El detective Taggart lucía un bronceado playero que hacía juego con su camisa hawaiana. En contraste con su rostro atezado, sus dientes aparecían tan blancos como un paisaje ártico.
—Lamento seguir incomodándolo, señor Rafferty. Pero tengo que hacerle un par de preguntas antes de permitirle marcharse.
Mitch podría haberle respondido con un encogimiento de hombros o una inclinación de cabeza. Pero pensó que su silencio quizás pareciese raro, que un hombre sin nada que ocultar se mostraría comunicativo.
Tras una desgraciada pausa, lo suficientemente prolongada como para sugerir que estaba calculando algo, habló.
—No me quejo, teniente. El muerto bien podría haber sido yo. Tengo suerte de estar con vida.
El detective pugnó por mantener una actitud despreocupada, pero sus ojos parecían los de un ave de presa, agudos como los de un halcón, inquisitivos como los de un águila.
—¿Por qué dice eso?
—Bueno, si fue un tiro hecho al azar…
—No sabemos si lo fue —dijo Taggart—. De hecho, la evidencia sugiere que se trató de algo fríamente calculado. Un solo tiro, perfectamente certero.
—¿Un chiflado con un arma no puede ser un tirador experto?
—Claro que sí. Pero, por lo general, los chiflados quieren matar a la mayor cantidad de gente que les sea posible. Un psicópata con un fusil le habría disparado a usted también. Éste sabía exactamente a quién disparar.
Irracionalmente, Mitch se sentía un poco responsable por esa muerte. El asesinato había sido cometido para asegurarse de que tomara en serio al secuestrador y no buscara ayuda de la policía.
Tal vez el detective había detectado algún rastro de esa sensación de culpa, absurda pero persistente.
Mirando hacia el cadáver que estaba al otro lado de la calle, en torno al cual un equipo forense seguía trabajando, Mitch se interesó por el muerto.
—¿Quién era la víctima?
—Aún no lo sabemos. No llevaba identificación. Ni cartera. ¿No le parece raro?
—No hace falta cartera para salir a pasear al perro.
—Es un hábito que tiene la gente —dijo Taggart—. Incluso cuando sale a lavar el coche frente a su propia casa, todo el mundo lleva cartera.
—¿Cómo lo identificarán?
—No hay licencia en el collar del perro. Pero ese labrador dorado es casi de exposición, así que quizás tenga un microchip implantado. En cuanto nos traigan un escáner lo averiguaremos.
El labrador color canela, que había sido llevado a un lado de la calle y atado a un buzón, reposaba a la sombra, donde, con aire digno, recibía la atención de una continua procesión de admiradores.
Taggart sonrió.
—Los canela son los mejores. De niño tuve uno. Adoraba a ese perro.
Volvió a centrar su atención en Mitch. Seguía sonriendo, pero de otra manera.
—Acerca de esas preguntas… ¿Estuvo usted en las fuerzas armadas, señor Rafferty?
—¿Fuerzas armadas? No. De joven cortaba el césped por cuenta de otra empresa, hice un curso de jardinería y, al año de terminar la escuela secundaria, puse en marcha mi propio negocio.
—Creí que tal vez fuese usted un ex militar, por la forma en que reaccionó ante el disparo. No lo asustó.
—Oh, sí que me asustó.
La mirada directa de Taggart era deliberadamente intimidatoria.
Mitch tenía ahora la sensación de que sus propios ojos eran lentes transparentes a través de las cuales sus pensamientos se volvían visibles, como los microbios bajo el microscopio. Sentía deseos de evitar la mirada del detective, pero no se atrevía a hacerlo.
—Oye usted el disparo de un fusil —dijo Taggart—, ve que un hombre resulta herido, y así y todo se apresura a cruzar la calle, poniéndose en la línea de fuego.
—No sabía que estaba muerto. Pensé que tal vez podía hacer algo por él.
—Eso es admirable. La mayor parte de la gente intentaría ponerse a cubierto.
—Ya, pero no soy un héroe. Lo que ocurrió fue, simplemente, que mi instinto pudo más que mi sentido común.
—Tal vez un héroe sea eso. Alguien que hace lo correcto de forma instintiva.
