24

Maggie llegó una hora antes al aeropuerto Dulles, una costumbre que enfurecía a Connor. Comprobó la pantalla de llegadas y se sintió complacida al comprobar que el aterrizaje del vuelo desde San Francisco estaba previsto a su hora.

Tomó un ejemplar del Washington Post en el quiosco de prensa y se dirigió hacia la cafetería más próxima, donde se instaló en un taburete junto a la barra y pidió un café solo y un croissant. No observó a los dos hombres que ocupaban una mesa en la esquina opuesta, uno de los cuales tenía un ejemplar del Washington Post, que parecía estar leyendo. Pero, por mucho que se hubiera fijado, no habría visto al tercer hombre que se tomaba mucho más interés por ella que por la pantalla de llegadas que miraba. Ya había distinguido a los dos hombres sentados en el rincón.

Maggie leyó el Post desde el principio hasta el final, y no dejó de comprobar el reloj a cada pocos minutos. Para cuando pidió su segundo café estaba enfrascada en el suplemento sobre Rusia, publicado como anticipación de la próxima visita del presidente Zerimski a Washington. A Maggie no le gustaba el líder comunista, que parecía pertenecer al siglo anterior.

Ya se había tomado su tercer café veinte minutos antes de que aterrizara el avión, así que se bajó del taburete y se dirigió hacia la batería de teléfonos más próxima. Dos hombres la siguieron al salir del restaurante, mientras que un tercero se deslizaba desde una sombra a otra.

Marcó un número, preguntándose si encontraría a alguien.

—Buenos días, Jackie —dijo cuando su ayudante contestó al teléfono—. Sólo llamo para comprobar que todo anda bien.

—Maggie —dijo una voz que procuró contenerse para no parecer exasperada—, son las siete de la mañana y todavía estoy en la cama. Me llamaste ayer, ¿recuerdas? La universidad está de vacaciones, y nadie regresará hasta el catorce de enero. Además, después de tres años de ser tu ayudante, soy perfectamente capaz de dirigir la oficina en tu ausencia.

—Lo siento, Jackie —se disculpó Maggie—. No pretendía despertarte. Se me olvidó lo temprano de la hora. Te prometo no molestarte de nuevo.

—Espero que Connor regrese pronto y que Tara y Stuart te mantengan totalmente ocupada durante las próximas semanas —dijo Jackie—. Que pases unas buenas Navidades, y no quiero volver a oírte antes de finales de enero —añadió con énfasis.

Maggie colgó el teléfono dándose cuenta de que no había hecho otra cosa que matar el tiempo, y que no debería haber molestado a Jackie. Se reprendió a sí misma y decidió que no la volvería a llamar hasta el Año Nuevo.

Se dirigió lentamente hacia la puerta de llegadas y se unió al creciente número de personas que miraban por las ventanas, hacia las pistas, desde donde los primeros vuelos de la mañana despegaban y aterrizaban. Tres hombres, que no comprobaban la compañía de cada uno de los aviones que llegaban, siguieron vigilando a Maggie, mientras ella esperaba a que la pantalla confirmara que había aterrizado el vuelo 50 de la United, procedente de San Francisco. Cuando finalmente apareció el mensaje, sonrió. Uno de los tres hombres marcó un número de once cifras en su teléfono celular y transmitió la información a su superior, en Langley.

Maggie sonrió de nuevo cuando un hombre que llevaba una gorra de béisbol de los 49 salió del túnel de conexión; el primer pasajero en hacerlo. Tuvo que esperar otros diez minutos antes de que Tara y Stuart salieran por la puerta. Nunca había visto a su hija con un aspecto tan radiante. En cuanto Stuart distinguió a Maggie, le dirigió la enorme sonrisa con la que tanto se había familiarizado durante sus vacaciones en Australia. Maggie los abrazó a los dos.

—Es maravilloso veros a los dos —les dijo.

Tomó una de las bolsas de Tara y los dirigió hacia la terminal principal, a través del paso subterráneo.

Uno de los hombres que la vigilaba ya estaba esperando en el aparcamiento de esperas cortas, en el asiento del pasajero de un camión Toyota con un cargamento de once coches nuevos. Los otros dos cruzaron el aparcamiento corriendo.

Maggie, Tara y Stuart salieron al frío aire de la mañana y se dirigieron hacia el coche de Maggie.

