21

El condenado no desayunó.

El personal de la cocina había hecho un esfuerzo por eliminar los piojos del pan de la última comida del prisionero, pero no lo consiguieron. Él echó un vistazo a la oferta y dejó el plato de estaño bajo el camastro.

Pocos minutos más tarde un sacerdote ortodoxo ruso entró en la celda. Le explicó que, aunque no era de la misma fe que el prisionero, estaría encantado de impartirle la extremaunción.

El santo sacramento sería el único alimento que comería ese día. Una vez que el sacerdote hubo realizado la pequeña ceremonia, se arrodillaron juntos sobre el frío suelo de la celda. Después de una corta oración, el sacerdote lo bendijo y lo dejó en su soledad.

Se tumbó en el camastro mirando fijamente el techo, sin lamentar ni por un momento su decisión. Una vez que hubo explicado sus razones, Bolchenkov las aceptó sin comentario e incluso asintió brevemente al abandonar la celda. Era lo máximo que haría el jefe de policía para admitir que admiraba la entereza moral de aquel hombre.

El prisionero ya se había enfrentado antes a la perspectiva de la muerte. Esta segunda vez no abrigaba para él el mismo horror que la primera. En aquella otra ocasión había pensado en su esposa y en la hija que nunca conocería. Pero ahora sólo podía pensar en sus padres, que habían muerto con pocos días de diferencia.

Se alegraba de que ninguno de ellos se hubiera ido a la tumba con este último recuerdo suyo.

Para ellos, su regreso de Vietnam había sido un triunfo y se sintieron encantados cuando les dijo que tenía la intención de continuar sirviendo a su país. Podría haber llegado incluso a director si un presidente con problemas no hubiera decidido nombrar a una mujer, con la esperanza de que eso le ayudaría en su vacilante campaña. No le había ayudado.

Aunque era Gutenburg quien le había colocado firmemente el cuchillo entre los omóplatos, no abrigaba la menor duda acerca de quién manejaba realmente el arma; ella habría disfrutado representando el papel de lady Macbeth. Visitaría su tumba sabiendo que pocos de sus compatriotas sabrían nunca el sacrificio que él había hecho. Sólo por eso hacía que para él mereciera la pena.

No habría ceremonia de despedida. Ningún ataúd envuelto con la bandera estadounidense. Ningún amigo ni pariente junto a la tumba para escuchar las alabanzas del sacerdote y el servicio público que había sido la característica de su carrera. Ningún pelotón de marines levantarían orgullosamente sus rifles al aire. No habría saludo con veintiún cañones, ni se plegaría ninguna bandera, entregada a su familia en nombre del presidente.

—No. Estaba destinado a ser, simplemente, otro de los héroes anónimos de Tom Lawrence.

Para él, lo único que quedaba era ser ahorcado por el cuello en un país al que no amaba. Una cabeza rapada, un número en la muñeca y una tumba desconocida. ¿Por qué había tomado esa decisión que tanto había conmovido al habitualmente desapasionado jefe de policía? No disponía de tiempo para explicarle lo que había ocurrido en Vietnam, pero en realidad fue allí donde los dados se arrojaron irrevocablemente.

Quizá debiera haberse enfrentado al pelotón de fusilamiento hacía ya tantos años, en otro país lejano. Pero había sobrevivido. Esta vez no había nadie para rescatarlo en el último momento. Y ahora ya era demasiado tarde para cambiar de idea.

Esa mañana, el presidente ruso se despertó de muy mal humor. La primera persona que lo sufrió fue su chef de cocina. Arrojó al suelo la bandeja del desayuno y gritó:

—¿Es esta la clase de hospitalidad que puedo esperar cuando vengo a Leningrado?

Salió precipitadamente de la habitación. En su despacho, un funcionario nervioso dejaba sobre la mesa unos documentos para la firma mediante los que se capacitaba a la policía para detener a ciudadanos sin necesidad de acusarlos de ningún delito. Eso no hizo nada por cambiar el negro humor de Zerimski. Sabía que sólo se trataba de una estratagema para detener a carteristas, camellos y pequeños delincuentes. Era la cabeza del zar la que quería ver cortada y entregada en bandeja de plata. Sí el ministro del Interior seguía fallando en sus intentos por encontrarlo, tendría que considerar la alternativa de sustituirlo.

Cuando llegó su jefe de personal, Zerimski ya había firmado la sentencia de muerte de otros cien hombres cuyo único delito había sido apoyar a Chernopov durante la campaña electoral. Por Moscú ya circulaban rumores según los cuales el antiguo primer ministro tenía la intención de emigrar del país. En cuanto lo hiciera, Zerimski firmaría otras mil órdenes más como aquellas, y encerraría a todo aquel que hubiera tenido algo que ver con la campaña de Chernopov, ocupando cualquier cargo por pequeño que fuese.

