14

Vladimir Bolchenkov, el jefe de policía de San Petersburgo, ya tenía bastantes cosas en que pensar sin necesidad de tener que preocuparse por aquellas cuatro misteriosas llamadas telefónicas.

Chernopov había visitado la ciudad el lunes y prácticamente había detenido el tráfico al exigir que su comitiva tuviera el mismo tamaño que la del fallecido presidente.

Borodin se negaba a permitir que sus hombres abandonaran los cuarteles mientras no se les pagara y, ahora que todo parecía indicar que había quedado descartado en la carrera por la presidencia, volvían a brotar rumores sobre un golpe militar.

—No sería nada difícil calcular de qué ciudad querría apoderarse primero Borodin —le había advertido el jefe de policía al alcalde.

Bolchenkov había puesto en pie todo un departamento para afrontar la amenaza del terrorismo durante la campaña electoral. Estaba convencido de que si alguien pretendía asesinar a cualquiera de los candidatos, sería en su ciudad. Sólo durante esa semana, su departamento había recibido veintisiete amenazas de muerte contra Zerimski. El jefe de policía las había despreciado, considerándolas como obra de la clase habitual de lunáticos que pululaban por la ciudad, hasta que, a primeras horas de la mañana, un joven teniente entró precipitadamente en su despacho, con el rostro pálido y hablando demasiado rápidamente.

El jefe de policía permaneció sentado y escuchó la grabación que el teniente había efectuado momentos antes. La primera llamada se había producido a las nueve veinticuatro, cincuenta y un minutos después de que Zerimski hubiera llegado a la ciudad.

—Se producirá un atentado contra la vida de Zerimski esta tarde —dijo una voz masculina con un acento que Bolchenkov no pudo situar del todo, quizá fuera de un país centroeuropeo pero, desde luego, no era ruso.

—Mientras Zerimski celebra un mitin en la plaza de la Libertad, un pistolero aislado, contratado por la Mafya, llevará a cabo el atentado. Volveré a llamar para dar más detalles dentro de unos minutos, pero sólo hablaré con Bolchenkov.

La comunicación se cortó. La brevedad de la llamada significaba que no había posibilidad de localizarla. Bolchenkov se dio cuenta inmediatamente de que se las tenían que ver con un profesional.

Once minutos más tarde se produjo la segunda llamada. El teniente fanfarroneó durante todo el tiempo que pudo, asegurando que estaban tratando de localizar al jefe, pero lo único que dijo el que llamaba fue:

—Volveré a llamar dentro de unos minutos. Procure que Bolchenkov esté junto al teléfono. El tiempo que usted está despilfarrando es el suyo, no el mío.

Fue entonces cuando el teniente entró precipitadamente en el despacho del jefe. Bolchenkov estaba explicando a uno de los adláteres de Zerimski por qué no se podía asignar a su comitiva el mismo número de policías de escolta que a Chernopov. Aplastó inmediatamente el cigarrillo y salió para reunirse con su equipo, en la unidad antiterrorista. Transcurrieron otros nueve minutos antes de que se produjera una nueva llamada.

—¿Está Bolchenkov ahí?

—Al habla Bolchenkov.

—El hombre que está buscando va camuflado como periodista extranjero, representando a un periódico sudafricano que no existe. Llegó a San Petersburgo en el expreso desde Moscú, esta mañana. Trabaja solo. Volveré a llamarlo dentro de tres minutos.

Y, en efecto, tres minutos más tarde, todo el departamento se había reunido para escucharlo.

—Estoy seguro de que, a esas alturas, toda la división antiterrorista de la policía de San Petersburgo estará pendiente de cada una de mis palabras —fue lo primero que dijo el que llamaba—. Así que permítanme echarles una mano. El asesino tiene poco más de un metro ochenta de estatura, ojos azules y espeso cabello rojizo. Pero probablemente irá disfrazado. No sé lo que llevará, pero ustedes también tienen que hacer algo para ganarse lo que cobran.

La comunicación se cortó.

