Capítulo 1

Uno comienza a morir desde el momento en que nace. La mayoría de las personas viven negando el paciente cortejo de la muerte, hasta que, cuando ya es tarde en la vida y están sumidas en la decadencia o la enfermedad, toman conciencia de que la tienen sentada a su cabecera.

En su momento, Mitchell Rafferty llegaría a ser capaz de recordar el minuto en que comenzó a reconocer que su muerte era inevitable. Fue el martes 14 de mayo a las once cuarenta y tres de la mañana, cuando faltaban tres semanas para su vigésimo octavo cumpleaños.

Hasta entonces, rara vez había pensado en que había de morir. Como era un optimista nato, al que le encantaba la belleza de la naturaleza y le divertía la humanidad, no tenía motivo alguno para preguntarse cuándo y cómo quedaría demostrada su condición de mortal.

Al llegar la llamada, estaba de rodillas.

Aún quedaban por plantar tres bandejas de alegrías rojas y moradas. Las flores no tenían fragancia, pero el olor fértil de la tierra le agradaba.

A sus clientes, en particular a los dueños de aquella casa, les gustaban los colores saturados y vivos, preferían el rojo, el morado, el amarillo fuerte, el rosa intenso. No aceptaban flores de tonos pastel, ni blancas.

Mitch los entendía. Tras criarse en la pobreza, habían forjado un negocio pujante a fuerza de trabajar duro y de arriesgarse lo suyo. Para ellos, la vida era intensa, y los colores saturados reflejaban la verdad de la vehemencia de la naturaleza.

En esa mañana, al parecer ordinaria, pero, de hecho, importante, el sol californiano era como una bola oronda. El cielo tenía una textura oleosa.

Aunque el día era agradablemente cálido, más que sofocante, provocaba una sudoración pegajosa en Ignatius Barnes. Su frente brillaba. El mentón le chorreaba.

Trabajando sobre el mismo parterre, a tres metros de Mitch, Iggy estaba rojo como un cangrejo. De mayo a junio, su piel no respondía al sol con melanina, sino con un rubor ígneo. Durante una sexta parte del año, antes de que, por fin, se bronceara, parecía perpetuamente abochornado.

Iggy no comprendía la simetría y la armonía en el diseño paisajístico, y no se podía confiar en que podase las rosas como es debido. Sin embargo, por más que no resultara estimulante en el terreno intelectual, trabajaba duro y era un buen compañero.

—¿Oíste lo que le ocurrió a Ralph Ghandi? —preguntó Iggy.

—¿Quién es Ralph Ghandi?

—El hermano de Mickey.

—¿Mickey Ghandi? Tampoco lo conozco a él.

—Claro que lo conoces —dijo Iggy—. Mickey, el que a veces anda por el Rolling Thunder.

El Rolling Thunder era un bar de surferos.

—Hace años que no voy por allí.

—¿Años? ¿Me hablas en serio?

—Muy en serio.

—Creía que aún ibas de cuando en cuando.

—Ya veo que me echan de menos, ¿eh?

—Creo que te equivocas, nadie le puso tu nombre a ninguno de los asientos de la barra. ¿Qué pasó? ¿Encontraste un lugar mejor que el Rolling Thunder?

—¿Te acuerdas de mi boda, hace tres años?

—Claro. Los tacos de pescado eran muy buenos, pero la banda de música daba pena.

—No daba pena.

—Vamos, por favor, si tocaban panderetas.

—Es que estábamos cortos de presupuesto. Al menos, no llevaban acordeón.

—Porque no tenían la suficiente habilidad como para tocar el acordeón. Era demasiado para ellos.

Mitch cavó un hoyo en la tierra suelta.

—Tampoco es que tocaran campanillas.

Enjugándose la frente con el antebrazo, Iggy se quejó.

—Debo de tener genes esquimales. En cuanto la temperatura sube de diez grados me echo a sudar.

—Ya no voy de bares como antes. Estoy casado.

