CAPÍTULO NUEVE: ESPÍRITUS

Hasta el momento, Ryan no había logrado coger el mismo tren que su esposa para volver a su casa y regresaba siempre después que ella. Cuando llegara a casa, podría plantearse trabajar un poco en su libro sobre Halsey. Había realizado ya aproximadamente un setenta por ciento del trabajo, documentándose concienzudamente. Ahora sólo debía redactar el texto. Lo que la gente no parecía comprender era que ésa era la parte dura, mientras que la investigación se limitaba a localizar y registrar hechos. Lo difícil era lograr que los hechos parecieran encajar en una historia coherente, porque las vidas humanas nunca lo eran, especialmente la de un guerrero bebedor como William Frederick Halsey hijo. Escribir una biografía era más que nada un ejercicio de psiquiatría no profesional. Se utilizaban los incidentes ocurridos a lo largo de su vida, en edades y niveles educativos seleccionados al azar, pero uno no podía llegar nunca a conocer los pequeños recuerdos clave que configuraban una vida, como aquella pelea en el patio de la escuela primaria, o la reprimenda de su tía Helen, la solterona, que le había quedado grabada en la mente para el resto de su vida, porque los hombres raramente revelaban ese tipo de cosas a los demás. Ryan tenía esa clase de recuerdos y algunos aparecían y desaparecían de su mente consciente a intervalos aparentemente azarosos, como cuando emergía en su memoria el recuerdo de la hermana Frances Mary, tutora de segundo grado en la escuela de Saint Matthew, y se sentía como si tuviera de nuevo siete años. Un experto biógrafo parecía tener la habilidad de estimular ese tipo de cosas, aunque a veces lo que hacía era inventar, aplicar sus propias experiencias personales a la vida de otro y eso era… ficción, que no era lo que se suponía que debía ser la historia.

Tampoco debía serlo un artículo en el periódico, pero Ryan subía por experiencia propia que muchas de las supuestas «noticias» eran producto de la imaginación de su autor. Pero nadie había dicho que escribir una biografía tuviera que ser fácil. Su primer libro, Agudas condenadas, retrospectivamente había sido un proyecto mucho más fácil. Bill Halsey, almirante de la flota de la armada estadounidense, le había fascinado desde que de niño había leído su autobiografía. El almirante había comandado las fuerzas navales en batalla y, si bien esto le había parecido emocionante a los diez años de edad, le resultaba absolutamente espantoso a los treinta y dos, porque ahora comprendía los aspectos de los que Halsey no hablaba en detalle, las incógnitas, el hecho de tener que confiar en información secreta sin saber realmente de dónde procedía, cómo se había obtenido, analizado y procesado, cómo había llegado hasta él, o si el enemigo la habría interceptado. Ahora Ryan formaba parte de ese proceso y poner su vida en juego según los resultados de su propio trabajo era aterrador, pero no tanto como jugarse la de otros a quienes con toda probabilidad ni siquiera conocía.

A medida que el verde paisaje inglés se deslizaba al otro lado de la ventana, recordó una broma de su época en los marines: el lema de los servicios de Inteligencia es «apostamos tu vida». En eso consistía ahora su trabajo: apostaba la vida de los demás.

En teoría, podía encontrarse incluso con una valoración de inteligencia que pusiera en peligro el destino de su país. Uno debía estar doblemente seguro de sí mismo y de la información que poseía…

¿Pero era posible estar siempre seguro? Había criticado muchas valoraciones oficiales que había examinado en Langley, pero siempre era mucho más fácil censurar el trabajo de los demás que hacer algo mejor uno mismo. Su libro sobre Halsey, titulado provisionalmente Marino luchador, sacudiría deliberadamente algunas creencias convencionales. Ryan creía que las ideas tradicionales en ciertas áreas no sólo eran incorrectas, sino que de ninguna manera podían ser ciertas. Halsey había actuado correctamente en algunos casos, en los que se le había acusado retrospectivamente de haberse equivocado. Y eso era injusto. A Halsey sólo se lo podía considerar responsable de sus actos, según la información que obraba entonces en su poder. Lo contrario equivalía a condenar a los médicos por no ser capaces de curar el cáncer. Eran personas inteligentes que lo hacían lo mejor que sabían, pero había ciertas cosas que todavía desconocían y que se esforzaban por descubrir, pero la adquisición de conocimientos era lenta entonces y Ryan consideraba que seguía siéndolo ahora. Como siempre. Y Bill Halsey sólo podía conocer la información que le facilitaban, o lo que un hombre razonablemente inteligente fuera capaz de deducir de la misma, dada su prolongada experiencia y sus conocimientos de la psicología del enemigo. E incluso entonces, es evidente que el enemigo no cooperaba voluntariamente en su propia destrucción.

