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La alarma se disparó en cuanto abrió la puerta.

Era la clase de error que cometería un aficionado. Por eso precisamente resultaba tanto más sorprendente, ya que a Connor Fitzgerald se le consideraba entre los profesionales como el mejor de todos ellos.

Fitzgerald ya había tenido en cuenta que transcurrirían varios minutos antes de que la policía local respondiera a una alarma de robo en el barrio de San Victorino.

Todavía faltaban un par de horas para el inicio del partido anual contra Brasil, pero ya se habrían encendido la mitad de los aparatos de televisión de Colombia. Si Fitzgerald hubiera entrado a la fuerza en la tienda de empeños una vez empezado el partido, probablemente la policía no habría hecho ni caso de la alarma hasta que el árbitro pitara el final. Era bien conocido que los delincuentes locales consideraban los noventa minutos del partido como una especie de suspensión temporal de los sistemas de vigilancia. Pero los planes que él tenía para esos noventa minutos harían que la policía le persiguiera de cerca. Y transcurrirían semanas, probablemente incluso meses, antes de que alguien comprendiera la verdadera importancia de este robo, cometido un sábado por la tarde.

La alarma todavía sonaba cuando Fitzgerald cerró la puerta trasera y cruzó con rapidez la pequeña trastienda, hasta la parte delantera. Pasó por alto la hilera de relojes colocados en las pequeñas vitrinas, las esmeraldas guardadas en sus bolsitas de celofán y los objetos de oro de todos los tamaños y formas, que se mostraban por detrás de una fina rejilla de hierro. Todos ellos estaban cuidadosamente marcados con un nombre y una fecha, para que sus empobrecidos propietarios pudieran regresar en el término de seis meses y reclamar sus herencias familiares. Pocos eran, sin embargo, los que lo hacían.

Fitzgerald apartó la cortina de cuentas que separaba la trastienda de la parte delantera de la tienda y se detuvo tras el mostrador. Su mirada se detuvo sobre el gastado maletín de cuero que se encontraba sobre un pequeño pedestal, en el centro del escaparate. Impreso en la solapa, con desvaídas letras doradas, aparecían las iniciales «D. V. R.». Permaneció absolutamente quieto, hasta estar seguro de que nadie miraba desde la calle.

A primeras horas de ese mismo día, cuando Fitzgerald le vendió aquella obra maestra hecha a mano al dueño de la tienda de empeños, le explicó que no tenía la menor intención de volver a Bogotá, de modo que podía ponerla inmediatamente a la venta. A Fitzgerald no le sorprendió nada que el maletín ya hubiera sido colocado en el escaparate. Seguro que no habría ningún otro como este en toda la ciudad.

Estaba a punto de saltar por encima del mostrador, cuando un joven pasó ante el escaparate. Fitzgerald se quedó petrificado, pero el joven estaba concentrado por completo en lo que escuchaba de una pequeña radio que apretaba contra su oreja izquierda. Le hizo a Fitzgerald tanto caso como podría habérselo hecho a un maniquí.

En cuanto se perdió de vista, Fitzgerald saltó sobre el mostrador y se acercó al escaparate. Miró a uno y otro lado de la calle, para comprobar que no había ningún observador casual, pero no vio a nadie. Luego, con un solo movimiento, retiró el maletín de cuero de su pequeño pedestal y volvió a saltar tras el mostrador. Se volvió para mirar de nuevo el escaparate y asegurarse de que nadie había sido testigo del robo.

Fitzgerald avanzó con rapidez hacia el fondo de la trastienda. Apartó la cortina de cuentas y se dirigió hacia la puerta cerrada. Comprobó su reloj. La alarma sonaba desde hacía noventa y ocho segundos. Salió al callejón y escuchó. Si hubiera escuchado el aullido de una sirena de la policía, habría girado hacia la izquierda, para desaparecer entre el dédalo de calles que se extendía por detrás de la tienda de empeños. Pero, aparte de la alarma, todo permanecía en silencio. Giró hacia la derecha y caminó con naturalidad hacia la Carrera Séptima.

