El presidente de Estados Unidos y el secretario de Estado se encontraban entre los setenta y dos funcionarios alineados junto a la pista de aterrizaje, cuando el Ilyushin 62 de la fuerza aérea rusa aterrizó en la base Andrews de la fuerza aérea estadounidense, en las afueras de Washington DC. Ya se había extendido la alfombra roja, se había colocado en su lugar un podio con una docena de micrófonos y se estaba haciendo rodar una ancha escalera hasta el lugar exacto de la pista donde se detendría finalmente el avión.
Al abrirse la puerta del avión, Tom Lawrence se protegió los ojos del brillante sol de la mañana. Ante la puerta apareció una azafata alta y esbelta. Un momento más tarde apareció junto a ella un hombre bajo de estatura y robusto. Aunque Lawrence sabía que Zerimski sólo tenía un metro sesenta y dos de estatura, el hecho de hallarse situado junto a la alta azafata no hizo sino resaltar cruelmente su baja estatura. Lawrence dudó que a un hombre de la estatura de Zerimski le fuera posible llegar a ser presidente de Estados Unidos.
Mientras Zerimski descendía lentamente los escalones, las tupidas filas de fotógrafos empezaron a disparar furiosamente sus cámaras. Desde detrás del cordón que los contenía, los equipos de la televisión de todas las cadenas enfocaron sus objetivos sobre el hombre que dominaría las noticias mundiales durante los siguientes cuatro días.
El jefe de protocolo de Estados Unidos se adelantó para presentar a los dos presidentes y Lawrence estrechó cálidamente la mano de su invitado.
—Bienvenido a Estados Unidos, señor presidente.
—Gracias, Tom —dijo Zerimski, que con esa simple frase lo confundió inmediatamente.
Lawrence se volvió para presentarle al secretario de Estado.
—Es muy agradable conocerte, Larry —dijo Zerimski.
Zerimski se comportó de modo igualmente afable y amistoso a medida que le presentaban a cada nuevo funcionario: el secretario de Defensa, el secretario de Comercio, el asesor de seguridad nacional. Al llegar al final de la hilera, Lawrence le tocó ligeramente en el codo y lo condujo hacia el podio. Mientras avanzaban por la alfombra roja, el presidente estadounidense se inclinó hacia él y le dijo:
—Sólo diré unas pocas palabras de bienvenida, señor presidente y luego quizá quiera usted contestar.
—¡Llámeme Victor, por favor! —insistió Zerimski.
Zerimski subió al pódium, se sacó una sola hoja de papel del bolsillo interior de la chaqueta y la colocó sobre el atril.
—Señor presidente —empezó a decir y luego, volviéndose hacia Zerimski, sonrió y dijo—: Victor. Permítame empezar por darle la bienvenida a Estados Unidos. Hoy se inicia una nueva era en la relación especial que mantienen nuestros dos grandes países. Su visita a Estados Unidos anuncia…
Connor estaba sentado delante de las tres pantallas de televisión, viendo la cobertura de la ceremonia que realizaban las grandes cadenas. Esa misma noche repasaría continuamente las cintas. Había sobre el terreno una fuerza de seguridad mucho mayor de la que había anticipado. El servicio secreto parecía haber dedicado toda una división de protección de dignatarios para cada presidente. Pero no se veía la menor señal de Gutenburg, o de los operativos de la CIA. Connor sospechaba que el servicio secreto no estaba enterado de la presencia de un asesino potencial.
No le sorprendió nada que el rifle comprado en Dallas no hubiera llegado nunca a su destino. Los dos matones de la Mafya habían hecho todo lo imaginable para llamar la atención de la CIA, excepto llamar al número gratuito de su centralita. Si él hubiera sido el vicedirector les habría permitido seguir adelante, con la esperanza de que le condujeran hasta la persona que tenía la intención de utilizar el rifle. Evidentemente, Gutenburg había considerado más importante quitar el arma de la circulación.
Quizá tuviera razón. Connor no podía arriesgarse a pasar por otra debacle como la ocurrida en Dallas. Tendría que ingeniárselas con un plan alternativo.
