28

Los dos BMW blancos aceleraron hacia el oeste por la Carretera 66, en persecución de un taxi vacío que excedió los límites de velocidad hasta llegar al aeropuerto Dulles. Mientras tanto, un segundo taxi iba hacia el este, a una velocidad mucho más tranquila, en dirección al Coke Stadium, en Maryland.

Connor pensó de nuevo en su decisión de elegir el estadio, con todos los riesgos que ello comportaba, en lugar de la embajada. Se le había permitido entrar y salir demasiado fácilmente de aquel edificio; nadie era tan descuidado con las cuestiones de seguridad, especialmente cuando el presidente estaba en la ciudad.

Una vez que Connor llegó al estadio, sabía exactamente a dónde dirigirse. Subió por el ancho camino de gravilla hacia la entrada norte y las dos largas filas de personas que andaban por allí cada vez que se jugaba un partido en casa, con la esperanza de conseguir un día de trabajo. Algunos de ellos simplemente necesitaban el dinero, mientras que otros, según le había explicado Pug, eran seguidores tan fanáticos de los Skins que recurrirían a cualquier cosa, incluido el soborno, con tal de poder entrar en el estadio.

—¿Soborno? —había preguntado Connor con una expresión inocente.

—Oh, sí. Alguien tiene que atender los salones ejecutivos —dijo Pug con un guiño—. Y terminan por disfrutar de las mejores vistas del partido.

—Es un material fascinante para mi artículo —le había asegurado Connor.

La primera cola era para los que deseaban trabajar fuera del estadio, organizando el aparcamiento para los veintitrés mil coches y autobuses o vendiendo programas, cojines y recuerdos a los setenta y ocho mil espectadores que acudirían. La otra era para los que confiaban trabajar dentro del estadio. Connor se puso en aquella cola, compuesta en su mayor parte por jóvenes, desempleados y lo que Pug describió como junkies jubilados prematuramente, que simplemente disfrutaban con aquellas salidas regulares. Pug le había descrito incluso cómo vestían los que formaban este grupo, de modo que nadie pudiera confundirlos con los desempleados.

En este día en concreto, un puñado de hombres del servicio secreto vigilaban a los esperanzados solicitantes. Connor se mantuvo leyendo el Washington Post mientras la fila avanzaba lentamente. La mayor parte de la primera página estaba dedicada al discurso pronunciado por Zerimski en la sesión conjunta del Congreso. La reacción de sus miembros había sido universalmente hostil. Cuando empezó a leer el editorial, sospechó en seguida que Zerimski se habría sentido complacido con su contenido.

Volvió la página a la sección local y una seca sonrisa cruzó por su rostro al enterarse de la muerte prematura de un distinguido académico de su ciudad natal.

—Hola —dijo una voz.

Connor se volvió hacia un joven elegantemente vestido que se había puesto en la cola, tras él.

—Hola —respondió secamente antes de volver a leer el periódico. No quería verse envuelto en ninguna conversación innecesaria con alguien que más tarde pudiera ser llamado como testigo.

—Me llamo Brad —anunció el joven, extendiendo la mano derecha hacia él. Connor se la estrechó pero no dijo nada—. Espero conseguir un trabajo en una de las torres de iluminación —añadió—. ¿Y tú?

—¿Por qué en las torres de iluminación? —preguntó Connor, que evitó contestar a su pregunta.

—Porque ahí es donde estará el agente del servicio secreto de mayor grado, y quiero descubrir qué tal es ese tipo de trabajo.

—¿Por qué? —preguntó Connor, que plegó el periódico. Evidentemente, no era ésta una conversación que pudiera dar por terminada con brevedad.

—Estoy pensando en ingresar en el cuerpo una vez que termine mis estudios. Ya he pasado por el curso de entrenamiento para graduados, pero quiero verlos trabajar de cerca antes de decidir si ficho por el servicio secreto o me decido por ser abogado. El trabajo que nadie quiere realizar es llevar las comidas a los chicos del servicio secreto que están en las plataformas de iluminación, por detrás de las zonas finales. Todos esos escalones asustan a la gente.

