Le dio instrucciones al chófer para que lo llevara a la Galería Nacional.
Cuando el coche se alejó de la entrada de personal de la Casa Blanca, un oficial de la división uniformada del servicio secreto, en la garita de guardia, abrió la puerta de metal reforzado y levantó una mano para saludarlo. El chófer giró por State Place, condujo entre el South Grounds y la Elipse y pasó ante el Departamento de Comercio.
Cuatro minutos más tarde el coche se detuvo frente a la entrada oriental de la galería. El pasajero cruzó con rapidez la acera empedrada y subió los escalones de piedra. Al llegar al último se volvió a mirar por encima del hombro para admirar la vasta escultura de Henry Moore que dominaba el otro lado de la plaza, y comprobar al mismo tiempo que nadie le seguía. No podía estar seguro del todo pero, claro, él no era un profesional.
Entró en el edificio y giró a la izquierda para subir por la gran escalera de mármol que conducía a las galerías del segundo piso, donde había pasado tantas horas en su juventud. Las grandes salas estaban llenas de escolares, lo que no era nada extraño durante la mañana de un día laboral. Al entrar en la galería 71 contempló los cuadros de Homer, Bellow y Hopper con los que estaba tan familiarizado y empezó a sentirse como en casa, una sensación que, sin embargo, nunca experimentaba en la Casa Blanca. Se dirigió hacia la galería 66, para admirar una vez más el Recuerdo a Shaw y el Regimiento 54 de Massachusetts, de August Saint–Gaudens. La primera vez que contempló el enorme friso de tamaño real se quedó como hipnotizado delante de él durante una hora. Hoy apenas si pudo dedicarle unos pocos momentos.
Como no podía dejar de detenerse, tardó otro cuarto de hora en llegar a la rotonda, en el centro del edificio. Pasó con rapidez ante la estatua de Mercurio, bajó la escalera, regresó sobre sus pasos a través de la librería, bajó otro tramo de escalera y recorrió la explanada subterránea antes de salir finalmente por el ala Este. Tomó un nuevo tramo de escalera para subir, pasó por debajo del gran móvil de Calder que colgaba del techo, empujó las puertas giratorias y salió a la calzada empedrada. A estas alturas ya estaba seguro de que no le seguía nadie. Subió al primer taxi que esperaba en la fila y, mirando por la ventanilla trasera, vio a su coche y su chófer, que seguían esperando en el extremo más alejado de la plaza.
—Al «A. V.», en la avenida Nueva York.
El taxi giró a la izquierda por Pennsylvania para luego dirigirse al norte por la Calle Sexta. Trató de dar a sus pensamientos alguna clase de orden coherente, agradecido por el hecho de que el taxista no quisiera aprovechar la carrera para comunicarle sus opiniones sobre la Administración o, en particular, sobre el presidente.
Giraron a la izquierda para entrar en la avenida Nueva York y el taxi disminuyó inmediatamente la marcha. Antes de que se detuviera del todo, ya le había entregado un billete de diez dólares al taxista. Bajó a la calle y cerró la portezuela sin esperar el cambio.
Pasó bajo la marquesina de toldo rojo, blanco y verde, que no dejaba la menor duda acerca de los orígenes del propietario y abrió la puerta. Tardó un momento en acostumbrar los ojos a la luz, o más bien a la ausencia de la misma. Cuando lo hizo, se sintió aliviado al comprobar que el local estaba vacío, a excepción de una figura solitaria sentada ante una pequeña mesa, en el extremo más alejado del salón, que jugueteaba con un vaso medio vacío de zumo de tomate.
El traje, recién planchado, no daba la menor indicación de que su propietario estuviera en el paro. Aunque el hombre poseía la constitución de un atleta, su prematura calvicie lo hacía parecer más viejo de la edad que indicaba su expediente. Las miradas de los dos hombres se encontraron y el que estaba sentado asintió con un gesto. El que acababa de llegar se acercó y se sentó frente a él.