Ése es realmente mi trabajo, pensó Ryan con la mirada perdida: La búsqueda de la verdad, pero no sólo eso. Debía reproducir para sus propios amos el proceso mental de otros, explicárselo a sus superiores con el propósito de que llegaran a comprender mejor a sus adversarios. Hacía de psiquiatra sin serlo. En cierto modo era divertido, aunque no tanto cuando se consideraba la magnitud de dicha labor y sus potenciales consecuencias en caso de que fracasara, lo cual se resumía en dos palabras: personas muertas. En la academia elemental de los marines, en Quantico, se lo habían repetido una y mil veces. Si uno metía la pata al mando de su pelotón, algunos de los marines no volverían a ver a su madre o a su esposa y eso supondría una pesada carga en su conciencia para el resto de su vida. En la profesión de las armas se pagaba un alto precio por los errores. Ryan no había servido el tiempo suficiente para aprender esa lección por sí mismo, pero le asustaba en las noches tranquilas, mientras sentía el cabeceo del barco que cruzaba el Atlántico. Se lo había comentado al sargento Tate, pero el artillero, que entonces era un hombre «mayor» de treinta y cuatro años, se limitó a responderle que recordara su entrenamiento, confiara en sus instintos y reflexionara antes de actuar si el tiempo lo permitía, advirtiéndole también que el tiempo era un lujo del que no siempre se disponía. Y le recomendó a su joven jefe que no se preocupara, porque parecía bastante listo para ser un alférez. No era fácil conseguir el respeto de un sargento artillero de los marines.

De modo que era suficientemente listo para hacer buenas valoraciones de inteligencia y tenía el valor necesario para firmarlas, pero debía asegurarse de que eran correctas antes de mandarlas, porque ponía en juego la vida de otras personas…

El tren redujo la velocidad hasta detenerse. Subió por la escalera y vio varios taxis en la puerta. Supuso que conocían de memoria el horario del ferrocarril.

—Buenas tardes, sir John —dijo Ed Beaverton, el mismo que lo había llevado por la mañana.

—Hola, Ed —respondió Ryan al tiempo que se sentaba inusualmente junto al conductor, donde había más espacio para las piernas. En realidad me llamo Jack.

—No puedo llamarlo así —objetó Beaverton—. Usted es un caballero.

—Sólo honorario, no de verdad. No poseo ninguna espada. Bueno, sólo el sable de los marines, que está en mi casa, en Estados Unidos.

—Y usted era teniente, mientras que yo era sólo cabo.

—Y saltaba de los aviones. Maldita sea, Eddie, yo nunca he hecho nada tan estúpido.

—Sólo lo hice veintiocho veces. Nunca me rompí nada —declaró el taxista mientras enfilaba una cuesta.

—¿Ni siquiera un tobillo?

—Sólo un par de esguinces; las botas ayudan mucho —explicó el conductor.

—Todavía no he aprendido a que me guste volar y no tengo la menor intención de saltar de un avión.

Jack estaba seguro de que nunca se habría alistado en las fuerzas de reconocimiento. Esos marines estaban un poco locos. Había aprendido de la manera más difícil que volar en helicóptero sobre la playa ya era suficientemente aterrador. Todavía tenía pesadillas, esa sensación repentina de que se caía y veía el suelo que se acercaba velozmente, pero siempre se despertaba un momento antes del impacto, generalmente incorporado en la cama y escudriñando la oscuridad de la habitación para asegurarse de que no estaba en aquel CH-46 con el rotor de popa averiado, precipitándose sobre las rocas de Creta. Fue un milagro que él y muchos de sus marines no perecieran. Pero él fue el único que resultó malherido; el resto del pelotón escapó, en el peor de los casos, con algún esguince.