Los 172 que hay, pensó Connor, que antes ya había descartado la idea de las torres de iluminación, no debido a los escalones, sino porque no había camino para escapar. Brad empezó a contarle la historia de su vida y cuando Connor llegó delante de la cola sabía a qué escuela había asistido el muchacho, que estudiaba criminología en Georgetown, lo que le hizo pensar en Maggie, y por qué no lograba decidirse todavía si ingresar en el servicio secreto o ser abogado.

—El siguiente —dijo una voz.

Connor se volvió hacia el hombre sentado ante una mesa de caballete.

—¿Qué le queda? —preguntó Connor.

—No gran cosa —contestó el hombre, que miró una lista cubierta con cruces.

—¿Alguna cosa en el servicio de comidas? —preguntó Connor. Lo mismo que Brad, sabía exactamente dónde quería estar.

—Lavar platos o servir comidas a los empleados del estadio es todo lo que me queda.

—Ya me está bien así.

—¿Nombre?

—Dave Krinkle —dijo Connor.

—¿Identificación?

Le entregó un permiso de conducir. El hombre rellenó un pase de seguridad y un fotógrafo se adelantó y le tomó una foto con una Polaroid, que segundos después quedó fijada en el pase.

—Muy bien, Dave —dijo el hombre, entregándosela—. Este pase te permite ir a cualquier parte dentro del estadio, excepto la zona de alta seguridad, lo que incluye los salones ejecutivos, los palcos del club y la sección de personajes importantes. De todos modos, no necesitarás ir allí. —Connor asintió con un gesto y se sujetó el pase sobre el suéter—. Preséntate en la sala 47, directamente por debajo del Bloque H.

Connor se marchó hacia la izquierda. Sabía exactamente dónde estaba la sala 47.

—El siguiente.

Tardó mucho más que el día anterior en pasar los tres controles de seguridad, incluido el magnetómetro, ya que ahora estaban atendidos por el personal del servicio secreto en vez de por los policías habituales. Una vez que Connor se encontró dentro del estadio, caminó lentamente por la pista interior, pasó junto al museo y bajo un estandarte rojo que anunciaba «¡VICTORIA!» hasta llegar a una escalera con un cartel que decía «Sala 47, Servicio privado», y una flecha que indicaba hacia abajo. Dentro de la pequeña estancia, al pie de la escalera, encontró a una docena de hombres que mataban el tiempo. Todos ellos parecían estar familiarizados con la rutina. Reconoció a uno o dos de ellos, a los que había visto haciendo cola delante de él. Nadie más en la estancia daba la impresión de que no necesitaran el dinero.

Se sentó en un rincón y volvió a enfrascarse en la lectura del Post, volviendo a leer los comentarios del partido de la tarde. A Tony Kornheiser le parecería poco menos que un milagro que los Redskins pudieras derrotar a los Packers, el mejor equipo del país. De hecho, predecía ganar por un margen de veinte puntos. Connor, en cambio, confiaba en que se produjera un resultado exactamente inverso.

—Está bien —dijo una voz—, prestad atención. Connor levantó la mirada para ver a un hombre corpulento que llevaba uniforme de chef de cocina, de pie delante de ellos. Debía de tener unos cincuenta años, con una enorme doble papada y pesaba más de ciento veinte kilos.

—Soy el director de comidas —dijo—, y como podéis ver, represento el último nivel de esplendor del negocio. —Uno o dos de los ayudantes más viejos se echaron a reír amablemente—. Puedo ofreceros dos alternativas.

O laváis platos o servís a los empleados del estadio y a los chicos de seguridad estacionados por el estadio.

Bien, ¿voluntarios para fregar platos?

La mayoría de los presentes levantaron las manos. Según le había explicado Pug, lavar los platos era siempre un trabajo popular porque quienes lo hacían no sólo cobraran el salario completo de diez dólares la hora, sino que, para algunos de ellos, las sobras que llegaban desde los salones ejecutivos y los palcos eran la mejor comida que podían llevarse a la boca en toda una semana.

—Bien —dijo el hombre, que eligió a cinco de ellos y anotó sus nombres. Una vez que hubo completado la lista, dijo—: Bien, ahora podéis servir al personal antiguo o al personal de seguridad. ¿Quién prefiere servir al personal antiguo? —preguntó, levantando la mirada de la tablilla que sostenía. Se levantaron casi todas las manos que quedaban. Una vez más, el director de comidas anotó cinco nombres. Cuando terminó, tamborileó con los dedos sobre la tablilla y dijo—: Muy bien, todos los que han sido anotados en la lista pueden presentarse para trabajar.

