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Al entrar Tom Lawrence en el salón repleto, los representantes de la prensa se levantaron.

—El presidente de Estados Unidos —declaró el secretario de prensa, por si acaso alguno de los presentes acababa de llegar de otro planeta.

Lawrence subió el escalón que conducía al podio y la carpeta azul que le había entregado Lloyd, la colocó sobre el atril. Hizo un gesto a los periodistas convocados para que se sentaran.

—Me siento complacido de anunciarles —empezó a decir el presidente, con expresión relajada— que me dispongo a enviar al congreso el proyecto de ley que prometí al pueblo estadounidense durante mi campaña electoral.

Pocos de los más antiguos corresponsales de la Casa Blanca anotaron una sola palabra de lo que dijo, como si la mayoría de ellos supieran que, en el caso de que hubiera algo que mereciera la pena imprimir, procedería más probablemente de la sesión de preguntas y respuestas antes que de ninguna declaración previamente preparada. En cualquier caso, los comentarios iniciales del presidente les serían entregados en una carpeta de prensa antes de abandonar la sala. Los viejos profesionales sólo consultaban el texto preparado cuando les faltaba material para llenar una columna extra.

Eso, sin embargo, no impidió que el presidente les recordara que la aprobación de la ley de reducción de armamento le permitiría disponer de mayores ingresos para un programa de atención sanitaria a largo plazo, de modo que los estadounidenses más ancianos pudieran esperar un mejor nivel de vida durante su jubilación.

—Será una ley bienvenida por parte de todo ciudadano decente y preocupado por su país, y me siento orgulloso de ser el presidente que hará su presentación en el Congreso.

Lawrence levantó la mirada y sonrió esperanzado, sintiéndose satisfecho al comprobar que, al menos hasta el momento, su declaración había salido bien.

Gritos de «¡Señor presidente!» brotaron desde todas las direcciones en cuanto Lawrence abrió la carpeta azul y echó un vistazo a las treinta y una probables preguntas que se le harían. Levantó la mirada de nuevo y le sonrió al rostro familiar de la mujer sentada en la primera fila.

—Barbara —dijo, señalando a la veterana periodista de la UPI que tenía el derecho de hacer la primera pregunta, como decana del cuerpo de prensa. Barbara Evans se puso lentamente en pie.

—Gracias, señor presidente. —Hizo una pausa, antes de preguntar—. ¿Puede usted confirmar que la CIA no ha tenido nada que ver en el asesinato del candidato presidencial colombiano, Ricardo Guzmán, ocurrido el sábado en Bogotá?

Un murmullo de interés se extendió por la sala. Lawrence bajó la mirada hacia las superfluas treinta y una preguntas y respuestas, y deseó entonces no haber renunciado tan a la ligera a la oferta de Larry Harrington de informarle más detalladamente sobre la situación.

—Me alegro de que me haya hecho esa pregunta, Barbara —respondió sin la menor vacilación—, porque quiero que sepa que mientras yo sea presidente esa clase de sugerencia ni siquiera se va a plantear. Esta Administración no interferirá, bajo ninguna circunstancia, en el proceso democrático de un Estado soberano. De hecho, esta misma mañana le he dado instrucciones al secretario de Estado para que llame a la viuda del señor Guzmán y le transmita mis condolencias personales.

Lawrence se sintió aliviado por el hecho de que Barbara hubiera mencionado el nombre del hombre muerto, ya que de otro modo no lo habría podido recordar.

—Quizá le interese saber también, Barbara, que ya le he pedido al vicepresidente que me represente en el funeral que, según tengo entendido, tendrá lugar este fin de semana en Bogotá.

Pete Dowd, el agente del servicio secreto a cargo de la división de protección al presidente, abandonó inmediatamente la sala para advertir al vicepresidente antes de que la prensa tuviera oportunidad de establecer contacto con él.