Arrojó la pluma sobre la mesa. Todo esto se había conseguido en menos de una semana. La idea de todo el horror que iba a provocar en un mes, en un año, hizo que se sintiera un poco más alegre.

—Su limusina le está esperando, señor presidente —le informó un petrificado funcionario cuyo rostro no pudo ver.

Sonrió al pensar en lo que indudablemente sería el momento culminante de la jornada. Había esperado la llegada de esta mañana en la prisión del Crucifijo con la misma ilusión con la que otros esperaban una velada en el Kirov.

Abandonó su despacho y avanzó con rapidez por el largo pasillo de mármol del bloque de oficinas recientemente requisado, hacia la puerta abierta, mientras su séquito se movía rápidamente por delante de él. Se detuvo un momento en el escalón superior para mirar la reluciente comitiva de vehículos. Había dado instrucciones a los funcionarios del partido para que tuviera siempre a su disposición una limusina más que las de cualquier presidente anterior.

Subió al asiento trasero del tercer vehículo y comprobó su reloj; eran las siete cuarenta y tres. La policía ya había despejado el camino una hora antes, de modo que la comitiva podría avanzar sin encontrarse un solo vehículo en ninguna dirección. Retener el tráfico hace que los habitantes locales sepan que el presidente está en la ciudad, le había explicado a su jefe de personal.

La policía de tráfico calculaba que el trayecto, que normalmente se habría podido recorrer en veinte minutos, apenas duraría algo menos de siete. Mientras Zerimski avanzaba rápidamente sin que la comitiva tuviera que tener en cuenta los semáforos, y cruzaba el río, no miró en dirección del Hermitage. Una vez que llegaron al otro lado del Neva, el conductor del primer vehículo aceleró a cien kilómetros por hora para estar seguro de que el presidente llegaría a tiempo para su primera compromiso oficial de aquella mañana.

Tumbado en el camastro, el prisionero escuchó a los guardias que avanzaban por el pasillo de piedra hacía donde él se encontraba; el ruido de sus botas se hacía más fuerte a cada paso que daban. Se preguntó cuántos habría. Se detuvieron delante de la celda. Una llave giró en la cerradura y la puerta se abrió. Cuando sólo se tienen unos momentos de vida, se observan todos los detalles.

Bolchenkov dirigía a los soldados. Al prisionero le impresionó que hubiera regresado tan rápidamente. Encendió un cigarrillo e inhaló una vez antes de ofrecérselo al prisionero, que negó con un gesto de la cabeza. El jefe de policía se encogió de hombros y aplastó el cigarrillo con la bota sobre el suelo de piedra. Luego se marchó, para esperar al presidente.

El sacerdote estaba al lado, con una gran biblia abierta, y canturreaba suavemente unas palabras que no significaban anda para él. A continuación iban tres hombres a los que reconoció inmediatamente. Pero esta vez no hubo navaja de afeitar, ni aguja, sino sólo un par de esposas. Lo miraron fijamente, casi deseando que les presentara resistencia pero, ante su desilusión, él se colocó serenamente las manos a la espalda y esperó. Cerraron las esposas y lo empujaron fuera de la celda, hacia el pasillo. Al final del largo túnel gris pudo ver una mancha rosada de luz solar.

El presidente bajó de su limusina, siendo saludado por el jefe de policía. Le divirtió pensar que había concedido a Bolchenkov la Orden de Lenin el mismo día que había firmado la orden de detener a su hermano.

Bolchenkov condujo a Zerimski al patio donde iba a tener lugar la ejecución. Nadie sugirió quitarle al presidente el abrigo forrado de piel o el gorro, en una mañana de un frío tan intenso. Al cruzar el patio, la pequeña multitud arracimada contra uno de los muros empezó a aplaudir. El jefe de policía vio una mueca de disgusto en la cara de Zerimski. Por lo visto, el presidente había esperado que acudiera mucha más gente para asistir a la ejecución del hombre que habían enviado para matarlo.

Bolchenkov había anticipado que eso podía presentar algún problema, de modo que se inclinó hacia adelante y le susurró al presidente:

—Se dieron instrucciones para que sólo asistieran miembros del partido.

Zerimski asintió con un gesto. Bolchenkov no añadió lo difícil que había sido arrastrar hasta el interior del Crucifijo a las pocas personas que se encontraron esa mañana en las cercanías. Demasiadas habían oído contar que, una vez que se entraba, nunca se sabía cuándo se volvía a salir.