—¿No va siendo hora de que te consigas algo más actualizado que este viejo montón de chatarra, mamá? —preguntó Tara con fingido horror—. Yo aún estaba en la escuela superior cuando lo compraste, y por aquel entonces ya era de segunda mano.

—El Toyota es el coche más seguro en la carretera —dijo Maggie remilgadamente—, como no dejan de confirmar los Informes del consumidor.

—No puede haber ningún coche con trece años de antigüedad que sea seguro en la carretera —replicó Tara.

—En todo caso —dijo Maggie ignorando las puyas de su hija—, tu padre cree que deberíamos conservarlo hasta que empiece a desempeñar su nuevo trabajo, cuando nos entreguen un coche de la empresa.

El hecho de mencionar a Connor produjo un momento de incómodo silencio.

—Siento verdaderos deseos de ver de nuevo a su esposo, señora Fitzgerald —dijo Stuart al subir al asiento de atrás.

Maggie no dijo: «Y yo también», sino que se contentó con decir:

—De modo que es tu primera visita a Estados Unidos.

—Así es —contestó Stuart, mientras Maggie ponía el coche en marcha—. Y ya no estoy tan seguro de querer regresar a Australia.

—En Estados Unidos ya tenemos suficientes abogados bien pagados, sin necesidad de añadir otro de allá abajo —dijo Tara mientras esperaba en la cola a pagar el aparcamiento.

Maggie le sonrió, sintiéndose más feliz de lo que se había sentido desde hacía varias semanas.

—¿Cuándo tienes que regresar a Sydney, Stuart?

—Si crees que ya ha recibido su bienvenida, podríamos dar la vuelta y que tome el siguiente vuelo de regreso, mamá —dijo Tara.

—No, no quería decir eso, sólo que…

—Lo sé… Te encantaría planificar por adelantado —le interrumpió Tara con una risa—. Si fuera por ella, Stuart, haría que los estudiantes se matricularan en Georgetown desde el momento de la concepción.

—¿Cómo es que no se me había ocurrido pensarlo antes? —preguntó Maggie.

—No me esperan de regreso en mi despacho hasta el cinco de enero —dijo Stuart—. Espero que pueda tolerarme durante todo ese tiempo.

—No va a tener gran cosa que decir al respecto —dijo Tara, que le apretó la mano.

Maggie entregó un billete de diez dólares al cajero, antes de salir del aparcamiento y tomar la autopista. Miró por el espejo retrovisor, pero no observó un Ford azul que no llamaba la atención, a unos cien metros por detrás de ella, que avanzaba aproximadamente a su misma velocidad. El hombre que ocupaba el asiento del acompañante informaba a su superior en Langley de que el sujeto había salido a las siete cuarenta y tres, y había tomado dirección a Washington, con los dos paquetes que había recogido.

—¿Disfrutaste de tu estancia en San Francisco, Stuart?

—Cada momento —contestó—. Tenemos la intención de pasar allí un par de días más, antes de mi regreso.

Al mirar de nuevo por el espejo retrovisor, vio un coche patrulla del estado de Virginia que se acercaba por detrás, con las luces parpadeando.

—¿Crees que me está siguiendo a mí? Desde luego, no he pasado el límite de velocidad —dijo Maggie, que miró el velocímetro.

—Mamá, este coche es prácticamente una antigüedad y debería haber sido convertido en chatarra hace años. Podría tratarse de cualquier cosa, desde las luces de freno hasta unas ruedas defectuosas. Sólo tienes que detenerte en el arcén. —Tara miró por la ventanilla de atrás—. Y cuando el policía de tráfico te hable, procura sacar a relucir esa sonrisa irlandesa tuya.

Maggie detuvo el coche en el arcén y el Ford azul pasó de largo por el carril del centro.

—Mierda —exclamó su conductor al pasar junto a ellos.

Maggie bajó la ventanilla cuando los dos policías descendieron del coche patrulla y caminaron hacia ellos.

El primer oficial sonrió y preguntó con amabilidad:

—¿Me permite ver su permiso de conducir, señora?