—Soy Andy… —empezó a decir el recién llegado.
—El misterio, señor Lloyd, no radica en quién es usted, sino en porqué el jefe de personal de la Casa Blanca desea verme —dijo Chris Jackson.
****
—¿Y en qué trabajo se especializa usted? —preguntó Stuart McKenzie.
Maggie miró a su esposo, muy consciente de que a él no le gustaría aquel intento de intromisión en su vida profesional.
Connor se dio cuenta de que Tara no pudo haber advertido al último hombre joven caído bajo su hechizo que no hablara sobre el trabajo de su padre.
Hasta ese momento él había disfrutado mucho con el almuerzo, a base de pescado que tenía que haber sido capturado apenas horas antes de que se sentaran en la mesa del pequeño café playero, en Cronulla; había además fruta que no había sido tratada con conservantes o enlatada y cerveza que sólo desearía que la exportaran a Washington. Connor se tomó el café de un trago antes de recostarse en la silla y contemplar a los surfistas, a apenas cien metros de distancia, un deporte que hubiera deseado descubrir veinte años antes. Stuart se quedó sorprendido al comprobar la buena forma física del padre de Tara cuando probó la tabla de surf por primera vez. Connor aprovechó la oportunidad para fanfarronear un poco y decirle que todavía hacía ejercicio dos o tres veces a la semana, aunque si hubiera dicho dos o tres veces al día se habría acercado más a la verdad.
Aunque nunca consideraría a nadie lo bastante bueno para su hija, tenía que admitir que durante los últimos días había disfrutado con la compañía de aquel joven abogado.
—Trabajo en el negocio de seguros —contestó, consciente de que Tara ya se lo habría dicho.
—Sí, Tara me comentó que era un alto ejecutivo, pero no entró en detalles.
—Eso es porque me especializo en raptos y rescates —dijo Connor con una sonrisa— y asumo con respecto a la confidencialidad de los clientes la misma actitud que sin duda alguna asumes tú en tu profesión.
Se preguntó por un momento si eso sería suficiente para que el joven australiano dejara el tema. No lo fue.
—Parece algo mucho más interesante que la mayoría de casos trillados sobre los que debo asesorar —comentó Stuart, tratando de sonsacarle más.
—El noventa por cien de lo que hago es bastante rutinario y aburrido —dijo Connor—. De hecho, supongo que tengo que habérmelas con más papeleo que tú.
—Pero yo no hago viajes a Sudáfrica.
Tara miró con gesto angustiado a su padre, consciente de que no le complacería que hubiera transmitido aquella información a una persona que no dejaba de ser un relativo desconocido. Pero Connor no mostró la menor señal de sentirse molesto por ello.
—Sí, debo admitir que mi trabajo tiene algunas ventajas.
—¿Sería transgredir la debida confidencialidad al cliente comentarme algún caso típico?
Maggie estaba a punto de intervenir con una frase que había utilizado muchas veces en ocasiones anteriores cuando Connor contestó:
—La empresa para la que trabajo representa a varios clientes empresariales con grandes intereses en el extranjero.
—¿Y por qué esos clientes no utilizan empresas del país de que se trate? Seguramente, sabrán captar mucho mejor el ambiente local.
—Con —interrumpió Maggie—, creo que se te está quemando la piel. Quizá debiéramos regresar al hotel antes de que empieces a parecer una langosta.
A Connor le divirtió la poco convincente intervención de su esposa, sobre todo porque le había hecho llevar un sombrero en la última hora.
—Las cosas no son tan fáciles —le dijo al joven abogado—. Tomemos, por ejemplo, a una empresa como Coca–Cola a la que, de paso, debo señalar que no representamos. Tienen oficinas en todo el mundo, y emplean a decenas de miles de personas. En cada país tienen altos ejecutivos, la mayoría de los cuales tienen familias.
Maggie apenas si podía creer que Connor hubiera permitido que la conversación llegara tan lejos. Se acercaban con rapidez a la pregunta que siempre terminaba por cortar la conversación en seco.
