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Connor fue de los últimos en llegar al Salón Lenin.

Se sentó al fondo del salón, en la sección reservada para la prensa, y trató de pasar tan inadvertido como le fuera posible. No pudo evitar el recordar la última vez que había asistido a un mitin político en Rusia. En aquella otra ocasión también había escuchado hablar a un candidato comunista, pero eso fue en los tiempos en los que en las papeletas electorales sólo aparecía un nombre, lo que posiblemente fue la razón por la que la participación electoral sólo fue del 17 por ciento.

Connor miró a su alrededor. A pesar de que sólo faltaban quince minutos para que llegara el candidato, todos los asientos estaban ocupados y los pasillos se hallaban casi llenos. En la parte delantera, unos pocos funcionarios se atareaban sobre el escenario, asegurándose de que todo estuviera tal como le gustaba al líder. Un viejo colocaba un enorme sillón en el fondo del escenario.

La reunión de los fieles del partido no podría haberse diferenciado más de una convención política estadounidense. Los delegados, en el caso de que lo fueran, vestían ropas monótonas, ofrecían un aspecto subalimentado y se sentaban en silencio mientras esperaban la llegada de Zerimski.

Connor bajó la cabeza y empezó a tomar unas notas sobre su bloc; no tenía el menor deseo de verse involucrado en una conversación con la periodista de su izquierda. Ya le había dicho al corresponsal sentado al otro lado, que representaba al Istanbul News, el único periódico publicado en inglés en Turquía, y que su director estaba convencido de que se produciría un verdadero desastre en el caso de que Zerimski se convirtiera en presidente. Continuó diciendo que, recientemente, había informado que el candidato comunista podía llegar a ganar inesperadamente. Si le hubiera preguntado su opinión a Connor, éste habría tenido que mostrarse de acuerdo. Las probabilidades de que le pidieran que llevara a cabo su misión estaban aumentando por momentos.

Pocos minutos más tarde, la periodista turca empezó a bosquejar un retrato de Zerimski. Evidentemente, su periódico no podía permitirse el lujo de enviar a un fotógrafo, y probablemente dependía de los otros servicios de prensa y de lo que ella pudiera aportar. Tuvo que admitir que el dibujo se parecía bastante.

Connor volvió a comprobar la sala. ¿Sería posible asesinar a alguien en una sala atestada como esta? No, si uno confiaba en poder escapar. Cazar a Zerimski mientras éste se encontrara en su coche era otra opción, aunque seguramente estaría bien protegido. Ningún profesional consideraría una bomba, que a menudo terminaba por matar a mucha gente inocente sin llegar a eliminar al objetivo. Para contar con alguna probabilidad de escapar, tendría que depender de un rifle de alta potencia en un espacio abierto. Nick Gutenburg le había asegurado que a la embajada de Estados Unidos llegaría un Remington 700 fabricado especialmente, mucho antes de que él llegara a Moscú, lo que constituía otra forma más de abusar de la valija diplomática. Si Lawrence daba la orden, dejarían que fuera él quien decidiese la hora y también el lugar.

Ahora que había estudiado con todo detalle el itinerario de Zerimski, Connor ya tenía decidido que su primera alternativa sería Severodvinsk, donde el líder comunista se dirigiría a una multitud en unos astilleros, dos días antes de las elecciones. Connor ya había empezado a estudiar las diversas grúas que funcionaban en los muelles rusos, y la posibilidad de permanecer oculto en una de ellas durante un prolongado período de tiempo.

Las cabezas empezaron a volverse para mirar hacia atrás, y Connor también se volvió a mirar. Un grupo de hombres, con trajes mal cortados y bultos bajo los brazos, llenaban el fondo del salón y revisaban la sala antes de que su líder efectuara su entrada.

Connor se dio cuenta de que sus métodos eran primitivos y poco efectivos pero, como todas las fuerzas de seguridad, probablemente confiaban en que su presencia y número fuera suficiente para lograr que cualquiera se lo pensara dos veces antes de intentar nada. Comprobó los rostros; los tres profesionales volvían a estar de servicio.

De repente, unos fuertes aplausos estallaron desde el fondo del salón, seguidos de vítores. En cuanto Zerimski entró, los miembros del partido se pusieron en pie para aclamar a su líder. Hasta los periodistas se vieron obligados a ponerse en pie para poder verlo. El avance de Zerimski hacia el estrado se vio continuamente interrumpido por las manos que se extendían para estrechar la suya. Cuando finalmente llegó a la plataforma, el ruido se hizo casi ensordecedor.

