—Lo peor sería conducir, —decidió Jack—. Se había comprado un Jaguar, que aquí pronunciaban «jagyua» y le convenía no olvidarlo, pero las dos veces que se había acercado al coche en el concesionario se había dirigido a la puerta de la izquierda en lugar de a la de la derecha. El vendedor no se había reído, pero Ryan estaba seguro de que quería hacerlo. Por lo menos no había hecho un ridículo espantoso sentándose en el asiento equivocado. No debía olvidar que aquí el lado «correcto» de la calle era el izquierdo. Al girar a la derecha, uno se cruzaba con el tráfico que circulaba en dirección contraria, no al girar a la izquierda. El carril izquierdo en las autovías, o mejor dicho, en las autopistas, era el carril lento. Los enchufes eran disparatados. La casa no tenía calefacción central, a pesar del desorbitado precio que había pagado por ella. Tampoco tenía aire acondicionado, aunque aquí probablemente no era necesario. No era el más caluroso de los climas; los habitantes del país empezaban a caer muertos en la calle cuando el termómetro alcanzaba los veinticuatro grados. Jack se preguntó cómo soportarían el clima de Washington. Evidentemente, el dicho de que «sólo los perros locos y los ingleses pasean bajo el sol del mediodía» era cosa del pasado.
Pero podría haber sido peor. Disponía de un carnet para comprar comida en el economato del ejército y la aviación en la base cercana de las fuerzas aéreas en Greenham Commons, también conocida como PX, lo que le permitiría comprar perritos calientes de verdad y marcas parecidas a las que adquiría en el Giant de Maryland.
Había muchas otras disparidades. Evidentemente, la televisión británica era diferente y aunque en realidad no esperaba disponer de mucho tiempo para vegetar ante la pantalla, la pequeña Sally necesitaba su dosis de dibujos animados. Además, incluso cuando uno leía algo importante, resultaba reconfortante oír las voces de fondo de algún programa intrascendente. No obstante, los noticiarios no estaban demasiado mal y los periódicos eran particularmente buenos en general, mejores que los que leía en su país, aunque por la mañana echaría de menos «Far Side». Esperaba que lo publicara el International Tribune, que podía comprar en el quiosco de la estación. Además, Ryan quería mantenerse informado sobre la liga de béisbol.
Los hombres de la mudanza trabajaban como hormiguitas a las órdenes de Cathy. La casa no estaba mal, aunque era más pequeña que la suya de Peregrine Cliff, alquilada ahora a un coronel de los marines que daba clases a los concienzudos alumnos de la Academia Naval. El dormitorio principal daba a un jardín que parecía medir unos mil metros cuadrados y al que la inmobiliaria había concedido una gran importancia. Los anteriores propietarios habían dedicado mucho tiempo al jardín, cubierto enteramente de rosales, con flores rojas y blancas en honor, aparentemente, de las casas de Lancaster y de York, separadas por flores rosadas, indicando la fusión que dio origen a la casa Tudor, aunque ésta se extinguió con Isabel I y abrió por fin las puertas a la nueva dinastía, que Ryan apreciaba por sobradas razones.
Y el clima no estaba tan mal. Hacía tres días que habían llegado al país y todavía no había llovido. El sol salía temprano y se ponía tarde, pero en invierno, por lo que había oído, salía sin levantarse del horizonte y volvía a ponerse inmediatamente. Algunos de los nuevos amigos que había hecho en el Departamento de Estado le habían dicho que las largas noches podían ser duras para los niños. Sally, que tenía cuatro años y seis meses, se encontraba todavía en dicha categoría. El pequeño Jack, de cinco meses, probablemente no se percataría de ese tipo de cosas; afortunadamente no tenía ninguna dificultad para dormir y, por cierto, era lo que estaba haciendo en ese momento bajo la custodia de su niñera, Margaret Van der Beek, una joven pelirroja, hija de un pastor metodista sudafricano. Había llegado muy bien recomendada, y luego había pasado la inspección de la policía metropolitana. A Cathy le preocupaba un poco la idea de tener una niñera. La perspectiva de que otra persona criara a su hijo le producía la misma sensación que el chirrido de las uñas en la pizarra, pero era una respetable costumbre local y había funcionado bastante bien para un tal Winston Spencer Churchill. La señorita Margaret había sido investigada por la organización de sir Basil y a su vez había recibido la aprobación oficial del gobierno de su majestad, lo cual no significaba absolutamente nada, se recordó Jack a sí mismo. En las semanas anteriores a su llegada, Jack había sido debidamente informado. La «oposición», término británico utilizado también en Langley, se había infiltrado en la comunidad británica de Inteligencia en más de una ocasión. La CIA no creía que eso hubiera ocurrido todavía en Langley, pero Jack no estaba seguro de ello. El KGB era muy bueno y la gente avariciosa abundaba en el mundo entero. Los rusos no pagaban particularmente bien, pero algunos vendían su alma y su libertad por un puñado de dinero. Tampoco llevaban ningún letrero luminoso que anunciara: «SOY UN TRAIDOR».
De todas sus sesiones preparatorias, las más pesadas habían sido las de seguridad. El padre de Jack había sido el policía de la familia y el propio Ryan nunca había llegado a dominar esa forma de pensar. Una cosa era buscar datos fiables entre el montón de basura que ascendía por el sistema de Inteligencia y otra muy distinta sospechar de todo el mundo en su propia oficina, sin dejar de trabajar cordialmente con ellos. Se preguntó si otros lo verían de ese modo y decidió que probablemente no. Después de todo, él había pagado un alto precio por ello y conservaba unas pálidas cicatrices en el hombro que lo demostraban, por no mencionar las pesadillas sobre aquella noche en Chesapeake Bay, en las que sus armas no disparaban a pesar de sus esfuerzos, y los gritos de terror de Cathy resonaban aún en sus oídos. ¿Pero acaso no era cierto que había ganado la batalla? ¿Por qué sus sueños creían lo contrario? Tal vez debería hablar de ello con un psiquiatra, pero como rezaba el viejo proverbio, había que estar loco para hablar con el alienista…
Sally no dejaba de dar vueltas por la casa nueva, contemplando su nuevo dormitorio y admirando la nueva cama que estaban montando los mozos de la mudanza. Jack se mantenía al margen de la operación; Cathy le había dicho que no estaba capacitado siquiera para supervisar, a pesar de su caja de herramientas, sin la cual ningún norteamericano se sentía suficientemente varonil y que se encontraba entre las primeras cosas que habían desempaquetado. Evidentemente, los mozos tenían sus propias herramientas y ellos también habían sido investigados por el SIS, por si algún agente del KGB intentaba colocar micrófonos en la casa.