—Pero nosotros tenemos personas perfectamente cualificadas para realizar esa clase de trabajo en Sydney —dijo Stuart, que se inclinó para servirle más café—. Después de todo, el secuestro y el rescate tampoco son delitos desconocidos en Australia.
—Gracias —dijo Connor.
Tomó otro sorbo de café mientras consideraba aquellas palabras. El escrutinio al que lo sometía Stuart no vacilaba y, como un buen fiscal, esperó pacientemente, con la esperanza de que el testigo diera en algún momento una respuesta incoherente.
—La verdad es que no suelen llamarme a mí a menos que surjan complicaciones.
—¿Complicaciones?
—Digamos, por ejemplo, que una empresa tiene una gran presencia en un país donde abunda la delincuencia y el rapto y el rescate son bastante comunes. Alguien rapta al presidente de esa empresa, aunque lo más habitual es que rapten a su esposa, que es la que suele contar con menor protección.
—¿Es entonces cuando interviene usted?
—No, no necesariamente. Después de todo, la policía local puede tener bastante experiencia en el tratamiento de esa clase de problemas y tampoco son muchas las empresas que reciban con agrado la interferencia exterior, especialmente cuando procede de Estados Unidos. A menudo no hago otra cosa que volar hasta la capital del país donde se hayan producido los hechos e iniciar mis propias investigaciones privadas. Si he visitado con anterioridad esa parte del mundo y establecido una buena relación con la policía local, quizá dé a conocer mi presencia, pero incluso en ese caso es mejor esperar a que sean ellos los que me inviten a ayudarles.
—¿Y si no te lo piden? —preguntó Tara.
A Stuart pareció sorprenderle que nunca le hubiera planteado esa pregunta a su padre.
—En ese caso tengo que arreglármelas por mi cuenta —contestó Connor—, lo que hace que el proceso sea todavía más precario.
—Pero si, de todos modos, la policía no hace ningún progreso para esclarecer el caso, ¿por qué no iban a querer contar con su ayuda? Seguramente deben conocer su experiencia —intervino Stuart.
—Bueno, porque en ocasiones se ha dado el caso de que sea la propia policía la que está implicada a algún nivel.
—No estoy segura de haberlo entendido bien —dijo Tara.
—La policía local podría recibir una parte del rescate —sugirió Stuart—, de modo que no vería con buenos ojos la intervención de una persona ajena a ellos. En cualquier caso, podrían pensar que la compañía extranjera bien se podría permitir pagar el rescate.
Connor asintió con un gesto. Pronto empezaba a ponerse de manifiesto por qué Stuart había conseguido un puesto de trabajo en uno de los despachos de abogados criminalistas más prestigiosos de Sydney.
—¿Qué hace si cree que la policía local está involucrada en el asunto? —preguntó Stuart.
Tara deseó haber advertido a Stuart de que no llevara tan lejos su buena suerte, aunque ya había llegado a la conclusión de que los australianos no tenían ni idea de lo que significaba «tan lejos».
—Cuando sucede eso hay que considerar la alternativa de iniciar negociaciones porque si tu cliente resulta muerto puedes estar seguro de que la investigación no será muy meticulosa y no es nada probable que atrapen alguna vez a los secuestradores.
—Y una vez que se está dispuesto a negociar, ¿cuál es su gambito inicial?
—Bueno, supongamos que el secuestrador exige un rescate de un millón de dólares, porque los secuestradores siempre piden una suma redonda, habitualmente en dólares estadounidenses. Como haría cualquier negociador profesional, mi responsabilidad fundamental es la de conseguir el mejor acuerdo posible. Y el elemento más importante de ese acuerdo es asegurarme de que el empleado de la empresa a la que represento no sufra el menor daño. Pero nunca permitiría que las cosas llegaran a la fase de negociación si tuviera la impresión de que mi cliente pudiera ser liberado sin que la empresa tuviera que pagar un centavo. Cuanto más se paga, más probabilidades existen de que los criminales repitan el ejercicio unos pocos meses más tarde, a veces secuestrando incluso a la misma persona.