Los viejos profesionales se levantaron de sus asientos y pasaron junto a él, a desgana, cruzando la puerta que, por lo que sabía Connor, conducía a las cocinas. Sólo él y Brad quedaban todavía en la habitación.

—Me quedan dos puestos de trabajo para atender a los de seguridad —dijo el director—. Uno estupendo y el otro muy fatigoso. ¿Quién de vosotros va a tener más suerte?

Miró esperanzado a Connor, que asintió con un gesto y se introdujo una mano en el bolsillo de atrás. El director de comidas se le acercó, sin mirar siquiera a Brad.

Tengo la sensación de que prefieres la comodidad del JumboTron.

—Acertaste a la primera —dijo Connor, que le entregó un billete de cien dólares.

—Lo que me imaginaba —asintió el director de comidas con una sonrisa.

Connor no dijo nada mientras el gordo se embolsaba los cien dólares, exactamente tal y como Pug había predicho que haría.

Aquel hombre había valido todos y cada uno de los dólares que le había pagado por sus informaciones.

****

—No debería haberlo invitado —gruñó Tom Lawrence en el momento de subir al «Marine One» que lo llevaría desde la Casa Blanca al estadio de los Redskins.

—Y yo tengo la sensación de que nuestros problemas no han terminado todavía —dijo Andy Lloyd poniéndose el cinturón de seguridad de su asiento.

—¿Por qué? ¿Qué otra cosa puede salir mal? —preguntó Lawrence mientras las palas del helicóptero empezaban a girar lentamente.

—Todavía faltan dos actos públicos antes de que Zerimski regrese a Rusia, y apuesto a que Fitzgerald nos estará esperando en alguno de ellos.

—Lo de esta noche no debería suponer ningún problema —dijo Lawrence—. El embajador Pietrovski le ha comunicado en innumerables ocasiones al servicio secreto que su gente es perfectamente capaz de proteger a su propio presidente. En cualquier caso, ¿quién correría esa clase de riesgo con tanta gente de seguridad por los alrededores?

—Las reglas normales no se aplican en el caso de Fitzgerald —dijo Lloyd.

El presidente miró hacia abajo, en dirección a donde se encontraba la embajada rusa.

—Ya sería bastante difícil entrar en ese edificio —comentó—, sin necesidad de tener que preocuparse por cómo salir de él.

—Fitzgerald no tendría el mismo problema esta tarde, en un estadio con casi ochenta mil espectadores —replicó Lloyd—. Es un lugar donde le resultaría fácil entrar y salir.

—No olvides, Andy, que sólo queda abierto un espacio de trece minutos en el que podría surgir algún problema. Pero, incluso así, todos los que entren en el estadio habrán tenido que pasar ante los magnetómetros, de modo que no hay forma de que nadie entre ni un cortaplumas sin que lo detecten, y mucho menos un arma de fuego.

—¿Y cree usted que Fitzgerald no lo sabe? —preguntó Lloyd mientras el helicóptero viraba hacia el este—. Todavía no es demasiado tarde para cancelar esa parte del programa.

—No —dijo Lawrence con firmeza—. Si Clinton pudo permanecer de pie en medio del Estadio Olímpico de Atlanta para la ceremonia inaugural, yo puedo hacer lo mismo en Washington para asistir a un partido de fútbol. Maldita sea, Andy, vivimos en una democracia y no voy a permitir que nuestras vidas se vean dictadas de esa manera. Y no olvides que yo estaré ahí fuera, corriendo exactamente el mismo riesgo que Zerimski.

—Acepto eso, señor —admitió Lloyd—, pero si Zerimski fuera asesinado, nadie lo alabaría por estar de pie a su lado, y menos que nadie Helen Dexter. Ella sería la primera en señalar…

—¿Quién crees que ganará esta tarde, Andy? —preguntó el presidente.

Lloyd sonrió ante la estratagema a la que con frecuencia recurría su jefe cuando no quería seguir discutiendo de un tema que le resultara desagradable.

