Mark Twain dijo una vez de un amigo: «Si no llegara a tiempo, uno sabría que había muerto».
Pasadas ya las cuatro de la madrugada, Maggie empezó a comprobar su reloj a cada pocos minutos. A las cuatro y media empezó a preguntarse si acaso había estado tan dormida cuando Joan la llamó que había entendido mal lo que le dijo.
A las cinco, Maggie decidió que había llegado el momento de llamar a Joan a su casa. No obtuvo respuesta. A continuación, trató de llamarla al móvil y esta vez obtuvo un mensaje: «Este número está estropeado temporalmente. Vuelva a intentarlo más tarde, por favor».
Maggie empezó a recorrer la cocina, alrededor de la mesa, cada vez más segura de que Joan debía de tener alguna noticia sobre Connor. Y tenía que ser algo importante, ya que de otro modo no la habría despertado a las dos de la madrugada. ¿Se había puesto en contacto con él? ¿Sabía dónde estaba? ¿Sabría decirle cuándo regresaba a casa? A las seis, Maggie ya había decidido que se trataba de una emergencia. Puso la televisión para comprobar la hora exacta. El rostro de Charlie Gibson apareció en la pantalla.
—Durante la próxima hora hablaremos de las decoraciones de Navidad en las que pueden ayudarle hasta los niños. Pero antes conectaremos con Kevin Newman que nos transmitirá las noticias de la mañana.
Maggie empezó a recorrer de nuevo la cocina, mientras Ann Compton predecía que el proyecto de ley de reducción de armas nucleares, biológicas, química y convencionales sería rechazado casi con toda seguridad en el Senado, ahora que Zerimski había sido elegido presidente de Rusia.
Maggie se preguntaba si debía saltarse una regla de toda la vida y tratar de establecer contacto con Joan en Langley, cuando bajo la imagen de Ken Newman apareció una noticia móvil escrita: «Accidente en la autovía GW entre un camión de arena y un Volkswagen.
El conductor del coche presuntamente ahogado. Detalles en Noticias por los testigos, a las 6,30». Las palabras cruzaron por la parte baja de la pantalla y desaparecieron.
Maggie trató de comer un cuenco de copos de maíz mientras continuaba el boletín de noticias. Andy Lloyd apareció en la pantalla para anunciar que el presidente Zerimski haría una visita oficial a Washington poco antes de Navidad.
—El presidente recibió la noticia con agrado —informó un periodista—, y confía en que eso sirva para convencer a los líderes del Senado de que el nuevo presidente ruso desea mantener relaciones amistosas con Estados Unidos. No obstante, el jefe de la mayoría del Senado dijo que esperaría a que Zerimski se hubiera dirigido a…
Cuando Maggie escuchó el pequeño golpe sobre la esterilla, salió al vestíbulo, tomó los siete sobres que encontró en el suelo y los revisó mientras regresaba a la cocina. Cuatro eran para Connor; ella nunca abría sus cartas mientras él estaba de viaje. Una era una factura de Pepco; otra había sido echada al correo en Chicago y mostraba la «e» de «Maggie» doblada, por lo que sólo podía ser la tarjeta anual de felicitación navideña de Declan O'Casey. La última carta mostraba la letra característica de su hija. Dejó las otras a un lado y abrió la de su hija.
Querida madre:
Sólo una nota para confirmarte que Stuart llega a Los Ángeles el viernes. Queremos subir hasta San Francisco y pasar unos pocos días antes de volar a Washington el quince.
Maggie sonrió.
Los dos esperamos con ilusión el pasar las Navidades contigo y con papá. Él no me ha llamado por teléfono, así que supongo que no ha regresado todavía.
Maggie frunció el ceño.
He recibido una carta de Joan, que no parece disfrutar mucho de su nuevo trabajo. Sospecho que, como todos nosotros, echa de menos a papá. Me dice que acaba de comprarse un magnífico Volkswagen nuevo…
Maggie leyó la frase una segunda vez y la mano le empezó a temblar.
—¡Oh, Dios mío! ¡Oh, no! —exclamó en voz alta. Comprobó el reloj. Eran las seis y veinte. En la pantalla de televisión, Lisa McRee sostenía una cadena de papel hecha de acebo y bayas.
—Son decoraciones festivas de Navidad en cuya preparación pueden ayudar los niños —declaró animadamente—. Y ahora abordemos el tema de los árboles de Navidad.
Maggie pasó al canal 5. Otro periodista especulaba sobre si la planeada visita de Zerimski influiría en los líderes del Senado antes de que emitieran su voto sobre el proyecto de ley de reducción de armas.