—¿Con qué frecuencia llega a la fase de negociación?
—Alrededor del cincuenta por ciento de las veces. Ese es el momento en el que se descubre si se está tratando con verdaderos profesionales o no. Cuanto más se prolonguen las negociaciones, mayores probabilidades existen de que los aficionados empiecen a sentirse angustiados por la posibilidad de que los atrapen. Además, al cabo de unos pocos días sucede a menudo que les gusta la persona a la que han secuestrado de modo que, entre unas cosas y otras, casi siempre les resulta imposible realizar su plan original.
En el asedio de la embajada peruana, por ejemplo, terminaron haciendo un campeonato de ajedrez, que ganaron los terroristas.
Los tres se echaron a reír, lo que ayudó a Maggie a relajarse un poco.
—¿Son los profesionales o los aficionados los que envían orejas por correo? —preguntó Stuart con una seca sonrisa.
—Me complace poder decir que no representé a la empresa que negoció en nombre del nieto del señor Getty. Pero incluso en aquellos casos en los que trato con un profesional, sigo teniendo en mis manos algunas de las mejores bazas.
Connor no se había dado cuenta de que su esposa y su hija estaban tan interesadas en la conversación, que habían dejado enfriar su café.
—Continúe, por favor —dijo Stuart.
—Bueno, la mayoría de raptos son asuntos de una sola persona y aunque casi siempre son perpetrados por un delincuente profesional, es posible que éste tenga poca o ninguna experiencia a la hora de cómo negociar en una situación así. Los delincuentes profesionales casi siempre se sienten demasiado seguros de sí mismos. Se imaginan capaces de ocuparse de todo. En eso no se diferencian mucho de un abogado, convencido de que puede abrir la puerta de un restaurante simplemente porque come tres veces al día.
Stuart sonrió.
—¿Con qué se conforman entonces, una vez que se dan cuenta de que no van a conseguir el mítico millón?
—En ese sentido sólo puedo hablar por experiencia propia —dijo Connor—. Habitualmente, termino por entregar poco más de una cuarta parte de la suma exigida en un principio, en billetes usados a los que se pueda seguir la pista. En unas pocas ocasiones he tenido que pagar hasta la mitad, y sólo una vez estuve de acuerdo en pagar la cantidad completa. Pero debo añadir, en mi descargo, que en ese caso en particular hasta el primer ministro de la isla se llevó una parte.
—¿Cuántos de ellos desaparecen y nunca son descubiertos?
—De los casos de los que me he ocupado en los últimos diecisiete años, sólo tres, lo que supone aproximadamente el ocho por ciento.
—No es un mal resultado. ¿Y cuántos clientes ha perdido?
Entraban ahora en un territorio en el que ni siquiera Maggie se había aventurado a adentrarse, y empezó a removerse inquieta en la silla.
—Si uno pierde un cliente, la empresa te apoya a fondo —dijo Connor. Hizo una pausa, antes de añadir—: Pero nunca permite que nadie falle dos veces.
Maggie se levantó entonces, se volvió hacia Connor y dijo:
—Voy a bañarme. ¿Le apetece a alguien acompañarme?
—No, pero a mí me gustaría probar de nuevo con la tabla —dijo Tara, ávida por ayudar a su madre a dar por terminado aquel interrogatorio.
—¿Cuántas veces te has caído esta mañana? —preguntó Connor, confirmando con su pregunta que, también en su opinión, las cosas habían llegado demasiado lejos.
—Más de una docena —contestó Tara—. Y ésta fue la peor de todas —añadió señalando con orgullo un gran moretón en el muslo derecho.
—¿Por qué has dejado que llegara tan lejos, Stuart? —preguntó Maggie, que volvió a sentarse para mirar de cerca el morado.
—Porque eso me dio la oportunidad de rescatarla y ser un héroe.