Al llegar a la acera, Connor Fitzgerald miró a derecha e izquierda y cruzó la calle, a pesar del semáforo en rojo, hasta el otro lado. Una vez allí, desapareció en el interior de un concurrido restaurante, donde un grupo de ruidosos aficionados ya se había congregado ante un televisor de pantalla grande.

Nadie le hizo el menor caso. Todos estaban concentrados en contemplar una y otra vez, desde diferentes ángulos, los tres goles conseguidos por Colombia en el encuentro del año anterior. Se sentó en una mesa situada en un rincón. Aunque no podía ver con claridad la pantalla del televisor, desde allí disfrutaba de una vista perfecta sobre la calle. Un destartalado cartel se movía bajo la brisa de la tarde, por encima de la tienda de empeños. Decía: «J. Escobar. Monte de Piedad, establecido en 1946».

Transcurrieron varios minutos antes de que un coche de policía se detuviera frente a la tienda. Una vez que Fitzgerald vio a los dos policías uniformados entrar en el edificio, abandonó la mesa y salió con actitud despreocupada por la puerta de atrás, que daba a otra tranquilla calle a aquellas horas de la tarde del sábado. Detuvo al primer taxi vacío que encontró y dijo, con acento sudafricano:

—Al Belvedere, en la plaza de Bolívar, por favor.

El taxista asintió con un gesto rápido, como si quisiera dejar bien claro que no tenía el menor interés en enzarzarse en una prolongada conversación. En cuanto Fitzgerald se dejó caer contra el respaldo del destartalado taxi amarillo, el conductor encendió la radio.

Fitzgerald comprobó de nuevo su reloj. Era la una y diecisiete minutos. Llevaba sólo un par de minutos de retraso. El discurso ya habría empezado, pero como siempre solían durar más de cuarenta minutos, disponía de tiempo más que suficiente para cumplir con la verdadera razón de su estancia en Bogotá. Se desplazó unos pocos centímetros hacia la derecha, para estar seguro de que el taxista pudiera verle con claridad en el espejo retrovisor.

Una vez que la policía iniciara sus investigaciones, Fitzgerald necesitaba que todo aquel que le hubiera visto aquel día pudiera dar aproximadamente la misma descripción: varón, de rasgos caucásicos, de unos cincuenta años de edad, algo más de un metro ochenta de altura, de unos cien kilos de peso, sin afeitar, con el cabello oscuro y enmarañado, vestido como un extranjero, con acento extranjero, pero no estadounidense. Confiaba en que al menos alguno de ellos pudiera identificar el peculiar sonido nasal sudafricano. Fitzgerald siempre había sido muy bueno a la hora de fingir acentos. Ya en la escuela superior tuvo muchos problemas por imitar la forma de hablar de sus profesores.

La radio del taxi seguía dejando oír la opinión de un experto tras otro sobre el probable resultado del partido anual. Mentalmente, Fitzgerald se desvinculó de un idioma que tenía poco interés por aprender, aunque recientemente había añadido a su limitado vocabulario palabras como «falta», «fuera de juego» y «gol».

Diecisiete minutos más tarde, cuando el pequeño Fiat se detuvo delante de El Belvedere, Fitzgerald entregó un billete de diez mil pesos, ya se había bajado del taxi antes de que el taxista tuviera siquiera la oportunidad de darle las gracias por una propina tan generosa, aunque los taxistas de Bogotá no fueran conocidos precisamente por el uso excesivo de las palabras «muchas gracias».

