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—Zerimski soltaría una bomba nuclear sobre la Casa Blanca si creyera que podría salir bien librado —dijo Maggie—. ¿No hay ninguna noticia mejor que dar en un sábado por la mañana?

—El primer ministro ha anunciado la fecha para la celebración de un referéndum sobre si Australia debe convertirse en república.

—Sois tan lentos en este país… —dijo Maggie, llenándose un cuenco con copos de maíz—. Nosotros ya nos libramos de los británicos hace más de doscientos años.

—Estoy seguro de que a nosotros no nos costará tanto —dijo Stuart echándose a reír, mientras su esposa entraba en la habitación vestida con un batín.

—Buenos días —saludó con cara somnolienta.

Maggie se levantó del taburete y le dio un beso en la mejilla.

—Siéntate ahí y tómate esos copos de maíz mientras te preparo una tortilla. Realmente, no deberías…

—Mamá, sólo estoy embarazada, no muriéndome de hambre —protestó Tara—. Tendré suficiente con un cuenco de copos de maíz.

—Lo sé, sólo que…

—…nunca dejarás de preocuparte —dijo Tara que rodeó los hombros de su madre con un brazo—. Te voy a decir un secreto. No hay pruebas médicas de que los abortos sean hereditarios, sino sólo las madres que arman jaleo. ¿Hay alguna gran noticia esta mañana? —preguntó, mirando a Stuart.

—El caso en el que intervengo en el tribunal de lo criminal ha aparecido en titulares… en la página dieciséis —añadió tras una pausa, señalando los tres cortos párrafos medio escondidos al pie de la columna de la izquierda.

Tara leyó el informe dos veces, antes de decir.

—Pero ni siquiera mencionan tu nombre.

—No. Por el momento parecen más interesados por mi cliente —admitió Stuart—, pero si consigo que lo pongan en libertad, eso cambiará.

—Espero que no consigas ponerlo, en libertad —dijo Maggie, al tiempo que rompía el segundo huevo—. Creo que tu cliente es un cobista que debería pasarse el resto de su vida en la cárcel.

—¿Por haber robado setenta y tres dólares? —preguntó Stuart con incredulidad.

—A una anciana indefensa.

—Pero fue la primera vez.

—Querrás decir que fue la primera vez que lo pillaron —observó Maggie.

—¿Sabes, Maggie? Habrías sido una fiscal de primera —dijo Stuart—. Jamás deberías haberte conformado con tomarte éste como un año sabático; en lugar de eso deberías haberte matriculado en la facultad de Derecho. De todos modos, te recuerdo que solicitar cadena perpetua por robar setenta y tres dólares parece un poco exagerado para cualquiera.

—Te sorprenderías, jovencito, de saber lo que piensa la gente —replicó Maggie.

Alguien llamó a la puerta.

—Yo iré —dijo Stuart, levantándose de la mesa.

—Stuart tiene razón, mamá —intervino Tara, mientras su madre dejaba ante ella el plato con la tortilla recién hecha—. No deberías perder el tiempo como ama de casa sin salario. Eres demasiado buena para eso.

—Gracias, cariño —dijo Maggie. Regresó a la cocina y partió otro huevo—. Pero disfruto estando con vosotros dos. Sólo esperó que no prolongue demasiado mi estancia para vuestro gusto.

—Pues claro que no, mamá —dijo Tara—. Pero ya han pasado seis meses desde que…

—Lo sé, cariño, pero aún necesito un poco más de tiempo antes de que pueda afrontar el regreso a Washington. Estaré bien para cuando empiece el semestre, en el otoño.

—Pero es que ahora ni siquiera aceptas invitaciones para hacer cosas de las que disfrutabas.

—¿Como por ejemplo?

—La semana pasada, el señor Moore te invitó a ver Fidelio en el Teatro de la ópera, y le dijiste que ya ibas a ir esa misma noche.

—Si quieres que te sea sincera, no recuerdo ni lo que estaba haciendo —dijo Maggie.