Después del episodio en el Memphis Marriott, quedaba claro que Alexei Romanov no estaba dispuesto a asumir la responsabilidad si algo salía mal, y Connor contaba ahora con el control completo de todos los preparativos para el asesinato. Los que le vigilaban se mantenían a una distancia respetuosa, a pesar de que en ningún momento lo perdían de vista, pues de otro modo habría estado en la base Andrews esa misma mañana. A pesar de que podía quitárselos de encima en cuanto quisiera, Connor fue consciente de su actitud ante el fracaso cuando se enteró de que el jefe de la Mafya local de Dallas había ordenado cortar la otra mano al matón que perdió el rifle, para que no volviera a cometer dos veces el mismo error.
El presidente terminó su discurso de bienvenida y recibió una ronda de aplausos que tuvo muy poco impacto en un espacio abierto tan grande. A continuación se apartó a un lado para permitir que Zerimski respondiera, pero cuando el presidente ruso ocupó su puesto, apenas si se le pudo ver por encima de la batería de micrófonos. Connor sabía que, durante los cuatro días siguientes, la prensa le recordaría continuamente al presidente estadounidense, de un metro ochenta y cinco de estatura, este verdadero desastre de relaciones públicas, y que Zerimski supondría que se había hecho intencionadamente para humillarlo. Se preguntó de quién sería la cabeza que rodaría más tarde entre el personal de la Casa Blanca.
Disparar contra un hombre de más de un metro ochenta habría sido mucho más fácil que hacerlo contra alguien de poco más de un metro sesenta. Connor estudió a los agentes de la división de protección de dignatarios, asignados para proteger a Zerimski durante su visita. Reconoció a cuatro de ellos, todos los cuales eran tan buenos como cualquiera en su profesión. Cualquiera de los cuatro habría podido derribar a un hombre de un solo disparo a trescientos pasos de distancia y desarmar al atacante con un solo golpe. Por detrás de sus gafas oscuras, Connor sabía que sus ojos miraban incesantemente en todas direcciones.
Aunque quienes estaban en la pista no podían ver muy bien a Zerimski, sus palabras, al menos, sí pudieron escucharse con toda claridad. A Connor le sorprendió comprobar que la actitud intimidatoria y amenazadora que había empleado en Moscú y San Petersburgo, se había visto sustituida ahora por un tono mucho más conciliador. Le dio las gracias a «Tom» por su cálida bienvenida y dijo estar seguro de que la visita demostraría ser provechosa para ambas naciones.
Connor estaba convencido de que Lawrence no se dejaría engañar por este despliegue externo de calidez.
Evidentemente, no era éste ni el momento ni el lugar para que el presidente ruso permitiera que los estadounidenses descubriesen su verdadera agenda.
Mientras Zerimski seguía leyendo su guión, Connor miró el itinerario de cuatro días, preparado por la casa Blanca, tan convenientemente publicado minuto a minuto por el Washington Post. Después de años de experiencia, sabía que aquellos programas raras veces se ajustaban a sus horarios originales, ni siquiera con los planes mejor trazados. Tenía que asumir que ocurriría lo inesperado durante algún momento de la visita, y debía asegurarse de que eso no se produjera en el momento en que él estuviera preparado con su rifle.
Los dos presidentes serían transportados en helicóptero desde la base de la fuerza aérea hasta la Casa Blanca, donde iniciarían inmediatamente una sesión de conversaciones privadas que podrían continuar durante el almuerzo. Después de almorzar, Zerimski sería llevado a la embajada rusa para descansar, antes de regresar a la Casa Blanca por la noche, para asistir a una cena de gala en su honor.
A la mañana siguiente viajaría a Nueva York para hablar ante la asamblea de las Naciones Unidas y almorzaría con el secretario general; por la tarde realizaría una visita al Museo Metropolitano. Connor se había echado a reír al leer esa misma mañana, en la página de ecos de sociedad del Post, que Tom Lawrence se había enterado de la gran afición que su huésped había demostrado por el arte durante su reciente campaña presidencial, en el curso de la cual Zerimski había encontrado tiempo para visitar no sólo el Bolshoi, sino también los museos Pushkin y del Hermitage.
Después de que el presidente ruso regresara a Washington el jueves por la noche, dispondría de apenas el tiempo suficiente para llegar a la embajada y cambiarse para asistir a una representación del Lago de los cisnes, a cargo del ballet de Washington, en el Kennedy Center. El Post, sin mucho tacto, recordaba a sus lectores que más de la mitad de los componentes del ballet eran inmigrantes rusos.