Fitzgerald subió los escalones que daban acceso al hotel, pasó junto al portero vestido con librea y empujó las puertas giratorias. Ya en el vestíbulo, se dirigió directamente hacia la batería de ascensores situados frente a la recepción. Sólo tuvo que esperar un momento antes de que uno de los cuatro ascensores regresara a la planta baja. En cuanto se abrieron las puertas, entró y apretó el botón del «8», haciendo inmediatamente lo propio con el botón «Cerrar», para no darle a nadie la oportunidad de seguirlo. Una vez que las puertas se abrieron de nuevo en el piso octavo, Fitzgerald recorrió el pasillo, cubierto con una tenue alfombra, hasta la habitación 807. Introdujo una tarjeta de plástico en la ranura y esperó a que se encendiera la luz verde antes de hacer girar la manija. En cuanto se abrió la puerta, colocó en el pomo el cartel de «No molesten, por favor». Luego, cerró la puerta y pasó el cerrojo.

Comprobó de nuevo el reloj: las dos menos veinticuatro. Calculó que, a estas alturas, la policía ya se habría marchado de la tienda de empeños, tras llegar a la conclusión de que se trataba de una falsa alarma. Llamarían al señor Escobar a su casa, en el campo, para informarle de que todo parecía estar en orden y pedirle que, una vez que regresara a la ciudad, el lunes siguiente, les informara en el caso de que echara algo en falta. Pero, antes de que eso sucediera, Fitzgerald ya habría vuelto a dejar el gastado maletín de cuero en el escaparate. El lunes por la mañana, Escobar únicamente podría informar de la desaparición de varios paquetes pequeños de esmeraldas sin tallar, que los mismos policías se habían encargado de retirar antes de salir de la tienda, después de su inspección. ¿Cuánto tiempo transcurriría antes de que descubriera las única otra cosa que faltaba? ¿Un día? ¿Una semana? Fitzgerald ya había tomado la decisión de dejar una pista extraña para acelerar algo el proceso.

Se quitó la chaqueta, la colgó de la silla más cercana y tomó el mando de control remoto del televisor, que estaba sobre la mesita de noche. Apretó el botón de «encendido» y se sentó en el sofá, delante del televisor.

El rostro de Ricardo Guzmán llenó la pantalla.

Fitzgerald sabía que Guzmán cumpliría cincuenta años el próximo mes de abril, pero con un metro ochenta y cinco de altura, una cabeza llena de cabello negro y sin problemas de peso, podía decirle a la multitud, que lo adoraba, que no había cumplido aún los cuarenta años. Y ellos lo creían. Después de todo, pocos colombianos esperaban que sus políticos dijeran la verdad sobre cualquier cosa, incluida su edad.

Ricardo Guzmán, el favorito de las cercanas elecciones presidenciales, era el jefe del cartel de Cali, que controlaba el 80 por ciento del comercio de la cocaína en Nueva York, y ganaba más de mil millones de dólares al año. Nadie sabía cuántas de las muertes que se producían en Manhattan estaban directamente relacionadas con las operaciones del grupo. Fitzgerald no se había encontrado con esa información en ninguno de los tres periódicos nacionales de Colombia, quizá porque las noticias que llegaban a la mayoría de las imprentas del país estaban controladas por Guzmán.

—La primera acción que tomaré como vuestro presidente será nacionalizar todas las empresas en las que los estadounidenses tengan una mayoría de acciones.

La pequeña multitud que rodeaba los escalones del edificio del Congreso, en la Plaza de Bolívar, aulló su aprobación ante estas palabras. Los asesores de Ricardo Guzmán le habían asegurado una y otra vez que sería una verdadera pérdida de tiempo pronunciar un discurso el mismo día en que se jugara el partido internacional, pero él no les había hecho ningún caso. Pensó más bien en que millones de televidentes estarían zapeando por entre los canales, a la búsqueda del fútbol, y se encontrarían con él en la pantalla, aunque sólo fuera durante un momento. Esa misma gente se quedaría atónita cuando, apenas una hora más tarde, lo vieran entrar en el atestado estadio. El fútbol aburría a Guzmán, pero sabía que su llegada, pocos momentos antes de que el equipo nacional saliera a la cancha, apartaría la atención de la multitud de Antonio Herrera, el vicepresidente y su principal contrincante en las elecciones presidenciales. Herrera estaría sentado en el palco presidencial, pero Guzmán se encontraría entre la multitud, detrás de una de las porterías. La imagen que deseaba transmitir era la de ser un hombre del pueblo.

