La mirada de mantis religiosa de las gafas de espejo atravesó a Mitch, paralizándole la voz a medio camino de la garganta.
—Me encantan estos barrios viejos —dijo Taggart, estudiando el porche delantero—. Así era California del Sur en los buenos tiempos, antes de que talaran todos los naranjos para construir un gigantesco erial de casas de estuco.
Mitch consiguió emitir una voz que sonaba casi como la suya, aunque más débil.
—¿Vive usted por aquí, teniente?
—No. Vivo en uno de los eriales. Me resulta más práctico. Pero, casualmente, andaba por su barrio.
Taggart no era hombre que anduviera casualmente por ningún lado. Incluso si caminara dormido, lo haría con un propósito, un plan, un objetivo.
—Surgió algo, señor Rafferty. Y ya que andaba por aquí, me pareció que pasar a visitarle era más fácil que telefonear ¿Tiene unos minutos para atenderme?
Si Taggart no era uno de los secuestradores, si su conversación con Mitch había sido grabada sin que lo supiera, permitirle cruzar el umbral sería una temeridad. En esa casa pequeña, la sala de estar, la imagen misma de la tranquilidad, y la cocina, embadurnada de evidencias acusadoras, estaban a sólo unos pasos una de la otra.
—Claro —dijo Mitch—. Pero mi esposa volvió a casa con migraña. Está acostada.
Si el detective era uno de ellos, si sabía que Holly estaba cautiva en algún otro lado, no delató tal conocimiento con ningún cambio de expresión.
—¿Qué tal si nos sentamos en el porche? —dijo Mitch.
—Me parece muy bien.
Mitch cerró la puerta tras de sí y se sentaron en las sillas blancas de mimbre.
Taggart llevaba un sobre blanco de treinta por cuarenta centímetros. Lo dejó en su regazo, sin abrirlo.
—Cuando era niño, el porche de mi casa era como éste —dijo—. Solíamos sentarnos ahí a ver pasar los coches, a mirar el tránsito de vehículos, nada más.
Se quitó las gafas de sol y se las metió en el bolsillo de la camisa. Su mirada era penetrante como un taladro eléctrico.
—¿La señora Rafferty usa ergotamina?
—¿Si usa qué?
—Ergotamina. Para las migrañas.
Mitch no tenía ni idea de si la ergotamina era un verdadero medicamento o una palabra que el detective acababa de inventarse.
—No. Se apaña con aspirinas.
—¿Con qué frecuencia le ocurre?
—Dos o tres veces al año —mintió Mitch. Holly nunca había tenido una migraña. Era raro que sufriese ningún tipo de dolor de cabeza.
Una polilla gris y negra estaba posada sobre el poste del porche que se alzaba a la derecha de los peldaños de entrada.
Dormía a la sombra, a la espera de que el sol se pusiera para echar a volar.
—Yo padezco migrañas oculares —explicó Taggart—. Son completamente visuales. Veo una luz deslumbrante y se me produce un punto ciego temporal durante unos veinte minutos, pero sin dolor.
—Si uno tiene que sufrir migraña, ésa parece la mejor.
—Los médicos no le recetarían ergotamina, a no ser que tuviese una migraña al mes.
—Sólo son dos veces al año. O tres —dijo Mitch.
Deseó haber recurrido a otra mentira. Que Taggart tuviese experiencia personal con las migrañas era mal asunto.
Esa charla intrascendente lo ponía tenso. Le parecía que su propia voz sonaba recelosa, forzada.
Era indudable que Taggart se habría acostumbrado desde hacía mucho a que la gente se mostrase tensa y recelosa con él. Incluso las personas inocentes, y hasta su propia madre. Gajes del oficio.
Mitch había evitado la mirada fija del detective. Con un esfuerzo, volvió a mirarlo a los ojos.
—Finalmente encontramos un DIVA en el perro —dijo Taggart.
—¿Un qué?
—Un Dispositivo de Identificación Veterinario Americano. La identificación con microchip de la que le hablé.
—Ah, claro.
Antes de que Mitch se diera cuenta de que su sensación de culpabilidad volvía a delatarlo, su mirada se desvió de Taggart para seguir a un coche que pasaba por la calle.
—Lo insertan en el músculo que está en el lomo del perro —explicó Taggart—. Es diminuto. El animal ni lo siente. Le pasamos un escáner al animal y así obtuvimos su número de DIVA. Es de una casa ubicada a una manzana al este y dos al norte del lugar del asesinato. El nombre del propietario es Okadan.
—¿Bobby Okadan? Yo cuido su jardín.
—Sí, lo sé.
—El tipo al que mataron… No era el señor Okadan.
—No.
—¿Quién era? ¿Un familiar, un amigo?
Taggart eludió la pregunta.
—Me sorprende que no haya reconocido usted al perro.
