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—¿Estás seguro de que se puede confiar en Jackson?

—No, señor presidente, no lo estoy. Pero sí estoy seguro de una cosa. Jackson detesta, y repito: detesta a Helen Dexter tanto como usted.

—Bien, eso equivale para mí a una recomendación personal —dijo el presidente—. ¿Por qué otra razón lo has elegido? Porque si detestar a Dexter fue la principal calificación para confiarle el trabajo, seguro que tiene que haber un número bastante grande de candidatos.

—También posee otros atributos que andaba buscando. Está su historial, como oficial en Vietnam y como jefe de contrainteligencia, por no hablar de su fama como vicedirector de la CIA.

—Entonces, ¿por qué dimitió tan repentinamente cuando todavía tenía una carrera tan prometedora por delante?

—Sospecho que a Dexter le pareció un poco demasiado prometedora y empezó a considerarlo como un serio aspirante a ocupar su puesto.

—Si logra demostrar que ella dio la orden de asesinar a Ricardo Guzmán, es posible que aún lo sea. Todo parece indicar que has elegido al mejor hombre para realizar el trabajo, Andy.

—Jackson me dijo que aún había otro mejor.

—En tal caso, reclutémoslo también —dijo el presidente.

—Yo también tuve la misma idea, pero resultó que ya está trabajando para Dexter.

—Bueno, al menos no sabrá que Jackson trabaja para nosotros. ¿Qué más dijo?

Lloyd abrió la carpeta y empezó a informar al presidente sobre la conversación que había mantenido con el ex vicedirector de la CIA.

—¿Quieres decir que voy a tener que quedarme sentado, dando vueltas a los pulgares, mientras esperamos a que Jackson nos venga con algo?

—Esas fueron sus condiciones, señor presidente, para que se hiciera cargo de la misión. Pero tengo la sensación de que el señor Jackson no es la clase de persona que permanece sentado dándole vueltas a los pulgares.

—Será mejor que no lo sea, porque cada día que Dexter permanece en Langley es un día demasiado para mí. Confiemos en que Jackson pueda proporcionarnos cuerda suficiente para colgarla públicamente. Y ya que estamos en ello, realicemos la ejecución en la Rosaleda.

El jefe de personal asintió con un gesto.

—Eso podría tener la doble ventaja de conseguir que unos pocos republicanos votaran con nosotros acerca del proyecto de ley sobre seguridad en las calles y disminución de la delincuencia.

—¿Quién viene a continuación? —preguntó el presidente, después de una sonrisa.

Lloyd miró su reloj.

—El senador Bedell lleva ya esperando desde hace algún tiempo en el vestíbulo.

—¿Qué es lo que quiere ahora?

—Quiere hablarle sobre su último conjunto de enmiendas propuestas al proyecto de ley sobre reducción de armamentos.

El presidente frunció el ceño.

—¿Te has dado cuenta de los puntos que ha ganado Zerimski en la última encuesta de opinión pública?

****

Maggie empezó a marcar el número 650 en cuanto abrieron la puerta de su pequeña casa de Georgetown. Connor se dedicó a deshacer las maletas, mientras escuchaba la conversación entre su esposa y su hija.

—Sólo te llamo para que sepas que hemos llegado bien —dijo Maggie a modo de excusa.

Connor sonrió ante aquella estratagema tan poco convincente. Tara era demasiado inteligente como para tragársela, pero él sabía que le seguiría la corriente.

—Gracias por llamar, mamá. Es agradable oír tu voz.

—¿Anda todo bien por ahí? —preguntó Maggie.

—Sí, muy bien —contestó Tara antes de dedicar los siguientes minutos a intentar convencer sesgadamente a su madre de que no iba a hacer nada impetuoso. Una vez convencida de haber convencido a su madre, preguntó—: ¿Está papá por ahí?

—Está justo aquí.

Maggie le entregó el teléfono a Connor, al otro lado de la cama.

—¿Puedes hacerme un favor, papá?

—Desde luego.

—Explícale a mamá que no voy a cometer ninguna tontería. Stuart ya me ha llamado dos veces desde que he llegado, y como tiene la intención de… —vaciló—, de venir a Estados Unidos para Navidades, estoy segura de que podré resistir hasta entonces. Y a propósito, papá, creo que será mejor advertirte que ya sé lo que me gustaría para Navidades.