—¿Dónde está el turista? —preguntó una voz con acento norteamericano desde el vestíbulo, y Ryan se dirigió a ver de quién se trataba.
—¡Dan! ¿Cómo diablos estás?
—Era un día aburrido en la oficina, de modo que Liz y yo hemos decidido acercarnos para ver cómo os iban las cosas.
Y efectivamente, tras el agregado jurídico se encontraba la reina de la belleza que era su esposa, la santa Liz de las esposas del FBI. La señora Murray se acercó a Cathy para darle un beso y un fraternal abrazo antes de que ambas se dirigieran al jardín. A Cathy le encantaban las rosas, pero a Jack eso le traía sin cuidado. Su padre había monopolizado los genes de jardinería en la familia Ryan y no le había transferido ninguno a su hijo.
—Tienes un aspecto terrible —dijo Murray mirando a su amigo.
—Un largo vuelo y un libro aburrido —explicó Jack.
—¿No has dormido durante el viaje? —preguntó Murray, sorprendido.
—¿En el avión?
—¿Tanto te molesta?
—Dan, en un barco, uno puede ver por dónde va, pero en un avión, no.
Murray soltó una carcajada.
—Más vale que te acostumbres, compañero. Vas a acumular muchos kilómetros de vuelo, entre viajes de ida y vuelta a Dulles.
—Supongo.
Curiosamente, Jack no se había planteado eso al aceptar aquel destino. Lástima, se había percatado demasiado tarde. Viajaría de ida y vuelta a Langley por lo menos una vez al mes; no era una perspectiva demasiado atractiva para alguien reticente a volar.
—¿Todo bien con el traslado? Puedes confiar en esos muchachos. Bas los utiliza desde hace más de veinte años y también son del agrado de mis amigos en Scotland Yard. La mitad de ellos son ex policías.
No tuvo que aclarar que los policías eran más fiables que los espías.
—¿No colocarán micrófonos en el baño? Estupendo —comentó Ryan.
En su corta experiencia hasta el momento, Ryan se había percatado de que la vida en el servicio de Inteligencia era algo diferente de la de profesor de historia en la Academia Naval. Probablemente habría micrófonos, pero conectados a la oficina de Basil…
—Lo sé, yo estoy en la misma situación. Pero tengo buenas noticias: me verás con mucha frecuencia, si no te importa, claro. Por lo menos tendré a alguien con quien tomar una cerveza.
Ryan asintió, cansado, e intentó sonreír.
—Es el deporte nacional. Se hacen más negocios en los bares que en el despacho. Es su versión del club de campo. —La cerveza no está mal.
—Mejor que el agua de borrajas que tomamos en Norteamérica. En este sentido soy un verdadero converso.
—Me han dicho en Langley que haces muchos trabajos de inteligencia para Emil Jacobs.
—Algunos —asintió Murray—. El caso es que lo hacemos mejor que muchos de vosotros en la CIA. El personal de Operaciones todavía no se ha recuperado desde 1977, ni creo que lo haga en algún tiempo.
—El almirante Greer también es del mismo parecer —reconoció Ryan—. Bob Ritter es bastante listo, tal vez demasiado si sabes a lo que me refiero, pero no cuenta con suficientes amigos en el Congreso para ampliar su imperio a su antojo.
Greer era el analista en jefe de la CIA y Ritter el subdirector de Operaciones. Con frecuencia discrepaban.
—No confían tanto en Ritter como en el subdirector de Inteligencia a causa del desastre con la Junta Eclesiástica hace diez años. Parece que el Senado siempre olvida quién dirigió esas operaciones. Canonizan al jefe y crucifican a los subordinados que intentaron seguir sus órdenes, aunque inadecuadamente. Maldita sea, eso fue una… —Murray buscaba un término que no encontraba—. Los alemanes lo llaman schweinerei. No existe una traducción literal, pero suena como lo que es.
—Sí, mejor que «cagada» —sonrió Jack.
El intento de la CIA de asesinar a Fidel Castro, dirigido desde la oficina del fiscal general en la época de Camelot, había sido propio del Pájaro Loco, con un toque de Los Tres Chiflados: políticos intentando imitar a James Bond, un personaje inventado por un espía británico fracasado. Las películas no eran como el mundo real, tal y como había descubierto Ryan, primero en Londres y luego en su propia sala de estar.
—Dime, Dan, ¿cómo son realmente?
—¿Te refieres a los británicos?
Murray condujo a Ryan al jardín. Los operarios de la mudanza habían sido investigados por el servicio secreto de Inteligencia, pero Murray pertenecía al FBI.
—Basil es excepcional. De ahí que haya durado tanto. Era brillante como espía de campo; fue el primero en sospechar de Philby, y no olvides que entonces Basil era un simple novato. Es un buen administrador y uno de los pensadores más ágiles que he conocido jamás. Los políticos de ambas tendencias lo aprecian y confían en él. Eso no es nada fácil. Más o menos como Hoover para nosotros en otra época, pero sin esa cuestión del culto a la personalidad. Me gusta, es un buen compañero de trabajo. Y tú le gustas mucho, Jack.