Luego, durante la media hora siguiente, toda la unidad escuchó las cintas una y otra vez. De repente, el jefe aplastó otro cigarrillo en el cenicero y ordenó:

—Reproduzcan de nuevo la tercera cinta.

El joven teniente apretó un botón, preguntándose qué habría encontrado su jefe que los demás habían pasado por alto. Todos escucharon con atención.

—Alto —dijo el jefe después de sólo unos segundos—. Ya me lo pensaba. Retroceda y empiece a contar.

¿Contar, qué?, hubiera querido preguntar el teniente al hacer retroceder la cinta y volver a poner en marcha la grabación. Esta vez escuchó la débil campanilla de un reloj de pared al fondo. Rebobinó la cinta y todos la volvieron a escuchar.

—Dos campanadas —dijo el teniente—. Si eran las dos de la tarde, eso quiere decir que nuestro informante ha llamado desde el Extremo Oriente.

—No lo creo así —dijo el jefe con una sonrisa—. Lo más probable es que la llamada se hiciera a las dos de la madrugada, desde la costa este de Estados Unidos.

Maggie estaba sentada ante la mesita de noche, mirando fijamente el grueso sobre marrón, preguntándose si aquello iba a provocarle otra noche de insomnio. No se había movido desde hacía por lo menos una hora. Entonces, tomó de pronto el teléfono de la mesita y marcó un número 650. Sólo sonó un par de veces antes de que alguien contestara.

—Tara Fitzgerald —dijo una voz enérgica.

No un «Hola, buenas noches» o una confirmación de que quien llamaba había conectado con el número correcto. Simplemente, el anuncio de su nombre, para que nadie perdiera tontamente el tiempo. Cuánto se parecía a su padre, pensó Maggie.

—Soy yo, cariño.

—Hola, mamá. ¿Se te ha vuelto a estropear el coche o se trata de algo grave?

—No es nada, cariño. Sólo echo de menos a tu padre —contestó, echándose a reír—. Esperaba que tuvieras tiempo para charlar un rato.

—Bueno, tú al menos sólo echas de menos a un hombre —dijo Tara, tratando de dar un tono ligero a su voz—. Pero yo echo de menos a dos.

—Quizá, pero tú sabes dónde está Stuart, y puedes llamarlo cuando quieras. Mi problema es que yo no tengo ni la menor idea de dónde está tu padre.

—No hay nada nuevo en eso, mamá. Todas conocemos las reglas cuando papá está fuera. Se espera de nosotros que nos quedemos fielmente sentadas en casa, a la espera de que regrese el dueño de la casa. Típicamente irlandés…

—Sí, lo sé. Pero esta vez tengo una extraña sensación con respecto a este viaje en concreto —dijo Maggie.

—Estoy segura de que no hay necesidad de sentirse angustiada, mamá. Después de todo, sólo hace una semana que se fue. Recuerda cómo en el pasado ha aparecido de improviso, cuando menos te lo esperabas. Siempre imaginé que se trataba de una miserable estratagema para asegurarse de que no tenías ningún amante oculto. —Maggie se echó a reír, sin mucha convicción—. Hay algo que te preocupa, ¿verdad, mamá? —preguntó Tara con voz serena—. ¿Quieres hablarme de ello?

—He descubierto un sobre dirigido a mí, oculto en uno de sus cajones.

—El viejo romántico —exclamó Tara—. ¿Qué te decía?

—No tengo ni idea. No lo he abierto.

—Por el amor del cielo, ¿por qué no lo has abierto?

—Porque en el exterior está escrito claramente: «No abrir antes del 17 de diciembre».

—Si eso te angustia tanto, mamá, estoy segura de que a papá le gustaría que lo abrieras.

—Sus instrucciones no podrían estar más claras —dijo Maggie—. Sólo desearía no habérmelo encontrado.

—¿Cuándo lo descubriste?

—El miércoles. Estaba oculto entre sus ropas de deportes, en un cajón que raras veces abro.