—¿Y qué es, cariño?

—Que me pagues las llamadas internacionales durante los próximos ocho meses. Tengo la sensación de que eso terminará por ser más caro que comprarme ese coche de segunda mano que me prometiste si obtenía mi doctorado. —Connor se echó a reír—. Así que será mejor que consigas ese ascenso que mencionaste cuando estábamos en Australia. Hasta luego, papá.

—Hasta luego, cariño.

Connor colgó y le dirigió a Maggie una sonrisa tranquilizadora. Iba a decirle por enésima vez que dejara de preocuparse cuando el teléfono sonó de nuevo. Lo tomó suponiendo que era nuevamente Tara. Pero no, no era ella.

—Siento llamarte cuando apenas has regresado —dijo Joan—, pero acabo de saberlo por la jefa y parece que se trata de una emergencia. ¿Con qué rapidez puedes llegar?

Connor comprobó su reloj.

—Estaré ahí dentro de veinte minutos —dijo y colgó.

—¿Quién era? —preguntó Maggie, que ahora se dedicaba a deshacer la maleta.

—Joan. Necesita que firme un par de contratos. Seguramente, no tardaré mucho.

—Maldita sea —exclamó Maggie—. Se me olvidó comprarle un regalo en el avión.

—Ya le encontraré algo camino de la oficina.

Connor salió rápidamente de la habitación, bajó corriendo la escalera y salió de la casa antes de que Maggie pudiera hacerle más preguntas. Subió al viejo Toyota de la familia, pero tardó un tiempo en poner en marcha el motor. Finalmente sacó el «viejo tanque», como lo llamaba Tara, a la Calle Veintinueve. Quince minutos más tarde giró a la izquierda por la Calle M, antes de tomar por otra bocacalle a la izquierda y desaparecer rampa abajo, hacia un aparcamiento subterráneo sin señalizar.

Al entrar en el edificio, el guardia de seguridad se llevó una mano a la gorra y saludó.

—Bienvenido, señor Fitzgerald. No esperaba verlo por aquí hasta el lunes.

—Pues ya somos dos —dijo Connor, que le devolvió el saludo y se encaminó hacia la batería de ascensores.

Tomó uno de ellos hasta el séptimo piso. Al salir al pasillo, recibió una sonrisa de reconocimiento por parte de la recepcionista sentada ante una mesa bajo un cartel de letras negras que anunciaba: «Maryland Insurance Company». El directorio de la planta baja indicaba que la distinguida empresa ocupaba los pisos séptimo, octavo, noveno y décimo.

—Qué agradable verle de nuevo, señor Fitzgerald —dijo la recepcionista—. Tiene una visita.

Connor sonrió y asintió con un gesto antes de continuar pasillo abajo. Al doblar la esquina divisó la figura de Joan, de pie ante la puerta de su despacho. A juzgar por la expresión de su cara, sospechó que llevaba ya algún tiempo esperándole allí mismo. Recordó entonces las palabras de Maggie justo antes de que saliera de casa, aunque el regalo no debía contarse entre los pensamientos de Joan en aquellos momentos.

—La jefa ha llegado hace pocos minutos —dijo Joan, que le abrió la puerta.

Connor entró en su despacho. Sentada al otro lado de la mesa había alguien que, por lo que él sabía, nunca se tomaba vacaciones.

—Siento haberla hecho esperar —dijo—. Sólo…

—Tenemos un problema —fue todo lo que dijo Helen Dexter, al tiempo que empujaba una carpeta hacia él, sobre la mesa.

****

—Sólo tienes que darme una pista decente y yo me ocuparé de todo el trabajo —dijo Jackson.

—Desearía poder hacerlo, Chris —contestó el jefe de policía de Bogotá—. Pero uno o dos de tus antiguos colegas ya me han dejado bien claro que ahora eres persona non grata.

—Nunca pensé que fueras de los hombres a los que les importa esa clase de sutilezas —observó Jackson al tiempo que le servía otro whisky al jefe de policía.

—Chris, tienes que comprender que cuando eras un representante de tu gobierno, todos estábamos en el mismo barco.

—Incluidas tus ganancias, si no recuerdo mal.

