Capítulo 2

El perro se detuvo como si se lo hubiesen ordenado. Se quedó con una pata delantera levantada, el rabo extendido, pero inmóvil, el morro alzado, en busca de un rastro.

Lo cierto era que el chucho dorado no había detectado a la persona que había disparado. Se quedó paralizado, sorprendido por el desplome de su amo, inmovilizado por la confusión.

Al otro lado de la calle, frente al perro, Mitch también estaba paralizado. El secuestrador cortó la comunicación, pero Mitch aún tenía el teléfono móvil apretado contra el oído.

Un sentimiento irracional le decía que mientras la calle continuara en silencio, mientras ni él ni el perro se movieran, la violencia podría desvanecerse, el tiempo rebobinado, la bala devuelta al cañón del arma.

La razón se sobrepuso al pensamiento mágico. Cruzó la calle, vacilando primero, corriendo después.

Si el caído aún vivía, tal vez se pudiera hacer algo por él.

Cuando Mitch se aproximó, el perro le dedicó un único meneo de rabo.

Un vistazo a la víctima disipó toda esperanza de que los primeros auxilios pudieran mantenerlo con vida hasta que llegasen los paramédicos. Le faltaba una parte considerable del cráneo.

Como Mitch nunca se había tropezado con la violencia real, sino sólo con la variedad editada-analizada-excusada-neutralizada que se ve en las noticias de la televisión y con la violencia de ficción de las películas, se sintió impotente ante semejante horror.

Más que conmoción, lo que lo invadió fue una repentina conciencia de dimensiones que hasta entonces no había experimentado. En ese momento era como una rata que viviese en un laberinto sellado y que, al alzar por primera vez la vista de los familiares pasillos, descubriera un mundo nuevo al otro lado del vidrio, con formas, figuras y movimientos misteriosos.

Echado en la acera junto a su amo, el labrador de color canela temblaba y gimoteaba.

Mitch notó que no sólo el perro lo acompañaba. Se sentía observado, y algo más que eso. Estudiado. Acosado. Perseguido.

Su corazón era como una manada en plena estampida, un tronar de pezuñas sobre la piedra.

Miró a su alrededor, pero no vio a ningún tirador. El fusil podía haber sido disparado desde cualquier casa, cualquier azotea o ventana, o desde cualquier coche aparcado.

En todo caso, la presencia que notaba no era la de quien había disparado. No se sentía observado a distancia, sino desde un lugar de vigilancia íntimo. Como si alguien estuviese parado junto a él.

Apenas había pasado medio minuto desde que mataron al hombre que paseaba al perro.

La detonación del fusil no había hecho que nadie saliera de las hermosas casas. En un vecindario semejante, rico y tranquilo, donde nunca pasaba nada, el disparo de un arma podía confundirse con el sonido de una puerta que se golpea, y es olvidado mientras aún resuena.

Al otro lado de la calle, en la casa del cliente, Iggy Barnes, que estaba arrodillado, se había puesto de pie. No parecía alarmado, sino sólo desconcertado, como si también él hubiese oído una puerta y no entendiera qué significaban el hombre caído y el perro afligido.

La medianoche del miércoles. Sesenta horas. Sesenta horas. El tiempo se incendiaba, los minutos ardían, se consumían a toda prisa. Mitch no podía permitirse el lujo de verse enredado en una investigación policial que hiciese que las horas se volviesen ceniza.

En la acera, una columna de hormigas cambió el rumbo, dirigiéndose al banquete que ofrecía el cráter abierto en el cráneo del caído.

El cielo estaba casi totalmente despejado, pero una nube extraviada cruzó frente al sol. El día palideció. Las sombras se desvanecieron.

Helado, Mitch le volvió la espalda al cadáver, bajó del bordillo y se detuvo.

No era posible que hicieran como que no había pasado nada, que Iggy y él simplemente cargaran en la camioneta las alegrías que quedaban sin plantar y se marcharan. Tal vez alguien pasara y viese al muerto antes de que lo hicieran. Su indiferencia hacia la víctima y su huida los harían parecer culpables para el transeúnte más distraído, y, ciertamente, para la policía.

Mitch aún tenía en la mano su teléfono móvil, cerrado. Lo miró con aprensión.

«Si acudes a la policía, le cortaremos los dedos uno a uno…».

Los secuestradores supondrían que llamaría a las autoridades, o que aguardaría a que alguien avisara. Pero lo que estaba prohibido era que hiciera mención alguna de Holly, y del secuestro, y del hecho de que quien paseaba al perro había sido asesinado a modo de ejemplo para advertir a Mitch.

De hecho, podía ser que sus desconocidos adversarios lo hubieran colocado en esa situación con el verdadero propósito de poner a prueba su capacidad de mantener cerrada la boca en momentos en que su estado de conmoción era tal que bien podía perder el dominio de sí mismo.

Abrió el teléfono. La pantalla se iluminó con la imagen de peces de colores nadando en un agua oscura.

Tras pulsar el nueve y el uno, Mitch titubeó, pero finalmente marcó el dígito que faltaba, otro uno.

Mientras tanto, dejando caer su pala, Iggy se movió hacia la calle.

Cuando, al segundo timbrazo, el empleado de la comisaría respondió a la llamada, Mitch cayó en la cuenta de que, desde el momento en que viera la cabeza destrozada del cadáver, su respiración se había vuelto desesperada, irregular, agitada. Durante un momento, no le salieron las palabras. Instantes después brotaron, en forma de una voz áspera que apenas reconoció como suya.

—Le han disparado a un hombre. Estoy muerto. Digo, está muerto. Le dispararon y está muerto.