Capítulo 8

Aunque aún faltaban horas para la noche, su lenta aproximación impulsaba todas las sombras hacia el este, alejándolas del sol que se dirigía al oeste. Las sombras de las palmeras se extendían, anhelantes, cruzando el amplio terreno.

Para Mitch, de pie en el porche trasero, este lugar, que antes fuera una isla de paz, ahora parecía tan lleno de tensión como la red de cables que sustenta un puente alcance.

En el extremo del jardín, detrás de una valla de tablones, había un callejón. Más allá se veían otros jardines, otras casas. Quizás un centinela apostado en una de esas ventanas lo observara ahora con prismáticos de gran alcance.

Por teléfono, le había dicho a Holly que se encontraba en la cocina, y ella le había respondido «ya lo sé». La única explicación de que ella pudiera saberlo era que sus captores también lo sabían.

Al fin y al cabo, pensó, el Cadillac utilitario resultó ser inofensivo. Lo único que lo había convertido en una amenaza era su imaginación. Ningún otro vehículo lo había seguido. No era así como lo controlaban.

Habían supuesto que regresaría a su casa, de modo que, en lugar de seguirlo, la vigilaban. Lo estaban observando en ese mismo instante.

Alguna de las viviendas del extremo más alejado del callejón podía ofrecer un buen punto de observación, pero sólo si quien vigilaba tenía dispositivos ópticos de alta tecnología que le permitieran ver dentro de la casa de Mitch desde esa distancia.

Prefirió centrar sus sospechas en el garaje independiente que había al fondo de su propiedad. Se podía acceder a él por el callejón y también desde la calle de enfrente, si uno se aproximaba por el camino de entrada a la casa.

El garaje, donde aparcaban la camioneta de Mitch y el Honda de Holly, tenía ventanas en la planta baja y en el altillo que empleaban como almacén. Algunas se veían ahora oscuras, otras, doradas por el reflejo del sol.

En ninguna se avistaba un rostro fantasmal o un movimiento delator. Si alguien vigilaba desde el garaje, no se descuidaría. Sólo se haría visible si lo deseaba, con el fin de intimidar.

El sol arrancaba colores luminosos, como los de los haces radiantes que forma al pasar por un vitral coloreado, de las rosas, los ranúnculos, las campanillas de coral.

El cuchillo de carnicero, envuelto en ropa ensangrentada, posiblemente había sido enterrado en un parterre.

Si lo encontraba, lo recuperaba y limpiaba la sangre de la cocina, recuperaría parte del control de la situación. Podría afrontar con mayores posibilidades los desafíos que se le presentaran en las horas venideras, cualesquiera que fuesen.

Sin embargo, si lo vigilaban, sus secuestradores no se quedarían de brazos cruzados. Habían fingido el asesinato de su mujer para tenerlo pillado en una trampa, y no dejarían que se escapara de ella.

Para castigarlo, le harían daño a Holly.

El hombre del teléfono había prometido que no la «tocarían», con lo que quería decir «violarían». Pero no tenía inconveniente alguno en golpearla.

Era de suponer que volvería a hacerlo. Le daría puñetazos. La torturaría. No había prometido nada a ese respecto.

Para preparar el decorado del asesinato simulado, le habían extraído sangre con una jeringuilla. Pero tampoco habían jurado que jamás iban a herirla con un cuchillo.

Para hacerle comprender cuan indefenso estaba en realidad, tal vez la hiriesen, la mutilasen. Cualquier laceración que ella sufriera cercenaría los tendones mismos de su voluntad de resistencia.

No osarían matarla. Para seguir controlando a Mitch, debían permitirle hablar con ella cada cierto tiempo.

Pero podían producirle cortes, desfigurarla, ordenándole luego que le describiera a él sus mutilaciones por teléfono.

A Mitch lo sorprendió su capacidad de anticipar tan odiosas posibilidades. Hasta hacía unas pocas horas, no había tenido ningún contacto con el mal en estado puro.

Lo vívido de su imaginación a este respecto sugería que, a nivel subconsciente, o a un nivel todavía más hondo que aquél, siempre había sabido que el mal verdadero andaba por el mundo, manifestándose mediante abominaciones que ningún análisis psicológico o sociológico podría explicar. El secuestro de Holly hizo que esa conciencia deliberadamente reprimida saliera de los rincones donde se ocultaba, haciéndose visible.