Barbara Evans no pareció muy convencida, pero antes de que pudiera continuar con una segunda pregunta, el presidente dirigió su atención hacia un hombre que se había puesto de pie en la segunda fila, confiando en que no tuviera el menor interés por las elecciones presidenciales en Colombia. Sin embargo, una vez que el periodista hizo su pregunta, Lawrence empezó a desear que se hubiera mostrado interesado por el país latinoamericano.

—¿Qué posibilidades de aprobación tiene su proyecto de ley en el caso de que Víctor Zerimski sea elegido próximo presidente de Rusia?

Durante los cuarenta minutos siguientes, Lawrence contestó diversas preguntas sobre el proyecto de ley de reducción de armas nucleares, biológicas, químicas y convencionales, pero entre ellas se intercalaron otras relativas al papel actual de la CIA en América del sur, y acerca de cómo trataría con Victor Zerimski en el caso de que se convirtiera en el siguiente presidente ruso. Cuando se puso de manifiesto que Lawrence no sabía mucho más que los propios periodistas acerca de cualquiera de aquellos dos temas, los halcones, oliendo a sangre fresca, empezaron a arrinconarle, con exclusión de toda otra clase de preguntas, incluidas las relativas al proyecto de ley de reducción de armamentos.

Y cuando Lawrence recibió por fin una pregunta comprensiva por parte de Phil Ansach sobre el tema del proyecto de ley, ofreció una respuesta prolongada y prolija y luego, sin advertencia previa, dio por terminada la conferencia de prensa, sonriéndoles a los periodistas y diciéndoles:

—Gracias, damas y caballeros. Ha sido un placer, como siempre.

Sin decir una sola palabra más les dio la espalda y abandonó rápidamente el salón, dirigiéndose hacia el despacho Oval.

En cuanto Andy Lloyd se situó a su lado, el presidente lanzó un gruñido contenido.

—Necesito hablar inmediatamente con Larry Harrington, y mientras hablo con él, llama a Langley. Quiero que la directora de la CIA se presente en mi despacho dentro de una hora…

—Me pregunto, señor presidente, si acaso no sería más prudente… —empezó a decir su jefe de personal.

—Dentro de una hora, Andy —insistió el presidente, sin mirarlo siquiera—. Si descubro que la CIA ha tenido algo que ver con ese asesinato en Colombia, colgaré a Dexter hasta que se seque.

—Le pediré al secretario de Estado que se reúna inmediatamente con usted, señor presidente —le aseguró Lloyd, que desapareció en un despacho lateral, tomó el teléfono más cercano que encontró y marcó el número de Larry Harrington, en el departamento de Estado.

Incluso a través del teléfono, el tejano no pudo ocultar la complacencia que le produjo saber tan rápidamente que había tenido razón. Una vez que Lloyd colgó el teléfono, regresó a su propio despacho, cerró la puerta y se sentó ante la mesa, permaneciendo así, en silencio, durante unos momentos. Una vez que hubo repasado mentalmente lo que necesitaba decir, con toda exactitud, marcó un número de teléfono al que sólo contestaba la directora de la CIA.

—La directora —fue todo lo que dijo Helen Dexter.

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Connor Fitzgerald entregó su pasaporte al funcionario australiano de aduanas. Habría sido irónico que dudara de aquel documento, ya que era la primera vez que utilizaba su verdadero nombre desde hacía tres semanas. El funcionario uniformado tecleó los detalles en el teclado de su ordenador, comprobó la pantalla y luego apretó unas cuantas teclas más.

No apareció nada sospechoso y selló el visado turístico.

—Le deseo que disfrute de su visita a Australia, señor Fitzgerald.

Connor le dio las gracias, se dirigió hacia la sala de equipajes y se sentó frente a la cinta sin fin, ahora inmóvil, donde esperó a que apareciese su equipaje. Procuraba no ser nunca el primero en pasar por aduanas, aunque no tuviera nada que declarar.

