No tuvo que pisar sangre para llegar al teléfono. Levantó el auricular al tercer timbrazo y oyó su propia voz, aterrada.
—¿Sí?
—Soy yo, amor. Nos están oyendo.
—Holly. ¿Qué te hicieron?
—Estoy bien —dijo. Sonaba fuerte, pero no bien.
—Estoy en la cocina.
—Lo sé.
—La sangre…
—Ya lo sé. No pienses en eso ahora. Mitch, dicen que tenemos un minuto para hablar, sólo un minuto.
El entendió qué le quería decir «un minuto y tal vez nunca más».
Las piernas no lo sostenían. Tomó una de las sillas de la mesa de la cocina y, dejándose caer en ella, apenas pudo balbucear.
—Lo siento tanto.
—No es tu culpa. No te atormentes.
—¿Quiénes son estos chalados, son desequilibrados, o qué?
—Son crueles, monstruosos, pero no están locos. Parecen profesionales. No lo sé. Pero quiero que me hagas una promesa.
—Estoy a punto de morirme de preocupación.
—Escucha, cariño. Quiero tu promesa. Si algo me ocurriera…
—No te va a ocurrir nada.
—Si algo me ocurriera —insistió ella—, prométeme que seguirás adelante.
—No quiero ni pensar en eso.
—Sigue adelante, maldita sea. Sigue tu camino y lleva una buena vida.
—Mi vida eres tú.
—Sigue adelante, cortacéspedes, o me voy a enfadar de verdad.
—Haré lo que me digan. Te recuperaré.
—Si no sigues adelante, mi fantasma no dejará de acosarte, Rafferty. Será como la película Poltergeist elevada al cubo.
—Dios, te amo —dijo él.
—Lo sé. Y yo te amo a ti. Quisiera abrazarte.
—Te amo tanto.
Ella no respondió.
—¿Holly?
El silencio lo galvanizó, haciendo que se levantara de su silla.
—¿Holly? ¿Me oyes?
—Te oigo, cortacéspedes —dijo el secuestrador con el que había hablado antes.
—Hijo de puta.
—Entiendo tu ira…
—Eres una basura.
—Ya, y no tengo mucha paciencia con ella.
—Si le haces daño…
—Ya le hice daño. Y si no haces lo que te digo, despiezaré a esta perra como a una res.
Un agudo sentimiento de indefensión hizo que Mitch pasara de la ira a la humildad.
—Por favor. No vuelvas a hacerle daño. No lo hagas.
—Tranquilo, Rafferty. Sólo quédate tranquilo mientras te explico unas pocas cosas.
—Muy bien. De acuerdo. Necesito que me expliquéis las cosas. Estoy perdido en este asunto.
Las piernas le volvían a flaquear. En lugar de volver a sentarse en la silla, retiró un plato roto con el pie y se arrodilló en el suelo. Por algún motivo se sentía más cómodo de rodillas que en la silla.
—En cuanto a la sangre —dijo el secuestrador—, la derribé de un bofetón cuando quiso resistirse, pero no le hice ningún corte.
—Toda esa sangre…
—Eso es lo que te estoy diciendo. Le pusimos un torniquete en el brazo hasta que una vena se hinchó, le clavamos una jeringa y sacamos cuatro tubos de sangre, como hacen los médicos cuando necesitan hacer un análisis.
Mitch apoyó la frente en la puerta del horno. Cerró los ojos y procuró concentrarse.
—Le embadurnamos las manos de sangre e hicimos que dejara esas huellas. Salpicamos un poco en las encimeras, en los armarios. La rociamos por el suelo. Es una escenografía, Rafferty. Para que parezca que la asesinaron allí.
Mitch era la tortuga, que ahora arrancaba de la línea de salida, mientras que el del teléfono era la liebre, ya a mitad de camino de la larga carrera. Mitch no podía darse prisa, no sabía qué hacer, ignoraba a qué se enfrentaba.
—¿Escenografía? ¿Por qué?
—Si te pones nervioso y acudes a la policía, nunca se tragarán el cuento del secuestro. Verán esa cocina y creerán que la mataste.