—Pues yo sí. Estabas en tu habitación, leyendo Ulises.

—Tara, Ronnie Moore es un hombre dulce y no me cabe la menor duda de que haga lo que haga en el banco, lo debe de hacer muy bien. Pero lo que no necesita es pasar una velada conmigo para que le recuerde lo mucho que echo de menos a tu padre. Y, desde luego, yo no necesito pasar una velada con él, para que me cuenta lo mucho que adoró a su fallecida esposa, sea cual fuere su nombre.

—Elizabeth —dijo Stuart, que regresó con el correo de la mañana—. En realidad, Ronnie es bastante agradable.

—¿Tú también? —replicó Maggie—. Creo que ha llegado el momento de que dejéis de preocuparos por mi vida social.

Colocó delante de Stuart un plato con una tortilla todavía más grande.

—Debería haberme casado contigo, Maggie —dijo con una sonrisa burlona.

—Habrías sido mucho más adecuado que la mayoría de los hombres con los que habéis tratado de que saliera —dijo ella, dándole unos golpecitos en la cabeza a su yerno.

Stuart se echó a reír y empezó a mirar las cartas, la mayoría de las cuales eran para él. Le pasó un par a Tara y tres a Maggie, y dejó las suyas a un lado para enfrascarse en la sección de deportes del Herald.

Maggie se sirvió una segunda taza de café antes de mirar el correo. Como hacía siempre, estudió los sellos antes de decidir en qué orden las abriría. Dos llevaban el mismo retrato de George Washington. El tercero mostraba una pintoresca imagen de un kookaburra. Rasgó primero el sobre australiano. Cuando hubo terminado de leerlo, se lo pasó a Tara, al otro lado de la mesa, cuya sonrisa se fue ampliando a medida que leía.

—Muy halagador —dijo Tara, que entregó la carta a Stuart. Stuart la leyó rápidamente.

—Sí, mucho. ¿Cómo responderás?

—Contestaré diciendo que no estoy buscando trabajo —contestó Maggie—. Pero no lo haré hasta que no descubra a quién de los dos tengo que agradecer esta iniciativa —dijo, haciendo ondear la carta en el aire.

—Soy inocente —declaró Tara.

Mea culpa —admitió Stuart.

Había aprendido, ya desde el principio, que no servía de nada tratar de engañar a Maggie, que al final siempre terminaba descubriendo todo.

—Vi el puesto de trabajo anunciado en el Herald y pensé que estabas idealmente calificada para desempeñarlo. En todo caso, excesivamente calificada.

—Se rumorea que el jefe de ingresos se jubilará al final del año académico —dijo Tara—. Así que tendrán que buscar un sustituto en un futuro cercano. Quien consiga ese puesto de trabajo…

—Vamos a ver, escuchadme los dos —dijo Maggie, que empezó a retirar los platos—. Me he tomado un año sabático y cuando llegue agosto tengo la intención de regresar a Washington y continuar desempeñando mi trabajo como decana de ingresos en Georgetown. La Universidad de Sydney tendrá que encontrar a alguna otra persona.

Se sentó para abrir la segunda carta.

Ni Tara ni Stuart hicieron mayores comentarios cuando ella extrajo del sobre un cheque por importe de 277.000 dólares, firmado por el secretario del Tesoro.

«Beneficios plenos», según aclaraba la carta adjunta, por la pérdida de su esposo mientras servía en su calidad de agente de la CIA. ¿Cuándo empezarían a comprender lo que significaba «beneficios plenos»?

Abrió rápidamente la tercera carta. La había dejado para el final, después de haber reconocido el viejo tipo de letra de la máquina de escribir, sabiendo exactamente quién la había enviado.

Tara le dio un ligero codazo a Stuart.

—Si no me equivoco, es la carta anual de amor del doctor O'Casey —dijo en un susurro fingido—. Debo admitir que me siento impresionada por el hecho de que se las haya arreglado para encontrarte.

—Yo también —dijo Maggie con una sonrisa—. Al menos con él no tengo que fingir.