—Vamos, vamos —dijo Maggie. Finalmente, el presentador dijo:
—Y ahora tenemos más noticias sobre el accidente ocurrido en la autovía George Washington. Conectamos en directo con nuestro corresponsal en el lugar de los hechos, Liz Fullerton.
—Gracias, Julie. Me encuentro en la medianera de la autovía George Washington, donde tuvo lugar el trágico accidente a aproximadamente las tres y cuarto de esta madrugada. Antes entrevisté a un testigo ocular que contó a Canal 5 lo que había visto.
La cámara enfocó a un hombre que, evidentemente, no había esperado aparecer en televisión esa mañana.
—Yo me dirigía hacia Washington —le contó a la periodista—, cuando el camión de arena vertió su carga sobre la autovía, lo que hizo que el coche que iba detrás patinara y perdiera el control. El coche patinó hasta cruzar la autovía y cayó por la orilla hasta las aguas del Potomac.
La cámara giró para mostrar un amplio ángulo del río, centrándose en un grupo de buceadores de la policía, antes de volver a enfocar a la periodista.
—Nadie parece estar completamente seguro de saber lo que ocurrió —siguió informando—. Es posible incluso que el conductor del camión de arena, instalado en su cabina alta, continuara su camino sin darse cuenta del accidente que había ocurrido.
—¡No! ¡No! —exclamó Maggie—. ¡Que no sea ella!
—Detrás de mí puede verse a los buceadores de la policía, que ya han localizado el vehículo. Se trata, por lo visto, de un Volkswagen Passat. Esperan poder sacarlo a la superficie dentro de una hora. Todavía se desconoce la identidad del conductor.
—No, no, no —repetía Maggie, angustiada—. Por favor, Señor, que no sea Joan.
—La policía solicita que se identifique el conductor de un Mercedes negro que podría haber sido testigo del accidente, para que la ayude en sus investigaciones. Esperamos poder darles más noticias dentro de una hora, así que hasta entonces…
Maggie salió corriendo al vestíbulo, cogió su abrigo y salió precipitadamente por la puerta principal. Subió a su coche y se sintió aliviada cuando el viejo Toyota se puso en marcha casi inmediatamente. Lo sacó lentamente a Avon Place, antes de acelerar por la Calle Veintinueve y luego al este, por la Calle M, en dirección a la autovía.
Si hubiese mirado por su espejo retrovisor se habría dado cuenta de la presencia de un pequeño Ford azul, que efectuó un giro en redondo antes de seguirla. El pasajero que iba junto al conductor estaba marcando un número de teléfono que no aparecía en la guía.
****
—Señor Jackson, es muy amable por su parte haber venido a verme de nuevo.
A Jackson le divirtió la elaborada cortesía de Nicolai Romanov, sobre todo porque transmitía la ficción de que él hubiera podido elegir realmente.
La primera reunión entre ambos se había producido a petición de Jackson y, evidentemente, no había sido considerada como «una pérdida de tiempo», puesto que Sergei seguía caminando con sus dos piernas. Cada reunión posterior se había producido por convocatoria de Romanov, para informar a Jackson de los últimos planes.
El zar se sentó en el sillón y Jackson observó el habitual vaso de líquido incoloro, en la mesita que tenía al lado. Recordó la reacción del anciano en la única ocasión en que le había hecho una pregunta y esperó a que él hablara primero.
—Le alegrará saber, señor Jackson que, con la excepción de un único problema que todavía hay que resolver, ya se ha dispuesto todo lo necesario para que su colega pueda escapar. Lo único que necesitamos ahora es que el señor Fitzgerald esté de acuerdo con nuestras condiciones. Si le pareciera imposible aceptarlas, no puedo hacer nada por impedir que sea colgado a las ocho de mañana por la mañana —Romanov habló sin emoción alguna—. Permítame explicarle lo que hemos planeado hasta el momento, por si él decidiera seguir adelante. Estoy seguro de que, como antiguo vicedirector de la CIA, sus comentarios serán muy útiles.
El anciano apretó un botón que tenía en el brazo del sillón y las puertas del extremo más alejado del salón se abrieron inmediatamente. Alexei Romanov entró en la habitación.
—Creo que ya conoce usted a mi hijo —dijo el zar. Jackson miró en dirección del hombre que siempre le acompañaba en sus desplazamientos al palacio de Invierno, pero que raras veces hablaba. Asintió con un gesto.
El joven apartó a un lado un exquisito tapiz del siglo XIV que representaba una batalla en Flandes. Por detrás se hallaba oculto una gran pantalla de televisión. La pantalla, plana y plateada, parecía un tanto incongruente en un ambiente tan magnífico, pero no más que su propietario y sus acólitos, pensó Jackson.
La primera imagen que apareció en la pantalla era una toma exterior de la prisión del Crucifijo.