—No les conté nada.
—Ya lo sé.
—Con lo que le hicisteis al que paseaba el perro, me di cuenta de que no tenéis nada que perder. Supe que no podía meterme con vosotros.
—Sólo se trató de una pequeña garantía adicional —dijo el secuestrador—. Nos agrada estar seguros. Falta un cuchillo de los que tienes a la vista en tu cocina.
Mitch ni se molestó en verificar la aseveración.
—Lo envolvimos en una de tus camisetas y en unos vaqueros tuyos. Todo quedó manchado con la sangre de Holly.
Estaba claro que eran profesionales, tal como ella dijo.
—Ese paquete está escondido en tu casa —continuó el secuestrador—. No te será fácil encontrarlo. A los perros de la policía, sí.
—Ya veo de qué va esto.
—Así lo supuse. No eres estúpido. Por eso tomamos tantas precauciones.
—¿Y ahora qué? Explícame todo esto de manera que lo entienda.
—Aún no. En este momento, la emoción te domina, Mitch. Eso no es bueno. Si uno no controla sus emociones, es posible que cometa un error.
—Estoy lúcido —le aseguró Mitch, aunque el corazón le seguía dando saltos y el torrente de su propia sangre le retumbaba en los oídos.
—No puedes cometer errores, Mitch. Ni siquiera uno solo. De modo que quiero que te tranquilices, como te dije. Cuando estés con la cabeza serena, discutiremos esta situación. Telefonearé a las seis.
Siempre de rodillas, Mitch abrió los ojos y miró su reloj.
—Faltan más de dos horas y media.
—Aún llevas tu ropa de trabajo. Estás sucio. Date una buena ducha caliente. Te sentirás mejor.
—Me estás tomando el pelo.
—En cualquier caso, debes tener un aspecto más presentable. Dúchate, cámbiate y después deja la casa. Ve a otro lugar, el que sea. Sólo asegúrate de que tu móvil tenga la batería bien cargada.
—Preferiría aguardar aquí.
—Eso no sería bueno, Mitch. Mires donde mires, la casa está llena de recuerdos de Holly. Se te pondrán los nervios de punta. Necesito que no te domine la emoción.
—Sí. Muy bien.
—Una cosa más. Quiero que oigas esto…
Mitch supuso que harían gritar a Holly de dolor otra vez, para dejar claro cuán incapaz era él de protegerla.
—No lo hagas.
Pero en lugar de oír a Holly, escuchó dos voces grabadas, claras, sobre un leve siseo de fondo. La primera voz era la suya:
«—Nunca había visto asesinar a un hombre.
»—Uno nunca se acostumbra.
»—Me imagino que no.
»—Es peor cuando se trata de una mujer… Una mujer o un niño».
La segunda voz era la del detective Taggart.
El secuestrador habló.
—Si le hubieses contado algo, Mitch, Holly ya estaría muerta.
En el oscuro vidrio ahumado de la puerta del horno, vio el reflejo de un rostro que parecía mirarlo desde una ventana del infierno.
—Taggart es de los vuestros.
—Tal vez sí, tal vez no. Deberías dar por sentado que todos son de los nuestros. Será más seguro para ti y mucho más seguro para Holly. Todos son de los nuestros.
Habían construido una caja fuerte en torno a él. Ahora echaban el cierre.
—Mitch, no quiero que nos despidamos hablando de un tema tan oscuro. Voy tranquilizarte con respecto a una cosa. Quiero que sepas que no la tocaremos.
—Ya la golpeaste.
—Y lo volveré a hacer si no haces lo que te diga. Pero no la tocaremos de otra manera. No somos violadores, Mitch.
—¿Y por qué habría de creerte?
—Es evidente que te estoy controlando, Mitch. Hago contigo lo que quiero. Y claro que hay muchas cosas que no te diré…
—¿Sois asesinos pero no violadores?
—Lo importante es que todo lo que te dije ha resultado cierto. Repasa nuestra relación, y verás que he sido veraz y he mantenido mi palabra.