—Desde luego —asintió Maggie, devolviéndole la sonrisa. Se inclinó hacia un lado, abrió el bolso y empezó a rebuscar en su interior, mientras el segundo policía le indicaba a Stuart que él también debía bajar su ventanilla. La petición le pareció un tanto extraña a Stuart, ya que difícilmente podía haber cometido ningún delito de tráfico, pero puesto que no estaba en su país, le pareció más prudente hacer lo que se le pedía. Bajó la ventanilla en el momento en que Maggie localizaba finalmente su permiso de conducir. Al girarse para entregarlo, el segundo policía desenfundó su arma y disparó tres veces al interior del coche.

Los dos policías regresaron rápidamente a su coche patrulla. Mientras uno de ellos introducía el coche en el tráfico de primeras horas de la mañana, el otro telefoneaba al hombre que ocupaba el asiento del pasajero del camión de transporte.

—El coche se ha estropeado y necesita de su asistencia inmediata.

Poco después de que el coche patrulla acelerara y se alejara, el camión de transporte que llevaba once Toyotas nuevos se detuvo en el arcén, delante del vehículo estacionado. El hombre que ocupaba el asiento del acompañante, con una gorra y un mono azul de la Toyota, saltó de la cabina y corrió hacia el coche aparcado. Abrió la puerta del conductor, levantó suavemente a Maggie hasta dejarla colocada en el asiento del pasajero y tiró de la palanca que abría el capó del coche. Luego, se inclinó hasta donde Stuart se había derrumbado, le quitó la cartera y el pasaporte del bolsillo de la chaqueta y los sustituyó por otro pasaporte y un delgado libro de bolsillo.

El conductor del transporte abrió el capó del Toyota y comprobó debajo. Desactivó hábilmente el artilugio de localización y seguimiento y cerró el capó. Su compañero se había instalado mientras tanto ante el volante del Toyota. Puso el motor en marcha, metió la primera marcha y subió lentamente la rampa del camión de transporte, ocupando el espacio que quedaba vacío. Apagó el motor, puso el freno de mano, sujetó las ruedas del coche a la rampa y se reunió con el conductor del camión, en la cabina. Toda la operación había durado menos de tres minutos.

El camión de transporte reanudó su viaje hacia Washington, pero tras recorrer una corta distancia, tomó por la salida de cargamento aéreo, en dirección de regreso hacia el aeropuerto.

Los funcionarios de la CIA que ocupaban el Ford azul habían salido de la autopista por la siguiente salida para invertir la marcha y unirse al tráfico que se dirigía hacia Washington.

—Tuvo que haber cometido alguna pequeña infracción de tráfico —le estaba diciendo el conductor a su superior, en Langley—. No me sorprendería nada, con un coche tan viejo.

El funcionario que ocupaba el asiento del acompañante se sorprendió al descubrir que el Toyota ya no aparecía en su pantalla.

—Probablemente, van camino de regreso a Georgetown —sugirió—. Volveremos a llamar en cuanto restablezcamos el contacto.

Mientras los dos agentes regresaban hacia Washington, el camión que transportaba doce Toyotas giró a la izquierda por la calzada de servicio del aeropuerto Dulles, ante un cartel que anunciaba «Sólo carga». Tras avanzar unos pocos cientos de metros giró a la derecha y cruzó por una alta valla metálica abierta por dos hombres vestidos con monos del aeropuerto, para avanzar por una vieja pista hasta un hangar aislado. Una figura solitaria esperaba de pie a la entrada para guiarlo, como si el camión de transporte fuera un avión conducido por un novato.

El conductor detuvo el vehículo junto a una camioneta sin placas. Desde detrás surgieron rápidamente siete hombres vestidos con monos blancos. Uno de ellos soltó las cadenas que aseguraban el viejo coche al camión. Otro ocupó su puesto tras el volante, soltó el freno de mano y dejó que el Toyota rodara lentamente rampa abajo, hasta el suelo. En cuanto se detuvo, se abrieron sus puertas y los cuerpos de su interior fueron levantados cuidadosamente.

El hombre con la gorra de Toyota bajó del camión de un salto y se puso al volante del coche viejo. Le puso la primera marcha, le hizo trazar un círculo y salió disparado del hangar como si lo hubiera conducido toda su vida. Al cruzar la puerta abierta, los cuerpos estaban siendo depositados suavemente en la parte trasera de la camioneta, donde les esperaban tres ataúdes. Uno de los hombres vestidos con mono dijo:

—No cierres las tapas hasta que te acerques al avión.

—De acuerdo, doctor —fue la respuesta.