—No lo sé, señor —contestó—. Pero hasta que no he visto cuánta gente de mi personal trataba de apretarse esta mañana en los coches que han salido por adelantado, no tenía ni idea de que hubiera tantos aficionados de los Skins trabajando en la Casa Blanca.

—Quizá algunos de ellos fueran aficionados de los Parcks —dijo Lawrence.

Abrió la carpeta que llevaba sobre el regazo y empezó a estudiar los breves perfiles de los invitados a los que saludaría al llegar al estadio.

****

Está bien, presta atención —dijo el director de comidas. Connor dio la impresión de escucharlo con atención—. Los agentes del servicio secreto toman un tentempié a las diez y el almuerzo al iniciarse el partido, a base de Coca, bocadillos y lo que quieran. Lo primero que debes hacer es ponerte un guardapolvo blanco y una gorra de los Redskins, ya que de otro modo no te dejarán entrar. Luego tomas el ascensor hasta el séptimo nivel y me esperas a que yo ponga la comida en el montacargas. Aprietas el botón de la izquierda —siguió explicando como si se dirigiese a un muchacho de diez años—, y la recibirás en menos de un minuto.

Connor podría haberle dicho que el montacargas tardaba exactamente cuarenta y siete segundos en subir desde el sótano hasta el séptimo nivel. Pero puesto que había otros dos niveles, el segundo (los asientos del club) y el quinto (las suites de ejecutivos), que también tenían acceso al montacargas, quizá tuviera que esperar hasta que se hubieran servido sus pedidos, en cuyo caso podía llegar a tardar hasta tres minutos.

—Una vez que te llegue el pedido, tomas la bandeja y se la llevas al agente estacionado en el JumboTron, en el extremo oriental del terreno. Encontrarás una puerta señalizada como «Privado» a medio pasillo a la izquierda. —Treinta y siete pasos, según recordaba Connor—. Aquí tienes la llave. Cruzas la puerta y bajas por un pasillo cerrado hasta llegar a la entrada trasera del JumboTron.

A setenta metros de distancia, pensó Connor. En sus buenos tiempos de jugador de fútbol habría podido cubrir esa distancia en poco más de siete segundos.

Mientras el director seguía diciéndole cosas que él ya sabía, Connor miró hacia el montacargas. Tenía setenta centímetros por ochenta y en su interior aparecían claramente pintadas las palabras: «Peso máximo: 80 kilos». Connor pesaba cien kilos, de modo que confiaba en que el diseñador hubiese calculado un poco de sobrepeso. Había otros dos problemas: no podría probarlo, y no podía hacer nada para impedir que lo detuvieran en el quinto o en el segundo niveles, una vez que él iniciara el descenso.

—Cuando llegues ante la puerta de atrás del JumboTron —siguió diciendo el director de comidas—, llamas y el agente de servicio te abrirá y te dejará entrar.

En cuanto le hayas entregado la bandeja, puedes regresar al estadio y ver el primer cuarto del partido. Cuando llegue el descanso, vuelves y recoges la bandeja y la dejas en el montacargas. Aprietas el botón verde y bajará hasta el sótano. Luego puedes ver tranquilamente todo el resto del partido. ¿Lo has comprendido todo, Dave?

Connor se sintió tentado de decir: «No, señor. ¿Sería usted tan amable de explicármelo de nuevo, pero más despacio?».

—Sí, señor.

—¿Alguna pregunta?

—No, señor.

—Muy bien. Si el agente te trata bien, le enviaré un filete cuando acabe el partido. Una vez que haya terminado todo, te presentas ante mí y cobras tu paga. Cincuenta dólares.

Le guiñó un ojo. Pug le había explicado que los verdaderos aficionados ni siquiera se molestaban en cobrar sus salarios si querían que se les ofreciera de nuevo el trabajo.

—Recuérdalo —le había dicho—: cuando el director mencione lo de la paga, te limitas a guiñarle un ojo.

Connor no tenía la menor intención de recoger sus 50 dólares y, en realidad, tampoco pensaba regresar nunca al estadio. Así que guiñó el ojo.

****

—¿Por qué Lawrence acude al estadio en helicóptero cuando yo tengo que ir en coche? —preguntó Zerimski mientras su comitiva de nueve limusinas salía por las puertas de la embajada.