Abrió el sobre.

—Os quiero ver listas y preparadas para salir dentro de una hora —dijo Stuart comprobando su reloj. Maggie lo miró por encima del borde de sus gafas de lectura y sonrió—. He reservado una mesa en el café de la playa, para ir a almorzar.

—Oh, eres magnífico —exclamó Tara con un suspiro de adoración. Stuart estaba a punto de golpearla en la cabeza con el periódico cuando Maggie exclamó de pronto:

—Santo Cielo.

Los dos se volvieron a mirarla, extrañados. Fue lo más cercano a una blasfemia que le habían oído decir nunca.

—¿Qué ocurre, mamá? —preguntó Tara—. ¿Todavía te propone matrimonio o ya se ha casado con alguna otra después de todos estos años?

—Ninguna de las dos cosas. Resulta que le han ofrecido un puesto de trabajo como jefe del departamento de Matemáticas de la Universidad de Nueva Gales del Sur, y va a venir para conocer al vicedecano antes de tomar una decisión final.

—No podría ser mejor —dijo Tara—. Después de todo, es irlandés, elegante y siempre te ha adorado. Y como tú te encargas de recordarnos con regularidad, papá lo derrotó por muy poco. ¿Qué más podrías pedir?

Se produjo un prolongado silencio, antes de que Maggie dijera:

—Me temo que eso no es del todo exacto.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Tara.

—Bueno, la verdad es que aun siendo elegante y un magnífico bailarín, también resultaba un poco aburrido.

—Pero si siempre me has dicho que…

—Sé muy bien lo que te he dicho —le interrumpió Maggie—. Y no necesitas mirarme de ese modo, jovencita. Estoy segura de que ocasionalmente bromeas con Stuart acerca de aquel joven camarero de Dublín que…

—¡Mamá! En cualquier caso, él es ahora un…

—¿Un qué? —preguntó Stuart.

—…un profesor en el Trinity College de Dublín —dijo Tara—. Y, lo que es más importante, está felizmente casado y tiene tres hijos. Que es mucho más de lo que se puede decir de la mayoría de tus ex novias.

—Cierto —admitió Stuart—. Bueno, dime una cosa —añadió, volviendo la atención a Maggie—, ¿cuándo llega ese doctor O’Casey a Australia?

Maggie desplegó de nuevo la carta y leyó en voz alta:

«Vuelo desde Chicago el catorce, y llego el quince.»

—¡Pero si es hoy! —exclamó Stuart.

Maggie asintió con un gesto, antes de continuar:

«Estaré en Sydney una noche y luego conoceré al vicedecano al día siguiente, antes de regresar a Chicago.»

Levantó la mirada.

—Estará de regreso a casa antes de que nosotros hayamos vuelto del fin de semana.

—Qué pena —dijo Tara—. Después de todos estos años me habría gustado conocer al fiel doctor Declan O’Casey.

—Y aún podrías conocerlo, aunque justo —dijo Stuart, que miró su reloj—. ¿A qué hora aterriza su avión?

—A las once y veinte de esta mañana —contestó Maggie—. Me temo que no podremos llegar a tiempo. Y no dice dónde se va a alojar, de modo que no hay forma de ponerse en contacto con él antes de que tome el vuelo de regreso a casa.

—No seas tan pusilánime —dijo Stuart—. Si salimos dentro de diez minutos, todavía podemos llegar al aeropuerto a tiempo para recibir su avión. Podrías invitarlo a que almuerce con nosotros.

Tara miró a su madre, a quien no parecía entusiasmarle mucho la idea.

—Aunque lleguemos a tiempo, probablemente dirá que no —dijo Maggie—. Estará agotado por el viaje y el cambio de horario y tendrá que prepararse para la entrevista de mañana.

—Pero al menos habrás hecho el esfuerzo —dijo Tara.

Maggie dobló la carta, se quitó el delantal y dijo:

—Tienes razón, Tara. Después de todos estos años, es lo menos que puedo hacer.