—Hace tres días —dijo Tara—. Si me lo hubiera dirigido a mí, yo no habría podido esperar ni tres minutos.

—Ya sé que no —asintió Maggie—, pero yo sigo pensando que quizá sea mejor dejarlo unos cuantos días más, antes de hacer nada. Lo volveré a dejar en el cajón por si acaso él apareciera de repente. Así nunca sabrá que lo he encontrado.

—Quizá debiera volar de regreso a Washington.

—¿Por qué? —preguntó Maggie.

—Para ayudarte a abrirlo.

—Deja de decir tonterías, Tara.

—No es más tontería que el hecho de que te quedes sentada sin dejar de preocuparte por lo que pueda contener ese sobre.

—Quizá tengas razón.

—Si no estás tan segura de lo que debes hacer, ¿por qué no llamas a Joan y le pides consejo?

—Ya lo he hecho.

—¿Y qué te ha dicho?

—Que lo abra.

****

Bolchenkov estaba sentado ante su mesa, delante de la sala de operaciones y miraba a los veinte hombres elegidos a dedo. Rascó una cerilla y encendió su séptimo cigarrillo de la mañana.

—¿Cuántas personas se calcula que habrá en la plaza esta tarde? —preguntó.

—Sólo es una suposición, jefe —contestó el oficial uniformado más antiguo de los que estaban presentes—, pero podrían ser unas cien mil.

Brotó un murmullo de conversaciones susurradas.

—Silencio —ordenó el jefe con voz firme—. ¿Por qué tantas, capitán? Chernopov sólo consiguió atraer a setenta mil.

—Zerimski es una figura más carismática y ahora que las encuestas avanzan a su favor, creo que atraerá a mucha más gente.

—¿A cuántos hombres puede destinar sobre el terreno?

—Todos los hombres disponibles estarán en la plaza, jefe, y he cancelado todos los permisos. Ya he hecho circular la descripción de ese hombre, con la esperanza de que podamos detectarlo antes de que llegue a la plaza. Pero no son muchos los que tienen experiencia en algo tan grande.

—Si realmente van a haber cien mil personas en la plaza —dijo Bolchenkov—, también será la primera vez para mí. ¿Se ha proporcionado la descripción a todos los hombres?

—Sí, pero hay muchos extranjeros altos, con los ojos azules y el cabello pelirrojo. Y no olvide que no se les ha dicho para qué lo queremos interrogar. Lo último que queremos es provocar el pánico entre los nuestros.

—Estamos de acuerdo. Pero no quiero asustar a ese hombre, sino sólo darle una segunda oportunidad más tarde. ¿Ha conseguido alguien obtener más información?

—Sí, jefe —contestó un hombre joven, apoyado contra la pared del fondo.

El jefe aplastó el cigarrillo y le hizo un gesto de asentimiento para que interviniera.

—Oficialmente, hay tres periodistas sudafricanos que cubren las elecciones. A juzgar por la descripción que nos ha dado nuestro informante, estoy bastante seguro de que se trata del que se hace llamar Piet de Villiers.

—¿Hemos encontrado alguna cosa sobre él en el ordenador?

—No con ese nombre —contestó el joven oficial—, pero la policía de Johannesburgo se ha mostrado muy cooperativa. Tienen en sus archivos a tres hombres que responden a ese mismo nombre, con delitos que van desde pequeños robos hasta bigamia. Sin embargo, ninguno de ellos encaja con la descripción y, en cualquier caso, dos de ellos están actualmente en la cárcel. No tienen ni idea sobre el paradero del tercero. También mencionaron una conexión colombiana.

—¿Qué conexión colombiana? —preguntó el jefe, que encendió otro cigarrillo.

—Hace unas pocas semanas, la CIA hizo circular un memorándum confidencial con detalles sobre el asesinato del candidato presidencial en Bogotá. Parece ser que siguieron la pista del asesino hasta Sudáfrica y luego lo perdieron. Llamé a mi contacto en la CIA pero lo único que pudo decirme fue que sabían que el hombre se había puesto nuevamente en movimiento y que la última vez que lo vieron fue subiendo a un avión con dirección a Ginebra.