—Tiene que estar allí antes que usted —dijo Titov—. Quiere que le presenten antes a todos los invitados de modo que cuando llegue usted pueda dar la impresión de que los conoce de casi toda la vida.

—Qué forma de dirigir un país —exclamó Zerimski—. Aunque lo de esta tarde no tiene importancia. —Guardó silencio durante un rato—. ¿Sabes que he visto incluso el rifle con el que Fitzgerald tiene la intención de matarme? —preguntó finalmente. Titov lo miró sorprendido—. Utiliza el mismo modelo que la CIA le entregó en San Petersburgo. Pero éste contiene una sorpresa. —Se metió la mano en el bolsillo interior de la chaqueta—. ¿Qué crees que es esto? —preguntó, sosteniendo lo que parecía un clavo doblado.

—No tengo ni la menor idea —contestó Titov tras mirar el objeto.

Es el percutor de un Remington 700 —informó Zerimski—. De ese modo, podemos permitirle incluso que apriete el gatillo antes de que los guardaespaldas empiecen a coserlo a balas. —Lo estudió atentamente—. Creo que lo haré enmarcar y lo guardaré en mi despacho del Kremlin. —Se lo volvió a guardar en el bolsillo—. ¿Ha sido entregado a la prensa el contenido del discurso que pronunciaré esta noche?

—Sí, señor presidente —contestó Titov—. Está lleno de tópicos habituales. Puede estar seguro de que la prensa no publicará una sola palabra.

—¿Y qué hay de mi reacción espontánea cuando Fitzgerald haya resultado muerto?

—Eso también está aquí, señor presidente.

—Bien. Veamos cómo suena —dijo Zerimski, que se reclinó en el asiento.

Titov sacó una carpeta del maletín que tenía a su lado y empezó a leer un texto escrito a mano.

—El día de mi elección, el presidente Lawrence me telefoneó al Kremlin y me transmitió su invitación personal para visitar este país. Acepté esa oferta de buena fe. ¿Y qué sucede cuando llego? Mi mano extendida no se encuentra con una rama de olivo, sino con un rifle que me apunta directamente. ¿Y dónde? En mi propia embajada. Descubro entonces que el gatillo fue apretado por un agente de la CIA. De no haber sido por mi buena suerte…

—Un antiguo agente —interrumpió Zerimski.

—Me pareció prudente que pareciera cometer usted algún error ocasional —dijo Titov, que levantó la vista de sus notas—, e incluso que se repitiera. De ese modo, nadie sugerirá que ya conocía usted lo que iba a suceder. En Estados Unidos creen que todo es una conspiración.

—Me sentiré perfectamente satisfecho de alimentar esa paranoia —dijo Zerimski—. Mucho después de que Lawrence haya sido destituido, quiero que los estadounidenses escriban copiosos volúmenes acerca de cómo fui el responsable del más completo desmoronamiento de relaciones entre nuestros dos países. La Administración Lawrence terminará como nada más que una nota a pie de página en la historia del resurgimiento del imperio ruso bajo mi presidencia —miró sonriente a Titov—. Y una vez que haya logrado eso, ya no se hablará más de elecciones, porque permaneceré en el poder hasta que muera.

****

Connor comprobó su reloj. Eran las nueve cincuenta y seis. Apretó el botón junto al montacargas y escuchó inmediatamente el chirrido del motor que iniciaba su lento viaje hasta el séptimo nivel.

Todavía faltaban veinticuatro minutos para que el estadio se abriera al público, aunque él sabía que se tardaría algún tiempo antes de que la multitud pasara ante los treinta magnetómetros y las demás comprobaciones de seguridad. Pero él seguía un horario mucho más estricto que cualquiera que estuviera en el estadio. Cuarenta y siete segundos más tarde retiró la bandeja y apretó el botón de la izquierda, para indicar al personal del sótano que había recibido su contenido. Caminó rápidamente a lo largo del pasillo del séptimo nivel, pasó ante un puesto de venta y subió hasta la puerta señalizada como «Privado». Equilibró la bandeja sobre una mano, hizo girar con la otra la llave en la cerradura y entró. Encendió la luz y bajó por el pasillo cubierto situado en la parte de atrás de la pantalla gigante del JumboTron. Comprobó de nuevo el reloj: ochenta y tres segundos. Demasiado largo, pero como la carrera final sería sin bandeja, debería poder realizar todo el trayecto, desde el techo hasta el sótano, en menos de dos minutos. Si todo salía según lo planeado, habría salido del estadio y ya estaría camino del aeropuerto antes de que tuvieran tiempo de bloquear las carreteras.