—Te advierto, Stuart, que ella habrá dominado el surfing a finales de esta semana y terminará por rescatarte a ti —le advirtió Connor con una sonrisa.
—Espero que tenga razón —asintió Stuart—. Pero en cuanto suceda eso tengo la intención de introducirla en el salto libre.
Maggie palideció visiblemente y se volvió rápidamente a mirar a Connor.
—No se preocupe, señora Fitzgerald —se apresuró a añadir Stuart—. Todos habrán regresado a Estados Unidos mucho antes de que eso suceda.
Algo que ninguno de ellos deseaba recordar. Tara tomó a Stuart por el brazo.
—Vamos, supermán. Ya va siendo hora de encontrar otra ola de la que puedas rescatarme.
Stuart se levantó de un salto, se volvió a Connor y dijo:
—Si descubre alguna vez que han raptado a su hija, yo no pediré un rescate, y tampoco estaré dispuesto a negociar, ni en dólares estadounidenses ni en ninguna otra moneda.
Tara se ruborizó.
—Vamos —le dijo, y ambos echaron a correr hacia la playa y las olas.
—Y creo que, por primera vez, yo tampoco trataría de negociar —le comentó Connor a Maggie, desperezándose y sonriendo.
—Es un joven bastante agradable —asintió Maggie, tomándolo de la mano—. Es una verdadera pena que no sea irlandés.
—Podría haber sido peor —dijo Connor, que se levantó—. Podría haber sido inglés.
Maggie le sonrió y empezaron a caminar hacia el agua.
—¿Sabes que Tara no regresó a casa hasta las cinco de la mañana?
—¿No me digas que todavía permaneces despierta cuando tu hija sale con un hombre? —preguntó Connor con una mueca.
—No fanfarronees a estas alturas, Connor Fitzgerald, y recuerda que es nuestra única hija.
—Bueno, en todo caso ya ha dejado de ser una niña, Maggie. Ahora es una mujer hecha y derecha y en menos de un año será la doctora Fitzgerald.
—Y tú ya no te preocupas más por ella, naturalmente.
—Sabes que me preocupo —dijo Connor, tomándola en sus brazos—. Pero si se relaciona amorosamente con Stuart algo que, dicho sea de paso, no es asunto de mi incumbencia, podría haber hecho las cosas mucho peor.
—Yo no me acosté contigo hasta que nos casamos y ni siquiera cuando me dijeron que te habían dado por desaparecido en Vietnam se me ocurrió mirar a otro hombre. Y no fue precisamente por falta de ofertas.
—Lo sé, cariño —asintió Connor—. Pero para entonces ya te habías dado cuenta de que era insustituible.
Connor soltó a su esposa y echó a correr hacia las olas, asegurándose de permanecer justo un poco fuera de su alcance. Cuando ella finalmente lo alcanzó respiraba entrecortadamente.
—Declan O’Casey se me propuso mucho antes que…
—Lo sé, cariño —le interrumpió él mirándola a los ojos verdes y apartándole un mechón de cabello—. Y desde entonces no pasa un solo día en que no me sienta agradecido por haberme esperado. Eso fue lo único que me mantuvo con vida después de que me hicieran prisionero en Vietnam. Eso y la idea fija de ver a Tara.
Las palabras de Connor le recordaron a Maggie la tristeza que había experimentado con sus abortos y el hecho de saber que no podría tener más hijos. Había sido educada en una familia numerosa y hubiera anhelado lo mismo. Nunca se sentía capaz de aceptar la sencilla filosofía de su madre: es la voluntad de Dios.
Mientras Connor estuvo en Vietnam ella había pasado muchas horas felices con Tara. Pero en cuanto él regresó la jovencita transfirió sus afectos de la noche a la mañana y aunque Maggie se mantuvo siempre muy cerca de su hija, sabía que nunca podría disfrutar de la misma relación con Tara que mantenía Connor.