El viernes por la mañana habría extensas conversaciones en la Casa Blanca, seguidas por un almuerzo ofrecido por el departamento de Estado. Por la tarde, Zerimski pronunciaría un discurso ante una sesión conjunta del Congreso, que constituiría el punto culminante de su visita de cuatro días. Lawrence confiaba en que los legisladores pudieran quedar convencidos de que el líder ruso era un hombre de paz, y acordaran apoyar su proyecto de ley de reducción de armas. Un editorial del New York Times advertía que esta podría ser la ocasión en la que Zerimski perfilara la estrategia defensiva de Rusia para la siguiente década.
El corresponsal diplomático del periódico se había puesto en contacto con la oficina de prensa de la embajada rusa, donde se le informó secamente que no se entregarían copias por adelantado de ese discurso en particular.
Por la noche, Zerimski sería el huésped de honor de una cena del Consejo Económico Ruso–estadounidense. Las copias de ese discurso ya circulaban ampliamente, con una indiferencia manifiesta. Connor lo había leído y sabía que ningún periodista que se preciara se molestaría en publicar una sola palabra de lo que decía.
El sábado, Zerimski y Tom Lawrence acudirían al Cooke Stadium, en Maryland, para asistir a un partido de fútbol entre los Washington Redskins y los Green Bay Packers, el equipo que el propio Lawrence había apoyado toda su vida, después de haber sido senador por Wisconsin.
Por la noche, Zerimski ofrecería una cena en la embajada rusa para devolver la hospitalidad a todos aquellos de los que había sido huésped durante su visita.
A la mañana siguiente emprendería el vuelo de regreso a Moscú…, pero sólo si Connor había fallado en el cumplimiento de su parte del contrato.
Tenía que considerar por lo tanto nueve lugares. Ya había descartado siete antes de que el avión de Zerimski aterrizara. De los dos restantes, el banquete del sábado por la noche parecía el más prometedor, especialmente después de que Romanov le dijera que la Mafya contaba con la concesión para preparar todos los banquetes que se celebraban en la embajada rusa.
Unos amables aplausos hicieron que Connor centrara nuevamente la atención en la ceremonia de bienvenida. Algunas de las personas que aguardaban en la pista ni siquiera se dieron cuenta de que Zerimski había terminado su discurso hasta que éste bajó del podio, de modo que la recepción que recibió no fue tan entusiasta como Lawrence había esperado.
Los dos líderes se alejaron cruzando la pista hasta un helicóptero que esperaba. Normalmente, ningún presidente ruso volaría en un aparato militar estadounidense, pero Zerimski había descartado las objeciones, diciendo a sus consejeros que deseaba confundir a Lawrence en cada oportunidad que se le presentara. Subieron a bordo y saludaron a la gente. Momentos más tarde el «Marine One» se elevó, permaneció unos segundos suspendido sobre el suelo y luego cobró altura, alejándose. Las mujeres que no habían asistido antes a una ceremonia de bienvenida no sabían que hacer, si sujetarse los sombreros o las faldas.
En apenas siete minutos, el «Marine One» se posaría sobre el prado sur de la Casa Blanca, y sus ocupantes serían recibidos por Andy Lloyd y el alto personal de la Casa Blanca.
Connor apagó los tres televisores, rebobinó las cintas y empezó a considerar las alternativas. Ya había decidido no ir a Nueva York. Ni el edificio de las Naciones Unidas ni el Museo Metropolitano ofrecían virtualmente ninguna posibilidad de escapar. Y era muy consciente de que el servicio secreto estaba entrenado para detectar a cualquiera que apareciese en más de una ocasión durante una visita como ésta, incluidos los periodistas y equipos de la televisión. Además de eso, unos tres mil de los mejores agentes de Nueva York estarían protegiendo a Zerimski durante cada segundo de su visita.
Utilizaría el tiempo en que Zerimski estuviera fuera de la ciudad para comprobar los otros dos lugares más prometedores. La Mafya ya había dispuesto que él formara parte del equipo que prepararía y serviría el banquete, y que visitaría la embajada rusa esa misma tarde para ser informado sobre los detalles del banquete de la noche del sábado. El embajador ya había dejado bien claro sus deseos de que ésta fuera una ocasión que no olvidara ninguno de los dos presidentes.