El día anterior, cuando aterrizó en Ciudad de El Cabo, Connor fue recibido al pie del avión por su viejo amigo y colega Carl Koeter. Carl había pasado las dos horas siguientes informándole, antes de disfrutar ambos de un prolongado almuerzo hablando del divorcio de Carl y de lo que hacían Maggie y Tara. Fue la segunda botella de Rustenberg Cabernet Sauvignon de 1982 lo que casi hizo que Connor perdiera su vuelo a Sydney. En la tienda libre de impuestos eligió presurosamente unos regalos para su esposa y su hija, procurando que llevaran bien visible el sello Made in South Africa. Ni siquiera su pasaporte ofrecía la menor indicación de que hubiera llegado a Ciudad del Cabo vía Bogotá, Lima y Buenos Aires.

Al sentarse en la zona de recogida de equipajes, a la espera de que la cinta sin fin se pusiera en marcha, empezó a pensar en la vida que había llevado en los últimos veintiocho años.

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Connor Fitzgerald había sido educado en una familia dedicada por entero a la causa de la ley y el orden.

Oscar, su abuelo paterno, llamado así por otro poeta irlandés, emigró a Estados Unidos desde Kilkenny, a principios de siglo. Pocas horas después de haber desembarcado en la isla Ellis, se dirigió directamente a Chicago, para reunirse con un primo suyo, que trabajaba en el departamento de policía.

Durante la Prohibición, Oscar Fitzgerald formó parte del pequeño grupo de policías que se negaron a aceptar sobornos de los contrabandistas. Como consecuencia de ello, no consiguió ascender más que hasta sargento. Pero Oscar engendró cinco hijos temerosos de Dios y sólo renunció a continuar cuando un sacerdote local le dijo que la voluntad del Todopoderoso era que él y Mary no recibieran la bendición de tener una hija. Su esposa se sintió agradecida por las sabias palabras del padre O’Reilly, pues resultaba muy difícil criar a cinco robustos muchachotes con el salario de un sargento. Aunque si Oscar le hubiera entregado un solo centavo más de lo que ella recibía de su paga semanal, Mary habría querido saber con todo detalle de dónde procedía aquel dinero.

Al terminar sus estudios en la escuela superior, tres de los chicos de Oscar ingresaron en el departamento de policía de Chicago, donde pronto obtuvieron los ascensos que se había merecido su padre. Otro de ellos tomó los hábitos, lo que complació a Mary, y el más joven, el padre de Connor, estudio justicia criminal en De Paul, aprovechando las facilidades otorgadas por la ley de acceso a la universidad para los soldados recién licenciados tras la Segunda Guerra Mundial. Después de graduarse, ingresó en el FBI. En 1949 se casó con Katherine O’Keefe, una joven que vivía a dos casas de distancia. Sólo tuvieron un hijo al que bautizaron con el nombre de Connor.

Connor nació el 8 de febrero de 1951 y ya antes de que tuviera edad para ir a la escuela estaba claro que iba a ser un bien dotado jugador de fútbol americano. El padre de Connor se sintió encantado cuando el muchacho se convirtió en el capitán del equipo de la escuela superior de Mount Carmel, pero su madre se encargó de seguir haciéndole trabajar hasta bien entrada la noche, para estar segura de que siempre terminara sus deberes.

—No puedes jugar al fútbol durante el resto de tu vida —le recordaba continuamente.

La combinación de un padre que se levantaba cada vez que una mujer entraba en la habitación donde él estuviera, y de una madre que era casi una santa, hicieron que Connor fuera tímido en presencia de las mujeres, a pesar de toda su potencia física. Fueron varias las jovencitas de la escuela superior de Mount Carmel que dejaron bien a las claras lo que sentían por él, pero el muchacho no perdió su virginidad hasta que conoció a Nancy, durante su último año en la escuela. Poco después de que condujera al equipo de Mount Carmel a otra victoria, en una tarde de otoño, Nancy lo pilló de improviso y lo sedujo. Habría sido la primera vez que él hubiese visto a una mujer desnuda, si ella se hubiera quitado toda la ropa.

Aproximadamente un mes más tarde, Nancy le preguntó si no le gustaría probar con dos chicas a la vez.

—Nunca he tenido dos chicas, y mucho menos a la vez —contestó él.

