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Fitzgerald sabía que los veinte minutos siguientes decidirían su destino.

Cruzó rápidamente la habitación y miró la pantalla del televisor. La multitud huía despavorida de la plaza, desparramándose en todas direcciones. El ruidoso entusiasmo se había transformado en un pánico ciego. Dos de los consejeros de Ricardo Guzmán se inclinaban sobre lo que quedaba de su cuerpo.

Fitzgerald retiró el cartucho utilizado y lo colocó en la ranura vacía del maletín de cuero. ¿Se daría cuenta el propietario de la tienda de empeños de que una de las balas había sido utilizada?

Desde el otro lado de la plaza, el inconfundible aullido de una sirena de policía se elevó sobre los gritos de la multitud. Esta vez, la respuesta de la policía había sido un poco más rápida.

Fitzgerald separó la mira telescópica y la guardó en la ranura correspondiente del maletín. Desenroscó el cañón, lo colocó en su sitio y, finalmente, guardó la culata.

Miró por última vez hacia la pantalla del televisor y vio cómo la policía local confluía sobre la plaza como hormigas. Tomó el maletín de cuero, se metió en el bolsillo una caja de cerillas que tomó del cenicero que había sobre el televisor, y se dirigió hacia la puerta.

Miró a uno y otro lado del pasillo vacío y luego se encaminó rápidamente hacia el montacargas. Apretó varias veces el pequeño botón blanco incrustado en la pared. Apenas unos momentos antes de salir para dirigirse a la tienda de empeños, había dejado abierta la ventana que conducía a la escalera de incendios, pero sabía que si hubiera tenido que utilizar este plan de emergencia, probablemente le habría estado esperando una patrulla de policía al pie de la tambaleante escalera metálica. Esta vez no habría ningún helicóptero tipo Rambo, con las palas girando, para ofrecerle una forma de escapar hacia la gloria, mientras las balas silbaban junto a sus orejas, alcanzando a todo menos a él. Esto era el mundo real.

Cuando las pesadas puertas del montacargas se abrieron lentamente, Fitzgerald se encontró frente a un joven camarero que, vestido con una chaquetilla roja, llevaba una sobrecargada bandeja de almuerzo. Evidentemente, había tenido mala suerte en su turno y esta tarde no podría ver el partido.

El camarero no pudo ocultar su sorpresa al ver a uno de los clientes esperando delante del montacargas.

—No, señor. Perdone, pero no puede entrar —trató de explicarle a Fitzgerald, que pasó junto a su lado.

Pero el cliente ya había apretado el botón que indicaba «Planta baja» y las puertas se cerraron antes de que el joven pudiera decirle que ese montacargas en concreto terminaba en la cocina.

Al llegar a la planta baja, Fitzgerald se movió hábilmente por entre las mesas de acero inoxidable, cubiertas de hileras de hors d’oeuvres a la espera de que los pidieran, y de botellas de champaña que se descorcharían si ganaba el equipo nacional. Llegó al extremo más alejado de la cocina, empujó las puertas batientes y desapareció de la vista antes de que ninguno de los cocineros vestidos de blanco tuviera siquiera la oportunidad de protestar. Descendió por un pasillo débilmente iluminado, pues él mismo se había encargado de aflojar la mayoría de las bombillas la noche anterior, y llegó hasta la pesada puerta que conducía al aparcamiento subterráneo del hotel.

Extrajo una llave grande del bolsillo de la chaqueta, cerró la puerta tras de sí y la cerró con llave. Luego se dirigió directamente hacia un pequeño Volkswagen negro aparcado en el rincón más oscuro. Sacó una segunda llave del bolsillo del pantalón, ésta más pequeña, abrió la puerta del coche, se instaló tras el volante, dejó el maletín de cuero bajo el asiento del acompañante e hizo girar la llave de contacto. El motor se puso inmediatamente en marcha, a pesar de que el coche no había sido utilizado durante los tres últimos días. Revolucionó el acelerador durante unos pocos segundos antes de meter la primera.

Maniobró el vehículo sin prisas, entre las hileras de coches aparcados y subió la empinada rampa que daba a la calle. Se detuvo al final de la rampa. La policía estaba inspeccionando un coche aparcado y ni siquiera miró en su dirección. Giró a la izquierda y se alejó lentamente de la plaza de Bolívar.

Fue entonces cuando escuchó el aullido de la sirena, por detrás. Miró por el espejo retrovisor para ver dos motocicletas de policía, con las luces destellantes encendidas. Fitzgerald se arrimó a un lado de la calzada y junto a él pasaron las motocicletas y la ambulancia que llevaba el cuerpo sin vida de Guzmán.

Tomó por la siguiente calle a la izquierda e inició el recorrido de una larga y tortuosa ruta hasta la tienda de empeños, pasando a menudo dos veces por el mismo sitio. Veinticuatro minutos más tarde entró en un callejón y aparcó tras un camión. Recogió el usado maletín de cuero de debajo del asiento del acompañante y dejó el coche sin cerrar con llave. Tenía la intención de regresar en menos de dos minutos.