—Eso es todo lo que necesito —dijo el jefe—. Supongo que nadie lo habrá visto cuando Zerimski visitó el Hermitage esta mañana, ¿verdad?

—No, jefe —contestó otra voz—. Al menos no estaba entre los periodistas. Estuvieron presentes veintitrés periodistas y sólo dos de ellos encajaban vagamente con la descripción. Uno era Clifford Symonds, un habitual de la CNN, y al otro lo conozco desde hace años. Juego al ajedrez con él.

Todos los presentes se echaron a reír, lo que contribuyó a romper la tensión.

—¿Y los tejados de los edificios? —preguntó el jefe.

—Tengo destacados a una docena de hombres para cubrir los tejados alrededor de la plaza —contestó el jefe de armas ligeras—. La mayoría de los edificios son oficinas públicas, de modo que situaré en cada entrada y salida a policías vestidos de civil. Si alguien que encaje con esa descripción trata de entrar en la plaza o en cualquiera de los edificios que dan a ella, será detenido de inmediato.

—Tengan cuidado, no vayan a detener a algún dignatario extranjero y nos metan en un problema peor. ¿Alguna pregunta?

—Sí, jefe. ¿Ha considerado la alternativa de desconvocar el mitin? —preguntó una voz desde el fondo.

—Lo he pensado y he decidido no hacerlo. Si tuviera que cancelar un mitin cada vez que recibo una amenaza contra una figura pública, nuestras líneas telefónicas quedarían bloqueadas con llamadas de todos los radicales sin nada mejor que hacer que provocar más jaleo. En cualquier caso, podría tratarse de una falsa alarma. Y aun en el caso de que De Villiers rondara por la ciudad, en cuanto detecte nuestra presencia sobre el terreno, es muy posible que se lo piense mejor. ¿Alguna otra pregunta? —Nadie se movió—. Si alguno de ustedes descubre algo y quiero decir cualquier cosa, deseo saberlo inmediatamente. Pobre de aquel que me diga después: «No se lo comenté, jefe, porque no creí que fuera importante en ese momento…».

****

Connor mantuvo la televisión encendida mientras se afeitaba. Hillary Bowker informaba a los telespectadores de lo que sucedía en Estados Unidos. El proyecto de ley de reducción de armamentos había sido aprobado por la Cámara por apenas tres votos. A pesar de todo, Tom Lawrence afirmaba que el resultado era un verdadero triunfo del sentido común. Los eruditos, por su parte, ya vaticinaban que el proyecto de ley tendría que enfrentarse a un debate mucho más duro cuando llegara al Senado.

—En modo alguno —aseguró el presidente a los periodistas que asistieron a su rueda de prensa de la mañana. Connor no pudo evitar una sonrisa—. La Cámara no ha hecho sino expresar la voluntad del pueblo y estoy seguro de que el Senado hará exactamente lo mismo.

La figura del presidente fue sustituida en la pantalla por la de una bonita mujer de brillante cabello rojizo que a Connor le hizo pensar en Maggie. «En mi línea de trabajo, debería haberme casado con una periodista», le había dicho él en cierta ocasión.

—Y ahora, sepamos más detalles sobre las próximas elecciones en Rusia. Conectamos con Clifford Symonds, nuestro corresponsal en San Petersburgo.

Connor dejó de afeitarse y se volvió a mirar a la pantalla.

—Las encuestas de opinión demuestran que los dos principales candidatos, el primer ministro Grigory Chernopov y el líder del Partido Comunista, Victor Zerimski, se encuentran ahora emparejados. El candidato comunista participará esta tarde en un mitin en la plaza de la Libertad al que, según fuentes de la policía, se espera la asistencia de cien mil personas. Esta mañana, el señor Zerimski ha mantenido una reunión privada con el general Borodin, de quien se espera que anuncie dentro de poco su retirada de la carrera electoral, después de los pobres resultados indicados por la última encuesta de opinión pública. Sigue habiendo incertidumbre acerca del candidato al que apoyará, y de esa decisión podría depender el resultado de las elecciones. Aquí Clifford Symonds, CNN Internacional, San Petersburgo.