—¿Por qué? —preguntó Ryan—. No he hecho gran cosa.
—Bas tiene instinto para el talento. Cree que tienes lo que hace falta. Le encantó aquello que se te ocurrió el año pasado para descubrir filtraciones de seguridad, la trampa del canario, y no te perjudicó precisamente que rescataras al heredero de la corona. Vas a ser un chico popular en Century House. Si te portas de acuerdo con las expectativas, puede que tengas futuro en el mundo del espionaje.
—Estupendo —respondió Ryan sin estar plenamente convencido de que eso era lo que deseaba—. Dan, ¿has olvidado que soy un corredor de Bolsa convertido en profesor de historia?
—Jack, eso forma parte de tu pasado. Mira hacia adelante, ¿vale? ¿Acaso no es cierto que tuviste bastante éxito eligiendo valores en Merrill Lynch?
—Gané algo de dinero, sí —reconoció Ryan.
En realidad, había ganado mucho dinero y su cartera seguía creciendo. La gente no dejaba de enriquecerse en Wall Street.
—Pues aplica tu mente a algo realmente importante —sugirió Dan—. Lamento comunicártelo, Jack, pero no abundan los hombres inteligentes en los servicios secretos. Lo sé. Trabajo en ese campo. Está lleno de zánganos, hay mucha gente más o menos inteligente, pero muy pocas estrellas, amigo. Tú tienes todos los requisitos para ser una estrella. Así lo cree Jim Greer, al igual que Basil. Piensas más allá de los límites establecidos. Yo también lo hago. Esa es la razón por la que ya no persigo a atracadores de bancos en Riverside, Filadelfia. Pero nunca he ganado un millón de dólares en la Bolsa.
—Tener suerte no te convierte en un gran hombre, Dan. Maldita sea, el padre de Cathy, Joe, ha ganado mucho más de lo que yo ganaré en mi vida y, sin embargo, es un cabrón dogmático e insufrible.
—A pesar de lo cual has convertido a su hija en la esposa de un caballero honorario.
Jack sonrió tímidamente.
—Sí, supongo que tienes razón.
—Aquí eso te abrirá muchas puertas, Jack. A los británicos les gustan sus títulos —dijo antes de hacer una pausa—. ¿Qué te parece si os llevo a tomar una cerveza? Hay un bonito bar en la cima de la colina, el Gypsy Moth. Esto del traslado os volverá locos. Es casi peor que construir una casa.
Su despacho estaba situado en el primer sótano del Centro, como medida de seguridad que nunca se le había explicado, pero resultó que existía un equivalente exacto en el cuartel general del Enemigo Principal. Allí se denominaba Mercurio, mensajero de los dioses, un término muy apropiado si su país reconociera el concepto de Dios. Los mensajes pasaban por las manos de los codificadores y descifradores, llegaban a su despacho, entonces él examinaba el contenido y las palabras clave antes de mandarlos a los departamentos y funcionarios correspondientes, luego los recibía de vuelta y los canalizaba en dirección contraria. El tráfico se convirtió en algo rutinario: por la mañana generalmente de llegada, y por la tarde, de salida. La parte más engorrosa consistía evidentemente en descifrar los mensajes, ya que muchos de los agentes de campo utilizaban códigos individuales de un solo uso, cuyas matrices se guardaban en un conjunto de salas a su derecha. Los funcionarios del departamento transmitían y guardaban una gran variedad de secretos, desde la vida sexual de algunos diputados italianos hasta la jerarquía exacta de los objetivos nucleares norteamericanos.
Curiosamente, ninguno de ellos hablaba de lo que hacía o codificaba, tanto de entrada como de salida. Tenían una mentalidad bastante mecánica. No le habría sorprendido en absoluto que los contrataran pensando en dichos factores psicológicos. Era un organismo diseñado por genios, para operadores autómatas. Si alguien fuera capaz de construirlos, estaba seguro de que los utilizarían, porque se podía confiar en que las máquinas no se apartaran demasiado del camino previsto.
Pero las máquinas eran incapaces de pensar y, para su propio trabajo, era útil pensar y recordar con el fin de que funcionara el organismo, eso era imprescindible. Era el escudo y la espada del estado, que necesitaba ambas cosas. Y él era una especie de administrador de correo, que debía recordar el destino de los mensajes. No sabía todo lo que ocurría, pero sí mucho más que la mayoría del personal del edificio: nombres y lugares de las operaciones, y a menudo el objeto y la forma de la misión. Generalmente desconocía el verdadero nombre y el rostro de los agentes de campo, pero estaba al corriente de sus objetivos, el nombre en clave de los agentes y, en la mayoría de los casos, lo que dichos agentes aportaban.