—Los color canela son todos iguales.
—En realidad, no. Cada uno es un individuo.
—Mishiki —recordó Mitch.
—Así se llama el perro —confirmó Taggart.
—Nos ocupamos de ese jardín los martes, y el dueño siempre procura que Mishiki se quede dentro mientras estamos ahí, para que no nos incomode. Habitualmente, lo veo a través de la puerta del patio.
—Es evidente que Mishiki fue robado del patio trasero de los Okadan esta mañana, posiblemente en torno a las once y media. La cadena y el collar que llevaba no pertenecen a los Okadan.
—¿Quiere decir que el perro fue robado por el tipo al que mataron?
—Así parece.
Esta revelación solucionó el problema que Mitch tenía para mirar a los ojos a Taggart. Ahora, le era imposible apartar la mirada del rostro del detective.
Taggart no estaba allí sólo para compartir una desconcertante novedad del caso. Al parecer, el descubrimiento había suscitado en la mente del policía una pregunta acerca de algo que Mitch había dicho, o dejado de decir, antes.
Desde el interior de la casa se oyó, amortiguado, el timbre del teléfono.
Se suponía que los secuestradores no llamarían antes de las seis. Pero si llamaban antes y no lo encontraban, tal vez se enfadaran.
Cuando Mitch comenzó a incorporarse, Taggart le detuvo.
—Preferiría que no respondiera. Probablemente sea el señor Barnes.
—¿Iggy?
—Él y yo hablamos hace media hora. Le pedí que no telefoneara aquí antes de que yo pudiera hablar con usted. Es probable que, desde ese momento, haya estado luchando con su conciencia, y que, al fin, ella haya vencido. O perdido, según como se mire.
Mitch se quedó en su sitio, desconcertado.
—¿De qué se trata, qué pasa?
Taggart ignoró la pregunta y siguió con su tema.
—¿Con qué frecuencia cree usted que se roban perros, señor Rafferty?
—Nunca pensé ni siquiera que los robaran.
—Pues ocurre. No con tanta frecuencia como los robos de coches, claro. —Su sonrisa no era contagiosa, sino inquietante—. No se puede desguazar un perro y vender las partes, como se hace con un Porsche. Pero aun así, cada cierto tiempo se llevan alguno.
—Si usted lo dice.
—Los perros de pura raza pueden valer miles de dólares. Pero quienes los roban no siempre lo hacen para venderlos. A veces sólo quieren conseguir un buen perro sin pagar por él.
Aunque Taggart hizo una pausa, Mitch no dijo nada. Quería acelerar la conversación. Estaba ansioso por saber a qué conducía. Toda esta charla sobre perros ocultaba una trampa, o al menos una sorpresa.
—Algunas razas son más codiciadas que otras, porque se sabe que son amistosas y dóciles y que es poco probable que vayan a resistirse al ladrón. Los labradores canela son una de las razas caninas más sociables y menos agresivas.
El detective agachó la cabeza, bajó los ojos y se quedó en silencio durante un momento, como si pensara lo que diría a continuación.
Mitch no creía que Taggart necesitase recapacitar. Los pensamientos del detective tenían un orden tan preciso como el de las prendas del ropero de un obsesivo-compulsivo.
—Por lo general, se llevan los perros de coches aparcados —continuó Taggart—. La gente deja al animal solo, con las puertas sin echar el seguro. Cuando regresan, Fido ya no está. Alguien ya le cambió el nombre, y ahora es Duque.
Al darse cuenta de que agarraba los brazos del asiento de mimbre como si fueran los de la silla eléctrica y estuviese esperando a que el verdugo accionara el interruptor, Mitch hizo un esfuerzo por parecer relajado.
—O si no —prosiguió el policía—, el dueño ata su perro a un parquímetro antes de entrar a una tienda. El ladrón deshace el nudo y se marcha con su nuevo mejor amigo.
Otra pausa. Mitch la soportó como pudo.
Siempre con la cabeza gacha, el teniente Taggart continuó.
—Es raro, señor Rafferty, que se robe un perro del jardín de su amo en una soleada mañana de primavera. Y todo lo raro, todo lo inusual, excita mi curiosidad. Confieso que, cuando las cosas son de veras anormales, me pongo nervioso.
Mitch se llevó una mano a la nuca y se la frotó, porque le pareció que eso era algo que un hombre relajado, un hombre tranquilo y despreocupado, podría hacer.
—Es extraño que un ladrón entre a un barrio como ése a pie y se marche andando con una mascota robada. Es raro que no lleve identificación. Y más que extraño diría que es insólito que lo maten de un tiro tres calles más allá. Y lo que es sorprendente, señor Rafferty, es que usted, el testigo principal, lo conociera.
—Pero no lo conocía.
—En una época —insistió Taggart— lo conoció usted muy bien.