El anciano presidente, que había estado esperando pacientemente frente a la sala, condujo a Zerimski escalones arriba, hasta el estrado, acompañándolo hasta el gran sillón. Una vez que Zerimski se hubo sentado, el hombre se adelantó lentamente hacia el micrófono. Todos los presentes volvieron a sentarse y guardaron silencio.

El viejo no hizo un buen trabajo al presentar al «próximo presidente de Rusia» y cuanto más tiempo hablaba, más inquieta parecía la multitud. El séquito de Zerimski, que se había situado tras él empezó a moverse inquieto y parecía sentirse molesto. La última floritura del anciano fue la de describir al orador como «el sucesor natural del camarada Vladimir Ilich Lenin». Luego, se hizo a un lado para dejarle espacio al líder, quien no parecía estar muy seguro de que Lenin fuera la más afortunada comparación que se hubiera podido elegir.

En cuanto Zerimski se levantó del asiento y se adelantó lentamente, la gente empezó a animarse de nuevo. De pronto, levantó los brazos al cielo y vitoreó con más fuerza que nunca.

La mirada de Connor no abandonaba en ningún momento a Zerimski. Observó atentamente cada uno de sus movimientos, las posturas que adoptaba. Como cualquier otro hombre enérgico, difícilmente permanecía quieto durante un rato.

Una vez que tuvo la sensación de que los vítores ya habían durante demasiado tiempo, Zerimski hizo señas al público para que se sentara de nuevo. Connor observó que todo el proceso había durado poco más de tres minutos, desde el principio hasta el final.

Zerimski no empezó a hablar hasta que la gente no se hubo sentado de nuevo en su puesto y guardado el más completo silencio.

—Camaradas —empezó a decir con voz firme—, es un gran honor para mí presentarme ante vosotros como vuestro candidato. A medida que pase cada día soy más y más consciente de que el pueblo ruso está exigiendo empezar de nuevo. Aunque pocos de nuestros ciudadanos desean regresar al viejo régimen totalitario, la gran mayoría desea ver una distribución más justa de la riqueza creada con sus habilidades y duro trabajo.

El público empezó a aplaudir de nuevo.

—No olvidemos nunca —siguió diciendo— que Rusia puede convertirse de nuevo en la nación más respetada del mundo. Si otros países abrigan alguna duda al respecto os aseguro que, bajo mi presidencia, lo dudarán a su propia costa y bajo su propio peligro.

Los periodistas escribían frenéticamente y el público lo vitoreó todavía con más fuerza. Transcurrieron casi veinte segundos antes de que Zerimski pudiera hablar de nuevo.

—Fijaos en las calles de Moscú, camaradas. Sí, veréis Mercedes, BMW y Jaguars, pero ¿quién los conduce? Sólo unos pocos privilegiados. Y son esos pocos los que confían que Chernopov sea elegido, para poder continuar disfrutando de un estilo de vida que nadie de los aquí presentes puede confiar en emular alguna vez. Amigos míos, ha llegado el momento de que esa riqueza, vuestra riqueza, sea compartida entre muchos, y no sólo entre unos pocos. Espero que llegue el día en el que en Rusia no haya más limusinas que coches familiares, más yates que barcos de pesca y más cuentas en bancos suizos que hospitales.

Una vez más, el público saludó sus palabras con un prolongado aplauso.

Cuando el ruido se acalló finalmente, Zerimski bajó su tono de voz aunque cada una de sus palabras llegó hasta el final de la sala.

—Cuando me convierta en vuestro presidente, no abriré cuentas bancarias en Suiza, sino fábricas por toda Rusia. No emplearé mi tiempo relajándome en una dacha de lujo, sino trabajando día y noche por mí país.

Me entregaré por completo a vuestro servicio y me sentiré más que satisfecho con el salario de un presidente, en lugar de aceptar los sobornos de los hombres de negocios deshonestos cuyo único interés es el pillaje de los bienes de la nación.

Esta vez tardó más de un minuto en poder continuar.

—En el fondo de la sala —dijo, señalando con un dedo corto y recio hacia el grupo de periodistas— están los representantes de la prensa mundial. —Hizo una pausa, curvó un labio y añadió—: Me permito darles la bienvenida.

Esta observación no se vio seguida por ningún aplauso.

