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—¿Espera que me crea que la CIA ni siquiera sabía que se estaba considerando un intento de asesinato?

—Así es, señor —asintió con calma la directora de la CIA—. En cuanto nos enteramos de que se había producido el asesinato, apenas unos segundos después de que éste tuviera lugar, me puse en contacto con el asesor de la seguridad nacional que, según tengo entendido, le informó directamente a usted, en Camp David. —El presidente empezó a pasear de un lado a otro, por el despacho Oval—. Y cuando el señor Lloyd me telefoneó para decirme que necesitaba usted conocer más detalles, le pedí a mi vicedirector, Nick Gutenburg, que se pusiera en contacto con nuestra gente en Bogotá y averiguara lo más ampliamente posible qué había ocurrido exactamente ese sábado por la tarde. Gutenburg completó su informe ayer mismo —añadió, tabaleando con los dedos la carpeta que tenía sobre su regazo.

El presidente había descubierto que su forma de pasear por el despacho no sólo le daba más tiempo para pensar, sino que también lograba que sus interlocutores se sintieran incómodos. La mayoría de la gente que entraba en el despacho Oval ya se sentía bastante nerviosa. Su secretaria le había dicho una vez que cuatro de cada cinco visitantes acudían al servicio sólo momentos antes de que tuvieran que reunirse con el presidente. Pero dudaba mucho que la mujer sentada delante de él supiera siquiera dónde estaba el servicio más cercano. Probablemente, si hubiera explotado una bomba en la Rosaleda, Helen Dexter apenas habría hecho otra cosa que elevar ligeramente una bien acicalada ceja. Su carrera había sobrevivido hasta el momento a tres presidentes, de todos los cuales se había rumoreado en algún momento que le habían solicitado su dimisión.

Dejó de pasear y se detuvo delante del retrato de Abraham Lincoln que colgaba sobre la chimenea. Bajó la mirada hacia la nuca de Helen Dexter, que seguía mirando firmemente hacia delante.

La directora vestía un elegante y bien cortado traje oscuro, con una sencilla camisa de color crema. Raras veces llevaba joyas, ni siquiera en ocasiones de ceremonia. Su nombramiento por parte del presidente Ford como vicedirectora, cuando sólo tenía treinta y dos años, tenía como objetivo ser un expediente para aplacar al lobby feminista pocas semanas antes de las elecciones de 1976. Tal como fueron las cosas resultó que el único expedientado fue el propio Ford. Después de una serie de directores que ocuparon el cargo por poco tiempo, ya que dimitieron o se jubilaron, la señorita Dexter terminó por alcanzar el tan codiciado puesto. En el ambiente de invernáculo de Washington circularon numerosos rumores sobre sus extremados puntos de vista derechistas y los métodos que había utilizado para conseguir el ascenso, pero lo cierto fue que ningún miembro del Senado se atrevió a cuestionar su nombramiento. Se había graduado summa cum laude en Bryn M’awr, después de lo cual estudió en la facultad de Derecho de la Universidad de Pennsylvania, antes de pasar a formar parte de una de las más prestigiosas firmas de abogados de Nueva York. Tras una serie de altercados con el consejo acerca del tiempo que necesitaban las mujeres para llegar a ser socios de la empresa, asunto que terminó en un litigio dirimido en los tribunales, aceptó una oferta para ingresar en la CIA.

Inició su trabajo en la agencia en la oficina de la dirección de Operaciones, donde ascendió hasta ocupar la vicedirección. En el momento de su nombramiento contaba con más enemigos que amigos pero, a medida que fueron transcurriendo los años, los que formaban el primer grupo parecieron ir desapareciendo poco a poco; o fueron despedidos o se jubilaron anticipadamente. Cuando la nombraron directora acababa de cumplir cuarenta años. El Washington Post la describió como una mujer que había logrado hacer un agujero en el techo de cristal, pero los apostadores aceptaban apuestas sobre cuántos días sobreviviría. Pronto alteraron las apuestas para pasarlas a semanas y luego a meses. Ahora, aceptaban apuestas sobre si superaría como jefa de la CIA la marca que J. Edgar Hoover había establecido como jefe del FBI.