—Sí, pero ¿no puedes estar casado e ir al Rolling Thunder?

—Prefiero mi casa a cualquier otro lugar.

—Caramba, jefe, eso es triste.

—No es triste. Es lo mejor.

—Por mucho que encierres a un león en el zoológico durante años, nunca olvidará cómo era la libertad.

Plantando alegrías moradas, Mitch reflexionó un momento.

—¿Y cómo lo sabes? ¿Se lo preguntaste a un león?

—No necesito hacerlo. Yo soy un león.

—Eres un surfero perdido, no una fiera.

—Y me enorgullezco de ello. Me alegro de que hayas encontrado a Holly. Es una gran mujer. Pero yo tengo mi libertad.

—Mejor para ti, Iggy. ¿Y qué haces con ella?

—¿Con quién?

—Con tu libertad ¿Qué haces con tu libertad?

—Lo que me da la gana.

—Por ejemplo, ¿qué?

—Cualquier cosa. Por ejemplo, si quiero pizza con chorizo para la cena, no tengo que preguntarle a ninguna mujer si eso es lo que ella quiere.

—Impresionante.

—Si quiero ir a beber unas cervezas al Rolling Thunder, nadie me regaña.

—Eso sí que es increíble.

—Si quiero, puedo beber cerveza hasta quedar inconsciente cada noche, sin que nadie me llame para preguntar cuándo regreso a casa.

Mitch se puso a silbar Nací libre.

—Si alguna chica se me acerca —dijo Iggy—, soy libre de ponerme en acción.

—¿Así que esas chicas sexis se te acercan continuamente?

—Hoy día las mujeres son osadas, jefe. Cuando ven algo que les agrada, van y lo toman.

—Iggy, la última vez que te encamaste con una fue cuando John Kerry aún creía que sería presidente.

—Eso no sucedió hace tanto.

—¿Y qué fue lo que le ocurrió a Ralph?

—¿Qué Ralph?

—El hermano de Mickey Ghandi.

—Ah, sí. Una iguana le arrancó la nariz de un mordisco.

—Qué feo asunto.

—Había olas de tres metros de alto, así que Ralph y algunos otros fueron a La Cuña a hacer surf nocturno.

La Cuña era un famoso lugar idóneo para surfear situado en el extremo de la península Balboa, en la playa de Newport.

—Llevaron neveras llenas de bocadillos y de cerveza —dijo Iggy—, y uno llevó a Ming.

¿Ming?

—La iguana.

—¿Así que era una mascota?

Ming siempre había sido dócil, incluso dulce, hasta entonces.

—Yo pensaba que las iguanas tenían mal carácter.

—No, son afectuosas. Lo que ocurrió es que un idiota, que ni siquiera era surfero, sino uno de esos aspirantes a surferos que siempre andan detrás de los auténticos, le dio a Ming un cuarto de dosis de metanfetamina en un trozo de salami.

—Reptiles y anfetas —dijo Mitch— es una mala mezcla.

Meta Ming se convirtió en un animal completamente diferente del Ming limpio y sobrio —confirmó Iggy.

Mitch dejó la pala y se puso en cuclillas sobre los talones.

—¿De modo que ahora Ralph Ghandi no tiene nariz?

Ming, en realidad, no le comió la nariz. Sólo se la arrancó y después la escupió.

—Tal vez no le guste la comida india.

—Tenían una nevera grande llena de agua helada y de cerveza. Metieron la nariz allí y fueron al hospital a toda prisa.

—¿También llevaron a Ralph?

—Claro que lo llevaron. Era su nariz.

—Bueno, pudo haber querido quedarse —dijo Mitch—. Estamos hablando de un fanático del surf.

—Dicen que, cuando la sacaron del agua helada, la nariz estaba como azul, pero un cirujano plástico se la cosió, y ahora ya no está azul.

—¿Qué le ocurrió a Ming?