Fitzgerald calculó que aún faltaban unos seis minutos para que diera el discurso por terminado. Ya había escuchado las palabras de Guzmán por lo menos una docena de veces: en vestíbulos atestados, en bares semivacíos, en las esquinas de las calles e incluso en una estación de autobuses, mientras el candidato se dirigía a los ciudadanos locales desde la parte trasera de un autobús. Tomó el maletín de cuero–, que había dejado sobre la cama, y se lo colocó sobre el regazo.

—Antonio Herrera no es el candidato progresista —dijo Guzmán—, sino el candidato de Estados Unidos. No es más que una marioneta, cada una de cuyas palabras ha sido elegida para él por el hombre que se sienta en el despacho Oval.

La multitud volvió a aplaudirle. Cinco minutos, calculó Fitzgerald. Abrió el maletín y observó fijamente la Remington 700 que sólo había perdido de vista durante unas horas.

—¿Cómo se atreven a suponer los estadounidenses que haremos siempre lo que sea más conveniente para ellos? —gritó Guzmán—. Y todo ello simplemente por el poder del todopoderoso dólar. ¡Al infierno con el todopoderoso dólar!

La multitud lo vitoreó aún con mayor fuerza cuando el candidato se sacó un billete de la cartera y desgarró a trozos la imagen de George Washington.

—Os puedo asegurar una cosa… —siguió diciendo Guzmán, al tiempo que arrojaba los trozos de papel verde sobre la multitud, como si fueran confetis.

—Dios no es estadounidense… —dijo Fitzgerald imitando la voz de Guzmán.

—¡Dios no es estadounidense! —gritó Guzmán. Suavemente, Fitzgerald extrajo del maletín la culata McMillan de fibra de vidrio.

—Dentro de dos semanas —gritó Guzmán mientras tanto—, los ciudadanos de Colombia tendrán la oportunidad de hacer escuchar su voz en todo el mundo.

—Cuatro minutos —murmuró Fitzgerald.

Miró la pantalla e imitó la sonrisa del candidato. Sacó el cañón Hart de acero inoxidable del receptáculo de la caja donde descansaba y lo atornilló con firmeza a la culata. Encajaba como un guante.

—Cuando se celebren cumbres en todo el mundo, Colombia volverá a sentarse en la mesa de conferencias y no se limitará a leer lo ocurrido en la prensa del día siguiente. Dentro de un año, conseguiré que los estadounidenses nos traten no como a un país del Tercer Mundo, sino como a sus iguales.

La multitud rugió mientras Fitzgerald levantaba el teleobjetivo Leupold 10 Power y lo encajaba en las dos pequeñas ranuras que había sobre el cañón.

—Dentro de cien días ya podréis notar los cambios que se producirán en nuestro país, unos cambios que Herrera no habría creído posible ni en cien años. Porque cuando sea vuestro presidente…

Lentamente, Fitzgerald apoyó la culata del Remington 700 sobre el hombro. Lo percibió como si se tratara de un viejo amigo. Pero así debía ser pues cada una de sus partes se había fabricado a mano, siguiendo con exactitud todas y cada una de sus especificaciones.

Levantó la mira telescópica hacia la imagen de la televisión y enfocó la pequeña hilera de puntos, hasta que estuvieron centrados a un par de centímetros por encima del corazón del candidato.

—…dominaré la inflación… Tres minutos.

—…dominaré el desempleo… —Fitzgerald exhaló un suspiro.

—…y con ello dominaré la pobreza.