Pocos días después de que Tom Lawrence fijara su residencia en la Casa Blanca, había descubierto hasta dónde era capaz de llegar Dexter con tal de bloquearlo si trataba de atrincherarla en su mundo. Si pedía algún informe sobre temas delicados, éstos tardaban a menudo varias semanas en aparecer sobre su mesa de despacho y, cuando finalmente aparecían, eran inevitablemente largos, retóricos, aburridos y desfasados. Si la llamaba para que acudiera al despacho Oval a explicar preguntas que hubieran quedado sin contestar, la actitud de Dexter lograba que la de un sordomudo pareciese positivamente colaboradora. si la presionaba, ella se limitaba a tratar de ganar tiempo, evidentemente convencida de que continuaría desempeñando su cargo mucho tiempo después de que los votantes le hubieran privado a él del suyo.

Pero no vio a Helen Dexter en su aspecto más letal hasta que propuso a alguien para ocupar un puesto vacante en el Tribunal Supremo. En cuestión de pocos días ella había dejado sobre su despacho varias carpetas cuyo contenido trataba de demostrar con gran lujo de detalles por qué aquella nominación era inaceptable.

Lawrence había presionado para conseguir que su candidato fuera aceptado, puesto que se trataba de uno de sus más viejos amigos, pero al hombre lo encontraron ahorcado en su casa un día antes de que tuviera previsto tomar posesión del cargo. Más tarde, Fitzgerald descubrió que el archivo confidencial había sido enviado a cada uno de los miembros del comité de selección del Senado, aunque nunca pudo demostrar quién fue el responsable.

Andy Lloyd le había advertido en varias ocasiones que si alguna vez trataba de desembarazarse de Dexter, sería mejor que dispusiera de la clase de pruebas capaces de convencer al público de que la madre Teresa tenía una cuenta bancaria secreta en Suiza, alimentada con las aportaciones regulares de los sindicatos del crimen organizado.

Lawrence había aceptado el consejo de su jefe de personal, pero ahora tenía la impresión de que si lograba demostrar que la CIA había participado de algún modo en el asesinato de Ricardo Guzmán, sin molestarse siquiera en informarle, lograría que Dexter tuviera que abandonar su despacho en cuestión de días.

Regresó a su silla y tocó el botón situado bajo el borde de la mesa, que permitía a Andy escuchar la conversación o recogerla más tarde de la cinta donde se grababa. Lawrence se dio cuenta de que Dexter sabría exactamente lo que estaba haciendo, y sospechaba que aquel legendario bolso de mano que siempre la acompañaba no guardaba el lápiz de labios, el perfume y el maquillaje habitualmente asociado con su sexo, sino el aparato con el que había grabado cada una de las palabras intercambiadas entre ellos. A pesar de todo, él necesitaba conocer su versión de los hechos, aunque sólo fuera para que quedara registrada.

—Puesto que parece estar tan bien informada —dijo el presidente, sentándose—, quizá podría informarme con más detalle de lo que sucedió el pasado sábado en Bogotá.

Helen Dexter ignoró el sarcasmo de su voz y tomó la carpeta que había mantenido sobre su regazo. La tapa blanca, con el logotipo de la CIA, llevaba impresas las palabras «SÓLO PARA EL PRESIDENTE». Lawrence se preguntó cuántas otras carpetas habría acumulado al otro lado del río marcadas como «SÓLO PARA LA DIRECTORA». Ella abrió la carpeta.

—Varias fuentes nos han confirmado que el asesinato fue perpetrado por un pistolero solitario —leyó.

—Dígame una sola de esas fuentes —espetó el presidente.

—Nuestro agregado cultural en Bogotá, por ejemplo —replicó la directora.

Lawrence enarcó las cejas. La mitad de los agregados culturales de las embajadas estadounidenses de todo el mundo habían sido colocados allí por la CIA simplemente para informar directamente a Helen Dexter y a Langley, sin consulta alguna con el embajador local, y mucho menos con el departamento de Estado. La mayoría de ellos pensarían que la suite de Cascanueces no era más que un plato que se encontraría en el menú de cualquier restaurante exclusivo.

El presidente suspiró.

—¿Y quién cree él que contrató al asesino?

Dexter pasó unas pocas páginas de la carpeta, extrajo una fotografía y la depositó sobre la mesa del despacho Oval. El presidente contempló la imagen de un hombre de edad media, bien vestido y de aspecto próspero.

—¿Y quién es este?

—Carlos Vélez. Dirige el segundo cártel de la droga más grande de Colombia. Guzmán, naturalmente, controlaba el más grande.