Cuando Connor fue contratado por la Maryland Insurance como ejecutivo junior, a Maggie no dejó de extrañarle su decisión. Siempre había creído que, al igual que su padre, a Connor le habría gustado trabajar en algo relacionado con la imposición de la ley. Eso fue antes de que él le explicara a lo que se dedicaba realmente. A pesar de que no había entrado nunca en detalles, le dijo quién le pagaba el salario y la importancia que tenía ser un agente encubierto no oficial. Ella mantuvo lealmente ese secreto a lo largo de los años, aunque en ocasiones se sintió un tanto incómoda al no poder hablar de la profesión de su marido con sus amigas y colegas. Pero decidió que aquello no era sino un pequeño inconveniente en comparación con lo que otras muchas esposas tenían que pasar como consecuencia de lo mucho que a sus maridos les gustaba hablar de su trabajo. Eran sus actividades extracurriculares las que ellos querían mantener en secreto.
Sólo confiaba en que su hija encontrara algún día a alguien dispuesto a esperar toda la noche en el banco de un parque sólo para verla correr una cortina.
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Jackson encendió un cigarrillo y escuchó con mucha atención todo lo que el hombre de la Casa Blanca tuvo que decirle. No hizo el menor intento de interrumpirlo.
Cuando Lloyd terminó finalmente de exponer todo lo que llevaba preparado, tomó un sorbo del acqua minerale que tenía ante sí y esperó a que el ex vicedirector de la CIA le planteara la primera pregunta. Jackson aplastó el cigarrillo.
—¿Me permite preguntarle por qué pensó que yo era la persona adecuada para esta misión?
Lloyd no se vio pillado por sorpresa. Ya había decidido que si Jackson le hacía concretamente esa pregunta, se limitaría a decirle la verdad.
—Sabemos que dimitió usted de su puesto en la CIA debido a una diferencia de… opinión con Helen Dexter —dijo, resaltando las palabras—, a pesar de que su historial en la agencia había sido ejemplar y de que, hasta ese momento, era considerado como su sucesor natural. Pero puesto que dimitió por razones que, a la vista de cómo fueron las cosas, parecerían un tanto extrañas, creo que no ha podido encontrar un puesto de trabajo digno de sus calificaciones. Sospechamos que Dexter también ha tenido algo que ver con eso.
—Sólo se necesita hacer una llamada telefónica, confidencial, claro está y, de repente, uno se encuentra eliminado de cualquier lista de posibles candidatos. Siempre he sido muy precavido y procurado no hablar mal de mi dimisión pero la verdad es que, en el caso de Helen Dexter, me alegra poder hacer una excepción —encendió otro cigarrillo—. Mire, Dexter está convencida de que Tom Lawrence es el que desempeña el segundo trabajo más importante de Estados Unidos. Ella se considera a sí misma como la verdadera defensora de la fe, como el último bastión del país y, para ella, los políticos elegidos no son más que un inconveniente temporal que hay que soportar y que, tarde o temprano, serán expulsados de sus cargos por los votantes.
—Se ha llamado la atención del presidente sobre ese punto en más de una ocasión —asintió Lloyd con sentimiento.
—Los presidentes van y vienen, señor Lloyd. Yo apostaría a que, como todos nosotros, su jefe es un ser humano y, por lo tanto, puede estar seguro de que Dexter tendrá un expediente sobre él, lleno de razones que expliquen por qué Lawrence no está calificado para desempeñar un segundo mandato. Y, a propósito, puede estar seguro de que tendrá un expediente casi tan grueso sobre usted.
—En tal caso, señor Jackson, tendremos que empezar a reunir nuestro propio expediente sobre ella. Y no se me ocurre a nadie más calificado que usted para llevar a cabo esa tarea.
—¿Por dónde le gustaría que empezara?
—Por investigar quién estuvo tras el asesinato de Ricardo Guzmán en Bogotá, ocurrido el mes pasado —contestó Lloyd—. Tenemos razones para creer que la CIA pudo estar implicada, ya fuera directa o indirectamente.
—¿Sin conocimiento del presidente? —preguntó Jackson con incredulidad.
