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—¿Debo enviarle un mensaje de condolencia a su esposa y familia? —preguntó Tom Lawrence.

—No, señor presidente —contestó el Secretario de Estado—. Creo que debería dejar eso en manos del subsecretario de Asuntos Interamericanos. En estos momentos todo parece indicar que Antonio Herrera será el próximo presidente de Colombia, de modo que tendrá que entenderse con él.

—¿Me representará usted en el funeral, o debo enviar al vicepresidente?

—Mi consejo sería que no acudiera ninguno de los dos —contestó el Secretario de Estado—. Nuestro embajador en Bogotá puede representarlo adecuadamente. Puesto que el funeral tendrá lugar este mismo fin de semana, nadie esperaría que estuviéramos disponibles para viajar de una manera tan imprevista.

El presidente asintió con un gesto. Se había acostumbrado a la actitud práctica que demostraba Larry Harrington ante toda clase de cuestiones, incluida la muerte. Sólo se preguntaba qué actitud adoptaría Larry en el caso de que lo asesinaran.

—Si dispone de un momento, señor presidente, creo que debería de informarle más detalladamente acerca de la política actual en Colombia. Es posible que la prensa quiera hacerle preguntas acerca de la posible implicación de…

El presidente estaba a punto de interrumpirlo cuando se oyó una llamada a la puerta y Andy Lloyd entró en el despacho.

Tenían que ser las once en punto, pensó Lawrence. Ni siquiera necesitaba mirar el reloj, puesto que había citado a Lloyd, su jefe de personal a esa hora.

—Más tarde, Larry —dijo el presidente—. Estoy a punto de dar una conferencia de prensa sobre la ley de reducción de armas nucleares, biológicas, químicas y convencionales, y no creo que haya muchos periodistas interesados en la muerte del candidato presidencia de un país que, admitámoslo, la mayoría de los estadounidenses ni siquiera sabrían situar sobre el mapa.

Harrington no dijo nada. No le pareció que fuera responsabilidad suya indicarle al presidente que la mayoría de estadounidenses tampoco sabía situar Vietnam sobre un mapa. Pero, una vez que Andy Lloyd había entrado en el despacho, Harrington sabía que sólo le habría dado prioridad a una declaración de guerra mundial. Dirigió hacia Lloyd un corto gesto de asentimiento y abandonó el despacho Oval.

—¿Por qué habré nombrado a ese hombre para ese cargo? —preguntó Lawrence, con la mirada fija en la puerta cerrada.

—Larry pudo entregar Texas, señor presidente, en un momento en el que nuestras encuestas internas demostraban que la mayoría de sureños le consideraban como un inútil norteño capaz de nombrar a un homosexual como presidente de la Junta de Jefes de Estado Mayor.

—Probablemente lo habría hecho si hubiese creído que era el hombre adecuado para ese puesto.

Una de las razones por las que Tom Lawrence había ofrecido a su viejo amigo de la universidad el puesto de jefe de personal de la Casa Blanca era porque, después de treinta años, no tenían secretos el uno para el otro. Andy le decía las cosas tal como las veía, sin la menor sugerencia de astucia o malicia. Esta atractiva cualidad le permitía estar seguro de que Andy no abrigaría jamás la esperanza de ser elegido para nada y, por lo tanto, nunca se convertiría en un rival.

El presidente abrió la carpeta marcada como «INMEDIATO» que Andy le había dejado a primeras horas de esa misma mañana. Sospechaba que su jefe de personal se había pasado la mayor parte de la noche preparándola. Empezó a repasar las preguntas que, en opinión de Andy, le plantearían con mayor probabilidad durante la conferencia de prensa:

«¿Cuánto dinero de los contribuyentes calcula ahorrar con la adopción de esta medida?» «¿Cuántos estadounidenses perderán su puesto de trabajo como consecuencia de ello?».

—Supongo que Barbara Evans hará la primera pregunta, como siempre —dijo Lawrence, levantando la mirada—. ¿Tenemos alguna idea de cuál podría ser?

—No, señor —contestó Lloyd—, pero puesto que ha presionado para que se aprobara una ley de reducción de armamento desde que derrotó usted a Gore en New Hampshire, no creo que esté en posición de quejarse ahora que la va a aprobar.

—Cierto. Pero eso no le impedirá plantear alguna pregunta impertinente. —Andy asintió—. ¿Hay alguien en particular a quien deba evitar?

—A todos esos bastardos —contestó Lloyd con una mueca—. Pero si se encuentra con dificultades, pásele el turno a Phil Ansach.

—¿Por qué Ansach?

—Apoyó la ley en cada una de sus fases y se encuentra en su lista de invitados a cenar esta noche.

El presidente sonrió y asintió mientras recorría con un dedo la lista de preguntas que probablemente le harían. Se detuvo en la número siete: «¿No es este otro ejemplo de pérdida de influencia por parte de Estados Unidos?». Levantó la mirada hacia su jefe de personal.

Por la forma en que ciertos miembros del Congreso han reaccionado ante esta ley, a veces creo que todavía estamos viviendo en el Salvaje Oeste.

—Estoy de acuerdo, señor. Pero, como sabe, el 40 por ciento de los estadounidenses siguen considerando a los rusos como nuestra mayor amenaza, y casi el 30 por ciento esperan que entremos en guerra con Rusia en algún momento, a lo largo de sus vidas.

Lawrence lanzó una maldición y se pasó los dedos por entre la espesa mata de pelo, prematuramente encanecido. Siguió revisando la lista de preguntas, y se detuvo de nuevo al llegar a la decimonovena.

—¿Durante cuánto tiempo me van a hacer preguntas sobre la citación a filas que quemé públicamente en su día?