Nancy no pareció quedar impresionada por su contestación y siguió su camino.

Cuando Connor obtuvo una beca para estudiar en Notre Dame, no aceptó ninguna de las numerosas ofertas con las que habitualmente se encontraban todos los miembros del equipo de fútbol. Sus compañeros de equipo parecían enorgullecerse de grabar los nombres de las chicas que habían sucumbido a sus encantos en el interior de las puertas de sus armarios. Brett Coleman, el que lanzaba los golpes colocados, tenía diecisiete nombres grabados en su armario, ya a finales del primer semestre. La regla, según informó a Connor, era que sólo contaba la penetración.

—Las puertas del armario no son lo bastante grandes para incluir los nombres de todas las que me han practicado el sexo oral.

A finales de su primer año, «Nancy» seguía siendo el único nombre que Connor había grabado. Una noche, después de un entrenamiento, comprobó las puertas de los demás compañeros de equipo y descubrió que el nombre de Nancy aparecía en casi todas ellas, ocasionalmente acompañado por el nombre de alguna otra chica, entre paréntesis. El resto del equipo se lo habría hecho pasar muy mal por su baja puntuación si no hubiera sido el mejor quarterback de primer año con que había contado Notre Dame desde hacía por lo menos una década.

Fue durante los primeros días de su segundo año de estudios cuando todo cambió.

Al acudir a su sesión semanal en el Club Irlandés de Baile, ella se estaba poniendo los zapatos. No pudo verle la cara, pero eso no le importó mucho, porque no pudo apartar la mirada de aquellas piernas largas y delgadas. Como héroe del equipo de fútbol, se había acostumbrado a que las chicas le mirasen, pero ahora resultaba que la única chica a la que deseaba impresionar ni siquiera se daba cuenta de su existencia.

Y para empeorar las cosas, cuando ella salió a la pista de baile, se emparejó con Declan O’Casey, que no tenía rival como bailarín. Los dos mantenían las espaldas rígidamente rectas y movían los pies con una ligereza que Connor sólo había visto en muy raras ocasiones.

Al terminar la pieza, Connor seguía sin saber el nombre de aquella joven. Lo peor de todo, sin embargo, fue que ella y Declan se marcharon antes de que él pudiera encontrar una forma de que alguien les presentara. Desesperado, decidió seguirlos hasta los dormitorios femeninos, caminando unos cincuenta metros tras ellos, y permaneciendo siempre entre las sombras, tal como le había enseñado a hacer su padre. Una mueca apareció en su rostro al observar que los dos se tomaban de las manos y charlaban felizmente. Al llegar al Le Mans Hall, ella besó a Declan en la mejilla y desapareció en el interior. ¿Por qué no se habría concentrado más en el baile y algo menos en el fútbol?, se preguntó.

Después de que Declan se alejara en dirección de los dormitorios de los hombres, Connor empezó a recorrer de un lado a otro la acera situada por debajo de las ventanas del dormitorio de las chicas, preguntándose qué podía hacer. Finalmente, la vio fugazmente, vestida con un batín, al cerrar la cortina de su cuarto, y él todavía permaneció unos pocos minutos más por allí, antes de regresar de mala gana a su propio cuarto. Se sentó en el borde de la cama y empezó a escribirle una carta a su madre, contándole que acababa de ver a la mujer con la que se iba a casar, aunque en realidad aún no había hablado con ella y, ahora que lo pensaba, ni siquiera conocía su nombre. Al cerrar el sobre, intentó convencerse de que Declan O’Casey no era más que su compañero de baile.

Durante el resto de la semana intentó descubrir todo lo que pudo sobre ella, pero apenas si pudo saber que se llamaba Maggie Burke, había conseguido una beca para el St. Mary’s y aquel era su primer año de estudio de Historia del Arte. Maldijo el hecho de no haber entrado en su vida en una galería de arte; de hecho, lo máximo que se había acercado a la pintura fue cuando su padre le pidió que alcanzara con la brocha la parte alta de la verja que rodeaba el pequeño patio trasero de su casa, en la calle South Lowe. Resultó que Declan llevaba saliendo con Maggie desde el último año de escuela superior de ella y no sólo era el mejor bailarín del club, sino que también se le consideraba como el matemático más brillante de la universidad. Otras instituciones le habían ofrecido ya becas para realizar estudios de posgrado, incluso antes de que se conocieran los resultados de sus exámenes finales. Connor sólo podía confiar en que a Declan le ofrecieran lo más pronto posible un puesto irresistible en algún lugar alejado del South Bend.