—Desde luego —asintió el policía con naturalidad—. Tú serás el primero en apreciar que los gastos se tienen que pagar. —Tomó un trago de su copa de cristal—. Y como sabes muy bien, Chris, la inflación en Colombia sigue siendo muy alta. Mi salario ni siquiera cubre mis gastos cotidianos.

—A juzgar por esa pequeña homilía, ¿debo entender que el precio sigue siendo el mismo, aunque sea una persona non grata?

El jefe de policía tomó el último trago de whisky, se limpió el bigote con el dorso de la mano y dijo:

—Chris, los presidentes van y vienen en nuestros dos países. Pero tú y yo somos viejos amigos.

Jackson le dirigió una tenue sonrisa antes de extraer un sobre del bolsillo interior de la chaqueta y deslizárselo por debajo de la mesa. El jefe de policía echó un vistazo a lo que contenía, se desabrochó un bolsillo de la guerrera y deslizó el sobre en su interior.

—Por lo que veo, tus nuevos jefes no te han permitido el mismo grado de generosidad cuando se trata de cubrir los… gastos.

—Una pista decente, eso es todo lo que te pido —repitió Jackson.

El jefe de policía levantó la copa vacía y esperó a que el barman se la hubiera llenado hasta el borde. Tomó otro largo trago.

—Siempre he creído, Chris, que si uno busca una ganga, no hay mejor lugar para empezar que una tienda de empeños. Yo empezaría por el barrio de San Victorino. —Sonrió, vació la copa y se levantó—. Y recordando el dilema al que te enfrentas actualmente, querido amigo, yo no me preocuparía más que de mirar escaparates.

****

Una vez que Connor hubo terminado de leer los detalles del expediente confidencial, se lo devolvió a la directora. La primera pregunta que ella le hizo lo pilló por sorpresa.

—¿Cuánto tiempo falta para alcanzar la edad de jubilación del servicio?

—Está previsto que se me retire de la lista activa el uno de enero del próximo año, aunque naturalmente espero permanecer en la Compañía.

—Es posible que no sea tan fácil acomodar sus talentos particulares en estos momentos —dijo Dexter con naturalidad—. No obstante, dispongo de una vacante para la que podría recomendarlo. —Hizo una pausa, antes de añadir—: Como director de nuestra oficina de Cleveland.

—¿Cleveland?

—Sí.

—Después de veintiocho años de servicios en la Compañía, confiaba en que pudiera encontrarme algo en Washington —dijo Connor—. Como seguramente sabe, mi esposa es decana de ingresos en Georgetown. A ella le sería casi imposible encontrar un puesto equivalente en… Ohio.

Se produjo un prolongado silencio.

—Me gustaría ayudarle —dijo Dexter con el mismo tono terminante— pero por el momento no hay nada adecuado para usted en Langley. Si cree que podría aceptar el nombramiento en Cleveland, quizá fuera posible traerle nuevamente de regreso dentro de un par de años.

Connor miró fijamente a la mujer a la que había servido durante los últimos veintiséis años, dolorosamente consciente de que ahora utilizaba con él la misma hoja letal que había empleado con tantos otros de sus colegas en el pasado. Pero ¿por qué, puesto que siempre había cumplido sus órdenes al pie de la letra? Bajó la mirada hacia el expediente. ¿Acaso el presidente había exigido que se sacrificara a alguien después de ser interrogado acerca de las actividades de la CIA en Colombia? ¿Iba a ser la dirección de Cleveland su recompensa después de veintiocho años de servicio?

—¿Existe alguna otra alternativa? —preguntó. La directora no vaciló en contestar.

—Siempre puede optar por una jubilación anticipada.

Su voz sonó como si apenas hubiera sugerido la sustitución del conserje de sesenta años en el edificio de apartamentos donde vivía.

Connor se quedó sentado en silencio, incapaz de creer lo que estaba oyendo. Había entregado toda su vida a la Compañía y, como muchos otros de sus funcionarios, había arriesgado esa vida en varias ocasiones. Helen Dexter se levantó.

—Quizá sea mejor que me lo comunique cuando haya tomado una decisión.

Y abandonó el despacho sin añadir nada más.

Connor se quedó sentado a solas en su despacho durante un rato, tratando de absorber todas las implicaciones de las palabras de la directora. Recordó que Chris Jackson le había hablado de una conversación casi idéntica que había mantenido con ella ocho meses antes. En su caso, el puesto ofrecido era la dirección de Milwaukee.