Le sonrió a su hija, abandonó rápidamente la cocina y desapareció escalera arriba.

Una vez en su habitación, abrió el armario ropero y eligió su vestido favorito. No quería que Declan la viera como una mujer de edad mediana, aunque eso era bastante estúpido, porque lo era, lo mismo que él. Se miró en el espejo. Bueno, estaba pasable, decidió; sobre todo a sus cincuenta y un años. No había aumentado de peso aunque durante los últimos seis meses le habían aparecido una o dos arrugas en la frente.

Maggie volvió a bajar la escalera y se encontró a Stuart paseando de uno a otro lado del vestíbulo. Ella sabía que el coche ya estaría preparado, y probablemente con el motor en marcha.

—Vamos, Tara —gritó Stuart por el hueco de la escalera, por tercera vez.

Tara apareció pocos minutos más tarde y la impaciencia de Stuart se vaporó en cuando ella le sonrió.

—Ya estoy impaciente por conocerlo —dijo Tara al subir al coche—. Hasta su nombre tiene algo de romántico.

—Así fue exactamente como yo me sentí entonces —comentó Maggie.

—¿Qué significa un nombre? —dijo Stuart con una sonrisa burlona, mientras maniobraba el coche para sacarlo por el camino de acceso a la casa.

—Significa mucho cuando una nace con el nombre de Margaret Deirdre Burke —replicó Maggie. Stuart se echó a reír—. Cuando estaba en la escuela me escribí una vez una carta a mí misma, dirigida al «Doctor y señora Declan O’Casey». Pero eso no le hizo parecer más interesante.

Maggie se tocó el pelo, con nerviosismo.

—¿No es posible que, después de todos estos años, el doctor O’Casey resulte ser un hombre divertido, animado y mundano? —preguntó Tara.

—Lo dudo mucho —dijo Maggie—. Creo que es mucho más probable que sea un hombre pomposo, arrugado y todavía virgen.

—¿Cómo podías saber que era virgen? —preguntó Stuart.

—Porque nunca dejaba de decírselo a todo el mundo —replicó Maggie—. La idea que Declan se hacía de un fin de semana romántico era pronunciar un discurso sobre trigonometría en una conferencia de matemáticas —Tara se echó a reír—. Aunque, para ser justos, debo decir que tu padre no era mucho más experimentado que él. Pasamos nuestra primera noche juntos en el parque, en un banco, y lo único que yo perdí en aquella ocasión fueron mis zapatillas.

Stuart se reía tan fuerte que estuvo a punto de chocar con el bordillo.

—En cierta ocasión descubrí cómo había perdido Connor su virginidad —siguió diciendo Maggie—. Fue con una chica llamada Nancy, que nunca sabía decir «No» —susurró, con una fingida confidencialidad.

—Seguro que él no te contó eso —intervino Stuart con incredulidad.

—No, no lo hizo. En realidad, no lo habría descubierto nunca de no haber sido porque él llegó una noche tarde al entrenamiento de fútbol. Decidí dejarle una nota en su armario y descubrí el nombre de Nancy grabado en el interior de la puerta del armario. Pero la verdad es que no pude quejarme porque, cuando se me ocurrió comprobar en los armarios de sus compañeros de equipo, descubrí que Connor era el que había conseguido menos puntos en ese deporte.

Tara se desternillaba de risa y empezaba a rogarle a su madre que parara.

—Finalmente —siguió contando Maggie—, cuando tu padre…

Cuando llegaron al aeropuerto, Maggie los había agotado a los dos contándoles historias de la rivalidad entre Declan y Connor, y empezaba a sentirse bastante recelosa ante la perspectiva de encontrarse con su antigua pareja de baile después de tantos años.

Stuart detuvo el coche junto a la acera, bajó de un salto y le abrió la puerta de atrás.

—Será mejor que te des prisa —dijo, comprobando su reloj.

—¿Quieres que vaya contigo, mamá? —preguntó Tara.

—No, gracias —replicó Maggie.

