30

Había tres hombres sentados en el despacho Oval, escuchando la cinta. Dos de ellos vestían de frac, el tercero de uniforme.

—¿Cómo lo descubrió? —preguntó Lawrence.

—Estaba entre el montón de ropas que Fitzgerald dejó en el JumboTron —contestó el agente especial al mando, Braithwaite—. En el bolsillo trasero de los vaqueros.

—¿Cuántas personas la han escuchado? —preguntó Lloyd, procurando que no se le notara la ansiedad en la voz.

—Sólo nosotros tres, señor —contestó Braithwaite—. En cuanto la escuché, me puse inmediatamente en contacto con usted. Ni siquiera he informado a mi jefe.

—Se lo agradezco, Bill —dijo el presidente—. Pero ¿qué me dice de los que fueron testigos del incidente en el estadio?

—Aparte de mí, sólo otras cinco personas supieron lo ocurrido, y puede estar seguro de su discreción —dijo Braithwaite—. Cuatro de ellas han formado parte de mi personal desde hace diez años o más y entre todos conocen suficientes secretos como para hundir a los cuatro últimos presidentes, por no hablar de la mitad del Congreso.

—¿Llegó alguien a ver a Fitzgerald? —preguntó Lloyd.

—No, señor. Los dos agentes que registraron el JumboTron inmediatamente después del incidente no encontraron señales de él, a excepción del montón de ropas, mucha sangre y a uno de mis hombres esposado a una viga. Después de escuchar la cinta, di órdenes de que no hubiera ningún informe escrito o verbal sobre el incidente.

—¿Qué me dice del hombre que estaba colgado de la viga? —preguntó el presidente.

Indicaré en el parte que tropezó y se cayó desde la repisa. Le he dado una baja de un mes por enfermedad.

—Ha mencionado usted a una quinta persona —dijo Lloyd.

—Sí, señor, es un estudiante universitario que estaba en ese momento en la torre de iluminación, con nosotros.

—¿Cómo puede estar seguro de que no hablará? —preguntó Lloyd.

—Mientras estamos hablando, tengo sobre la mesa de mí despacho su solicitud para ingresar en el servicio secreto —contestó el capitán—. Creo que confía en que se le asigne a mi división en cuanto haya terminado su período de formación.

—¿Y la bala? —preguntó el presidente, tras una sonrisa.

—Tuve que armar bastante jaleo para poderla sacar del campo después de terminado el partido —informó Braithwaite, que le entregó al presidente un trozo de metal aplastado.

Lawrence se levantó, se giró y miró por la ventana.

El atardecer caía sobre el Capitolio. Miró sobre el prado, mientras pensaba en lo que se disponía a decir.

—Es importante que se dé cuenta de una cosa, Bill —dijo finalmente—. Lo que suena en esa cinta parece ciertamente mi voz, pero lo cierto es que jamás le he sugerido a nadie, en ningún momento, que Zerimski o cualquier otra persona sea blanco de un asesino.

—Así lo acepto, sin cuestionarlo, señor presidente. De otro modo, no estaría aquí ahora. Pero debo ser igualmente franco con usted. Si alguien del servicio secreto se ha dado cuenta de que fue Fitzgerald el que estaba en el JumboTron, probablemente le habrá ayudado a escapar.

—¿Qué clase de hombre puede inspirar tanta lealtad? —preguntó Lawrence.

—En su mundo, sospecho que Abraham Lincoln —contestó Braithwaite—. En el nuestro es Connor Fitzgerald.

—Me habría gustado conocerlo.

—Eso va a ser difícil, señor. Aunque esté vivo, parece haber desaparecido de la faz de la tierra. No quisiera que mi carrera dependiera de tener que detenerlo.

—Señor presidente —intervino Lloyd—, ya llega con siete minutos de retraso a la cena en la embajada rusa.

Lawrence sonrió y le estrechó la mano a Braithwaite.

—Otro buen hombre del que no puedo hablarle al pueblo estadounidense —dijo con una seca sonrisa—. Supongo que esta noche volverá a estar usted de servicio.

—Sí, señor. He sido destacado para cubrir toda la visita del presidente Zerimski.

—En ese caso, es posible que le vea más tarde, Bill…

Si descubre alguna nueva información sobre Fitzgerald, quiero saberla inmediatamente.

—Desde luego, señor —asintió Braithwaite, que se volvió para marcharse.