—¿Y Vélez ha sido acusado?

—Desgraciadamente, resultó muerto sólo unas pocas horas después de que la policía tuviera la orden de detención.

—Qué conveniente.

La directora ni siquiera se ruborizó. De todos modos, no era posible en su caso, pensó Fitzgerald, porque para ruborizarse hay que tener sangre en las venas.

—¿Y tiene algún nombre ese asesino solitario? ¿O acaso murió también momentos después de que un tribunal emitiera una orden de…?

—No, señor, sigue con vida —contestó la directora, con un tono igualmente sarcástico—. Se llama Dirk van Rensberg.

—¿Qué se sabe de él? —preguntó Fitzgerald.

—Es sudafricano. Vivía en Durban hasta hace muy poco.

—¿Hasta hace muy poco?

—Sí. Entró en la clandestinidad inmediatamente después de cometer el asesinato.

—Eso sería bastante fácil de hacer, sobre todo si nunca ha actuado abiertamente —comentó el presidente. Esperó a que se produjera alguna reacción por parte de la directora, pero ella permaneció impasible. Finalmente, preguntó—: ¿Están las autoridades colombianas de acuerdo con su versión de los hechos, o es nuestro agregado cultural su única fuente de información?

—No, señor presidente. Obtuvimos la mayor parte de nuestra información del jefe de policía de Bogotá. De hecho, ya ha detenido a uno de los cómplices de van Rensberg, empleado como camarero en el hotel El Belvedere, el edificio desde donde se hizo el disparo. Fue detenido en el pasillo, apenas momentos después de que ayudara al asesino a escapar por el montacargas.

—¿Y sabemos algo de los movimientos de ese van Rensberg después del asesinato?

—Parece ser que tomó un vuelo a Lima a nombre de Alistair Douglas, y luego continuó a Buenos Aires, utilizando el mismo pasaporte. Después de eso, no hemos podido seguirle la pista.

—Y dudo mucho de que pueda hacerlo.

—Bueno, yo no sería tan pesimista, señor presidente —dijo Dexter, que hizo caso omiso del tono de Lawrence—. Los asesinos a sueldo suelen ser solitarios que a menudo desaparecen durante varios meses después de haber realizado un trabajo de este tipo. Luego reaparecen, en cuanto se convencen de que ha pasado el fragor de la tormenta.

—Bien, pues permítame asegurarle que, en este caso, tengo toda la intención de mantener el fragor de la tormenta. La próxima vez que nos veamos es posible que cuente con un informe para que usted considere su contenido.

—Me encantará leerlo —dijo Dexter, cuyo tono y actitud se parecían al de un alumno insubordinado que provocara al director de su colegio.

El presidente apretó un botón, bajo la mesa. Un momento más tarde, se oyó una llamada en la puerta y Andy Lloyd entró en el despacho.

—Señor presidente, dentro de unos minutos tiene una reunión con el senador Bedell —le dijo, sin hacer caso de la presencia de Dexter.

—En tal caso, tendré que dejarle, señor presidente —dijo Dexter, que se levantó de la silla.

Dejó la carpeta sobre la mesa del presidente, tomó su bolso y abandonó el despacho sin añadir una sola palabra más.

El presidente no dijo nada hasta que la directora de la CIA hubo cerrado la puerta tras ella. Luego, se volvió a mirar a su jefe de personal.

—No creo una sola palabra de todo lo que ha dicho —murmuró, al tiempo que dejaba la carpeta en la bandeja de asuntos revisados. Lloyd tomó nota mental de retirarla de allí en cuanto su jefe saliera del despacho—. Supongo que lo único que cabe esperar es haberle metido miedo y que no se le ocurra considerar siquiera el realizar ninguna otra operación como esta mientras yo esté en la Casa Blanca.

—Teniendo en cuenta su historial, señor presidente, yo no apostaría mucho dinero por eso.

—Puesto que yo no puedo emplear a un asesino para apartarla de su cargo, ¿qué me sugiere?

—Desde mi punto de vista, ella sólo le ha dejado dos opciones, señor presidente. O bien la despide sin contemplaciones y afronta la inevitable investigación del Senado, o acepta la derrota, admite su versión de lo ocurrido en Bogotá y confía en conseguir mejores resultados la próxima vez.

—Podría haber una tercera forma —dijo el presidente con serenidad.