Y luego se alejó rápidamente hacia las puertas automáticas, antes de que pudiera cambiar de opinión.

Comprobó el panel de llegadas. El vuelo 815 de United procedente de Chicago había aterrizado a las once y veinte. Ahora eran casi las once cuarenta. En toda su vida había llegado tan tarde a recibir a alguien que llegara en avión.

Cuanto más se acercaba a la zona de llegadas, tanto más lentamente caminaba, con la esperanza de que Declan hubiera tenido ya tiempo de marcharse. Decidió quedarse por allí quince minutos y luego regresar al coche. Estudió a los pasajeros que llegaban a medida que salían. Los jóvenes, sonrientes y entusiastas, que llevaban tablas de surf bajo el brazo; los de edad mediana, bulliciosos y atentos, sujetando a sus hijos de la mano; los viejos y pensativos, de movimientos lentos, que salían al final. Empezó a preguntarse sí reconocería a Declan. ¿Habría pasado ya a su lado sin que ella se diera cuenta? Después de todo, habían transcurrido más de treinta años desde la última vez que se vieron, y él no confiaba encontrarse allí a nadie esperándole.

Comprobó de nuevo el reloj; ya casi habían transcurrido los quince minutos. Empezó a pensar en un buen plato de gnocchi y una copa de Chardonnay tomando el almuerzo en el Cronulla, para luego dormir la siesta al sol de la tarde, mientras Stuart y Tara se dedicaban a practicar el surf. Entonces, su mirada se posó en un hombre que sólo tenía un brazo y que en ese momento salía por la puerta de llegadas.

Maggie sintió que las piernas le flaqueaban. Miró fijamente al hombre que nunca había dejado de amar y pensó que estaba a punto de derrumbarse al suelo. Las lágrimas se hincharon en sus ojos. No exigió explicación alguna. Eso ya vendría más tarde, mucho más tarde. Lo único que hizo fue correr hacia él, sin darse cuenta de todo lo que la rodeaba.

En el momento en que él la vio, le dirigió aquella sonrisa tan familiar que demostraba que sabía que había sido descubierto.

—Oh, Dios mío, Connor —exclamó ella, abriendo los brazos—. Dime que es cierto. Santo Dios, dime que es cierto.

Connor la apretó con fuerza con su brazo derecho, mientras que la manga del izquierdo le colgaba vacía a un costado.

—Es totalmente cierto, mi querida Maggie —le dijo con su animado acento irlandés—. Desgraciadamente, aunque los presidentes pueden arreglarlo casi todo, una vez que te han matado no tienes más alternativa que desaparecer durante un tiempo y asumir otra identidad —la soltó y contempló a la mujer que había deseado abrazar en cada momento de los últimos seis meses—. Así que me decidí por el doctor Declan O’Casey, un académico, sobre todo teniendo en cuenta mi nuevo nombramiento en Australia, porque recordé que en cierta ocasión me dijiste que habías deseado ser la señora de Declan O’Casey. Imagino que no me veré importunado por demasiados australianos que quieran poner a prueba mis capacidades matemáticas.

Maggie lo miró, con lágrimas corriéndole por las mejillas, sin estar muy segura de reír o seguir llorando.

—Pero la carta, cariño… —dijo ella—. Esa «e» torcida. ¿Cómo es posible que tú…?

—Sí, pensé que ese detalle te gustaría —dijo Connor—. Fue después de haber visto tu fotografía en el Washington Post, de pie ante la tumba, frente al presidente, y cuando leí los brillantes halagos que se le dedicaron a tu difunto esposo. Entonces pensé: Declan, muchacho, esta puede ser tu última oportunidad de casarte con esa jovencita de Margaret Burke, del East Side. —Le sonrió—. Así que, ¿qué te parece, Maggie? —le preguntó—. ¿Quieres casarte conmigo?

—Connor Fitzgerald, tienes muchas cosas que explicarme —dijo Maggie.

—Desde luego que sí, señora O’Casey. Y disponemos de todo el resto de nuestras vidas para hacerlo.