Estaba en ese departamento desde hacía nueve años y medio. Había empezado en 1973, cuando acababa de licenciarse en Matemáticas en la universidad estatal de Moscú y un buscador de talentos del KGB detectó desde el primer momento que poseía un cerebro sumamente disciplinado. Jugaba particularmente bien al ajedrez y suponía que su extraordinaria memoria procedía del estudio de tantas partidas de los grandes maestros, con el fin de saber cuál debía ser su próximo movimiento en una situación determinada. En realidad había pensado en dedicarse plenamente al ajedrez, pero aunque había estudiado mucho, al parecer no era suficiente. Boris Spassky, también un joven jugador en aquella época, lo dejó fuera de la competición por seis partidas a cero, con dos empates desesperados, y ahí acabaron sus esperanzas de alcanzar fama, fortuna y… viajes. Suspiró en su escritorio. Viajes. Había estudiado también sus textos de geografía, y cuando cerraba los ojos, alcanzaba a ver las imágenes, sobre todo en blanco y negro, del gran canal de Venecia, Regent Street en Londres, la magnífica playa de Copacabana en Río de Janeiro y la ladera del monte Everest, que Hillary había escalado cuando él estaba aprendiendo a caminar. Todos esos lugares que nunca llegaría a ver. No él. No una persona con su nivel de acceso y acreditación. No, el KGB era muy cauteloso con semejantes personas. No confiaban en nadie; habían aprendido la lección a base de cometer errores. ¿Qué ocurría con su país, que tantos intentaban huir del mismo? Sin embargo, muchos millones de personas habían muerto luchando por la madre Rusia… Él se había librado del servicio militar gracias a sus conocimientos de matemáticas, a su maestría en el ajedrez y luego, suponía, debido a su ingreso en el número dos de la plaza Dzerzhinskiy. Al mismo tiempo se le concedió un bonito piso de setenta y cinco metros cuadrados, en un edificio de reciente construcción, así como el rango de capitán a las pocas semanas de su ingreso. Todo ello, en conjunto, no estaba nada mal. Es más, acababan de empezar a pagarle en rublos certificados, lo que le permitía comprar en las tiendas «cerradas» de artículos de consumo occidentales, con la gran ventaja de que en ellas había colas más cortas. Su esposa lo apreciaba. No tardaría en ser candidato a la nomenclatura, como un príncipe zarista secundario, para empezar a ascender por un escalafón y preguntarse hasta dónde podría llegar. Pero al contrario de los zares, él no estaba ahí por su sangre sino por méritos propios, y eso atraía a la virilidad del capitán Zaitzev.
Sí, se había ganado a pulso su posición y eso era importante. Esa era la razón por la que se le confiaban secretos, por ejemplo el del agente cuyo nombre en clave era Cassius, un norteamericano que vivía en Washington y que al parecer tenía acceso a valiosos secretos políticos muy apreciados por el personal del quinto piso y a menudo corroborados por los expertos del Instituto Americo-canadiense, que estudiaban los entresijos norteamericanos. Canadá no era excesivamente importante para el KGB, salvo por su participación en los sistemas de defensa aérea norteamericanos y porque a algunos de sus políticos más relevantes no les gustaba su poderoso vecino meridional, o al menos eso les contaba regularmente el agente residente en Ottawa a sus superiores. Zaitzev tenía sus dudas. Quizá a los polacos tampoco les gustara su vecino oriental, pero solían hacer lo que se les ordenaba, como lo había confirmado en su informe del mes anterior el agente residente en Varsovia con evidente regocijo y lo había descubierto para su pesar aquel exaltado sindicalista. El coronel Igor Alekseyevich Tomachevskiy lo había denominado «basura contrarrevolucionaria». Se consideraba al coronel una estrella ascendente, listo para recibir un destino en Occidente, adonde iban los que eran realmente buenos.
A cuatro kilómetros al otro lado de la ciudad, Ed Foley fue el primero en cruzar la puerta, seguido de su esposa, Mary Patricia, que caminaba detrás de él con Eddie de la mano. Aunque los jóvenes ojos azules del pequeño estaban completamente abiertos, llenos de curiosidad infantil, a sus cuatro años y medio, Eddie descubría que Moscú no era Disneylandia. El choque cultural estaba a punto de producir un impacto semejante al del martillo de Thor, pero sus padres confiaban en que se ampliaran los horizontes del pequeño. Y también los suyos.
—Caramba —exclamó Ed Foley después de echar una primera ojeada.
El inquilino anterior había sido un funcionario del consulado, que había procurado dejarlo todo limpio y aseado, indudablemente con la ayuda de personal doméstico ruso, suministrado por el gobierno soviético, que acostumbraba a distinguirse por su diligencia… para ambos amos. Ed y Mary Pat habían recibido instrucciones desde hacía varias semanas, o mejor dicho meses, antes de embarcar en el vuelo de Pan Am desde el JFK hasta Moscú.
—De modo que ésta es nuestra casa —observó Ed en un tono deliberadamente neutro.
—Bien venidos a Moscú —respondió Mike Barnes, también funcionario del consulado en vías de promoción, a quien esa semana correspondía recibir a los recién llegados—. El último ocupante fue Charlie Wooster. Un buen chico, de regreso ahora al Fondo Tenebroso, sumergido en el calor estival.
—¿Cómo son aquí los veranos? —preguntó Mary Pat.
—Más o menos como en Minneapolis —respondió Barnes. El calor no es excesivo, no hay demasiada humedad y en realidad los inviernos no son tan rigurosos; yo me crié en Minneapolis aclaró—. Evidentemente, es posible que el ejército alemán no esté de acuerdo, ni Napoleón tampoco, pero bueno, ¿ha dicho alguien alguna vez que Moscú deba ser como París?
—Sí, me han hablado de la vida nocturna —dijo Ed con una carcajada.
Claro que a él no le importaba. En París no necesitaban ningún sigiloso jefe de Operaciones y éste era el destino más importante y prestigioso que podrían haberle concedido. Había pensado que tal vez lo mandarían a Bulgaria, pero no a las entrañas de la propia bestia. A Bob Ritter debió de impresionarle realmente su estancia en Teherán. Gracias a Dios que Mary Pat dio a luz en aquel momento. Se perdieron el golpe en Irán por unas tres semanas. Tuvo un embarazo problemático y su médico insistió en que regresara a Nueva York para el parto. Los hijos eran realmente un regalo divino. Además, de ese modo el pequeño Eddie era también un neoyorquino, y Ed anhelaba que su hijo fuera un verdadero hincha de los Yankees & Rangers. Lo mejor de su destino actual, aparte del aspecto profesional, era que aquí en Moscú vería el mejor hockey sobre hielo del mundo. Al diablo con el ballet y las sinfonías. Esos cabrones sabían patinar. Lástima que los rusos no entendieran de béisbol. Probablemente era un deporte demasiado complicado para esos paletos, con tantos lanzamientos para elegir…
—No es muy grande —comentó Mary Pat, con la mirada en el cristal roto de una ventana.