Connor comprobó su reloj, se puso la chaqueta y bajó la escalera. El BMW ya le esperaba. Subió al asiento de atrás.
—Al Cooke Stadium —fue todo lo que dijo.
Ninguno de los presentes en el coche hizo el menor comentario, mientas el conductor situaba el vehículo en el carril central.
Al pasar un camión de transporte de coches nuevos por el otro lado de la calzada, Connor pensó en Maggie y sonrió. Esa misma mañana había hablado con Carl Koeter, quien le había asegurado que los tres canguros se hallaban a salvo en sus bolsas.
—Y a propósito, la Mafya cree que fueron enviados directamente de regreso a Estados Unidos —le había dicho Koeter.
—¿Cómo te las arreglaste para hacérselo creer? —preguntó Connor.
—Uno de los guardaespaldas trató de sobornar a un funcionario de aduanas, que aceptó el dinero y le dijo que los habían pillado llevando drogas y que habían sido «devueltos a su puerto de embarque».
—¿Crees que se lo tragaron?
—Oh, sí —asintió Koeter—. Tuvieron que pagar mucho dinero por esa información.
Connor se echó a reír.
—Siempre estaré en deuda contigo, Carl. Tendrás que hacerme saber cuándo puedo pagártelo.
—Eso no será necesario, amigo mío —contestó Koeter—. Sólo esperaré con ilusión el momento de ver de nuevo a tu esposa en circunstancias más agradables.
Los perros guardianes de Connor no habían mencionado la desaparición de Maggie, de modo que no podía estar seguro de saber si eran demasiado orgullosos como para admitir que la habían perdido, tanto a ella como a Stuart y a Tara, o todavía confiaban en encontrarlos antes de que él descubriera la verdad. Quizá temían que él no cumpliera su parte del trato si sabía que su esposa y su hija ya no estaban en sus manos. Pero Connor estaba convencido de que si no cumplía su parte del acuerdo, Alexei Romanov terminaría por descubrir dónde estaba Maggie y la mataría, y si no a Maggie, lo haría con Tara. Bolchenkov le había advertido que, mientras no se hubieran cumplido las condiciones del contrato, de una u otra forma, Romanov no podía regresar a su patria.
Cuando el conductor entró en el cinturón de ronda, Connor pensó en Joan, cuyo único delito había sido ser su secretaria, Apretó el puño y deseó que este acuerdo con la Mafya hubiera sido para librarse de Dexter y de su vicedirector. Esa sí que era una misión que habría cumplido con verdadero placer.
El BMW traspasó los límites de la ciudad de Washington mientras Connor pensaba en todos los preparativos que aún tenía que hacer. Debería efectuar varias veces un recorrido alrededor del estadio, comprobar todas las salidas, antes de decidir si entraba o no.
****
El «Marine One» se posó suavemente sobre el prado sur de la Casa Blanca. Los dos presidentes bajaron del helicóptero y fueron saludados por un cálido aplauso de los seiscientos miembros del personal de la Casa Blanca, reunidos para recibirlos.
Al presentar Lawrence a su jefe de personal a Zerimski, no pudo evitar darse cuenta de que Andy parecía preocupado. Los dos líderes dedicaron un tiempo inusualmente prolongado a posar para los fotógrafos, antes de retirarse al despacho Oval, en compañía de sus asesores, para confirmar los temas que abordarían en reuniones posteriores. Zerimski no planteó objeciones al horario que Andy Lloyd le había preparado y pareció relajado ante los temas que serían presentados a su consideración.
Cuando interrumpieron la sesión para almorzar, Lawrence tenía la sensación de que las conversaciones preliminares se habían desarrollado bien. Se trasladaron a la sala del Gabinete, donde Lawrence contó la historia de cuando el presidente Kennedy había cenado allí con ocho premios Nobel, comentando que aquella había sido la mayor reunión de intelectuales que se había producido desde que Jefferson había cenado en el mismo lugar a solas. Larry Harrington rió la broma, a pesar de que ya había oído al presidente contar la misma anécdota una docena de veces. Andy Lloyd, en cambio, ni siquiera se esforzó por sonreír.