Mitch quería matarlo. Nunca antes había sentido la necesidad de ejercer violencia en serio contra otro ser humano, pero ahora deseaba, necesitaba destruir a ese hombre.
Agarraba el teléfono con tal ferocidad que le dolía la mano. No lograba aflojar la presión.
—Tengo mucha experiencia trabajando con sustitutos, Mitch. Eres un instrumento para mí, una valiosa herramienta, una máquina sensible.
—¿Máquina?
—Sigue mi razonamiento, ¿vale? No tiene sentido maltratar una máquina valiosa y sensible. No me compraría un Ferrari para después no cambiarle el aceite ni lubricarlo.
—Al menos soy un Ferrari.
—Mientras yo sea quien te maneje, Mitch, nunca te presionaré para que hagas algo que exceda tu capacidad. Esperaría un alto rendimiento de un Ferrari, pero no pretendería emplearlo para atravesar un muro de ladrillo.
—Pues me siento como si ya hubiese atravesado un muro de ladrillo.
—Eres más duro de lo que crees. Pero para lograr que te desenvuelvas de la mejor manera posible, quiero que sepas que trataremos a Holly con respeto. Si haces todo lo que queremos, regresará a ti viva… E intacta.
Holly no era débil. No sería fácil quebrantarla mentalmente con el maltrato físico. Pero la violación no sólo afecta al cuerpo. La violación también quiebra la mente, el corazón, el espíritu.
Tal vez el captor hubiese sacado el tema con la sincera intención de aplacar algunos de los temores de Mitch. Pero ese hijo de puta lo había hecho, además, a modo de advertencia.
—No me parece que hayas contestado mi pregunta —dijo Mitch—. ¿Por qué habría de creerte?
—Porque debes hacerlo.
Era una verdad indiscutible. Insistió.
—Debes creerme Mitch. De no ser así, puedes darla por muerta desde este preciso instante.
El secuestrador cortó.
Durante un rato, una abrumadora sensación de impotencia mantuvo a Mitch de rodillas.
Al fin, una grabación, la voz de una mujer con el tono condescendiente de una profesora que no termina de estar cómoda con los niños, le pidió que colgara el teléfono. En vez de hacerlo, dejó el auricular en el suelo. Desde allí, un pitido continuo lo urgió a que obedeciera la sugerencia de la operadora.
Siempre de rodillas, volvió a apoyar la cabeza contra la puerta del horno y cerró los ojos.
Su mente era un caos. Imágenes de Holly, remolinos de recuerdos fragmentarios que daban vueltas, impresiones angustiosas lo atormentaban. Algunos recuerdos eran buenos, dulces, pero lo torturaban igualmente porque sabía que tal vez fuesen lo único que le quedaría de ella. Miedo e ira. Arrepentimiento y pesar. No sabía lo que era la pérdida de un ser querido. Su vida no lo había preparado para eso.
Pugnó por calmarse, porque presentía que había algo que podía hacer por Holly, allí mismo y en ese momento, si lograba acallar su miedo y pensar. No tenía que esperar las órdenes de los secuestradores. Podía hacer algo importante por ella ya mismo. Podía actuar para ayudarla. Podía hacer algo por Holly.
Las rodillas, mucho tiempo apoyadas en las baldosas de cerámica, comenzaron a dolerle. La incomodidad física despejó su mente poco a poco. Los pensamientos ya no le atravesaban el cráneo como esquirlas, sino que se depositaban en la cabeza como las hojas que caen en un apacible río.
Podía hacer algo valioso por Holly, y aquello que podía hacer estaba justo por debajo de la superficie, flotando, casi al alcance de su capacidad de percepción, de sus preguntas. El duro suelo era implacable, y comenzó a parecerle que estaba arrodillado en un lecho de vidrios rotos. Podía hacer algo por Holly. La respuesta se le escapaba. Algo. Le dolían las rodillas. Trató de ignorar el dolor, pero al fin tuvo que incorporarse. La inminente revelación retrocedió. Colgó el auricular del teléfono. Tendría que esperar la próxima llamada. Nunca se había sentido tan inútil.