Connor equilibró de nuevo la bandeja en una mano y llamó a la puerta con la otra. Pocos segundos más tarde abrió la puerta un hombre alto, de constitución pesada, que se irguió silueteado por un resplandor oblongo de luz.

—Le he traído algo para comer —dijo Connor con una cálida sonrisa.

—Estupendo —dijo el tirador de elite—. ¿Por qué no entras y me acompañas?

Tomó un bocadillo de pastrami de la bandeja y Connor lo siguió a lo largo de una delgada plataforma de acero galvanizado, por detrás de una enorme pantalla compuesta por 786 televisores. El agente del servicio secreto se sentó y le hincó el diente al bocadillo. Connor procuró que ni se apercibiera de lo atentamente que estudiaba su rifle.

El JumboTron ocupaba tres pisos, uno por encima de la plataforma y otro por debajo. Connor dejó la bandeja junto al agente, que estaba sentado en medio del tramo de escalera que conducía a la rampa inferior. Pareció mostrarse más interesado por la lata de Coca dietética que por los ojos de Connor, que lo miraban todo.

—Y a propósito —dijo entre tragos—. Soy Arnie Cooper.

—Dave Krinkle —dijo Connor.

—¿Cuánto tuviste que pagar por el privilegio de pasar la tarde conmigo? —preguntó Arnie con una sonrisa burlona.

****

El «Marine One» se posó en el helipuerto situado al noreste del estadio y una limusina se le acercó incluso antes de que la escalerilla del helicóptero hubiera tocado tierra. Lawrence y Lloyd salieron un momento después y el presidente se volvió para saludar a un nutrido grupo de gente que le daba la bienvenida, antes de subir al asiento de atrás de la limusina que esperaba. Recorrieron los cuatrocientos metros que lo separaban del estadio en menos de un minuto, pasando sin el menor obstáculo a través de los controles de seguridad. John Kent Cooke, el presidente de los Redskins les estaba esperando en la entrada del estadio para saludarles.

—Es un gran honor, señor —dijo en cuanto Lawrence bajó de la limusina.

—Encantado de saludarte, John —replicó el presidente, que estrechó la mano de un hombre delgado, de cabello blanco.

Cooke condujo a su invitado hacia un ascensor privado.

—¿Crees realmente que los Skins pueden ganar, John? —preguntó Lawrence.

—Bueno, esa es la clase de pregunta intencionada que podría esperarse de un político, señor presidente —contestó Cooke mientras entraban en el ascensor—. Todo el mundo sabe que es usted el primer entusiasta de los Packers. Pero me veo obligado a contestar su pregunta con un «Sí, señor». Luchemos por el viejo DC. Los Skins ganarán.

—Pues el Washington Post no está de acuerdo con usted —dijo el presidente cuando las puertas se abrieron en el nivel de la prensa.

—Estoy seguro de que es usted la última persona en creerse todo lo que se publica en el Post, señor presidente —dijo Cooke. Los dos hombres se echaron a reír mientras conducía a Lawrence hacia su palco, una sala grande y cómoda, situada por encima de la línea de las cincuenta yardas, desde donde se dominaba una vista perfecta de todo el campo—. Señor presidente, quisiera presentarle a un par de personas que han hecho de los Redskins el más grande equipo de fútbol de Estados Unidos. Permítame empezar por Rita, mi esposa.

—Encantado de conocerla, Rita —saludó Lawrence, estrechándole la mano—. Y felicidades por su triunfo en el baile de la Sinfónica Nacional. Por lo que me han dicho, se recaudó una cantidad récord bajo su presidencia.

La señora Cooke sonrió ampliamente, mostrando su orgullo.

Lawrence pudo recordar un dato o anécdota apropiados de cada una de las personas que le presentaron, incluido el viejo y pequeño hombre que llevaba una cazadora de los Redskins y que en modo alguno podría haber sido un antiguo jugador.