Comprobó rápidamente que no hubiera nadie a uno y otro lado del callejón.

La alarma volvió a dispararse en cuanto Fitzgerald entró en la tienda. Esta vez, sin embargo, ni siquiera le preocupaba la rápida llegada de una patrulla de paso, ya que la mayor parte de la policía estaría totalmente ocupada, ya fuera en el estadio, donde el partido empezaría dentro de apenas treinta minutos, o deteniendo a todo aquel que todavía se encontrara en las cercanías de la plaza de Bolívar.

Fitzgerald cerró tras de sí la puerta trasera de la tienda de empeños. Volvió a cruzar rápidamente la trastienda, apartó la cortina de cuentas y se detuvo tras el mostrador. Comprobó que no pasaba nadie por la calle, antes de volver a colocar el maletín de cuero en el mismo lugar que había ocupado antes en el escaparate.

Cuando Escobar regresara a la tienda, el lunes por la mañana, ¿cuánto tiempo tardaría en descubrir que se había disparado una de las seis grandes balas de punta hueca, y que ahora sólo quedaba en su lugar el casquillo? Aunque se diera cuenta, ¿se molestaría en transmitir esa información a la policía?

Fitzgerald se encontró de regreso tras el volante del Volkswagen en menos de noventa segundos. Todavía escuchaba la resonante alarma cuando salió con el coche a la calle principal y empezó a seguir los carteles indicadores del aeropuerto de El Dorado. Nadie demostró el menor interés por él. Después de todo, el partido estaba a punto de empezar. En cualquier caso, ¿qué posible conexión podría haber entre una alarma que se había disparado en una tienda de empeños en el barrio de San Victorino, y el asesinato de un candidato presidencial en la Plaza de Bolívar?

Una vez que llegó a la autopista, se mantuvo en el carril central, sin superar en ningún momento el límite de velocidad. Varios coches de la policía pasaron en la dirección contraria, hacia la ciudad. Aunque alguien lo hubiera detenido para comprobar su documentación, no habría tardado en comprobar que todo estaba en orden.

La maleta preparada que llevaba en el asiento de atrás no revelaba nada insólito para un hombre de negocios que se encontraba en Colombia para vender equipo de minería.

Al llegar a la salida hacia el aeropuerto, Fitzgerald la tomó. De repente, unos cientos de metros antes de llegar, giró a la derecha y entró en el aparcamiento del hotel San Sebastián. Abrió la guantera del coche y sacó un pasaporte lleno de sellos. Tomó la caja de cerillas que se había llevado de El Belvedere, y prendió fuego a Dirk van Rensberg. Cuando ya casi se le quemaban los dedos, abrió la portezuela del coche, dejó caer los restos del pasaporte quemado al suelo y apagó las llamas con la suela del zapato, aunque todavía era reconocible el blasón sudafricano del pasaporte. Dejó las cerillas en el asiento del acompañante, tomó la maleta del asiento de atrás y cerró la portezuela con fuerza, dejando las llaves puestas en el contacto. Se dirigió hacia la puerta principal del hotel y arrojó los restos del pasaporte de Dirk van Rensberg y una llave grande y pesada en el cubo de basura situado al pie de los escalones.

Fitzgerald empujó las puertas giratorias tras un grupo de hombres de negocios japoneses, a los que siguió hacia uno de los ascensores abiertos. Fue el único pasajero que bajó en el tercer piso. Se dirigió hacia la habitación 347, se sacó otra tarjeta de plástico del bolsillo y abrió la habitación, reservada a otro nombre. Arrojó la maleta sobre la cama y comprobó su reloj. Sólo faltaba una hora y diecisiete minutos para el despegue.

Se quitó la chaqueta y la arrojó sobre la única silla. Luego abrió la maleta y sacó una bolsa de ropa sucia antes de desaparecer en el cuarto de baño. Tuvo que esperar algún tiempo a que el agua estuviera lo bastante caliente como para colocar el tapón del lavabo. Mientras esperaba, se cortó las uñas y se limpió las manos con la misma meticulosidad que un cirujano que se preparara para practicar una operación.

Fitzgerald tardó veinte minutos en eliminar todo rastro de su barba de una semana, y necesitó varios puñados de champú para frotarse firmemente bajo la ducha caliente antes de que el cabello recuperara su color y contextura naturales, arenoso y ondulado.

Luego se secó lo mejor que pudo con la única y delgada toalla que proporcionaba el hotel, regresó al dormitorio y se puso unos calzoncillos limpios. Se acercó a la cómoda del extremo de la habitación, abrió el tercer cajón y tanteó hasta encontrar el paquete sujeto con cinta adhesiva al cajón superior. A pesar de que no había ocupado la habitación desde hacía varios días, estaba seguro de que nadie habría descubierto su escondite.