Lawrence y Lloyd se dirigieron en silencio hacia el pórtico sur, donde ya esperaban nueve limusinas, con los motores en marcha. En cuanto el presidente se hubo instalado en el asiento trasero del sexto vehículo, se volvió hacia su jefe de personal y le preguntó:

—¿Dónde crees que puede estar, Andy?

—No tengo ni la menor idea, señor. Pero si la tuviera, probablemente estaría de acuerdo con el equipo de Braithwaite y lo ayudaría a escapar.

—¿Por qué no podemos tener a un hombre como él como director de la CIA?

—Podríamos haberlo tenido si Jackson hubiera vivido.

Lawrence se volvió para mirar por la ventanilla. Algo le había estado perturbando desde que saliera del estadio, pero cuando la escolta de motocicletas cruzó las puertas de acceso al recinto de la embajada rusa, no estaba más cerca que antes de extraerlo de entre los recovecos de su mente.

—¿Por qué parece estar de tan mal humor? —preguntó Lawrence al ver a Zerimski que paseaba a uno y otro lado, fuera del edificio de la embajada.

Lloyd miró su reloj.

—Llega usted diecisiete minutos tarde, señor.

—Eso no es gran cosa. Francamente, ese condenado hombre tiene mucha suerte de estar vivo.

—No creo que pueda usted utilizar eso como excusa, señor presidente.

La comitiva se detuvo junto al presidente ruso. Lawrence bajó del coche y saludó:

—Hola, Victor. Siento mucho haber llegado un par de minutos tarde.

Zerimski no hizo el menor intento por ocultar su descontento. Después de un frío apretón de manos, condujo silenciosamente a su invitado de honor al interior de la embajada y subió los escalones que conducían al Salón Verde, donde se celebraba la recepción, sin decir una sola palabra. Luego, ofreció una excusa superficial y dejó al presidente de Estados Unidos en compañía del embajador egipcio.

La mirada de Lawrence recorrió el salón, mientras el embajador trataba de despertar su interés por una exposición de manufacturas egipcias que se había inaugurado recientemente en el Smithsonian.

—Sí, he intentado encontrar un hueco en mi programa para acudir a verla —dijo el presidente, que hablaba como si hubiera puesto el piloto automático—. Todos los que la han visto dicen que es magnífica.

El embajador egipcio lo miró con una sonrisa resplandeciente y, en ese momento, Lawrence vio al hombre que andaba buscando. Necesitó saludar a tres embajadores, dos esposas y el corresponsal político del Pravda para llegar hasta donde estaba Harry Nourse sin causar indebidas sospechas.

—Buenas noches, señor presidente —le saludó el fiscal general—. Supongo que le habrá gustado el resultado del partido de esta tarde.

—Desde luego que sí, Harry —asintió Lawrence muy animadamente—. Siempre dije que los Packers podían barrer a los Redskins en cualquier momento y en cualquier campo. —Bajó la voz para añadir—: Quiero verle en mi despacho esta misma medianoche. Necesito su consejo sobre una cuestión legal.

—Desde luego, señor —asintió el fiscal general en voz baja.

—Rita —dijo el presidente, girándose hacia la derecha— ha sido un verdadero placer estar contigo esta tarde.

La señora Cooke le devolvió la sonrisa en el momento en que un gong sonaba en el fondo y un mayordomo anunciaba que estaba a punto de servirse la cena. Las conversaciones se apagaron y los invitados se dirigieron lentamente hacia el salón de baile.

Lawrence había sido colocado entre la señora Pietrovski, esposa del embajador, y Yuri Olgivic, el recientemente nombrado jefe de la delegación comercial rusa. El presidente pronto descubrió que Olgivic no hablaba una palabra de inglés, otra de las sutiles insinuaciones de Zerimski acerca de su actitud con respecto a la apertura comercial entre las dos naciones.

—Tiene que haberse sentido muy complacido con el resultado del partido de esta tarde —comentó la esposa del embajador ruso, mientras colocaban un cuenco de borsch delante del presidente.

—Desde luego —asintió Lawrence—, pero no creo que la mayoría de la gente estuviera conmigo en eso, Olga.

La señora Pietrovski se echó a reír.

—¿Pudo usted seguir lo que ocurrió en el campo? —preguntó Lawrence, tomando la cuchara sopera.

—En realidad no —contestó ella—. Pero tuve la suerte de que me colocaran junto a un tal señor Pug Washer, a quien no pareció importarle contestar la mayoría de las preguntas que le hice.