Fitzgerald contó tres…, dos…, uno y luego apretó suavemente el gatillo. Apenas si pudo escuchar el clic por encima del ruido de la multitud.

Bajó el rifle, se levantó de la cama y dejó sobre ella el maletín de cuero vacío. Transcurrirían otros noventa segundos antes de que Guzmán llegara a su habitual condena de Thomas Lawrence, presidente de Estados Unidos.

Extrajo una de las balas de punta hueca de la pequeña ranura de cuero en el interior de la solapa del maletín. Abrió la culata y deslizó la bala en la cámara. Luego, cerró el cañón con un firme movimiento ascendente.

—Esta será la última oportunidad que tendrán los ciudadanos colombianos de dar la vuelta a los desastrosos fracasos del pasado —gritó Guzmán, cuya voz parecía elevarse con cada palabra—. Así que debemos asegurarnos de una cosa…

—Un minuto —murmuró Fitzgerald.

Casi podía repetir, palabra por palabra los últimos sesenta segundos del discurso de Guzmán. Apartó la mirada del televisor y cruzó despacio la estancia, hacia la puerta corrediza.

—…de no perder esta oportunidad de oro…

Fitzgerald apartó la cortina de encaje que oscurecía el mundo exterior y extendió la mirada sobre la Plaza de Bolívar, hacia su lado norte, donde el candidato presidencial se hallaba de pie sobre el último escalón del edificio del Congreso, mirando a la multitud. Estaba a punto de pronunciar su coup de grâce.

Fitzgerald esperó con paciencia. Nunca debía permanecer uno al descubierto ni un segundo más de lo estrictamente necesario.

—¡Viva Colombia! —gritó Guzmán.

—¡Viva Colombia! —gritó la multitud frenéticamente, a pesar de que muchos de ellos no eran más que lacayos pagados, situados estratégicamente entre la multitud.

—Amo a mi país —declaró el candidato.

Sólo quedaban treinta segundos del discurso. Fitzgerald abrió la puerta corrediza, y escuchó de lleno todo el volumen de las masas que repetían cada una de las palabras de Guzmán. El candidato bajó entonces la voz, hasta convertirla casi en un susurro.

—Y quiero dejaros una cosa bien clara: que ésta es mi única razón para desear serviros como presidente.

Entonces, por segunda vez, Fitzgerald apoyó suavemente la culata del Remington 700 sobre el hombro. Todas las miradas estaban fijas en el candidato, cuya voz resonó ahora atronadora:

—¡Dios guarde a Colombia!

El ruido empezó a ser atronador al tiempo que él levantaba los dos brazos para acoger los rugidos de sus partidarios, que gritaron:

—¡Dios guarde a Colombia!

Las manos de Guzmán se mantuvieron levantadas en el aire, con un gesto de triunfo, como hacía siempre al final de cada discurso. Y, como siempre, permaneció absolutamente quieto durante unos momentos.

Fitzgerald enfocó los diminutos puntos hasta que los tuvo situados un par de centímetros por encima del corazón del candidato. Luego espiró al tiempo que tensaba los dedos de la mano izquierda alrededor de la culata.

—Tres…, dos…, uno —murmuró tenuemente antes de apretar el gatillo con suavidad.

Guzmán todavía sonreía cuando la bala de punta hueca penetró en su pecho. Un segundo más tarde se derrumbó al suelo como una marioneta a la que de pronto le hubieran cortado los hilos. Fragmentos de hueso, músculo y tejido salieron volando en todas direcciones. La sangre salpicó sobre los que se encontraban más cerca del candidato. Lo último que Fitzgerald vio de él fueron los brazos extendidos, como si se estuviera rindiendo ante un enemigo invisible.

Fitzgerald bajó el rifle, lo aparto del hombro y cerró rápidamente la puerta corrediza, pasando el pestillo. Había cumplido su misión.

Ahora, su único problema consistía en asegurarse de no transgredir el undécimo mandamiento.