El jefe se detuvo ante un lujoso sillón del siglo XVIII que Catalina la Grande había comprado de la propiedad del primer ministro británico Walpole en 1779, y que había sido requisado del Hermitage el día anterior. El presidente se acomodó en el sillón, situado directamente delante del recientemente erigido cadalso.

Después de sólo unos pocos segundos, Zerimski empezó a removerse impaciente, mientras esperaba a que apareciese el prisionero. Miró hacia la multitud y sus ojos se posaron sobre un muchacho que estaba llorando. Eso no le complació.

En ese momento, el prisionero salió del oscuro pasillo a la fuerte luz de la mañana. La cabeza rapada, cubierta de sangre seca y el tenue uniforme gris de la prisión le hacían parecer extrañamente anónimo. No obstante, parecía notablemente sereno para tratarse de alguien a quien sólo le quedaban unos momentos de vida.

El condenado miró el sol de la mañana y se estremeció cuando un oficial de la guardia se adelantó, le tomó la muñeca izquierda y comprobó el número:

12995. Luego, el oficial se volvió hacia el presidente y leyó rápidamente la sentencia dictada por el tribunal.

Mientras el oficial cumplía con las formalidades, el prisionero recorrió el patio con la mirada. Observó a la pequeña multitud, estremecida de frío, la mayoría de ellos temerosos de mover un solo músculo por temor a que se diera la orden de acompañarlo. Sus ojos se posaron sobre el muchacho que todavía lloraba. Si le hubieran permitido redactar un testamento, le habría dejado todo lo que tenía a aquel muchacho. Luego miró brevemente el cadalso y finalmente posó la mirada sobre el presidente. Sus miradas se cruzaron. Aunque se sentía aterrorizado, el prisionero sostuvo con firmeza la mirada de Zerimski. Estaba decidido a no darle la satisfacción de saber lo asustado que estaba. El presidente habría terminado por darse cuenta si no hubiera dejado de mirarle para bajar la mirada hacia el suelo, a un punto situado entre sus pies.

El oficial, una vez terminada su misión, enrolló el pergamino y se alejó. Esa fue la señal para que dos de los matones se adelantaran, tomaran al prisionero cada uno por un brazo y lo condujeran al cadalso.

Pasó serenamente ante el presidente y avanzó hacia el estrado. Al llegar al primero de los escalones de madera, levantó la mirada hacia la torre del reloj. Eran las ocho menos tres minutos. Pensó que eran muy pocas las personas que sabían con exactitud cuánto tiempo de vida les quedaba. Casi deseó que el reloj se parara. Había esperado veintiocho años para pagar su deuda. Ahora, en estos momentos finales, todo acudió a su mente.

Había sido una calurosa y sudorosa mañana de mayo en Nan Dinh. Alguien tenía que recibir un escarmiento y él había sido el elegido, como oficial de mayor graduación. Su segundo dio un paso al frente y se presentó voluntario para ocupar su lugar. Y él, como el cobarde que era, no protestó. El oficial del Vietcong se echó a reír y aceptó la oferta, pero luego decidió que los dos hombres se enfrentaran al pelotón de fusilamiento a la mañana siguiente.

En plena noche, el mismo teniente acudió junto a su camastro y le dijo que tenían que escapar. Nunca volverían a tener otra oportunidad. La seguridad del campo siempre era descuidada porque hacia el norte no había más que cientos de kilómetros de jungla, ocupada por el Vietcong, y hacía el sur se extendían más de cincuenta kilómetros de marismas impenetrables. Varios hombres habían probado suerte con esa ruta y su suerte les había fallado.

El teniente dijo que prefería morir en las marismas antes que enfrentarse con la certidumbre de la muerte ante el pelotón de ejecución. Al alejarse a hurtadillas en la noche, el capitán lo siguió de mala gana. Pocas horas más tarde, cuando el sol apareció sobre el horizonte, el campo todavía estaba a la vista. A través de la marisma hedionda e infestada de mosquitos, escucharon las risas de los guardias, que se turnaban para dispararles. Bucearon, bajo la superficie del agua, pero al cabo de unos segundos tuvieron que salir a la superficie y seguir esforzándose. Finalmente, después del día más largo de su vida, cayó la noche. Le había rogado al teniente que continuara sin él, pero se negó.

Al final del segundo día deseaba que se le hubiera permitido afrontar el pelotón de fusilamiento, antes que morir olvidado de Dios en aquella marisma perdida en un país extraño. Pero el joven oficial continuó sin arredrarse. No comieron durante once días y doce noches, y sólo sobrevivieron gracias a los interminables torrentes de lluvia. La décimo segunda mañana llegaron a terreno seco y, delirando de enfermedad y agotamiento, se derrumbó. Más tarde supo que el teniente lo había transportado hasta lugar seguro durante otros cuatro días, a través de la jungla.