Al jueves siguiente, Connor fue el primero en acudir al club de baile, y cuando Maggie salió del vestuario, con su blusa de algodón crema y una falda negra y corta, la única duda que se le planteó a él fue si mirar fijamente aquellos ojos verdes o sus largas y esbeltas piernas. Una vez más, se emparejó con Declan durante toda la velada, mientras Connor permanecía en silencio sentado en un banco, fingiendo que no se daba cuenta de su presencia. Después del número final, los dos se marcharon y Connor los siguió de nuevo hasta el Le Mans Hall, aunque en esta ocasión observó que ella no tomaba la mano de Decían.

Después de una larga charla y otro beso en la mejilla, Declan desapareció en dirección a los dormitorios de los hombres. Connor se sentó en un banco, frente a su ventana y se quedó mirando fijamente el balcón del dormitorio de las chicas. Decidió esperar hasta que la viera cerrar las cortinas, pero para cuando ella apareció en la ventana, él se había quedado dormido.

Lo siguiente que recordó fue que despertaba de un profundo sueño en el que soñaba que Maggie se encontraba delante de él, vestida con pijama y un batín.

Se despertó con un sobresalto, la miró con expresión de incredulidad, se levantó de un salto al darse cuenta de la situación, y extendió la mano.

—Hola, soy Connor Fitzgerald.

—Lo sé —asintió ella al estrecharle la mano—. Soy Maggie Burke.

—Lo sé —fue todo lo que se le ocurrió decir a él.

—¿Queda algo de sitio en ese banco? —preguntó ella.

Y, a partir de ese momento, Connor ya no miró a ninguna otra mujer.

Al sábado siguiente, Maggie acudió al partido de fútbol americano por primera vez en su vida y lo vio salir bien librado de una serie de jugadas notables delante de lo que para él era un estadio atestado con una sola persona.

Al jueves siguiente, ella y Connor bailaron durante toda la velada, mientras Declan permanecía desconsoladamente sentado en un rincón. Todavía parecía sentirse más desolado cuando los dos se marcharon juntos, cogidos de las manos. Al llegar al Le Mans Hall, Connor la besó e, inmediatamente después, se puso de rodillas y le pidió que se casara con él. Maggie se echó a reír, se ruborizó y entró corriendo en el edificio. Camino de regreso hacia el dormitorio de los hombres, Connor también se echó a reír, pero eso fue después de que distinguiera a Declan escondido detrás de un árbol.

A partir de entonces, Connor y Maggie pasaron juntos todos sus ratos libres. Ella aprendió el significado de expresiones como «tocado en tierra», «zona final» y «pase lateral», mientras que él aprendió cosas sobre Bellini, Bernini y Luini. Durante los tres años siguientes, Connor hincaba una rodilla en tierra cada jueves por la noche y le pedía que se casara con él. Cada vez que sus compañeros de equipo le preguntaban, por qué no había grabado su nombre en el interior de la puerta de su armario, él se limitaba a contestar:

—Porque voy a casarme con ella.

Al final del último año de estudios de Connor, Maggie consintió finalmente en ser su esposa… después de que ella misma terminara sus estudios.

—He necesitado pedírtelo ciento cuarenta y una veces para que vieras la luz —exclamó él con expresión de triunfo.

—Oh, no seas estúpido, Connor Fitzgerald —replicó ella—. Desde el momento que me senté a tu lado, en aquel banco, supe que pasaría contigo el resto de mi vida.

Se casaron dos semanas después de que Maggie se graduara summa cum laude. Tara nació diez meses más tarde.