Lloyd asintió con un gesto, sacó una carpeta del maletín y la depositó sobre la mesa. Jackson la abrió.
—Tómese el tiempo que necesite —le dijo Lloyd—, porque va a tener que memorizarlo todo.
Jackson empezó a leer y a hacer observaciones incluso antes de llegar al final de la primera página.
—Si suponemos que es un pistolero solitario, tratar de conseguir información fiable es virtualmente imposible. Esa clase de personaje no suele dejar remite —Jackson hizo una pausa—. Por otro lado, si pertenece a la CIA, quiere decir que Dexter nos lleva una ventaja de diez días. Probablemente, ya ha cerrado todas las vías que puedan conducirnos hasta el asesino, a menos que…
—¿Qué? —repitió Lloyd.
No soy la única persona que se ha cruzado en el camino de esa mujer durante los últimos años. Es posible que haya alguien situado en Bogotá que… —Hizo una pausa, antes de preguntar—: ¿De cuánto tiempo dispongo?
—El nuevo presidente de Colombia hará una visita oficial a Washington dentro de tres semanas. Sería muy útil que pudiéramos disponer de algo para entonces.
—La verdad es que ya empiezo a sentirme como en los viejos tiempos —dijo Jackson, que volvió a aplastar el cigarrillo—. Sólo que esta vez cuento con el placer añadido de saber que Dexter se encuentra oficialmente en el bando contrario. —Encendió otro cigarrillo—. ¿Para quién estaré trabajando?
—Oficialmente, trabaja por su propia cuenta, pero extraoficialmente trabaja para mí. Se le pagará al mismo nivel que se le pagaba cuando abandonó la agencia, se le acreditará el dinero mensualmente en su cuenta aunque su nombre no aparecerá en ningún libro, por razones evidentes. Me pondré en contacto con usted cada vez que…
—No, no lo hará, señor Lloyd —le interrumpió Jackson—. Yo me pondré en contacto con usted cada vez que tenga algo de lo que valga la pena informarle. Los contactos a dos bandas no hacen sino duplicar la posibilidad de que alguien se tropiece con nosotros. Sólo necesitaré un número de teléfono que no deje rastros.
Lloyd anotó una cifra de siete números en una servilleta de cóctel.
Este es un número directo a mi despacho, que evita incluso a mi secretaria. Después de la medianoche se conecta automáticamente con el número del teléfono que tengo a la cabecera de mi cama. Puede llamarme de día o de noche. No tiene necesidad de preocuparse por la diferencia horaria si estuviera en el extranjero, porque no me importa que me despierten.
—Es bueno saberlo —asintió Jackson—, porque creo que Helen Dexter es de las que no duermen nunca.
—¿Hemos cubierto todas las eventualidades? —preguntó Lloyd con una sonrisa.
—No del todo —contestó Jackson—. Al salir, gire a la derecha y tome la siguiente calle a la derecha. No mire hacia atrás y no llame un taxi hasta que se haya alejado a pie por lo menos cuatro manzanas de aquí. A partir de ahora va a tener que pensar como lo haría Dexter, y le advierto que ella lleva haciéndolo a su modo desde hace treinta años. Sólo conozco a una persona que sabe hacerlo mejor que ella.
—Espero que sea usted —dijo Lloyd.
—Me temo que no —admitió Jackson.
—No me diga que trabaja para Dexter.
—Aunque es uno de mis mejores amigos, si Dexter le ordenara matarme, ninguna compañía de seguros aceptaría un seguro sobre mi vida. Si espera que los venza a los dos, será mejor que empiece a confiar en que no se me hayan oxidado mis capacidades durante los últimos ocho meses. —Los dos hombres se levantaron—. Adiós, señor Lloyd —dijo Jackson, estrechándole la mano—. Siento mucho que esta sea nuestra primera y última entrevista.
—Pero creía que habíamos acordado… —empezó a decir Lloyd, que observó ansiosamente a su nuevo recluta.