Lo siguiente que recordó fue haberse despertado en un hospital del ejército.

—¿Cuánto tiempo llevo aquí? —le preguntó a la enfermera que lo atendía.

—Seis días. Tiene suerte de estar vivo.

—¿Y mi amigo?

—Lleva levantado desde hace un par de días. Ya le ha visitado esta mañana.

Volvió a quedarse dormido y al despertar le pidió papel y pluma a la enfermera. Empleó el resto del día sentado en la cama del hospital, dedicado a escribir y reescribir su informe. Una vez que hubo escrito una copia con la que se sintió satisfecho, pidió que se la entregaran al oficial al mando.

Seis meses más tarde se encontró en el prado de la Casa Blanca, entre Maggie y el padre de ella, y escuchó la lectura de su informe. El teniente Connor Fitzgerald dio un paso al frente y el presidente le condecoró con la Medalla del Honor.

Ahora, al empezar a subir los escalones que conducían al cadalso, pensó en el hombre que lamentaría su pérdida cuando supiera la verdad. Les había advertido que no se lo dijeran porque, si lo descubría, rompería el contrato, se entregaría y regresaría al Crucifijo.

—Tienen que comprender que están tratando con un hombre totalmente honorable, así que asegúrense de que el reloj ha dado las ocho antes de que descubra que ha sido engañado.

La primera campanada le produjo un estremecimiento en todo el cuerpo, y sus pensamientos regresaron al momento presente.

Al sonar la segunda campanada, el muchacho que había llorado corrió hasta el pie del cadalso y cayó de rodillas.

En la tercera, el jefe de policía colocó una mano sobre el brazo de un joven cabo que hizo ademán de adelantarse para apartar de allí al muchacho.

En la cuarta, el prisionero le sonrió a Sergei, como si fuera su único hijo.

En la quinta, los dos matones lo empujaron hacia delante, de modo que quedó directamente por debajo de la cuerda que colgaba sobre su cabeza.

En la sexta, el verdugo le pasó el lazo alrededor del cuello.

En la séptima, bajó la mirada y observó directamente al presidente de Rusia.

En la octava, el verdugo tiró de la palanca y la trampilla se abrió.

Mientras el cuerpo de Christopher Andrew Jackson colgaba sobre él, Zerimski empezó a aplaudir. Algunos de los presentes entre la multitud hicieron lo mismo sin mucho entusiasmo.

Un minuto más tarde los dos matones bajaron del cadalso un cuerpo sin vida. Sergei se precipitó hacia adelante para ayudarles a bajar a su amigo y colocarlo en el tosco ataúd de madera que habían dejado en el suelo, junto al cadalso.

El jefe de policía acompañó al presidente de regreso a su limusina y la comitiva cruzó a toda velocidad las puertas de la prisión, antes incluso de que se hubiera claveteado la tapa del ataúd. Cuatro prisioneros levantaron el pesado ataúd sobre sus hombros y se dirigieron hacia el cementerio. Sergei avanzó a su lado y salió del patio hacia un terreno escabroso situado al fondo de la prisión. Ni siquiera a los muertos se les permitía escapar del Crucifijo.

Si Sergei hubiera mirado hacia atrás, habría visto al resto de la multitud apresurándose a cruzar las puertas de la prisión antes de que éstas se cerraran herméticamente y se corrieran los enormes cerrojos de madera.

Los que llevaban, el ataúd se detuvieron junto a una tumba sin marcar que otros prisioneros acababan de excavar. Sin ceremonia alguna, descendieron el ataúd al fondo del agujero abierto y a continuación, sin una sola oración ni un momento de respiro, empezaron a echar encima paletadas de la tierra recientemente extraída.

El muchacho no se movió hasta que hubieron terminado por completo su tarea. Pocos minutos más tarde, los guardias condujeron a los prisioneros de regreso hacia sus celdas. Sergei cayó de rodillas, preguntándose durante cuánto tiempo le permitirían permanecer junto a la tumba.

Un momento más tarde alguien le colocó una mano sobre el hombro. Levantó la mirada y vio al jefe de policía, de pie sobre él. Era un hombre justo, le había dicho en cierta ocasión a Jackson.

—¿Lo conocías bien? —preguntó el jefe.

—Sí, señor —contestó Sergei—. Era mi socio.

El jefe asintió con un gesto.

—Yo conocí al hombre por el que dio la vida —dijo—. Sólo desearía tener un amigo como él.