Fitzgerald abrió el sobre marrón y comprobó rápidamente su contenido. Otro pasaporte y otro nombre. Quinientos dólares en billetes usados y un billete de primera clase para Ciudad de El Cabo. Los asesinos que escapan no viajan en primera clase. Cinco minutos más tarde abandonó la habitación 347, dejando sus ropas usadas desparramadas por el suelo de la habitación y el cartel de «No molestar, por favor» colgado del pomo de la puerta.

Fitzgerald tomó el ascensor hasta la planta baja, seguro de que nadie se fijaría en un hombre de cincuenta y un años vestido con una camisa azul de algodón, corbata a rayas, chaqueta deportiva y pantalones grises de lana. Salió del ascensor, cruzó el vestíbulo y ni siquiera se preocupó de despedirse. Al llegar, ocho días antes, ya había pagado en efectivo por la habitación, cubriendo toda su estancia por adelantado. No había tocado nada del minibar y en ningún momento utilizó el servicio de habitaciones, del mismo modo que tampoco hizo ninguna llamada telefónica ni vio ninguna película de pago. Así pues, en la cuenta de este cliente no aparecería ningún gasto extra.

Sólo tuvo que esperar unos pocos minutos a que el autobús de servicio continuo pasara junto a la puerta. Comprobó su reloj. Faltaban cuarenta y tres minutos para el despegue. No experimentaba ninguna ansiedad ante la posibilidad de perder el vuelo 63 de Aeroperú a Lima. Estaba seguro de que a estas horas del día no iba a encontrarse con ningún imponderable.

Una vez que el autobús lo dejó en el aeropuerto, avanzó con lentitud hacia el mostrador de ingresos, donde no le sorprendió enterarse de que el vuelo a Lima se había retrasado en una hora. En el abarrotado y caótico vestíbulo de salidas había varios policías que vigilaban a los pasajeros y aunque lo detuvieron e interrogaron en varias ocasiones, y le registraron la maleta dos veces, finalmente se le permitió continuar hasta la puerta de embarque número 47.

Aminoró el paso al ver que un par de turistas de mochila eran sacados a rastras del aeropuerto por el personal de seguridad. Se preguntó ociosamente cuántos caucásicos varones, inocentes y sin afeitar, tendrían que pasar la noche siendo interrogados en sus celdas, sólo debido a las acciones que él había cometido a primeras horas de la tarde.

Al unirse a la cola que conducía al control de pasaportes, se repitió su nuevo nombre para sus adentros. Era el tercero que utilizaba este mismo día. El funcionario de uniforme azul que ocupaba el pequeño cubículo hojeó el pasaporte neozelandés y estudió atentamente la fotografía del interior, que mostraba una innegable semejanza con el hombre elegantemente vestido que estaba de pie ante él. Le devolvió el pasaporte y Alistair Douglas, un ingeniero civil de Christchurch, cruzó el vestíbulo de salidas. Después de un nuevo retraso, se anunció finalmente la salida del vuelo. Una azafata acompañó al señor Douglas hasta su asiento, en la sección de primera clase.

—¿Puedo ofrecerle una copa de champaña, señor?

—No, gracias —negó con la cabeza—. Pero me vendrá bien un vaso de agua mineral —añadió, probando a hablar con su acento neozelandés.

Se abrochó el cinturón de seguridad, se arrellanó en el asiento y fingió leer la revista de vuelo mientras el avión iniciaba su lento avance por la pista. Debido a la hilera de aviones que esperaban a despegar antes que ellos, Fitzgerald dispuso de tiempo suficiente para elegir los platos que cenaría y la película que quería ver antes de que el 727 iniciara su aceleración previa al despegue. Cuando las ruedas se elevaron finalmente del suelo, empezó a relajarse por primera vez durante aquel día.

Una vez que el avión hubo alcanzado su altura de crucero, guardó la revista de vuelo, cerró los ojos y empezó a pensar en lo que necesitaría hacer cuando aterrizara en Ciudad de El Cabo.

—Al habla el capitán —dijo una voz que sonó como si tuviera algo importante que decir—. Tengo algo que anunciarles que seguramente angustiará a algunos de ustedes. —Fitzgerald se enderezó en su asiento. Lo único que no había previsto era un regreso no programado a Bogotá—. Siento tener que informarles que hoy ha ocurrido una tragedia nacional en Colombia —Fitzgerald se agarró ligeramente al brazo del asiento y se concentró en respirar de un modo uniforme. El capitán vaciló un momento—. Señores pasajeros —declaró sombríamente—, Colombia acaba de sufrir una pérdida terrible. —Hizo una nueva pausa antes de añadir—: Nuestro equipo nacional de fútbol ha sido derrotado por Brasil por dos a uno.

Un gemido audible se extendió sobre la cabina, como si estrellarse contra la montaña más próxima hubiera sido una alternativa preferible. Fitzgerald permitió que la sugerencia de una sonrisa surcara su rostro. La azafata reapareció a su lado.

—¿Quiere que le prepare una copa, ahora que ya estamos en vuelo, señor Douglas?

—Gracias —contestó Fitzgerald—. Creo que, después de todo, tomaré esa copa de champaña.