—Aterrizó después de pasar un día entero volando, colocada. Ha vuelto a ser como antes.

—Eso está bien. Dar con una clínica que se ocupe de rehabilitar iguanas debe ser difícil.

Mitch se puso de pie, recogió tres docenas de macetas de plástico vacías y las llevó a su camioneta, un vehículo con un compartimiento amplio.

La camioneta estaba aparcada frente al bordillo, a la sombra de los laureles de Indias. Aunque el barrio había sido construido hacía sólo cinco años, el gran árbol ya había conseguido levantar la acera. Con el tiempo, sus persistentes raíces bloquearían los desagües de los jardines e invadirían las alcantarillas, probablemente todo el sistema de saneamiento de alrededor.

La decisión del constructor de ahorrarse cien dólares por no instalar una barrera de contención contra raíces produciría decenas de miles de dólares de beneficios para fontaneros, paisajistas y albañiles, que pronto se verían llamados a hacer tareas de reparación y mantenimiento.

Cuando Mitch plantaba un laurel de Indias, siempre ponía una barrera contra raíces. No necesitaba garantizarse trabajos para el futuro. El crecimiento de la verde naturaleza bastaba para mantenerlo atareado.

La calle estaba silenciosa; no había tráfico. Ni el más pequeño hálito de brisa agitaba los árboles.

A cierta distancia, en el extremo más lejano de la calle, un hombre y un perro parecían aproximarse hacia ellos. El animal, un labrador, le dedicaba menos tiempo a caminar que a olfatear los mensajes dejados aquí y allá por sus congéneres.

El silencio se hizo tan hondo que a Mitch casi le pareció que podía oír el jadeo del lejano can.

Todo se le figuraba dorado, el sol y el perro, el aire y la promesa del día, las bellas casas y sus amplios jardines.

Mitch Rafferty no podía permitirse comprar una casa en este vecindario, pero le bastaba con poder trabajar allí.

Además, que a uno le gusten las obras de arte no significa que quiera vivir en un museo.

Notó que en el punto donde se unían la calle y el jardín había una boca de riego averiada. Cogió sus herramientas de la camioneta y se inclinó sobre la hierba, abandonando las flores por el momento.

De pronto sonó su teléfono móvil. Se lo quitó del cinturón y lo abrió. En la pantalla se veía la hora, las once cuarenta y tres, pero no el número de quien llamaba, que al parecer usaba la opción «identidad oculta». De todas maneras, atendió la llamada.

—Big Green —dijo. Era el nombre que le había dado hacía nueve años a su pequeña empresa de dos únicos empleados, aunque ya no recordaba por qué.

—Mitch, te amo —dijo Holly.

—Hola, cariño.

—Ocurra lo que ocurra, te amo.

Gritó de dolor. Un lejano estrépito y un golpe sugirieron que donde se hallara había lucha.

Alarmado, Mitch se puso de pie.

—¿Holly?

Un hombre dijo algo, un hombre que ahora tenía el teléfono. Mitch no oyó las palabras, pues sólo prestaba atención al ruido de fondo.

Holly chilló. Nunca la había oído emitir un sonido como ése, tan lleno de miedo.

—Hijo de puta —dijo, antes de que un fuerte chasquido, que sonó como una bofetada, la hiciera callar.

El desconocido del teléfono volvió a hablar.

—¿Me oyes, Rafferty?

—¿Holly? ¿Dónde está Holly?

Ahora, el tipo no le hablaba al teléfono.

—No seas estúpida. Quédate en el suelo.

Oyó hablar a otro hombre, al fondo, aunque no entendió lo que decía.

Al que tenía el teléfono sí se le escuchaba claramente.

—Si se levanta, dale un puñetazo ¿Quieres perder unos dientes, cariño?

Ella estaba con dos hombres. Uno de ellos la había golpeado. ¡Golpeado!

La mente de Mitch no lograba hacerse cargo de la situación. De pronto, la realidad parecía tan inasible como el argumento de una pesadilla.