El presidente dejó la cuchara antes de haber tomado la primera cucharada. Se volvió a mirar a Andy Lloyd, y se colocó un puño bajo la barbilla, la señal que utilizaba siempre que necesitaba hablar urgentemente con su jefe de personal.

Lloyd murmuró unas pocas palabras a la mujer sentada a su derecha, y luego dobló la servilleta, la dejó sobre la mesa y se dirigió hacia donde estaba sentado el presidente.

—Necesito ver a Braithwaite inmediatamente —le susurró Lawrence—. Creo que sé dónde encontrar a Fitzgerald.

Lloyd salió del salón sin decir una palabra, mientras al presidente le retiraban el cuenco de sopa.

Lawrence intentó concentrarse en lo que estaba diciendo la esposa del embajador ruso, pero no podía apartan a Fitzgerald de su mente. Olga decía algo acerca de lo mucho que echaría de menos Estados Unidos una vez que su esposo se jubilara.

—¿Y cuándo será eso? —preguntó el presidente, que en realidad no estaba interesado por conocer su respuesta.

—Dentro de unos dieciocho meses —contestó la señora Pietrovski en el momento en que colocaban delante del presidente un plato con ternera fría.

El continuó la conversación mientras primero un camarero le servía unas verduras y luego otro le servía unas patatas. Tomó el cuchillo y el tenedor en el momento en que Lloyd entraba en el salón. Un instante después estaba al lado del presidente.

—Braithwaite le espera en el asiento trasero de la «carroza».

—Espero que no haya ningún problema —dijo la señora Pietrovski cuando Lawrence empezó a doblar su servilleta.

—Nada importante, Olga —le aseguró Lawrence—. Por lo visto no encuentran el texto de mi discurso. Pero no se preocupe, porque sé exactamente dónde lo puse.

Se levantó y Zerimski siguió con la mirada cada uno de sus pasos hasta que abandonó el salón.

Lawrence salió del salón de baile, bajó la escalera de madera y salió por la puerta principal de la embajada antes de bajar rápidamente los escalones y subir a la parte trasera de la tercera limusina.

Lloyd y el chófer se quedaron de pie junto a la limusina, mientras una docena de agentes del servicio secreto la rodeaban, mirando en todas direcciones.

—Bill, hay un hombre que quizá sepa dónde se oculta Fitzgerald si es que está todavía en el estadio. Encuentra a Pug Washer y apuesto a que encontrarás a Fitzgerald.

Pocos momentos más tarde, el presidente abrió la puerta del coche.

—Está bien, Andy —dijo—. Regresemos antes de que descubran lo que estamos tramando.

—¿Qué está tramando? —preguntó Lloyd, que siguió al presidente escalera arriba.

—Te lo diré más tarde —contestó Lawrence, que poco después entraba de nuevo en el salón de baile.

—Pero, señor —empezó a decir Lloyd—, necesitará usted…

—Ahora no —dijo Lawrence, que volvió a sentarse junto a la esposa del embajador, a la que dirigió una sonrisa de disculpa.

—¿Consiguió encontrarlo? —le preguntó ella.

—Encontrar…, ¿qué?

—El texto de su discurso —dijo la señora Pietrovski en el momento en que Lloyd colocaba una carpeta sobre la mesa, entre ellos.

—Desde luego —contestó Lawrence tamborileando sobre la tapa de la carpeta—. Y a propósito, Olga, ¿cómo está su hija? Se llama Natasha, ¿verdad? ¿Sigue estudiando las obras de Fra Angelico en Florencia?

Tomó el cuchillo y el tenedor.

El presidente miró hacia donde estaba Zerimski en el momento en que reaparecían los camareros para retirar los platos. Volvió a dejar el cuchillo y el tenedor sobre la mesa, conformándose con un bollo de pan y un poco de mantequilla, mientras se enteraba de las andanzas de Natasha Pietrovski durante su primer año de estudios en Florencia. No pudo dejar de observar que el presidente ruso parecía nervioso, casi fuera de sí, mientras se acercaba cada vez más el momento de pronunciar su discurso. Supuso en seguida que Zerimski se disponía a pronunciar otro discurso que caería entre sus invitados como una bomba. Sólo de pensarlo, se le quitaron las ganas de comer el soufflé de moras.