—Eso nunca podría sucederme a mí —recordó ahora haberle dicho a Chris en aquellos momentos—. Después de todo, soy un jugador de equipo y nadie pensaría de mí que deseo ocupar el puesto de esa mujer.

Pero lo cierto era que Connor había cometido un pecado todavía más grave. Al cumplir las órdenes de Dexter, se había convertido involuntariamente en la causa de su posible caída. Al quitárselo de en medio para que no la pusiera en un aprieto, ella podía sobrevivir una vez más. ¿Cuántos otros buenos funcionarios habían sido sacrificados a lo largo de los años sobre el altar del ego de aquella mujer?, se preguntó.

Los pensamientos de Connor se vieron interrumpidos cuando Joan entró en la habitación. No necesitó que le dijeran que la reunión había ido mal.

—¿Puedo hacer algo? —preguntó Joan en voz baja.

—No, nada. Gracias de todos modos, Joan. —Tras un corto silencio, añadió—: Como sabes, estaba previsto que pronto abandonaría el servicio activo.

—El primero de enero —asintió ella—. Pero, con tu historial, estoy segura de que la Compañía te ofrecerá un gran despacho, con un horario civilizado, para variar, y quizá acompañado con una secretaria de piernas largas.

—Pues parece que no va a ser así —dijo Connor—. El único puesto de trabajo en el que la directora pensaba para mí era el de director de la oficina de Cleveland y, desde luego, no mencionó para nada que hubiera allí ninguna secretaria de piernas largas.

—¿Cleveland? —repitió Joan con incredulidad. Connor asintió con un gesto—. Esa zorra.

Connor miró a su secretaria, con la que trabajaba desde hacía mucho tiempo, incapaz de ocultar su sorpresa. Aquella era la expresión más dura que había oído decir sobre alguien en diecinueve años, y mucho menos sobre la directora. Joan le miró directamente a los ojos y le preguntó:

—¿Qué le vas a decir a Maggie?

—No lo sé. Pero puesto que la he estado engañando durante los últimos veintiocho años, estoy seguro de que ya se me ocurrirá algo.

****

Cuando Chris Jackson abrió la puerta principal, hizo sonar una campanilla que advirtió al dueño que alguien había entrado en la tienda.

Había más de cien tiendas de empeño en Bogotá, la mayoría de ellas en el barrio de San Victorino. Jackson no había realizado tanto trabajo de a pie desde sus tiempos de agente. Empezaba a preguntarse incluso si su viejo amigo, el jefe de la policía, no le habría enviado acaso a seguir una pista falsa. Pero él siguió la pista porque sabía que este policía en particular siempre se aseguraba de que en el futuro pudiera aparecer para él otro sobre bien lleno de billetes.

Escobar levantó la mirada desde detrás del periódico vespertino. El viejo se ufanaba de saber siempre, a primera vista e incluso antes de que un cliente llegara ante el mostrador, si se trataba de un comprador o de un vendedor. La mirada de sus ojos, el corte de sus ropas y hasta la forma de acercarse a él hicieron que sólo necesitara echarle un vistazo para alegrarse de no haber cerrado pronto la tienda.

—Buenas tardes, señor —lo saludó, levantándose del taburete. Siempre añadía el «señor» cuando creía que se trataba de un comprador—. ¿En qué puedo servirle?

—El arma del escaparate…

—Ah, sí, ya veo que conoce usted del tema. Es una pieza de coleccionista.

Escobar levantó la tapa móvil del mostrador y se dirigió hacia el escaparate. Sacó el maletín, lo colocó sobre el mostrador y permitió que su cliente le echara un atento vistazo a su contenido.

Jackson sólo necesitó observar superficialmente el rifle fabricado a mano para saber cuál era su procedencia. No le sorprendió descubrir que uno de los cartuchos había sido disparado.

—¿Cuánto pide por él?

—Diez mil dólares —contestó Escobar, que ya había identificado el acento estadounidense—. No puedo dejarlo por menos. Ya han sido muchos los que se han interesado por él.

Después de recorrer durante tres días la ciudad caliente y húmeda, Jackson no estaba con ánimos para regatear. Pero no llevaba consigo tal cantidad de dinero y tampoco podía extender un cheque o pagar con tarjeta de crédito.