Después del almuerzo, Lawrence acompañó a Zerimski a su limusina Zil, que le esperaba en la entrada diplomática de la Casa Blanca. En cuanto hubo desaparecido de la vista el último vehículo de la comitiva (Zerimski había insistido una vez más en tener un vehículo más que cualquier otro presidente ruso anterior), Lawrence regresó apresuradamente al despacho Oval, donde encontró de pie, junto a la mesa, a un Andy Lloyd de expresión muy seria.
—Pensaba que todo había salido bien, como esperábamos —comentó el presidente.
—Probablemente —asintió Lloyd—, aunque yo no confiaría en que ese hombre diga nunca la verdad, ni siquiera a sí mismo. Se ha mostrado demasiado cooperativo para mi gusto. Tengo la sensación de que nos tiene preparado algo.
—¿Fue esa la razón por la que te mostraste tan poco comunicativo durante el almuerzo?
—No. Creo que tenemos entre manos un problema mayor —contestó Lloyd—. ¿Ha leído el último informe de Dexter? Se lo dejé en la mesa ayer por la tarde.
—No, no lo he leído —contestó el presidente—. Durante la mayor parte de todo el día de ayer estuve ocupado con Larry Harrington en el departamento de Estado.
Abrió una carpeta con el emblema de la CIA y empezó a leer. Exclamó «¡Maldita sea!» en dos o tres ocasiones, antes de llegar a la segunda página. Cuando llegó al último párrafo su rostro aparecía pálido. Miró a su viejo amigo.
—Creía que Jackson trabaja para nosotros.
—Así es, señor presidente.
—¿Cómo es que Dexter afirma entonces que fue responsable del asesinato en Colombia, y que luego se marchó a San Petersburgo con la intención de asesinar a Zerimski?
Porque de ese modo ella se desvincula de toda operación de ese tipo y deja que seamos nosotros los que tengamos que explicar por qué contratamos a Jackson. A estas alturas ya dispondrá de un armario lleno de expedientes para demostrar que fue Jackson el que asesinó a Guzmán. Sólo tiene que mirar estas fotografías de Jackson en un bar de Bogotá, entregándole dinero al jefe de policía por debajo de la mesa. Lo que no muestran es que esa reunión tuvo lugar casi dos semanas después del asesinato. No olvide, señor, que la CIA no tiene rival cuando se trata de cubrirse el trasero.
—No es su trasero lo que me preocupa —comentó el presidente—. ¿Qué hay de la afirmación de Dexter de que Jackson ha regresado a Estados Unidos y trabaja ahora para la Mafya rusa?
—Sólo se trata de una afirmación muy conveniente —dijo Lloyd—. Si saliera algo mal durante la visita de Zerimski, ella contaría con alguien a quien poderle echar el muerto.
—¿Cómo explicas entonces el hecho de que Jackson fuera grabado hace unos pocos días por una cámara de seguridad en Dallas, comprando un rifle de alta potencia, de especificaciones casi idénticas al que se utilizó para matar a Guzmán?
—Muy sencillo —contestó Lloyd—. En cuanto uno se da cuenta de que no fue en realidad Jackson, todo encaja en su lugar.
—Si no fue Jackson, ¿quién demonios pudo ser?
—Fue Connor Fitzgerald —contestó Lloyd en voz baja.
—Pero tú mismo me dijiste que Fitzgerald había sido detenido en San Petersburgo y ahorcado. Analizamos incluso cómo podíamos sacarlo del atolladero.
—Lo sé, señor pero, una vez que Zerimski fue elegido, no había ninguna posibilidad, a menos…
—¿Que qué?
—Que Jackson ocupara su lugar.
—¿Y por qué demonios iba a hacer una cosa así?
—Recuerde que Fitzgerald salvó la vida de Jackson en Vietnam, y tiene la Medalla del Honor para demostrarlo. Cuando Fitzgerald regresó de la guerra, fue Jackson el que lo reclutó como agente encubierto no oficial. Durante los veintiocho años siguientes sirvió a la CIA, y se ganó fama de ser uno de los agentes más respetados. Luego, de la noche a la mañana, desaparece y ni siquiera se le puede encontrar en los libros. Su secretaria, Joan Bennett, que trabajó para él durante diecinueve años, muere de repente en un misterioso accidente de tráfico cuando va a entrevistarse con la esposa de Fitzgerald. Luego, su esposa y su hija también se desvanecen de la faz de la tierra. Mientras tanto, el hombre al que nombramos para averiguar lo que estaba pasando, es acusado de ser un asesino y traiciona a su mejor amigo. Pero, por muy cuidadosamente que investigue los numerosos informes de Helen Dexter, no encontrará en ellos una sola referencia a Connor Fitzgerald.