Mitch se atrevió al fin a dejar de mirar a los ojos de Taggart, esperando que, en este contexto, su evasión fuese interpretada como humildad.
—Fui estúpido, teniente, no valeroso. No me paré a pensar que podía correr peligro.
—Entonces, ¿creyó usted que quizás le hubiesen disparado por accidente?
—No. Tal vez. No sé. No pensé nada. No pensé, sólo reaccioné.
—¿Y realmente no sintió que estuviese en peligro?
—No.
—¿Ni siquiera cuando vio la herida en la cabeza del muerto?
—Tal vez un poco. Lo que más sentí, de todas formas, fue repulsión.
Las preguntas se sucedían con demasiada rapidez. Mitch sintió que perdía el equilibrio. Tal vez revelara involuntariamente que sabía por qué habían matado al que paseaba al perro.
El abejorro regresó con el inconfundible zumbido de sus alas. No le interesó Taggart, sino que revoloteó en torno al rostro de Mitch, como si fuese un agente de policía y el jardinero su sospechoso número uno.
—Vio que estaba herido en la cabeza, pero, así y todo, no procuró ponerse a cubierto.
—Así es.
—¿Y por qué?
—Supongo que habré pensado que si nadie me había disparado todavía, ya no lo harían.
—De modo que no se sentía en peligro.
—No.
Abriendo su pequeño cuaderno de notas de lomo anillado, Taggart siguió interrogando.
—Le dijo al operador del 911 que usted estaba muerto.
Sorprendido, Mitch volvió a mirar al detective a los ojos.
—¿Que yo mismo estaba muerto?
Taggart leyó del anotador: «Le han disparado a un hombre. Estoy muerto. Digo, está muerto. Le dispararon y está muerto».
—¿Eso dije?
—Oí la grabación. Usted estaba sin aliento. Parecía completamente aterrorizado.
Mitch había olvidado que las llamadas al 911 quedan grabadas.
—Supongo que en realidad habré tenido más miedo de lo que recuerdo.
—Es evidente que sí se dio usted cuenta de que corría peligro, pero aun así, no se puso a cubierto.
Tanto si Taggart podía leer algo de los pensamientos de Mitch como si no, las páginas de su propia mente se mantenían cerradas. Sus ojos eran de un azul cálido, pero enigmático.
—«Estoy muerto» —volvió a leer el detective.
—Una confusión. En la agitación, sería cosa del pánico.
Taggart volvió a mirar al perro, y sonrió de nuevo. Con voz más amable que la que venía usando hasta el momento dijo:
—¿Debería haberle preguntado alguna otra cosa? ¿Hay algo más que quiera decir?
Mitch oyó el grito de dolor de Holly retumbando en su cabeza.
Los secuestradores siempre amenazan con matar a sus víctimas si se acude a la policía. Para ganar, no hay que jugar según las reglas que ellos ponen.
La policía se pondría en contacto con la Oficina Federal de Investigación. El FBI tenía una amplia experiencia en casos de secuestro.
Como Mitch no tenía posibilidad alguna de reunir dos millones, al principio la policía dudaría de su historia. Pero se convencerían cuando el secuestrador volviera a telefonear.
¿Y si no había una segunda llamada? ¿Y si el secuestrador, sabiendo que Mitch había acudido a la policía, llevaba a cabo su amenaza, mutilaba a Holly, la mataba y no volvía a telefonear nunca?
Entonces, tal vez pensaran que Mitch había inventado lo del secuestro para ocultar el hecho de que Holly ya estaba muerta, que él mismo la había matado. El marido siempre es el sospechoso número uno.
Si la perdía, ya nada importaría. Nunca más. No había poder capaz de sanar la herida que eso abriría en su vida.
Pero que sospecharan que él la había hecho daño, sería como añadir metralla a la herida, siempre ardiendo, eternamente lacerante.
Tras cerrar su cuaderno y metérselo en el bolsillo trasero, Taggart volvió a preguntar.
—¿Alguna cosa que añadir, señor Rafferty?
En algún momento del interrogatorio, el abejorro se había marchado. Mitch se dio cuenta ahora de que el zumbido había cesado.