Una iguana enloquecida por la metanfetamina era más real que lo que escuchaba.

Cerca de la casa, Iggy plantaba alegrías. Sudoroso, enrojecido por el sol, tan sólido como de costumbre.

—Así está mejor, cariño. Buena chica.

Mitch no podía respirar. Un gran peso le oprimía los pulmones. Trató de hablar, pero no le salía la voz, ni sabía qué decir. Allí, a la clara luz del sol, se sentía encerrado, sepultado en vida.

—Tenemos a tu esposa —dijo el tipo del teléfono.

Mitch preguntó, casi como un autómata:

—¿Por qué?

—¿Tú qué crees, imbécil?

Mitch no creía nada. No quería saber nada. No quería razonar para llegar a una respuesta, porque toda respuesta posible sería un paso más hacia el horror.

—Estoy plantando flores.

—¿Qué te pasa, Rafferty?

—Eso es lo que hago. Planto flores. Reparo aspersores.

—¿Estás drogado o qué?

—Sólo soy un jardinero.

—Tenemos a tu mujer. Danos dos millones en efectivo y te la devolvemos.

Mitch sabía que no se trataba de una broma. Si lo fuera, Holly tendría que ser parte de ella, pero su sentido del humor no era cruel, nunca se prestaría a un juego así.

—Cometéis un error.

—¿Oíste lo que te dije? Dos millones.

—Tío, tú no me oíste a mí. Soy un jardinero.

—Lo sabemos.

—Tengo unos once mil dólares en el banco.

—Lo sabemos.

Mitch, paralizado por el miedo y la confusión, ni siquiera era capaz de sentir ira. Se sintió obligado a aclarar aún más las cosas, quizás más para sí que para su interlocutor.

—La mía es una empresa pequeña, de dos personas.

—Tienes hasta la medianoche del miércoles. Sesenta horas. Nos pondremos en contacto contigo para darte los detalles.

Mitch sudaba.

—Esto es una locura. ¿De dónde sacaría yo dos millones?

—Encontrarás la manera.

La voz del desconocido era dura, implacable. En una película, la muerte hablaría así.

—No es posible —dijo Mitch.

—¿Quieres oírla gritar otra vez?

—No. No lo hagas.

—¿La amas?

—Sí.

—¿La amas de verdad?

—Ella lo es todo para mí.

Era increíble sudar de aquella manera cuando sentía tanto frío.

—Si lo es todo para ti —dijo el desconocido—, encontrarás la manera de conseguir el dinero.

—Es que no hay ninguna manera.

—Si acudes a la policía, le cortaremos los dedos uno a uno e iremos cauterizando las heridas. Después le arrancaremos la lengua. Y los ojos. Finalmente, la abandonaremos para que se muera tan deprisa o tan despacio como el destino quiera.

El tono del desconocido no era de advertencia, sino de convicción fanática, como si en lugar de amenazarlo le estuviera explicando los detalles de una propuesta de negocio.

Mitchell Rafferty no tenía experiencia alguna en el trato con hombres de ese tipo. Lo mismo podría haber estado hablando con un visitante del extremo más lejano de la galaxia.

No podía hablar, porque de pronto le pareció que, sin quererlo, fácilmente podía decir algo indebido, precipitando la muerte de Holly en lugar de ayudarla.

—Sólo para que sepas —dijo el secuestrador— que hablamos en serio.

Tras un silencio, Mitch preguntó.

—¿Qué?

—¿Ves al tipo que hay al otro lado de la calle?

Mitch se volvió y vio a un único peatón, el hombre que paseaba al perro calmoso. En el tiempo transcurrido desde que le había mirado la primera vez habían avanzado media manzana.

El día soleado tenía un brillo de porcelana. El disparo de un fusil quebró el silencio, y el que paseaba al perro cayó, con un tiro en la cabeza.

—El miércoles a medianoche —dijo el hombre del teléfono—. Hablamos muy en serio.