevado al detective a visitarlo. Había acudido a Iggy, y éste, que no era capaz de cometer malicia alguna ni de ocultar nada, le había confirmado que, ciertamente, existía una conexión entre Mitch y Jason.
—¿Usted le dio la tarjeta? —preguntó Taggart.
—Por cuanto puedo recordar, no. ¿De qué color era el papel de la tarjeta?
—Blanco.
—Sólo he usado el blanco durante los últimos cuatro años. Antes utilizaba papel verde claro.
—Y hace unos nueve años que no lo veía.
—Algo así como nueve años.
—Así que, aunque usted perdió el rastro a Jason, él no perdió el suyo. ¿Tiene idea de por qué?
—No. Ninguna.
Tras un silencio, Taggart dictó sentencia.
—Tiene usted un problema.
—Teniente, puede haber obtenido mi tarjeta de mil maneras. Que la tuviera no significa que me estuviese siguiendo el rastro.
Sin alzar los ojos, el detective señaló la barandilla del porche:
—Me refiero a esto.
Sobre el antepecho blanco, un par de insectos alados se retorcían, como si jugaran.
—Termitas —dijo Taggart.
—Pueden ser hormigas voladoras.
—¿No es ésta la época del año en que las termitas se reproducen? Debería hacer revisar el lugar. Una casa puede tener buen aspecto y parecer sólida y segura, en el momento mismo en que la están ahuecando y socavando bajo sus pies.
Por fin, el detective alzó la vista y miró a Mitch a los ojos.
—Son hormigas voladoras —dijo entonces Mitch.
—¿Quiere decirme alguna otra cosa, Mitch?
—No se me ocurre nada.
—Tómese un momento. Piense. Cerciórese.
Si Taggart hubiese estado aliado con los secuestradores, se conduciría de otra manera. No sería tan persistente ni concienzudo. Se habría notado que para él esto era un juego, una farsa.
«Si le hubieses contado algo, Mitch, Holly ya estaría muerta».
Su anterior conversación quizás hubiese sido grabada a distancia. Hoy en día, los micrófonos direccionales de alta tecnología, conocidos como micrófonos escopeta, podían captar claramente voces y sonidos a decenas de metros de distancia. Lo había visto en una película. Poco de lo que veía en las películas estaba basado en hechos reales, pero le parecía que los micrófonos escopeta sí existían. Taggart podía haber sido tan ignorante de que lo grababan como el mismo Mitch.
Por supuesto, lo que se había hecho una vez, podía hacerse dos. Una furgoneta que nunca había visto estaba aparcada frente a la acera, al otro lado de la calle. Tal vez hubiese un vigilante apostado en su interior.
Taggart estudió la calle; era evidente que buscaba el objeto del interés de Mitch.
Las casas también eran sospechosas. Mitch no conocía a todos los vecinos. Una de ellas estaba vacía y en venta.
—No soy su enemigo, Mitch.
—Nunca creí que lo fuera —mintió.
—Todos creen que lo soy.
—Me gusta pensar que no tengo enemigos.
—Todos tienen enemigos. Hasta los santos.
—¿Por qué había de tener enemigos un santo?
—Los réprobos odian a los buenos sólo porque son buenos.
—La palabra «réprobo» suena tan…
—Anticuada —sugirió Taggart.
—Supongo que, en el trabajo de usted, todo parece blanco o negro.
—Por debajo de todos los matices del gris, todo es blanco y negro, Mitch.
—No me educaron para pensar de esa manera.
—Le entiendo. Por más que la veo demostrada a diario, me cuesta creer esa verdad. Matices del gris, menos contraste, menos certezas… Eso es mucho más cómodo.
Taggart extrajo las gafas de sol del bolsillo de la camisa y se las puso. Sacó una tarjeta de visita del mismo bolsillo.
—Ya me dio una tarjeta —dijo Mitch—. La tengo en la cartera.
—En ésa sólo figura el número de teléfono del departamento de homicidios. Escribí el de mi móvil en el dorso de ésta. Es raro que lo dé, no crea. Me puede llamar el día que quiera, a cualquier hora.
Mitch tomó la tarjeta.
—Le dije todo lo que sé, teniente. Que Jason haya aparecido en este asunto me confunde por completo.
Taggart lo miró desde detrás de los impenetrables espejos de sus gafas.
Mitch leyó el número del móvil y luego se metió la tarjeta en el bolsillo de la camisa.
Una vez más, el detective hizo una especie de cita.
—«La memoria es una red. Uno la encuentra llena de peces cuando la saca del río, pero toneladas de agua han pasado por ella de largo».
Taggart bajó los peldaños del porche. Se dirigió a la calle por el camino de entrada.
Mitch sabía que todo lo que le había dicho a Taggart había quedado en la red del detective, cada palabra y cada entonación, cada énfasis y cada titubeo, cada expresión facial y cada matiz de su lenguaje corporal, es decir, no sólo lo que las palabras decían, sino también lo que sugerían. En aquel montón de peces, que el policía leería con la agudeza de una verdadera adivina al escrutar las hojas de té, encontraría un presagio o un indicio que lo haría regresar con más advertencias y nuevas preguntas.
Taggart cruzó la puerta principal y la cerró tras de sí.
El sol dejó de verse por la brecha abierta entre las ramas del falso pimentero, y Mitch quedó a la sombra. Pero no sintió más frío, porque, de todos modos, el sol no lo había calentado.