—No obstante, permitidme que os recuerde que, cuando sea presidente, no sólo necesitarán estar en Moscú durante una campaña electoral, sino permanentemente. Porque, para entonces, Rusia no sólo confiará en obtener migajas cuando se reúna el Grupo de los Siete, sino que volverá a ser uno de los grandes participantes en los asuntos mundiales. Si Chernopov fuera elegido, los estadounidenses se preocuparían más por conocer los puntos de vista de México que los de Rusia. En el futuro, el presidente Lawrence tendrá que escuchar lo que vosotros digáis y no limitarse a esa cháchara ante la prensa mundial para decirles lo mucho que le ha gustado Boris. —Las risas se extendieron por el salón—. Es posible que llame a todo el mundo por su nombre de pila, pero a mí tendrá que llamarme «señor presidente».

Connor sabía que los medios de comunicación estadounidenses informarían de costa a costa sobre ese comentario, y que cada una de aquellas palabras sería escuchada en el despacho Oval.

—Amigos míos, sólo faltan ocho días para que el pueblo decida. Dediquemos cada momento de ese tiempo a aseguramos una victoria abrumadora el día de las elecciones. Una victoria que transmita a todo el mundo el mensaje de que Rusia ha regresado como potencia que debe ser reconocida sobre el escenario mundial. —Su voz empezaba a elevarse a cada palabra que pronunciaba—. Pero no lo hagáis por mí. No lo hagáis siquiera por el Partido Comunista. Hacedlo por la siguiente generación de rusos que podrán representar su papel como ciudadanos de la mayor nación de la tierra. Luego, cuando hayáis emitido vuestro voto, lo habréis hecho sabiendo que podemos volver a dejar que el pueblo sea la potencia que hay tras la nación. —Hizo una pausa y observó al público—. Yo sólo os pido una cosa: el privilegio de que se me permita conducir a este pueblo. —Dejó caer la voz hasta convertirla casi en un susurro y terminó diciendo—: Me ofrezco ante vosotros como vuestro servidor.

Zerimski retrocedió un paso y levantó los brazos al aire. El público se levantó como un solo hombre. La perorata final había durado cuarenta y siete segundos y en ningún momento había permanecido quieto. Se había movido primero a la derecha y luego a la izquierda, levantando cada vez el brazo correspondiente, pero en ningún momento durante más de unos pocos segundos. Luego se inclinó y, tras permanecer inmóvil durante unos doce segundos, se irguió de repente y empezó a aplaudir a los que le aplaudían.

Permaneció en el centro del estrado durante otros once minutos, repitiendo una y otra vez varios de sus gestos. Una vez que tuvo la impresión de haber arrancado hasta el último aplauso que podía obtener del público, descendió los escalones de acceso al escenario, seguido de inmediato por su séquito. Mientras avanzaba por el ala central, el ruido se hizo más elevado que nunca y más brazos se extendieron hacia él. Zerimski estrechó tantas manos como le fue posible durante su lento avance hacia el fondo del salón. La mirada de Connor no se apartó de él en ningún momento. Los vítores continuaron incluso después de que Zerimski hubiera abandonado el salón y no se fueron apagando hasta que el público no empezó a marcharse.

Connor había observado varios movimientos característicos de la cabeza y las manos, pequeños gestos que se repetían con frecuencia. Empezaba ya a darse cuenta de que ciertos gestos acompañaban con regularidad ciertas frases, y sabía que no tardaría en poder anticiparlos.

—Su amigo acaba de marcharse —dijo Sergei—. ¿Lo sigo?

—Eso ya no será necesario —dijo Jackson—. Sabemos dónde pasa la noche. Te apuesto a que ese pobre bastardo situado a unos pocos pasos por detrás de él se va a ver sometido a un alegre baile durante la próxima hora.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Sergei.

—Tú aprovecha para dormir. Tengo la sensación de que mañana será un día muy largo.

—Todavía no me ha pagado lo de hoy —dijo Sergei, que extendió una mano—. Son nueve horas por seis dólares la hora, cincuenta y seis dólares en total.

—Si hicieras bien las cuentas verías que son ocho horas por cinco dólares —dijo Jackson—. Pero ha merecido la pena el intento.

Le entregó a Sergei cuarenta dólares.

—¿Y mañana? —preguntó el muchacho tras haber contado los billetes y habérselos guardado—. ¿A qué hora quiere que me presente?

—Te encontrarás conmigo delante del hotel a las cinco de la mañana, y no vengas tarde. Supongo que seguirá a Zerimski de viaje a Yaroslavl, y luego regresará a Moscú antes de dirigirse a San Petersburgo.

—Tiene usted suerte, Jackson. Yo nací en San Petersburgo y conozco esa ciudad palmo a palmo. Pero recuerde que cobro el doble cuando trabajo fuera de Moscú.

—¿Sabes una cosa, Sergei? Como continúes así no pasará mucho tiempo antes de que seas demasiado caro para los precios que rigen en el mercado.