Cuando Zerimski se levantó finalmente para dirigirse a sus invitados, hasta sus más ardientes admiradores habrían tenido dificultades para describir sus esfuerzos como poco más que vulgares. Algunos de los que lo observaron de cerca se preguntaron por qué dirigía tantas miradas hacia la enorme estatua de Lenin, en la galería situada sobre el salón de baile. Lawrence pensó que debía ser nueva, pues juraría que no la había visto allí durante la cena de despedida de Boris.

Esperaba que Zerimski no haría otra cosa sino reforzar el mensaje que había transmitido al Congreso el día anterior, pero no ocurrió nada de eso. Comprobó con alivio que Zerimski se atenía al pie de la letra al texto que había sido enviado esa misma tarde a la Casa Blanca. Bajó la mirada al texto de su propio discurso, que debería haber repasado con Andy durante el trayecto en el coche. Su jefe de personal le había anotado unas pocas sugerencias en los márgenes, pero no había una sola frase ingeniosa o memorable desde la página uno a la siete. Aunque, claro está, era cierto que Andy había tenido un día muy ajetreado.

—Permítanme terminar dando las gracias al pueblo estadounidense por la hospitalidad y la cálida bienvenida que he experimentado en todos los lugares a donde he ido durante mi visita a su gran país, y en particular a su presidente, Tom Lawrence.

Los aplausos que saludaron esta declaración fueron tan fuertes y prolongados, que Lawrence levantó la vista de sus notas. Zerimski volvía a estar nuevamente inmóvil, y miraba fijamente la estatua de Lenin. Esperó a que hubiera terminado el aplauso y se sentó. No parecía sentirse muy complacido consigo mismo, lo que no dejó de sorprender a Lawrence ya que, en su opinión, la forma con la que se recibió el discurso había sido mucho más generosa de lo que se merecía.

Lawrence se levantó para contestar. Su discurso fue recibido con un interés cortés, pero difícilmente con entusiasmo. Concluyó diciendo:

—Esperemos, Victor, que ésta sea la primera de muchas visitas que haga a Estados Unidos. En nombre de todos sus invitados, le deseo un feliz vuelo de regreso mañana.

Lawrence pensó que dos mentiras en una sola frase eran un poco excesivo y hubiera deseado haber tenido tiempo para leer la frase antes de pronunciarla. Se sentó, entre unos aplausos respetuosos, pero aquello no fue nada comparado con la ovación que había recibido Zerimski por una oferta igualmente banal.

Una vez que se sirvió el café, Zerimski se levantó de su asiento y se dirigió hacia las puertas dobles del extremo del salón. Pronto empezó a decir «Buenas noches», con un tono de voz que dejaba bien a las claras que deseaba que sus invitados abandonaran el lugar lo más rápidamente posible.

Pocos minutos después de que sonaran las diez en todos los relojes de la embajada, Lawrence se levantó y empezó a dirigirse lentamente hacia donde estaba su anfitrión. Pero, como César en el Capitolio, lo detuvieron continuamente diversos ciudadanos que deseaban tocar el borde de la túnica del emperador. Cuando finalmente llegó junto a la puerta, Zerimski hizo una breve inclinación de cabeza ante él, acompañándolo después escalera abajo. Como Zerimski no decía nada, Lawrence contempló un momento la estatua de Niezvestni, que representaba a Cristo en la cruz, en el primer rellano. Ahora que Lenin había vuelto, le sorprendía que Jesús hubiera sobrevivido. Al llegar al pie de los escalones de piedra, se volvió para despedirse de su anfitrión, pero Zerimski ya había desaparecido en el interior de la embajada. Si se hubiera tomado la molestia de acompañar a Lawrence más allá de la puerta principal, habría podido ver al jefe de la división de protección, que le esperaba en el interior del coche cuando él entró en la limusina.

Braithwaite no dijo nada hasta que se hubo cerrado la puerta. —Tenía usted razón, señor.

La primera persona a la que vio Zerimski al entrar de nuevo en la embajada fue al embajador. Su excelencia le sonrió, esperanzado.

—¿Está Romanov todavía en el edificio? —aulló Zerimski, incapaz de contener su cólera un momento más.

—Sí, señor presidente —contestó el embajador, siguiendo a su líder—. Ha estado…

—Tráigalo inmediatamente a mi presencia.

—¿Dónde estará usted?

—En lo que antes era su despacho.

Pietrovski se alejó presuroso en la dirección opuesta.