Alexei Romanov señaló hacia la entrada.
—Se espera la llegada de Zerimski a la prisión a las siete cincuenta. Irá en el tercero de los siete coches que compondrán la comitiva, y entrará por una puerta lateral, situada aquí. —Su dedo se movió sobre la pantalla—. Se reunirá con Vladimir Bolchenkov, que lo acompañará al patio principal de la prisión, donde tendrá lugar la ejecución. A las siete cincuenta y dos…
El joven Romanov siguió explicándole a Jackson el plan minuto a minuto, entrando incluso en mayores detalles cuando se trató de explicar cómo se lograría que Connor escapara. Jackson observó que no parecía preocupado por el único problema que quedaba por resolver, evidentemente convencido de que su padre encontraría una solución antes de la mañana siguiente. Una vez que hubo terminado, Alexei apagó la televisión, volvió a colocar el tapiz en su sitio, efectuó una ligera inclinación ante su padre y luego abandonó la estancia sin añadir una sola palabra más.
—¿Tiene usted alguna observación que hacer? —preguntó el anciano una vez que se hubo cerrado la puerta.
—Una o dos —contestó Jackson—. En primer lugar, permítame decirle que me siento impresionado ante el plan y convencido de que tiene todas las posibilidades de alcanzar éxito. Es evidente que ha pensado usted en casi todas las contingencias que puedan producirse… es decir, suponiendo que Connor acepte sus condiciones. Y sobre eso, debo repetirlo, no tengo autoridad alguna para hablar en su nombre. —Romanov asintió con un gesto—. Pero sigue teniendo usted un problema.
—¿Y tiene usted una solución? —preguntó el anciano.
—Sí —contestó Jackson—, la tengo.
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Bolchenkov se pasó casi una hora explicando el plan de Romanov y luego dejó a Connor a solas para que considerara su respuesta. Nadie necesitaba recordarle que se enfrentaba a un horario límite e inalterable: Zerimski llegaría a la prisión del Crucifijo en cuarenta y cinco minutos.
Connor estaba tumbado en el camastro. Las condiciones no podrían haber sido expresadas de modo más claro. Pero aunque las aceptara y su huida se lograra con éxito, no estaba tan seguro de que pudiera cumplir con su parte del trato. Si fallaba, lo matarían.
Así de sencillo, excepto que Bolchenkov le había prometido que no sería la muerte rápida y fácil del lazo de la horca. También había dicho, por si no le había quedado suficientemente claro a Connor, que todos los contratos establecidos con la Mafya rusa que no se cumplían recaían automáticamente sobre el pariente más cercano del transgresor.
Connor todavía podía ver la expresión cínica del rostro del jefe de policía cuando extrajo las fotografías del bolsillo interior y se las entregó.
—Dos mujeres magníficas —observó Bolchenkov—. Debe de sentirse orgulloso de ellas. Sería una verdadera tragedia tener que acortar sus vidas por algo de lo que ni siquiera sabrían nada.
Quince minutos más tarde, la puerta de la celda se abrió de nuevo y Bolchenkov regresó, con un cigarrillo sin encender colgado de la comisura de la boca. Esta vez no se tomó la molestia de sentarse. Connor siguió mirando hacia el techo, como si el jefe no estuviera allí.
—Veo que nuestra pequeña propuesta sigue planteándole un dilema —dijo el jefe, que encendió finalmente el cigarrillo—. No me sorprende, aun a pesar del poco tiempo que nos conocemos. Pero quizá cambie de opinión cuando sepa la última noticia que le traigo —Connor siguió mirando el techo—. Parece ser que su antigua secretaria, Joan Bennett, ha sufrido un desgraciado accidente de tráfico. Había salido desde Langley y se disponía a visitar a su esposa.
Connor lanzó las piernas sobre el borde del camastro, se sentó y miró fijamente a Bolchenkov.
—Sí Joan está muerta, ¿cómo puede estar tan seguro de que iba a ver a mi esposa?
—La CIA no es la única organización que tiene pinchado el teléfono de su esposa —replicó el jefe.
Absorbió una última bocanada de humo del cigarrillo y dejó que la colilla cayera desde su boca al suelo.
—Sospechamos que su secretaria había descubierto quién había sido detenido en la plaza de la Libertad. Y, si me permite decirlo sin rodeos, si su esposa es tan orgullosa y terca como sugiere su carácter, creo que podemos suponer que pronto llegará a la misma conclusión. Si fuera así, me temo que la señora Fitzgerald está destinada a sufrir el mismo destino que su fallecida secretaria.
—Si acepto las condiciones de Romanov, deseo incluir una cláusula propia en el contrato.
Bolchenkov lo escuchó con interés.
****
—¿Señor Gutenburg?