Lloyd lo escuchó atentamente, sin realizar el menor intento por interrumpir a su jefe. Pronto quedó bien a las claras que el presidente había reflexionado mucho acerca de cómo eliminar a Helen Dexter de su cargo de directora de la CIA.

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Connor salió de su ensimismamiento y observó la pantalla de llegada de equipajes. La cinta sin fin había empezado a escupir equipajes de su vuelo y algunos pasajeros ya se habían adelantado para recoger las primeras maletas.

Aún le entristecía el no haber podido estar presente en el cumpleaños de su hija. Aunque tenía sus dudas en cuanto a la prudencia de la política de Estados Unidos en Vietnam, Connor compartía el patriotismo de su familia. Se presentó voluntario para cumplir con el servicio militar y terminó el curso en la escuela de aspirantes a oficiales mientras esperaba a que Maggie terminara sus estudios. Al final resultó que sólo dispusieron de tiempo para una boda y una luna de miel de cuatro días, antes de que el segundo teniente Fitzgerald fuera enviado a Vietnam, en julio de 1972.

Los dos años pasados en Vietnam no eran ahora más que un recuerdo ya distante. Haber sido ascendido a primer teniente, hecho prisionero por el Vietcong, escapado y salvado la vida de otro hombre eran cosas que parecían haber ocurrido hacía tanto tiempo que casi estaba convencido de que nunca habían sucedido en realidad. Cinco meses después de su regreso a casa, el presidente le concedió la más alta condecoración militar del país, la Medalla del Honor, pero después de haber pasado dos años en Vietnam se sentía simplemente feliz de estar vivo y en compañía de la mujer a la que amaba.

Y, en cuanto vio a Tara, se enamoró por segunda vez.

Apenas una semana después de regresar a Estados Unidos, Connor empezó a buscar trabajo. Ya había sido entrevistado para un puesto en la oficina de campo de la CIA en Chicago cuando apareció de improviso el capitán Jackson, el antiguo comandante de su compañía, que le invitó a formar parte de una unidad especial que trabajaría fuera de Washington. A Connor se le advirtió previamente que, en el caso de que estuviera de acuerdo en formar parte del equipo de elite de Jackson, habría aspectos de su trabajo de los que no podría hablar con nadie, ni siquiera con su esposa. Al enterarse de lo que se esperaba de él, le dijo a Jackson que necesitaría un poco de tiempo para pensarlo, antes de tomar una decisión. Habló del tema con el padre Graham, el sacerdote de la familia, quien se limitó a aconsejarle:

—No hagas nunca nada que consideres deshonroso, ni siquiera en nombre de tu país.

Al ofrecérsele a Maggie un puesto en el departamento de ingresos de la Universidad de Georgetown, Connor se dio cuenta de lo decidido que estaba Jackson a reclutarlo. Al día siguiente, le escribió a su antiguo comandante de compañía para comunicarle que se sentiría encantado de formar parte de Maryland Insurance como ejecutivo junior.

Fue entonces cuando empezó la decepción.

Connor, Maggie y Tara se instalaron en Georgetown pocas semanas más tarde. Encontraron una pequeña casa en Avon Place, cuya entrada se pagó con los cheques de la paga del ejército que Maggie había ido depositando en la cuenta de Connor mientras estuvo prisionero, negándose a creer que había muerto.

La única tristeza experimentada durante aquellos primeros tiempos en Washington fue que Maggie tuvo dos abortos y su ginecólogo le aconsejó que aceptara el hecho de que sólo tendría una hija. Fue necesario sin embargo un tercer aborto para que Maggie consintiera finalmente en seguir su consejo.

Aunque ahora ya llevaban treinta años de casados, Maggie todavía lograba excitar a Connor simplemente con una sonrisa y pasándole la mano por la espalda. Él sabía que en cuanto pasara la aduana y la viera, esperándole en la sala de llegadas, todo sería como si se hubieran visto por primera vez. Sonrió al pensar que ella debía de estar en el aeropuerto desde hacía por lo menos una hora antes del horario previsto para la llegada del avión.

Su maleta apareció de pronto ante él. La tomó, sacándola de la cinta, y se dirigió hacia la salida.

Connor pasó por el canal verde de los que no tenían nada que declarar, convencido de que aunque le registraran el equipaje, el funcionario de aduanas no se mostraría nada interesado por la talla de madera que representaba una gacela, claramente marcada al pie con un Made in South Africa.