—¿Puedo dejarle una paga y señal y pasar a recogerlo a primeras horas de la mañana?

—Desde luego, señor —asintió Escobar—, aunque por esta pieza en concreto debo pedirle un diez por ciento de depósito.

Jackson asintió con un gesto, sacó la cartera del bolsillo interior de la chaqueta y extrajo y contó los billetes usados, que dejó sobre el mostrador.

El tendero contó con lentitud los diez billetes de cien dólares. Luego los dejó en la caja registradora y extendió un recibo. Jackson, mientras tanto, miró el maletín abierto, sonrió, extrajo el cartucho gastado y se lo metió en el bolsillo.

El viejo se quedó atónito, no por la acción de Jackson, que no llegó a ver, sino porque habría jurado que las doce balas estaban en su lugar cuando compró el rifle.

****

—Lo cogería todo y me iría contigo si no fuera por mis padres —dijo ella.

—Estoy seguro de que lo comprenderían —dijo Stuart.

—Quizá —admitió Tara—, pero eso no impediría que me sintiera culpable por los sacrificios que ha tenido que hacer mi padre durante todos estos años para que yo pudiera terminar mi doctorado. Por no hablar de mi madre. Probablemente, a ella le daría un ataque al corazón.

—Pero dijiste que averiguarías si la asesora de tu facultad te permitiría terminar el doctorado en Sydney.

—La asesora de mi facultad no es el problema. El problema es el decano —dijo Tara.

—¿El decano?

—Sí. Cuando la asesora de mi facultad discutió la idea con él, ayer mismo, le dijo que esa posibilidad estaba descartada. —Se produjo un prolongado silencio antes de que Tara preguntara—: ¿Sigues ahí, Stuart?

—Claro —contestó, seguido por un suspiro digno de un amante shakesperiano.

—Sólo son otros ocho meses —le recordó Tara—. Si quieres, puedo decirte hasta los días exactos. Y no olvides que tú estarás aquí en Navidad.

—Ya espero ese momento con impaciencia —dijo Stuart—. Sólo espero que tus padres no tengan la sensación de que les impongo mi presencia. Después de todo, no te habrán visto en algún tiempo.

—No seas tonto. Se sentirán encantados cuando les diga que estarás con nosotros. Mamá te adora, como sabes muy bien, y eres el primer hombre para el que papá ha tenido una palabra amable.

—Él es un hombre notable.

—¿Qué quieres decir?

—Sospecho que sabes exactamente lo que quiero decir.

—Será mejor que cuelgue ahora mismo o papá necesitará un aumento de sueldo sólo para cubrir mis facturas telefónicas. Y a propósito, la próxima vez te toca llamar a ti.

Stuart fingió no haberse dado cuenta de la rapidez con la que Tara había cambiado de tema.

—Me sigue pareciendo muy extraño que tú estés todavía trabajando mientras yo estoy a punto de acostarme —añadió ella.

—Bueno, se me ocurre una forma de cambiar eso —dijo Stuart.

****

Al abrir la puerta se disparó la alarma. Un gran reloj de pared sonó dos veces en el interior de la tienda al apartar la cortina de cuentas y entrar en la estancia. Miró hacia el pequeño pedestal del escaparate. El rifle ya no estaba en su lugar.

Tardó varios minutos en encontrarlo; estaba oculto bajo el mostrador.

Comprobó cada una de las piezas, observó que faltaba un cartucho, se colocó el maletín bajo el brazo y se marchó tan rápidamente como había entrado. No es que experimentara ansiedad alguna ante la posibilidad de que lo pillaran, puesto que el jefe de policía le había asegurado que la alarma de la tienda no sería atendida hasta por lo menos media hora después de que empezara a sonar. Miró el reloj de pared antes de cerrar la puerta tras de sí. Eran las dos y doce.

El jefe de policía no podía tener la culpa de que su viejo amigo no llevara suficiente dinero en efectivo para comprar el rifle. Y, en cualquier caso, le encantaba que le pagaran dos veces por la misma información. Sobre todo cuando el pago se efectuaba en dólares.

****

Ella le sirvió una segunda taza de café.

—Maggie, estoy pensando en dimitir de la compañía y buscar un trabajo donde no tenga que viajar tanto.

Miró por encima de la mesa de la cocina hacia su esposa, a la espera de ver cómo reaccionaba.