Le presento a Pug Washer —dijo John Kent Cooke, que colocó una mano sobre el hombro del viejo—. Es el único…

—…hombre en la historia que ha entrado en el Salón de la Fama de los Redskins sin haber jugado un solo partido con el equipo —dijo el presidente. Una enorme sonrisa apareció en el rostro de Pug—. Y también me dicen que sabe usted mucho más sobre la historia del equipo que cualquier otra persona viva. —Pug se prometió a sí mismo que a partir de ahora votaría por los republicanos—. Y dígame una cosa, Pug, en los partidos entre los Packers y los Skins, ¿cuáles fueron los puntos de una temporada regular conseguidos por Vince Lombardi cuando entrenaba a los Packers, en comparación con este año con los Skins?

Los Packers 459 y los Skins 435 —contestó Pug con una sonrisa reacia.

—Lo que me imaginaba… Ese entrenador nunca debería haber dejado los Packers —dijo el presidente, que dio una palmadita en la espalda a Pug.

—¿Sabe una cosa, señor presidente? —dijo Cooke—. Nunca he podido plantear una pregunta sobre los Redskins que Pug no fuera capaz de contestar.

—¿Le han pillado alguna vez en falta, Pug? —preguntó el presidente, volviéndose hacia aquella enciclopedia andante.

—Lo intentan continuamente, señor presidente —contestó Pug—. Ayer mismo, un hombre…

Antes de que Pug pudiera terminar la frase, Andy Lloyd tocó ligeramente el codo de Lawrence.

—Siento interrumpirle, señor, pero acabamos de ser informados de que el presidente Zerimski está a sólo cinco minutos del estadio. Usted y el señor Cooke deberían dirigirse ahora a la entrada noreste, para que estén allí a tiempo de recibirlo.

—Sí, desde luego —asintió Lawrence. Se volvió hacia Pug y añadió—: Continuaremos nuestra conversación en cuanto regrese.

Pug asintió y el presidente y su séquito salieron de la sala para acudir a saludar a Zerimski.

****

—Se está un poco apretujado aquí —gritó Connor para hacerse oír por encima del ruido del gran ventilador del techo.

—Desde luego —admitió Arnie, terminándose de beber la Coca dietética—, pero supongo que eso forma parte del trabajo.

—¿Espera tener hoy algún problema?

—Ninguno. Naturalmente, todos estaremos alertas en cuanto los dos presidentes aparezcan en nuestros campos de acción, pero eso sólo durará unos ocho minutos. Aunque si el capitán Braithwaite se hubiera salido con la suya, a ninguno de ellos se le habría permitido salir del palco del propietario hasta que hubiese llegado el momento de regresar a casa.

Connor asintió e hizo algunas inocuas preguntas más, prestando mucha atención al acento de Brooklyn que tenía Arnie y concentrándose especialmente en las expresiones que utilizara con regularidad.

Mientras Arnie hundía los dientes en un trozo de tarta de chocolate, Connor miró a través de un hueco en los tableros publicitarios en rotación. La mayoría de los agentes del servicio secreto que había en el estadio también estaban comiendo un tentempié en aquellos momentos. Centró la mirada en la torre de iluminación situada por detrás de la zona final occidental. Brad estaba allí, escuchando con atención a un agente que señalaba hacia el palco del propietario. Era la clase de joven que el servicio necesitaba reclutar, pensó Connor.

Se volvió hacia Arnie.

—Volveré a verlo cuando empiece el partido. ¿Le parecerá bien unos bocadillos, otro trozo de pastel y una Coca?

—Sí, me parece estupendo. Pero no te pases con el pastel. No me importa que mi esposa me diga que he engordado unos pocos kilos, pero últimamente los jefes han empezado a hacer comentarios al respecto.

Sonó entonces una sirena, para que todo el personal del estadio supiera que eran las diez y media y estaban a punto de abrirse las puertas. Los aficionados empezaron a inundar las gradas, la mayoría de ellos dirigiéndose hacia sus asientos habituales. Connor recogió la lata vacía de Coca y el recipiente de plástico y los colocó sobre la bandeja.

—Regresaré con su almuerzo cuando empiece el partido —dijo.