Estaban en un sexto piso. Por lo menos el tráfico no los molestaría demasiado. El recinto, o gueto, de los extranjeros estaba amurallado y vigilado. Los rusos insistían en que era para su protección, pero los delitos callejeros contra extranjeros no suponían ningún problema en Moscú. La ley prohibía a los ciudadanos rusos poseer divisa extranjera y además no había ninguna forma fácil de gastarla. Por consiguiente, no aportaba ningún beneficio robar a un norteamericano o a un francés en la calle, que eran tan inconfundibles por su forma de vestir como un pavo real entre un montón de cuervos.
—¡Hola! —dijo una voz con acento inglés un momento antes de que apareciera el rostro rubicundo al que ésta pertenecía—. Somos vuestros vecinos: Nigel y Penny Haydock.
Haydock era alto y flaco, de unos cuarenta y cinco años, con el pelo prematuramente canoso y lampiño. Su esposa, más joven y atractiva de lo que probablemente se merecía su marido, apareció al cabo de un instante con una bandeja de bocadillos y vino blanco de bienvenida.
—Tú debes de ser Eddie —dijo la señora Haydock, que tenía una cabellera sumamente rubia.
Entonces fue cuando Ed Foley se percató de que llevaba un vestido de embarazada. A juzgar por su aspecto, estaba de unos seis meses. La información recibida había sido correcta en todos los detalles. Foley confiaba en la CIA, pero a base de cometer errores había aprendido a comprobarlo todo, desde los nombres de las personas que vivían en su mismo piso hasta el funcionamiento de los retretes. Especialmente en Moscú, pensó mientras se dirigía al baño. Nigel lo siguió.
—La fontanería es fiable, pero ruidosa. Nadie se queja explicó Haydock.
Ed Foley tiró de la cadena y, efectivamente, era ruidosa.
—Lo he arreglado yo mismo. Soy bastante manitas —agregó Haydock antes de bajar el tono de voz—. Vigila dónde hablas en este lugar, Ed. Hay micrófonos por todas partes, especialmente en los dormitorios. Al parecer, a los malditos rusos les gusta contar nuestros orgasmos. Penny y yo procuramos no decepcionarles —añadió con una sonrisa pícara.
En ciertas ciudades, uno debe crear su propia vida nocturna.
—¿Hace dos años que estáis aquí?
El agua del retrete parecía correr eternamente. Foley tuvo la tentación de levantar la tapa de la cisterna para comprobar si Haydock había sustituido los accesorios por otra cosa, pero decidió que no era necesario.
—Veintinueve meses. Faltan siete. Aquí hay mucha actividad. Estoy seguro de que te lo habrán contado, dondequiera que vayas tendrás un «amigo» cerca. Y no los subestimes. Los muchachos de la Segunda Directiva están muy bien entrenados… —El agua del retrete dejó de correr y Haydock cambió el tono de voz—. El grifo del agua caliente de la ducha es bastante fiable, pero vibra ruidosamente, como el de nuestro piso…
Abrió el grifo para hacer una demostración y, efectivamente, empezó a vibrar. Ed se preguntó si alguien habría aflojado el soporte de la pared. Probablemente, casi con toda seguridad, el manitas con el que hablaba.
—Perfecto.
—Como ves, tendrás muchas cosas que arreglar. ¡Dúchate con un amigo y ahorra agua! ¿No es eso lo que se dice en California?
Foley se rió por primera vez desde su llegada a Moscú.
—Sí, eso es lo que dicen respondió con la mirada fija en su interlocutor.
Le sorprendía que Haydock se hubiera presentado tan pronto, pero tal vez ser tan evidente era la característica inglesa a la inversa. El espionaje tenía toda clase de reglas y los rusos obedecían las normas. «Por consiguiente —le había dicho Bob Ritter—, olvida parte de la normativa. Mantente fiel a tu tapadera y compórtate como un norteamericano bobo e imprevisible, siempre que las circunstancias te lo permitan». También les había dicho que Nigel Haydock era alguien en quien podían confiar. Era hijo de otro agente del servicio de Inteligencia, a quien el propio Kim Philby había traicionado, uno de los desgraciados que se habían lanzado en paracaídas sobre Albania para caer en manos del KGB, que los estaba esperando. Nigel tenía entonces cinco años, los suficientes para no olvidar nunca lo que era perder a su padre a manos del enemigo. La motivación de Nigel era probablemente tan buena como la de Mary Pat y eso era excelente. Mejor que la suya, reconocería probablemente Ed Foley después de unas copas. Mary Pat detestaba a esos cabrones tanto como Nuestro Señor detesta el pecado. Haydock no era el jefe de la delegación, pero sí el encargado de Operaciones del servicio secreto de Inteligencia en Moscú, y eso era bastante importante. El director de la CIA, el juez Moore, confiaba en los británicos; después de lo de Philby, los había visto recorrer el servicio secreto con un lanzallamas que quemaba más que el cohete volador de James Angleton, y cauterizar todas las fugas posibles. A su vez, Foley confiaba en el juez Moore, como también lo hacía el presidente. Esa era la parte más absurda del espionaje: no se podía confiar en nadie, pero había que confiar en alguien.
—Bueno—pensó Foley mientras extendía la mano para comprobar el agua caliente—, nadie ha dicho que el espionaje debiera tener sentido; al igual que la metafísica clásica, es lo que es.
—¿Cuándo llegan vuestros muebles?
—El contenedor debe de estar ya en un camión en Leningrado. ¿Lo registrarán?
Haydock se encogió de hombros.