—¿Cómo sabes todo esto, Andy? —preguntó Lawrence.
—Porque Jackson me llamó desde San Petersburgo inmediatamente después de que Fitzgerald fuera detenido.
—¿Tienes una grabación de esa conversación?
—Sí, señor, la tengo.
—Maldita sea —repitió Lawrence—. Dexter hace que J. Edgar Hoover parezca un aficionado.
—Si aceptamos que es Jackson el que fue ahorcado en Rusia, tenemos que asumir que fue Fitzgerald el que voló a Dallas, con la intención de comprar ese rifle para poder cumplir con su misión actual.
—¿Y soy yo el blanco esta vez? —preguntó Lawrence con serenidad.
—No lo creo, señor presidente. Eso es lo único en lo que estoy de acuerdo con Dexter… Todavía creo que el blanco es Zerimski.
—Oh, Dios mío —exclamó Lawrence, dejándose caer en la silla—. Pero ¿por qué un hombre honorable, con un historial y una reputación tan buenas como las de Fitzgerald, se dejaría implicar en una misión como esta? Las cosas no encajan.
—Encajarían si ese hombre honorable creyera que la orden original de asesinar a Zerimski procedía de usted.
****
A Zerimski se le hacía tarde cuando su avión despegó de la pista del aeropuerto de Nueva York para volver de regreso a Washington, pero se sentía de muy buen humor. Su discurso ante las Naciones Unidas había sido bien recibido, y su almuerzo con el secretario general fue descrito como de «amplio alcance y muy productivo», en un comunicado emitido por la secretaría general.
Esa tarde, durante su visita al Museo Metropolitano, Zerimski no sólo pudo citar el nombre del artista ruso al que se le había organizado una exposición en una de las galerías superiores, sino que tras salir del museo abandonó su itinerario y, ante la consternación de sus guardaespaldas del servicio secreto, descendió a pie por la Quinta Avenida y estrechó las manos de quienes se dedicaban a hacer sus compras de Navidad.
Zerimski llevaba una hora de retraso cuando su avión aterrizó en Washington, y tuvo que cambiarse de ropa en el asiento de atrás de la limusina, de modo que la representación del Lago de los cisnes sólo tuvo que retrasarse en poco más de quince minutos. Después de que los bailarines efectuaran su último saludo, regresó a la embajada rusa para pasar allí una segunda noche.
****
Mientras Zerimski dormía, Connor permaneció despierto. Raras veces podía dormir durante más de unos pocos minutos seguidos cuando estaba montando una operación. Lanzó una maldición en voz alta al enterarse de la caminata por la Quinta Avenida en las noticias de la noche. Eso le había recordado que siempre debía estar preparado para lo inesperado: Zerimski habría sido un blanco fácil desde un apartamento de la Quinta Avenida, y la multitud habría sido tan grande y habría estado tan descontrolada que él hubiera podido desaparecer en cuestión de momentos.
Apartó de su mente lo que podría haber ocurrido en Nueva York. Seguía teniendo que considerar únicamente otros dos lugares.
En el primero se encontraba con el problema de que no tendría el rifle con el que se sentía más cómodo, aunque sí dispondría de una multitud lo bastante abigarrada como para escapar más fácilmente.
En cuanto al segundo, si Romanov podía proporcionarle un Remington 700 modificado para la mañana del banquete y garantizarle una forma de escapar, parecía la elección más evidente. ¿O quizá era un poco demasiado evidente?
Empezó a escribir listas de pros y contras para cada uno de los dos lugares. A las dos de la madrugada, agotado, se dio cuenta de que tendría que visitar de nuevo los dos lugares, antes de tomar su decisión final.
Pero ni siquiera entonces tenía la intención de decirle a Romanov cuál de los dos lugares había elegido.