—Supongo que se lo seguirán preguntando mientras sea usted el comandante en jefe —contestó Andy.

El presidente murmuró algo por lo bajo y pasó a la siguiente pregunta. Volvió a levantar la mirada.

—Seguramente, no hay muchas posibilidades de que Victor Zerimski se convierta en el próximo presidente de Rusia, ¿verdad?

—Probablemente no —contestó Andy—, pero en la última encuesta de opinión ha avanzado hasta situarse en tercer puesto y aunque sigue estando bastante por detrás del primer ministro Chernopov y del general Borodin, su postura en contra del crimen organizado empieza a hacer mella en la ventaja de ambos, sobre todo porque la mayoría de los rusos están convencidos de que Chernopov está financiado por la mafia rusa.

—¿Qué me dice del general?

—Últimamente ha perdido terreno, ya que la mayor parte de los miembros del ejército soviético no han recibido sus salarios desde hace meses. La prensa ha llegado a informar de que los soldados venden sus uniformes a los turistas en las calles.

—Gracias a Dios, todavía quedan un par de años para las elecciones. Si diera la impresión de que ese fascista de Zerimski tuviera la más ligera posibilidad de convertirse en el próximo presidente de Rusia, una ley de reducción de armamentos no tendría la menor probabilidad de ser aprobada en ninguna de las dos Cámaras.

Lloyd asintió con un gesto y Lawrence pasó la página. Su dedo siguió descendiendo por la lista de preguntas. Se detuvo en la veintinueve.

—¿Cuántos miembros del Congreso tienen fábricas de armas e instalaciones militares en sus distritos? —preguntó, volviendo a mirar a Lloyd.

—Setenta y dos senadores y doscientos veintiún miembros de la Cámara —contestó Lloyd sin necesidad de consultar su propia carpeta, que no había abierto—. Necesitará convencer por lo menos al 60 por ciento de ellos para que le apoyen y tener la seguridad de conseguir una mayoría en las dos Cámaras. Y eso suponiendo que podamos contar con el voto del senador Bedell.

—Frank Bedell ya exigía una amplia ley de reducción de armamento cuando yo todavía iba a la escuela superior en Wisconsin —comentó el presidente—. No tiene más alternativa que apoyarnos.

—Es posible que aun apoyando la ley, crea que no ha llegado usted lo bastante lejos. Acaba de pedir una reducción de más del cincuenta por ciento en nuestros gastos de defensa.

—¿Y cómo espera que pueda conseguir eso?

—Retirando a Estados Unidos de la OTAN y dejando que los europeos sean los responsables de su propia defensa.

—Pero eso es algo completamente irreal —dijo Lawrence—. Hasta los estadounidenses de Acción Democrática estarían en contra.

—Eso lo sabe usted, lo sé yo y sospecho que hasta el bueno del senador lo sabe. Pero no le impide aparecer en todas las emisoras de televisión, desde Boston a Los Angeles, para declarar que una reducción del cincuenta por ciento en los gastos de defensa solucionaría de la noche a la mañana todos los problemas de atención sanitaria y de jubilación de este país.

—Desearía que Bedell dedicara tanto tiempo a preocuparse por la defensa de nuestro pueblo como el que dedica a preocuparse por su salud —dijo Lawrence—. ¿Cómo puedo responder a eso?

—Alábelo por su incansable y distinguido historial en defensa de los intereses de los ancianos. Pero señale inmediatamente que, mientras sea usted el comandante en jefe, Estados Unidos no disminuirá nunca sus defensas. Su principal prioridad será siempre asegurarse de que Estados Unidos siga siendo la nación más poderosa de la tierra, etcétera, etcétera. De ese modo, conseguiremos el voto de Bedell y quizá haremos vacilar también a uno o dos halcones.

El presidente miró su reloj antes de pasar a la tercera página. Suspiró profundamente al llegar a la pregunta treinta y uno.

«¿Cómo espera conseguir la aprobación de esta ley cuando los demócratas no tienen mayoría en ninguna de las dos Cámaras?»

—Está bien, Andy. ¿Cuál es la respuesta a ésta?

—Sólo tiene que decirles que los estadounidenses preocupados están dejando bien claro a sus representantes electos que la aprobación de esta ley ya se ha retrasado durante mucho tiempo y que no es más que un acto de sentido común.

—Eso fue lo que dije la última vez, Andy… Para la ley sobre medicamentos y drogas, ¿lo recuerdas?

—Sí, lo recuerdo, señor presidente. Y el pueblo estadounidense lo apoyó por completo.

Lawrence dejó escapar otro profundo suspiro antes de decir:

—Oh, ¿cómo sería gobernar un país que no tuviera elecciones cada dos años y que no se viera agobiado por un cuerpo de prensa convencido de que es capaz de realizar el trabajo mejor que el gobierno democráticamente elegido?

—Hasta los rusos están teniendo que entendérselas con el fenómeno de la prensa —comentó Lloyd.

—¿Quién habría creído que viviríamos para verlo? —dijo Lawrence, mientras revisaba la última pregunta—. Tengo el presentimiento de que si Chernopov hubiera prometido a los votantes rusos que tenía la intención de ser el primer presidente en gastar más en la salud que en la defensa, todos se pondrían a saltar alegremente.

—Quizá tenga usted razón —asintió Lloyd—. Pero también puede estar seguro de que sí Zerimski fuera elegido, se pondría a reconstruir inmediatamente el arsenal nuclear de Rusia, antes de considerar siquiera la idea de construir hospitales nuevos.

—De eso podemos estar seguros —admitió Lawrence—. Pero como no hay posibilidad de que ese maniaco sea elegido…

Y, ante esto, Lloyd no hizo ningún comentario.