—Al habla.
—Soy Maggie Fitzgerald, la esposa de Connor Fitzgerald quien, según tengo entendido, se encuentra ahora en el extranjero, cumpliendo una misión para ustedes.
—No recuerdo el nombre —dijo Gutenburg.
—Asistió usted a la fiesta de despedida en nuestra casa, en Georgetown, hace sólo un par de semanas.
—Creo que tiene que haberme confundido usted con alguna otra persona —replicó Gutenburg con calma.
—No lo he confundido con nadie, señor Gutenburg.
De hecho, a las ocho veintisiete del dos de noviembre hizo usted una llamada telefónica desde mi casa a su oficina.
—No hice tal llamada, señora Fitzgerald, y le puedo asegurar que su esposo nunca ha trabajado para mí.
—En ese caso, señor Gutenburg, dígame una cosa: ¿Ha trabajado alguna vez Joan Bennett para la Agencia? ¿O es que también la ha borrado a ella de su memoria?
—¿Qué está sugiriendo señora Fitzgerald?
—Ah, veo que por fin he conseguido despertar su interés. Permítame reparar su pérdida temporal de memoria. Joan Bennett fue la secretaria de mi esposo durante casi veinte años, y tengo la sensación de que le resultaría difícil negar que sabía que venía a verme desde Langley cuando encontró la muerte.
—Siento haberme enterado del trágico accidente de la señorita Bennett, pero no logro comprender qué tiene que ver eso conmigo.
—Parece ser que la prensa se muestra muy extrañada ante lo que ocurrió realmente en la autovía George Washington ayer por la mañana, pero quizá puedan acercarse un paso más hacia la solución si alguien les dijera que Joan Bennett trabajaba para un hombre que ha desaparecido de la faz de la tierra mientras cumplía una misión especial para usted. Siempre me ha parecido que a los periodistas les interesa mucho cualquier historia que afecte a alguien que se ha ganado una Medalla de Honor.
—Señora Fitzgerald, no puede esperar que recuerde los nombres de las diecisiete mil personas que trabajan para la CIA y, desde luego, no recuerdo haber visto nunca a la señorita Bennett, y mucho menos a su esposo.
—Veo que tendré que estimular un poco más esa perezosa memoria suya, señor Gutenburg. Resulta que la fiesta a la que, según usted, no asistió, desde la que no hizo ninguna llamada de teléfono y en la que evitó que le tomaran ninguna fotografía, fue afortunada o infortunadamente grabada en vídeo por mi hija, según la perspectiva desde la que se mire. Esperaba darle una sorpresa a su padre regalándola la cinta para Navidad. Acabo de echarle otro vistazo, señor Gutenburg, y aunque usted sólo juega un papel menor le puedo asegurar que su téte–á–téte con Joan Bennett ha quedado grabado para que todos lo vean. Esta conversación también está siendo grabada y tengo la sensación de que las cadenas de televisión considerarán muy valiosa su aportación cuando se emita en las noticias de la tarde.
Esta vez, Gutenburg no dijo nada durante un rato.
—Quizá sea una buena idea que nos veamos, señora Fitzgerald —dijo finalmente.
—No creo que eso sirva para nada, señor Gutenburg. Yo ya sé exactamente lo que quiero de usted.
—¿Y qué es, señora Fitzgerald?
—Quiero saber dónde está mi marido en estos momentos, y cuándo puedo esperar su regreso. A cambio de esa sencilla información, le entregaré la cinta.
—Necesitaré un poco de tiempo…
—Pues claro que sí —asintió Maggie—. ¿Le parecen bien cuarenta y ocho horas? Ah, señor Gutenburg, y no pierda el tiempo en destrozarme la casa para buscar la cinta, porque no la encontrará. Ha sido escondida en un lugar que ni siquiera se le ocurriría a una mente tan tortuosa como la suya.
—Pero… —empezó a decir Gutenburg.
—También debería añadir que si decidiera librarse de mí de la misma forma que hizo con Joan Bennett, he dado instrucciones a mis abogados para que, en el caso de que muera en circunstancias sospechosas, envíen inmediatamente copias de la cinta a las tres grandes cadenas, la Fox y la CNN. Si, por otra parte, simplemente desapareciera, la cinta será emitida siete días más tarde. Adiós, señor Gutenburg.
Maggie colgó el teléfono y luego se derrumbó sobre la cama, bañada en sudor.
Gutenburg salió disparado y cruzó la puerta que conectaba su despacho con el de la directora.
Helen Dexter levantó la mirada de la mesa, incapaz de ocultar su sorpresa al ver que el vicedirector entraba en su despacho sin haberse molestado en llamar antes.
—Tenemos un problema —fue todo lo que dijo él.