—Lo inspeccionan todo —respondió antes de bajar el tono de voz—. Nunca se sabe lo meticulosos que pueden ser, Edward. El KGB es una inmensa burocracia que uno no alcanza a comprender hasta que ve cómo funciona aquí. Por ejemplo, los micrófonos de tu piso, ¿cuántos de ellos funcionan? No son British Telecom, ni AT&T. Ésta es en realidad la maldición de este país, que nos beneficia a nosotros, aunque ni siquiera eso es fiable. Cuando alguien te sigue, nunca sabes si se trata de un experto o de algún imbécil que no es siquiera capaz de encontrar el camino del baño. Todos tienen el mismo aspecto y visten del mismo modo. En el fondo, igual que nosotros, pero su burocracia es tan extensa que existen más probabilidades de que proteja la incompetencia, o tal vez no. Dios sabe que en Century House tenemos nuestra porción de zánganos.
—En Langley lo llamamos la Dirección de Inteligencia —asintió Foley.
—En nuestro caso lo denominamos Palacio de Westminster —observó Haydock con su propio prejuicio predilecto—. Creo que ya hemos comprobado bastante la fontanería.
Foley cerró el grifo y ambos regresaron a la sala de estar, donde Penny y Mary Pat entablaban amistad.
—Bien, cariño, tenemos suficiente agua caliente.
—Me alegro —respondió Mary Pat antes de dirigirse de nuevo a su compañera—: ¿Dónde se va aquí de compras?
—Puedo acompañarte si quieres —sonrió Penny Haydock—. Algunas cosas especiales podemos pedirlas en una agencia de Helsinki, la calidad es excelente; cosas como zumos de fruta o conservas inglesas, francesas, alemanas, o incluso norteamericanas. Lo perecedero es de origen finlandés y generalmente de muy buena calidad, especialmente el cordero. ¿No te parece excelente el cordero, Nigel?
—Así es, tan bueno como el neozelandés —reconoció su esposo.
—El bistec deja un poco que desear —dijo Mike Barnes—, pero todas las semanas recibimos toneladas de carne de Omaha y la repartimos entre todos nuestros amigos.
—Es cierto —corroboró Nigel—. Vuestra carne de vaca acecinada es excelente. Me temo que todos nos hemos convertido en adictos.
—Benditas sean las fuerzas aéreas norteamericanas —prosiguió Barnes—. Transportan la carne a todas sus bases de la OTAN y nosotros estamos en su lista de distribución. Llega congelada, no tan buena como cuando se compra fresca en Delmonico's, pero está suficientemente rica para sentir nostalgia. Espero que hayáis traído una barbacoa. Solemos subirlas a la terraza superior del edificio para cocinar al aire libre. Importamos también el carbón vegetal. Parece que los rusos no lo entienden.
El piso no tenía balcones, tal vez para protegerlo del olor a gasoil que impregnaba toda la ciudad.
—¿Y para ir al trabajo? —preguntó Foley.
—Lo mejor es coger el metro. Es realmente estupendo —respondió Barnes.
—¿Y me quedaré yo con el coche? preguntó Mary Pat con una sonrisa esperanzadora.
Todo funcionaba exactamente según lo previsto. Era lo que se esperaba, pero cuando algo salía bien en aquel trabajo no dejaba de ser tan sorprendente como acertar con el regalo de Navidad. Uno siempre esperaba que Papá Noel hubiera recibido la carta, pero nunca podía estar seguro de ello.
—Te conviene aprender a conducir en esta ciudad —dijo Barnes—. Por lo menos tenéis un bonito coche.
El inquilino anterior del piso les había dejado un Mercedes 280 blanco realmente bonito. A decir verdad, incluso era demasiado bonito con sólo cuatro años. Tampoco es que hubiera demasiados coches en Moscú y por su matrícula era evidente que pertenecía a un diplomático norteamericano, por consiguiente de fácil identificación para la policía de tráfico y para el vehículo del KGB que lo seguiría a casi todas partes. Una vez más, era lo inverso de la reserva inglesa. Mary Pat tendría que aprender a conducir como un residente de Indianápolis en su primer viaje a Nueva York.
—Las calles son anchas y hermosas —declaró Barnes—, y hay una gasolinera a sólo tres manzanas de aquí, en esa dirección —señaló—. Es enorme; a los rusos les gustan grandes.
—Estupendo —respondió Mary Pat para complacer a Barnes, adoptando ya su papel de rubia atractiva y superficial.
En todo el mundo se suponía que las mujeres atractivas, y especialmente las rubias, eran tontas. En cualquier caso, era mucho más fácil fingirse estúpido que ser inteligente, salvo para los actores de Hollywood.
—¿Cómo nos las arreglamos para el mantenimiento del coche? preguntó Ed.
Es un Mercedes; no suelen estropearse —aseguró Barnes—. En la embajada alemana hay un individuo que es capaz de reparar cualquier avería. Mantenemos relaciones cordiales con nuestros aliados de la OTAN. ¿Os gusta el fútbol europeo?
—Es un juego de niñas —respondió inmediatamente Ed Foley.
—Eso es bastante grosero por tu parte —replicó Nigel Haydock.
—Yo me quedo con el fútbol americano repuso Foley.
—Es un juego tonto e incivilizado, lleno de violencia y reuniones de jugadores —refunfuñó el británico.
Foley sonrió.
—Comamos un poco.
Todos se sentaron. Los muebles provisionales, que parecían de un motel anónimo de Alabama, eran adecuados. Se podía dormir en la cama y el insecticida probablemente había eliminado todos los insectos. Probablemente…
Los bocadillos no estaban mal. Mary Pat fue a por unos vasos y abrió los grifos…
—No es recomendable, señora Foley —aconsejó Nigel—. A algunas personas esa agua les produce trastornos intestinales…
—No lo sabía. Por cierto, Nigel, mi nombre es Mary Pat.
—Bien, Mary Pat —dijo Nigel ahora que habían sido debidamente presentados—, nosotros preferimos beber agua embotellada. El agua del grifo está bien para el baño, o hervida para el té o el café. Todavía es peor en Leningrado. Según dicen, la población local está más o menos inmunizada, pero a los extranjeros puede causarnos trastornos graves.
—¿Qué me dices de las escuelas? —se interesó Mary Pat, preocupada por el tema.