Zerimski avanzó por el largo pasillo de mármol, sin interrumpir apenas el paso cuando abrió la puerta del despacho del embajador como si golpeara un saco de boxeo. Lo primero que vio fue el fusil, todavía sobre la mesa. Se sentó en el gran sillón de cuero, normalmente ocupado por el embajador.

Mientras esperaba impaciente a que se reunieran con él, tomó el fusil y empezó a estudiarlo más atentamente. Miró a lo largo del cañón para ver la única bala, todavía colocada en su lugar. Lo levantó hasta apoyárselo en el hombro y comprobó su perfecto equilibrio, y entonces comprendió por primera vez por qué Fitzgerald había estado dispuesto a cruzar medio Estados Unidos para encontrar su gemelo.

Fue entonces cuando se dio cuenta de que el percutor había sido colocado nuevamente en su lugar.

Zerimski escuchó a los dos hombres que se acercaban presurosos por el pasillo de mármol. Antes de que llegaran al despacho, Zerimski dejó el fusil sobre su regazo.

Entraron casi corriendo en el despacho y Zerimski les indicó sin ceremonias dos asientos, al otro lado de la mesa.

—¿Dónde estaba Fitzgerald? —exigió saber, antes de que Romanov hubiera tenido tiempo de sentarse—. Me aseguró en esta misma habitación que estaría aquí a las cuatro de la tarde. «Nada puede salir mal», fanfarroneó usted. «Está de acuerdo con mi plan.» Esas fueron sus palabras exactas.

—Ese fue nuestro acuerdo cuando hablé con él justo después de la medianoche, señor presidente.

—¿Qué ha ocurrido entonces entre la medianoche y las cuatro?

—Cuando mis hombres lo escoltaban a la ciudad, a primeras horas de esta mañana, el chófer se vio obligado a detenerse en un semáforo. Fitzgerald saltó del coche, corrió hasta el otro lado de la calle y tomó un taxi que pasaba. Lo perseguimos hasta el aeropuerto Dulles y al llegar a su altura, fuera de la terminal, vimos que Fitzgerald no estaba dentro.

—La verdad es que permitió usted que escapara —dijo Zerimski—. ¿No es eso lo que ocurrió?

Romanov inclinó la cabeza y no dijo nada. El presidente bajó el tono de voz, hasta convertirlo en un susurro.

—Tengo entendido que en la Mafya tienen ustedes un código para los que no cumplen los contratos —dijo, cerrando el cañón del fusil con un clic.

Romanov lo miró horrorizado, mientras Zerimski levantaba el arma hasta apuntarla al centro de su pecho.

—¿Sí o no? —preguntó Zerimski son tranquilidad. Romanov asintió con un gesto. Zerimski sonrió al hombre que acababa de aceptar el juicio de su propio tribunal. Luego, suavemente, apretó el gatillo. La bala desgarró el pecho de Romanov, un par de centímetros por debajo del corazón. La potencia del impacto arrojó al joven contra la pared, donde permaneció un instante antes de deslizarse y caer sobre la alfombra. Fragmentos de músculo y hueso quedaron desparramados en todas direcciones. Las paredes, la alfombra, el frac del embajador y su camisa plisada blanca, quedaron manchadas de sangre.

Zerimski hizo girar lentamente el arma, hasta apuntar con ella a su ex representante en Washington.

—¡No, no! —gritó Petrovsky, cayendo de rodillas—. Dimitiré, dimitiré.

Zerimski apretó el gatillo por segunda vez. Al escuchar el clic, recordó que sólo había una bala en la recámara. Se levantó del asiento con una expresión de desilusión en su rostro.

—Tendrá que enviar ese traje a la tintorería —le dijo, como si el embajador no hubiera hecho más que producirse una mancha de yema de huevo en la manga de la chaqueta. El presidente volvió a dejar el rifle sobre la mesa—. Acepto su dimisión. Pero antes de despejar su despacho, ocúpese de que lo que queda del cuerpo de Romanov sea enviado a San Petersburgo. —Empezó a dirigirse hacia la puerta—. Y hágalo rápido… Me gustaría estar allí cuando lo entierren junto a su padre.

Pietrovski, que todavía estaba de rodillas, no dijo nada. Sentía náuseas y estaba demasiado asustado como para abrir la boca.

Cuando Zerimski llegó junto a la puerta, se volvió para mirar al acobardado diplomático.

—Teniendo en cuenta las circunstancias, quizá sea más conveniente que el cadáver se envíe de regreso por valija diplomática.