La sombra de las palmeras, extendiéndose hacia la valla del patio trasero, parecía tensarse, llegando al punto de casi romperse, y las flores que el sol iluminaba parecían frágiles como el vidrio. Y la tensión de la escena seguía creciendo.

Ni las sombras alargadas ni las flores se quebrarían. Fuera lo que fuese lo que se tensaba hasta el punto de ruptura, no se encontraba en el exterior, sino que estaba en el interior de Mitch. Y aunque la ansiedad le revolvía el estómago y le hacía apretar los dientes, sentía que, cuando ese cambio, esa ruptura llegara, no sería algo malo.

Desde el garaje, las ventanas oscurecidas, y también las que reflejaban el sol, se burlaban de él. El mobiliario del porche y el del jardín, dispuestos con la idea de disfrutar de perezosas tardes estivales, también se burlaban de él.

El lozano y bien mantenido jardín, donde tantas horas había pasado, se burlaba de él. Ahora, toda la belleza nacida de su trabajo le parecía superficial, y esa superficialidad se convertía en fealdad.

Regresó a la casa y cerró la puerta trasera. No se molestó en echar la llave.

Lo peor que podía haber invadido su hogar ya lo había hecho y ya se había marchado. Fueran cuales fuesen las atrocidades que vinieran a continuación, no serían más que fruslerías, comparadas con ese primer horror.

Cruzando la cocina, entró al pequeño vestíbulo al que daban dos habitaciones. La primera de ellas contenía un sofá, dos sillas y un televisor de pantalla grande.

Últimamente, era raro que vieran algún programa. Los reality shows dominaban la programación, junto con los dramas de asunto jurídico o policial, pero todo ello lo aburría, pues no se parecía nada a la realidad tal como la conocía. Más ahora, que sabía aún mejor cómo eran las cosas.

Al final del vestíbulo se encontraba el dormitorio principal. Sacó ropa interior y calcetines limpios del cajón de una cómoda.

Porque ahora, por imposible y hasta descabellado que pareciera emprender cualquier tarea cotidiana en semejantes circunstancias, no podía hacer más que aquello que le habían ordenado.

El día había sido cálido, pero era posible que durante la noche, a mediados de mayo, refrescase. Cogió del armario unos pantalones limpios y una camisa de franela que colgaban de las perchas. Los puso sobre la cama.

Se encontró mirando fijamente el pequeño tocador de Holly, donde ella se sentaba cada día, en el taburete acolchado, para cepillarse el cabello, aplicarse maquillaje, ponerse lápiz de labios.

Había agarrado su espejo de mano sin darse cuenta de lo que hacía. Lo miró, como si esperase que algún milagro le permitiera ver el futuro, le mostrase en él el hermoso rostro sonriente de Holly. La visión de su propio semblante le resultaba insoportable.

Se afeitó, duchó y vistió, y se dispuso a encarar la dura prueba que le aguardaba.

No tenía ni idea de qué esperaban de él, de cómo pretendían que reuniese dos millones de dólares para pagar el rescate de su esposa, pero ni intentó imaginar los posibles escenarios. En momentos en los que uno está de pie, en lo alto de una cornisa, es mejor no pasar demasiado tiempo estudiando la profundidad del abismo.

Cuando, sentado sobre el borde de la cama, terminaba de atarse los cordones de los zapatos, sonó el timbre de la puerta de entrada.

El secuestrador había dicho que telefonearía a las seis, no que iría de visita. Además, el reloj de la mesa marcaba las cuatro y cuarto.

No responder al timbre era una posibilidad que tenía que descartar. Debía mostrarse bien dispuesto, fuera cual fuese el método que los captores de Holly escogieran para contactar con él.

Aunque la visita no tuviera nada que ver con el secuestro, Mitch estaba obligado a atenderla para mantener un aire de normalidad en su vida, para no levantar sospechas.

Su camioneta estaba en el camino de entrada, lo que demostraba que se encontraba en casa. Si se trataba de un vecino, al ver que no respondía al timbre, tal vez diera la vuelta a la casa para golpear la puerta de la cocina.

Los seis paneles de la cristalera de esa puerta le permitirían ver con claridad el suelo de la cocina, donde había trozos de platos esparcidos y sangrientas huellas de manos en los armarios y la nevera.

Debió haber echado las cortinas.

Dejó el dormitorio, salió al vestíbulo y cruzó la sala de estar antes de que el visitante tuviese tiempo de volver a tocar la campanilla.

La puerta delantera no era acristalada. La abrió, y se encontró al detective Taggart en el porche.