El rostro de Hillary Bowker reapareció en la pantalla.

—Veamos ahora el tiempo en la parte del mundo donde se encuentre —dijo con una amplia sonrisa.

Connor apagó el televisor, pues no tenía el menor interés por saber la temperatura que hacía en Florida.

Se frotó más espuma sobre la barba y continuó afeitándose. Ya había decidido que no asistiría a la conferencia de prensa matinal de Zerimski, que no sería más que un panegírico del secretario de prensa acerca de lo que había conseguido su jefe incluso antes del desayuno. También había decidido no acudir al Hermitage y pasarse la mayor parte del tiempo tratando de evitar a Mitchell. Se concentraría en la principal aparición pública de Zerimski a lo largo de aquel día. Ya había descubierto un restaurante bastante conveniente en el lado oeste de la plaza. No era precisamente conocido por su buena cocina, pero tenía la ventaja de encontrarse en el segundo piso, dominando la plaza de la Libertad. Y, lo que era más importante, disponía de una entrada trasera, de modo que no tendría que entrar en la plaza antes de que fuera necesario.

Una vez que salió del hotel, llamó al restaurante desde la cabina telefónica más cercana y reservó una mesa del rincón, junto a la ventana, para las doce. Salió después en busca de un coche alquilado, que le resultó más difícil de encontrar en San Petersburgo que en Moscú. Cuarenta minutos más tarde condujo hacia el centro de la ciudad y dejó el vehículo en un aparcamiento subterráneo, a sólo un par de cientos de metros de la plaza de la Libertad. Había decidido regresar en coche a Moscú una vez que terminara el discurso. De ese modo, pronto descubriría si alguien le seguía. Salió a la calle, se acercó al hotel más cercano y entregó un billete de veinte dólares al jefe de recepción, explicándole que necesitaba una habitación durante una hora, para poder ducharse y cambiarse de ropa.

Pocos minutos antes de las doce, cuando bajó en el ascensor, el jefe de recepción ni siquiera lo reconoció. Connor dejó una bolsa personal y dijo que regresaría para recogerla hacia las cuatro. Cuando el recepcionista colocó la bolsa bajo el mostrador, observó por primera vez el maletín. Al ver que ambos tenían una etiqueta con el mismo nombre, los puso juntos.

Connor salió lentamente a la calle lateral, junto a la plaza de la Libertad. Pasó junto a dos policías que interrogaban a un extranjero alto, de pelo rojizo. Ni siquiera se fijaron en él cuando entró en el edificio y tomó el ascensor hasta el restaurante del segundo piso. Dio su nombre al maître y fue conducido inmediatamente a la mesa de la esquina. Se sentó de tal modo que quedara protegido de la mayoría de los otros comensales, a pesar de lo cual dominaba la plaza a vista de pájaro, extendida por debajo de donde él se encontraba.

Estaba pensando en Lawrence, preguntándose hasta cuándo esperaría antes de tomar una decisión. De pronto, un camarero apareció a su lado y le entregó el menú. Connor miró por la ventana y se sorprendió al darse cuenta de que la plaza ya empezaba a llenarse, a pesar de que todavía faltaban dos horas para que Zerimski pronunciara su discurso. Entre la multitud distinguió a varios policías vestidos con ropas de paisano. Uno o dos de los más jóvenes ya se habían subido a las estatuas y comprobaban atentamente la plaza. Pero ¿qué andaban buscando? ¿Se mostraba el jefe de policía demasiado precavido, o temía acaso que se produjera alguna clase de manifestación durante el discurso de Zerimski?

El camarero regresó.

—¿Me permite tomarle el pedido, señor? La policía nos ha dado instrucciones de que cerremos el restaurante antes de las dos.

—En ese caso será mejor que tome un filete rápido —dijo Connor.