—De acuerdo —contestó Arnie, con los binoculares enfocados ahora hacia la multitud, allá abajo—. Pero no llames hasta después de que los dos presidentes hayan regresado al palco del propietario. A nadie se le permite permanecer en el JumboTron mientras ellos estén fuera del campo.

—Comprendo —dijo Connor, que echó un último vistazo al rifle de Arnie.

Se volvió para marcharse cuando escuchó una voz procedente de una radio de dos ondas.

—Hércules 3.

Arnie desenganchó la radio de la parte trasera de su cinturón, apretó un botón y contestó:

—Hércules 3, adelante. —Connor vaciló ante la puerta—. Nada que informar, capitán Braithwaite. Estaba a punto de echar un vistazo hacia la grada oeste.

—Muy bien. Informe si ve algo sospechoso.

—Así lo haré —contestó Arnie y volvió a sujetarse la radio en el cinturón.

Connor salió sin hacer ruido al pasillo cubierto, cerró la puerta tras de sí y colocó la lata vacía de Coca en el escalón.

Comprobó su reloj y luego descendió rápidamente por el pasillo cubierto y abrió la puerta que había al final. El ancho pasillo de confluencia estaba lleno de aficionados que se dirigían a ocupar sus asientos. Al llegar al hueco del montacargas, comprobó de nuevo el reloj; cincuenta y cuatro segundos. En la carrera final tendría que hacerlo en menos de treinta y cinco. Apretó el botón. Cuarenta y siete segundos más tarde reapareció el montacargas. Evidentemente, nadie en el segundo o en el quinto nivel lo había llamado. Colocó la bandeja en el interior y apretó de nuevo el botón. Inmediatamente, inició su descenso hacia el sótano.

Nadie se fijó en Connor, que llevaba puesto un largo guardapolvo blanco y una gorra de los Redskins, mientras se dirigía, más allá del puesto de venta, hacia la puerta señalizada como «Privado». Se deslizó al otro lado, cerró la puerta con llave y regresó sin hacer ruido a lo largo del estrecho pasillo, hasta que se encontró a pocos metros de la entrada al JumboTron. Miró hacia abajo, en dirección a la enorme viga de acero que sostenía en su lugar la pantalla gigante.

Connor se sujetó por un momento a la barandilla y luego cayó de rodillas. Se inclinó hacia delante, se sujetó con ambas manos a la viga y se elevó del pasillo. Miró fijamente la pantalla que, según los planos de los arquitectos, medía catorce metros, situada por delante de él. Le pareció que era un kilómetro y medio.

Pudo ver una pequeña manija, pero seguía sin saber si la trampilla de emergencia que había visto claramente marcada en los planos existía realmente. Empezó a gatear lentamente a lo largo de la viga, avanzando poco a poco, sin mirar en ningún momento hacia abajo, desde una altura en picado de cincuenta y seis metros, aunque a él le parecían dos kilómetros.

Cuando finalmente llegó al extremo de la viga, colgó las piernas a ambos lados y apretó con fuerza, como si montara a horcajadas sobre un caballo. La pantalla cambió desde una reposición de un touchdown de un partido anterior de los Skins, a un anuncio de la tienda deportiva Modell’s. Connor respiró profundamente, sujetó la manija y tiró. La trampilla se abrió, revelando el prometido hueco de cincuenta y siete centímetros que había visto en los planos. Lentamente, Connor se introdujo en el hueco, pasando con los pies por delante, y volvió a deslizar la trampilla en su lugar.

Presionado por todas partes por el acero, empezó a desear haber añadido un par de guantes gruesos a su ropa. Aquello era como encontrarse dentro de una nevera. A pesar de todo, a medida que transcurría cada minuto se sintió más seguro de que, en el caso de que tuviera necesidad de recurrir a su plan de emergencia, nadie descubriría dónde estaba.

Permaneció suspendido dentro del hueco de la viga de acero, a cincuenta y seis metros de altura sobre el suelo, durante más de una hora y media, siendo apenas capaz de hacer girar la muñeca para comprobar la hora. Pero en Vietnam se había pasado diez días de confinamiento solitario, de pie, en una jaula de bambú, con el agua hasta la barbilla.

Algo que, estaba casi seguro de ello, Arnie no había experimentado nunca.