Maggie volvió a dejar la cafetera sobre el calentador y tomó un sorbo de su propia taza, antes de preguntar, simplemente:

—¿Por qué ahora?

—El presidente me ha comunicado que me van a quitar de secuestros y rescates para sustituirme por otra persona más joven. Es una política de la empresa con los empleados de mi edad.

—Pero en la empresa tiene que haber otros muchos puestos de trabajo para alguien con tu experiencia.

—La presidenta me hizo una sugerencia —dijo Connor—. Me ofreció la oportunidad de dirigir nuestra oficina de campo en Cleveland.

—¿Cleveland? —preguntó Maggie con incredulidad. Guardó silencio durante un momento y luego dijo tranquilamente—: ¿Cómo es que esa presidenta tiene de pronto tantas ganas de alejarte?

—Oh, en realidad la situación no es tan mala. Después de todo, si rechazo la oferta puedo jubilarme anticipadamente —dijo Connor, que ni siquiera intentó contestar a su pregunta—. En todo caso, Joan me asegura que hay varias grandes compañías de seguros en Washington que estarían encantadas de emplear a alguien con mi experiencia.

—Pero no aquella para la que trabajas ahora —dijo Maggie, que seguía mirando directamente a su marido.

Connor le devolvió la mirada, pero no se le ocurrió una respuesta convincente. Se produjo un silencio todavía más prolongado.

—¿No crees que ha llegado el momento de contarme toda la verdad? —le preguntó Maggie—. ¿O se espera de mí que me limite a creer todo lo que me dices, como una buena esposa? —Connor bajó la cabeza y guardó silencio—. Nunca has ocultado el hecho de que Maryland Insurance sólo es una cobertura para la CIA. Y yo nunca te he presionado para conocer detalles sobre el tema: Pero últimamente hasta tus bien camuflados viajes han dejado un poco de barro en tus zapatos.

—No entiendo lo que quieres decir —dijo Connor, sin convicción.

—Al pasar a recoger tu traje de la lavandería, me dijeron que habían encontrado esto en el bolsillo —Maggie dejó una diminuta moneda sobre la mesa—. Me han dicho que no tiene valor alguno fuera de Colombia.

Connor observó fijamente la moneda de diez pesos, apenas suficiente para hacer una llamada local en Bogotá.

—Muchas mujeres llegarían rápidamente a una conclusión, Connor Fitzgerald —siguió diciendo Maggie—. Pero no olvides que yo te conozco desde hace treinta años, y sé muy bien que no eres capaz de esa clase particular de engaños.

—Te prometo, Maggie…

—Lo sé, Connor. Siempre he aceptado que tenía que haber una muy buena razón por la que no me habías contado toda la verdad durante todos estos años. —Se inclinó hacia él y le tomó la mano entre las suyas—. Pero si ahora resulta que te lanzan al cubo de la basura sin ninguna razón aparente, ¿no crees que tengo derecho a que me digas exactamente en qué has estado metido durante los últimos veintiocho años?

****

Jackson pidió al taxista que se detuviera delante de la tienda de empeños y esperara. Le aseguró que sólo tardaría unos minutos y que luego quería que lo llevara al aeropuerto.

En cuanto entró en la tienda, Escobar apareció presuroso desde la trastienda. Parecía agitado. Al ver quién era el cliente, inclinó la cabeza y, sin decir una sola palabra, apretó una tecla de la caja registradora y abrió el cajón. Extrajo lentamente diez billetes de cien dólares y se los tendió.

—Debo disculparme, señor —le dijo, mirando al alto estadounidense—, pero me temo que el rifle fue robado en algún momento, durante la pasada noche. —Jackson no hizo ningún comentario—. Lo más extraño de todo es que quien lo robó no se llevó nada de dinero en efectivo.

Jackson seguía sin decir nada. Escobar no pudo evitar el pensar, después de que su cliente abandonara la tienda, que no había parecido sentirse sorprendido.

Mientras el taxi se dirigía hacia el aeropuerto, Jackson se introdujo una mano en el bolsillo de la chaqueta y extrajo el cartucho gastado. Quizá no pudiera demostrar quién había apretado el gatillo, pero ahora no le cabía la menor duda acerca de quién había dado la orden de asesinar a Ricardo Guzmán.