—Y una vez cerrada la bodega, saca los cuerpos y sujétalos a los asientos con los cinturones de seguridad.

Mientras otro hombre asentía, el camión salió del hangar marcha atrás y recorrió de nuevo la vieja pista hasta salir por las puertas. Cuando el conductor llegó de nuevo a la autopista giró a la izquierda y se dirigió hacia Leesburg, donde entregaría once Toyotas nuevos al concesionario local. Su salario por seis horas de trabajo no programado le permitiría comprarse uno de ellos.

La verja metálica ya se había cerrado con llave y cerrojo cuando la camioneta salió del hangar y empezó a dirigirse lentamente hacia la zona de los muelles de carga. El conductor pasó ante hileras de aviones de carga y finalmente se detuvo a la cola de un 747 marcado como «Air Transport International». La bodega estaba abierta y los dos funcionarios de aduanas estaban esperando al pie de la rampa. Empezaron a comprobar el papeleo justo en el momento en que los dos funcionarios de la CIA llegaban al 1648 de Avon Place. Después de rodear la manzana con precaución, los agentes informaron a Langley que no veían la menor señal ni del coche ni de los tres paquetes.

Mientras tanto, el viejo Toyota salía de la carretera 66 y entraba en la autopista hacia Washington. El conductor apretó con fuerza el acelerador hacia la ciudad. Escuchó por el auricular a los dos funcionarios del Ford, que recibían instrucciones de ir a la oficina de la señora Fitzgerald, para comprobar si el coche estaba en el aparcamiento habitual, detrás del edificio de ingresos.

Una vez que los funcionarios de aduanas quedaron plenamente convencidos de que los documentos del forense estaban en orden, uno de ellos dijo:

—Está bien. Abran las tapas.

Comprobaron cuidadosamente las ropas y miraron en las bocas y en otros orificios de los tres cuerpos. Luego, contrafirmaron los documentos. Se volvieron a colocar las tapas y los hombres vestidos con monos blancos llevaron los ataúdes, uno a uno, rampa arriba, dejándolos uno al lado del otro, en la bodega del avión.

La rampa del 747 empezaba a subir cuando el viejo Toyota pasó ante Christ Church. Aceleró colina arriba a lo largo de otras tres manzanas, antes de girar a la izquierda por Dent Place.

El conductor ya se había deslizado por la parte lateral de la casa, entrando en ella por la puerta de atrás en el momento en que el médico comprobó los pulsos de sus tres pacientes. Corrió escalera arriba hasta el dormitorio principal, abrió el tercer cajón de la cómoda, al lado de la cama. Rebuscó entre las camisas y sacó un sobre marrón que decía: «No abrir antes del 17 de diciembre» y se lo guardó en el bolsillo interior. Bajó dos maletas de lo alto del armario y las llenó rápidamente con ropa. A continuación, extrajo un pequeño paquete de celofán del mono y lo deslizó dentro de una bolsa de cosméticos, que metió dentro de una de las maletas. Antes de salir del dormitorio encendió la luz del cuarto de baño, luego la luz del fondo de la escalera y finalmente, utilizando el control remoto, la televisión de la cocina, poniendo el volumen alto.

Dejó las maletas junto a la puerta de atrás y regresó al Toyota; levantó el capó y volvió a poner en marcha el artilugio de localización y seguimiento.

Los agentes de la CIA habían empezado a trazar círculos por segunda vez alrededor del aparcamiento de la universidad cuando en su pantalla de radar reapareció una luz parpadeante. Rápidamente, el conductor giró en redondo y se dirigió de regreso hacia la casa de los Fitzgerald.

El hombre con la gorra de Toyota regresó al fondo de la casa, tomó las maletas y salió por la puerta de atrás. Detectó el taxi aparcado frente a Tudor Place y se metió en el asiento de atrás justo en el momento en que los dos agentes descendían con el coche por Avon Place.

Un joven aliviado llamó a Langley para informar que el Toyota estaba aparcado en su lugar habitual y que podía ver luces y escuchar la televisión encendida en la cocina. No, no se podía explicar por qué el artilugio de localización y seguimiento había permanecido inactivo durante casi una hora.

El taxista ni siquiera volvió la cabeza cuando el hombre se metió en el asiento de atrás de su taxi, llevando dos maletas. Pero quizá fuera porque sabía con toda exactitud a dónde quería el señor Fitzgerald que lo llevara.