—La escuela angloamericana cuida bien de los niños —aseguró Penny Haydock—. Yo trabajo allí a tiempo parcial. Y su programa académico es excelente.
—Eddie ya ha empezado a leer, ¿no es verdad, cariño? —declaró su padre, orgulloso.
—Sólo Peter Rabbit y cosas por el estilo, pero no está mal para tener cuatro años —confirmó la madre, igualmente satisfecha.
Por su parte, Eddie había encontrado la bandeja de los bocadillos y masticaba algo. No era su embutido predilecto, pero cuando un niño tiene hambre no se anda con remilgos. También había cuatro grandes tarros de mantequilla de cacahuete Skippy's Super Chunk, guardados en lugar seguro. Sus padres suponían que podrían encontrar mermelada de uva en cualquier parte, pero probablemente no Skippy. El pan local era aceptable, según decían todos, aunque no era exactamente el Wonder Bread al que estaban acostumbrados los niños norteamericanos. Mary Pat tenía una máquina de pan que ahora se encontraba en el contenedor con el resto de sus muebles, actualmente en un camión o un tren entre Moscú y Leningrado. Como buena cocinera, era capaz de elaborar un pan excelente y esperaba que eso le sirviera para introducirse en la sociedad de la embajada.
No muy lejos de donde se encontraban, una carta cambió de manos. El portador era de Varsovia y el remitente su gobierno, o mejor dicho, un organismo de su gobierno, e iba dirigida a un organismo del gobierno receptor. Al mensajero no le agradaba en absoluto su misión. A pesar de que era comunista, como debía de serlo para que le confiaran semejante misión, también era polaco, al igual que el sujeto del mensaje y de la misión. Y en eso radicaba el problema.
El mensaje era en realidad una fotocopia del original, entregado en mano a un importante despacho de Varsovia hacía sólo tres días.
El mensajero, un coronel del servicio de Inteligencia de su país, era conocido personal del destinatario, aunque no especialmente por su afecto. Los rusos utilizaban a sus vecinos occidentales para numerosas tareas. Los polacos tenían mucho talento para llevar a cabo operaciones de inteligencia por la misma razón que los israelíes: estaban rodeados de enemigos. Al oeste estaba Alemania y al este la Unión Soviética. Las lamentables circunstancias con ambos países habían inducido a los polacos a utilizar sus hombres más capacitados e inteligentes en el servicio de espionaje.
El destinatario lo sabía perfectamente. En realidad, conocía palabra por palabra el contenido del mensaje. Lo había descubierto el día anterior. Pero tampoco le sorprendía el retraso. El gobierno polaco se había tomado un día para considerar el contenido y su importancia antes de remitirlo y el destinatario no se sentía ofendido. Todos los gobiernos del mundo se tomaban por lo menos un día para analizar ese tipo de cosas. Titubear formaba parte de la naturaleza de hombres en posición de autoridad, a pesar de ser conscientes de que el retraso no era más que una pérdida de tiempo y de energía. Ni siquiera los marxistas-leninistas podían alterar la naturaleza humana. Era triste, pero cierto. El nuevo hombre soviético, al igual que el nuevo hombre polaco, a fin de cuentas seguía siendo un ser humano.
El ballet que interpretaban ahora era tan ligero como cualquiera de los representados por la compañía Kirov en Leningrado. El destinatario incluso creía oír la música. En realidad prefería el jazz occidental a la música clásica, pero en cualquier caso, la música del ballet no era más que el aliño, el medio que indicaba a los bailarines cuándo debían saltar juntos como hermosos perros amaestrados. Las bailarinas eran demasiado delgadas para el gusto ruso, pero las mujeres de verdad pesaban demasiado para que aquellos mariquitas a los que llamaban hombres pudieran levantarlas.
¿Por qué vagaba su mente? Volvió a sentarse y apoyó lentamente la espalda en el respaldo de cuero de su butaca mientras abría la carta. Estaba escrita en polaco, que él no hablaba ni leía, pero iba acompañada de una traducción literal al ruso. Evidentemente ordenaría que la examinaran sus propios traductores, así como dos o tres psiquiatras que valorarían el estado mental del autor y redactarían su propio análisis de varias páginas, que él debería leer a pesar de la pérdida de tiempo que eso supondría. Luego tendría que redactar un informe con sus conclusiones para sus superiores políticos, o mejor dicho, sus pares, con el fin de que ellos a su vez pudieran perder el tiempo examinando el mensaje y valorando su importancia antes de considerar qué hacer al respecto.
El director se preguntó si aquel coronel polaco se percataba de lo fácil que resultaba para sus propios jefes políticos. A fin de cuentas, lo único que debían hacer era transmitirlo a sus propios amos políticos para que se ocuparan del asunto, pasando el mensaje por el escalafón de responsabilidad como lo hacen todos los funcionarios gubernamentales, independientemente del lugar y de su filosofía. Los vasallos eran vasallos en el mundo entero.
—Camarada coronel —dijo el director después de levantar la mirada—, gracias por traerme esto. Transmita, por favor, mis saludos y mis respetos a su comandante. Puede retirarse.
El coronel dio un taconazo, saludó al curioso estilo polaco, dio media vuelta como si estuviera en un desfile y se dirigió a la puerta.
Yuri Andrópov observó cómo se cerraba la puerta antes de dirigir de nuevo su atención al mensaje y a la traducción adjunta.
—De modo que nos amenazas, ¿eh, Karol? —Chasqueó la lengua y meneó la cabeza, antes de proseguir tan sosegadamente como antes—. Eres valiente, pero tu juicio necesita un ajuste, camarada clérigo.