Al salir a la sala de llegadas, distinguió inmediatamente a su esposa y a su hija, de pie entre la multitud. Aceleró el paso y sonrió a la mujer a la que adoraba. ¿Cómo era posible que se hubiera fijado en él y mucho menos que hubiera consentido en ser su esposa? Su sonrisa se amplió al tomarla en sus brazos.

—¿Cómo estás, cariño? —le preguntó.

—Siempre me reanimo cuando regresas sano y salvo después de cumplir con tu misión —le susurró ella.

Trató de pasar por alto la expresión «sano y salvo» al tiempo que la soltaba y se volvía hacia la otra mujer de su vida. Era una versión ligeramente más alta de la original, con el mismo cabello largo y rojo y los mismos ojos verdes y deslumbrantes, pero un temperamento un tanto más calmado. La única hija de Connor le dio un enorme beso en la mejilla que le hizo sentirse diez años más joven.

Cuando bautizaron a Tara, el padre Graham pidió al Altísimo que aquella niña se viera bendecida con la belleza de Maggie y el cerebro de… la propia Maggie. A medida que Tara crecía, obtenía altas notas en la escuela y hacía volver las cabezas a los hombres jóvenes, se demostró que el padre Graham no era sólo un sacerdote, sino un profeta. Connor pronto dejó de rechazar la corriente de admiradores que llamaban a la puerta de su pequeña casa de Georgetown, y hasta dejó de contestar el teléfono ya que, casi invariablemente, se trataba de otro joven balbuceante que confiaba en convencer a su hija para salir juntos.

—¿Cómo estaba Sudáfrica? —preguntó Maggie pasando la mano por el brazo de su marido.

—La situación es muy precaria desde la muerte de Mandela —contestó Connor, que había sido plenamente informado por Carl Koeter, durante su prolongado almuerzo, sobre los problemas a los que se enfrentaba Sudáfrica, información que complementó con unos cuantos periódicos locales atrasados, que leyó durante el vuelo a Sydney—. El índice de delincuencia es tan alto en la mayoría de las grandes ciudades que, después del anochecer, ya no es delito saltarse un semáforo en rojo. Mbeki hace todo lo que puede, pero me temo que voy a tener que recomendar que la empresa renuncie a su inversión en esa parte del mundo, al menos hasta que sepamos con bastante seguridad que la guerra civil está controlada.

—«Las cosas se desmoronan, el centro no se sostiene, la simple anarquía se desata sobre el mundo» —citó Maggie con una sonrisa.

—No creo que Yeats estuviera nunca en Sudáfrica —dijo Connor.

Con frecuencia hubiera deseado contarle a Maggie toda la verdad, y explicarle por qué había vivido sumido en la mentira durante tantos años. Pero las cosas no eran tan fáciles. Ella era su esposa, cierto, pero ellos eran sus jefes, y él siempre había aceptado la norma de mantener un silencio absoluto. Con el transcurso de los años había intentado convencerse de que era mucho mejor que ella no supiese la verdad. Pero cuando, sin pensarlo, utilizaba expresiones como «sano y salvo» o «misión», se daba cuenta de que en el fondo ella sabía muchas más cosas de las que admitía. ¿Acaso hablaba él en sueños? Sin embargo, pronto dejaría de ser necesario seguir mintiéndole. Maggie no lo sabía aún, pero Bogotá había sido su última misión. Durante las vacaciones dejaría caer una indirecta sobre un posible ascenso que significara menos viajes.

—¿Y el acuerdo? —preguntó Maggie—. ¿Pudiste solucionarlo?

—¿El acuerdo? Ah, sí, todo salió según lo previsto —contestó Connor.

Eso fue todo lo que se atrevió a decirle.

Connor empezó a pensar en pasar las dos semanas siguientes tumbado al sol. Al cruzar ante un quiosco de prensa, se fijó en un pequeño titular de la columna derecha del ejemplar del Sydney Morning Herald: «El vicepresidente de Estados Unidos asiste al funeral en Colombia».

Maggie se soltó del brazo de su esposo cuando salieron de la sala de llegadas al cálido sol del verano y se dirigieron hacia el aparcamiento.

—¿Dónde estabas cuando estalló la bomba en Ciudad de El Cabo? —le preguntó Tara.

Koeter no le había comentado nada sobre ninguna bomba en Ciudad de El Cabo. ¿Podría relajarse alguna vez?