Si mantenía lo del secuestro de Holly en secreto, estaría solo frente a sus raptores.
Solo no tenía fuerzas ni recursos, no servía para nada. Se había criado con tres hermanas y un hermano, todos nacidos en un período de siete años. Habían sido confidentes, consejeros, compañeros y defensores los unos de los otros. Estaba acostumbrado a compartir problemas y soluciones.
Al año de terminar la enseñanza secundaria se había marchado de la casa de sus padres, a un apartamento compartido. Después, se fue a vivir solo, lo que hizo que se sintiera aislado. Trabajaba sesenta horas por semana, o más, simplemente para no estar solo en su apartamento.
Sólo cuando Holly irrumpió en su vida se volvió a sentir completo, pleno, conectado al mundo. «Yo» era una palabra fría; «nosotros» tenía un sonido más cálido. «Nuestro» es más dulce al oído que «mío».
Los ojos del teniente Taggart parecían menos severos que antes.
—Bueno… —dijo Mitch.
El detective se lamió los labios.
El aire estaba caliente y poco húmedo. Mitch también sentía los labios secos.
Aun así, el rápido paso de la lengua rosada de Taggart por sus labios tuvo algo de gesto de reptil, que sugería que saboreaba mentalmente su próxima presa.
Sólo la paranoia justificaba la retorcida idea de que un detective de homicidios pudiera estar aliado con los secuestradores de Holly. De hecho, aquel encuentro a solas entre testigo e investigador podía ser el examen final para ver si Mitch estaba dispuesto a seguir las instrucciones del delincuente.
Todas las señales de alarma del miedo, racional e irracional, se activaron en su mente. Tal sucesión de desenfrenados temores y oscuras sospechas no lo ayudaban a pensar con claridad.
Estaba casi convencido de que si le decía la verdad a Taggart el detective, con una mueca, respondería: «Ahora la tendremos que matar, señor Rafferty. Ya no podemos confiar en usted. Pero le permitiremos decidir qué le cortamos primero, si los dedos o las orejas».
Al igual que antes, cuando se acercó al muerto, Mitch se sentía observado, no sólo por Taggart y por los vecinos que bebían té, sino por alguna presencia invisible. Vigilado, analizado.
—No, teniente —dijo—. No hay nada más.
El policía sacó unas gafas de sol del bolsillo de su camisa y se las puso.
Mitch casi no se reconoció al ver reflejado su rostro en las lentes de espejo del otro. La curva, al distorsionarlo, lo hacía parecer viejo.
—Le di mi tarjeta —le recordó Taggart.
—Sí, señor, la tengo.
—Llámeme si recuerda algo que le parezca importante.
El brillo frío e impersonal de las gafas de sol era como la mirada de un insecto, sin emociones, penetrante, voraz.
—Parece usted nervioso, señor Rafferty —dijo Taggart.
Alzando las manos para mostrar cómo temblaban, Mitch se explicó.
—Nervioso no, teniente. Conmocionado, por así decirlo. Muy sacudido.
Taggart volvió a mojarse los labios.
—Nunca había visto asesinar a un hombre —añadió Mitch.
—Uno nunca se acostumbra —dijo el detective.
—Me imagino que no.
—Es peor cuando se trata de una mujer.
Mitch no supo cómo interpretar esa aseveración. Podía ser la simple realidad de la experiencia de un detective de homicidios, o una amenaza.
—Una mujer o un niño —dijo Taggart.
—No me agradaría hacer su trabajo.
—No. No le agradaría. —El detective se dio la vuelta—. Nos vemos, señor Rafferty.
—¿Nos vemos?
Mirando por encima del hombro, Taggart añadió:
—Usted y yo seremos testigos en un tribunal algún día.
—Parece un caso difícil de resolver.
—«Oigo cómo la sangre clama desde el suelo», señor Rafferty —dijo el detective, al parecer citando alguna frase célebre—. «Oigo cómo la sangre clama desde el suelo».
Mitch lo vio alejarse.
Luego miró la hierba que había a sus pies.
El avance del sol había hecho que las sombras de las palmeras quedaran detrás de él. Estaba al sol, pero éste no lo calentaba.