Levantó de nuevo la mirada y reflexionó. Los cuadros habituales colgaban de las paredes, como en cualquier otro despacho, para evitar la insipidez de la estancia. Dos eran óleos de maestros del Renacimiento, tomados prestados de la colección de algún zar o aristócrata del pasado. El tercero era un retrato de Lenin, en realidad bastante bueno, con su pálida complexión y su frente abovedada conocidas por millones de personas en el mundo entero. Cerca del mismo colgaba una fotografía en color elegantemente enmarcada de Leonid Brézhnev, actual secretario general del partido comunista de la Unión Soviética. La foto mentía: era el retrato de un joven vigoroso, en lugar del viejo y decrépito que encabezaba ahora la mesa del Politburó. Evidentemente, todo el mundo envejecía, pero en la mayoría de los lugares los ancianos abandonaban sus cargos para convertirse en honorables jubilados. Aunque no en este país —pensó Andrópov antes de prestar de nuevo atención a la carta—. Ni ese hombre. Su cargo era también vitalicio.
Sin embargo, amenazaba con cambiar esa parte de la ecuación, pensó el director de la Junta de Seguridad Nacional. Y ahí radicaba el peligro.
¿Peligro?
Las consecuencias eran desconocidas y eso en sí era suficientemente peligroso. Sus colegas del Politburó, ancianos, cautelosos y asustados, lo verían del mismo modo.
Por consiguiente, no bastaba con informar del peligro, sino que debía presentar los medios para atajarlo con eficacia.
Los retratos que deberían haber colgado ahora de sus paredes eran los de dos hombres que habían caído casi en el olvido. Uno de ellos era Félix de Hierro, el propio Dzerzhinskiy, fundador de la Cheka, precursora del KGB. El otro era Iosif Visariónovich Stalin, que en otra época había planteado una cuestión significativa para la situación específica a la que se enfrentaba Andrópov. Había ocurrido en 1944 y ahora era quizá todavía más significativa.
Bueno, eso habría que verlo, y sería él, el propio Andrópov, quien debería tomar dicha determinación. Todas las personas podían desaparecer. La idea debería haberle sorprendido cuando surgió en su mente, pero no lo hizo. Aquel edificio, construido hacía ochenta años como palaciega oficina central de la compañía de seguros Rossiya, había presenciado muchas cosas semejantes y sus ocupantes habían dado órdenes que habían provocado muchísimas muertes adicionales. Solían llevar a cabo ejecuciones en el sótano. Eso había terminado hacía tan sólo unos pocos años, a raíz de la ampliación del KGB hasta ocupar la totalidad de aquella enorme estructura, además de otra semejante en la carretera de circunvalación interior de la ciudad, pero los miembros del equipo de limpieza hablaban a veces de fantasmas que se manifestaban en noches tranquilas, asustando a las viejas limpiadoras con sus cubos, sus escobas y sus pelos de bruja. El gobierno de aquel país no creía en los espíritus ni en los fantasmas, como tampoco en el alma inmortal del hombre, pero erradicar la superstición de los simples campesinos era una labor mucho más ardua que obligar a los intelectuales a sumergirse en los voluminosos escritos de Vladimir Ilich Lenin, Karl Marx o Friedrich Engels, por no mencionar la ampulosa prosa atribuida a Stalin (pero en realidad escrita por un equipo de hombres asustados y aún peor debido a ello), que afortunadamente ya no era muy popular, excepto entre los estudiosos más masoquistas.
No, se dijo Yuri Vladimirovich, hacer creer a la gente en el marxismo no era excesivamente difícil. Para empezar se lo inculcaban en la escuela primaria y en los Jóvenes Pioneros, luego en los institutos, los Komsomolets y la Liga de Jóvenes Comunistas, donde los más listos se convertían en miembros del partido de pleno derecho, con su documento de identidad «junto al corazón», en el bolsillo de sus camisas.
Así aprendían. Los miembros políticamente conscientes profesaban sus creencias en las reuniones del partido, porque debían hacerlo para progresar. Asimismo, los cortesanos inteligentes en el Egipto faraónico se postraban y ocultaban la mirada del rostro resplandeciente que podía cegarles; elevaban las manos al faraón, al dios viviente, porque en él radicaban el poder personal y la prosperidad, y obedientemente postrados, negados sus sentidos y su sensibilidad, lograban progresar. Lo mismo ocurría aquí. ¿Habían transcurrido cinco mil años? Podría consultarlo en un libro de historia. En la Unión Soviética había algunos de los historiadores medievalistas más destacados del mundo, e indudablemente también especialistas en historia antigua, porque ésa era una área del saber en la que la política no importaba demasiado. Los hechos del Antiguo Egipto estaban demasiado alejados de la realidad contemporánea para afectar las especulaciones filosóficas de Marx, o las interminables divagaciones de Lenin. Algunos excelentes intelectuales se especializaban en dicho campo, pero una gran mayoría se dedicaba a la ciencia, porque la ciencia es puramente ciencia y el átomo de hidrógeno es apolítico. No así la agricultura, ni la fabricación. Por consiguiente, los más listos se mantenían alejados de dichas áreas para dedicarse en su lugar a los estudios políticos, donde cabía encontrar el éxito. Era tan innecesario creer en ello como en que Ramsés II era hijo del dios sol, o de cualquier otro dios. En su lugar, según el parecer de Yuri Vladimirovich, los cortesanos veían que Ramsés tenía numerosas esposas y una abundante prole, lo cual en su conjunto no parecía una mala vida para un hombre. Gozaban del equivalente clásico de una casa de campo en las colinas de Lenin y de vacaciones veraniegas en las playas de Sochi. ¿Había cambiado realmente el mundo? Probablemente no, decidió el director del Comité de Seguridad Nacional. Y su trabajo consistía en gran parte en evitar los cambios.
¿Y no era cierto que esa carta implicaba un cambio? Aquella misiva suponía una amenaza y tal vez debería hacer algo al respecto, es decir, hacer algo en relación a su autor.
Había sucedido antes y decidió que podía ocurrir de nuevo. Andrópov no viviría lo suficiente para saber que lo que se proponía activaría el deceso de su propio país.