¿Por qué diablos estás pensando en eso?, se preguntó a sí mismo. Habían transcurrido más de ocho años.

Acababan de llegar frente a su casa, en Grizedale Close.

—Hemos llegado, señor.

Ryan le pago y le dio una generosa propina.

—Me llamo Jack, Eddie.

—Sí, señor. Lo veré por la mañana.

—De acuerdo.

Ryan se alejó, consciente de que nunca ganaría aquella batalla. La puerta principal estaba abierta, a la espera de su llegada. Lo primero que hizo fue quitarse la corbata, de camino a la cocina.

—¡Papá! —exclamó Sally corriendo hacia él.

—¿Cómo está mi niña? —dijo Jack después de levantarla en brazos.

—Muy bien.

Cathy estaba frente a la cocina, preparando la cena. Jack dejó a Sally en el suelo y se acercó a su esposa para darle un beso.

—¿Cómo te las arreglas para llegar siempre a casa antes que yo? En nuestro país solía ocurrir lo contrario.

—Los sindicatos —respondió Cathy. Aquí todo el mundo deja de trabajar a la «hora exacta» y eso es bastante temprano, no como en el Hopkins.

No se molestó en agregar que allí prácticamente todo el personal profesional trabajaba hasta muy tarde.

—Debe de ser agradable hacer horario de banquero.

—Ni siquiera mi padre abandona el despacho tan temprano, pero aquí todo el mundo lo hace. Y la hora del almuerzo es una hora entera, la mitad de la cual se pasa fuera del hospital. Pero así la comida sabe mejor —reconoció.

—¿Qué hay para cenar?

—Espaguetis.

Jack vio que la olla estaba llena de su salsa especial y, al volver la cabeza, vio una barra de pan francés sobre la mesa.

—¿Dónde está el pequeñajo?

—En la sala.

—Bien —respondió Ryan de camino a su encuentro.

El pequeño Jack estaba en su cuna. Había aprendido a sentarse un poco antes de tiempo, pero a su papá no le importaba. Tenía una colección de juguetes a su alrededor, todos los cuales pasaban por su boca. Levantó la cabeza para mirar a su padre y le brindó una sonrisa desdentada. Evidentemente, eso merecía levantarlo en brazos y Jack lo complació. Su pañal parecía seco y fresco. Con toda seguridad, la señorita Margaret se lo había cambiado antes de marcharse, como siempre, antes de que Jack regresara de la oficina. Aquella muchacha trabajaba bastante bien. Sally se llevaba bien con ella y eso era lo más importante. Dejó a su hijo de nuevo en la cuna y el pequeño volvió a jugar con su sonajero de plástico y a mirar la televisión, especialmente los anuncios. Jack se dirigió al dormitorio para ponerse una ropa más cómoda y regresar luego a la cocina. Y en ese momento sonó el timbre de la puerta. Jack fue a abrir.

—¿Doctor Ryan? —preguntó un individuo de su misma altura y porte, con traje y corbata y una gran caja en las manos, con acento norteamericano.

—Sí.

—Aquí tengo su unidad especial de telecomunicaciones, señor. Trabajo en comunicaciones en la embajada —explicó—. El señor Murray me ha ordenado que se la entregara.

La caja era un cubo de cartón de unos setenta y cinco centímetros de lado, lisa y sin estampado alguno. Ryan lo invitó a entrar y lo condujo directamente a su estudio. Tardaron unos tres minutos en sacar el voluminoso teléfono de la caja y lo colocaron junto al Apple de Jack.

—¿Pertenece usted a la NSA? —preguntó Jack.

—Sí, señor. Civil. Estaba en el E-5, el servicio de seguridad del ejército. Lo dejé y me subieron el sueldo como civil. Estoy aquí desde hace dos años. De todos modos, aquí tiene su clave de codificación —dijo al tiempo que le entregaba una llave de plástico. ¿Sabe cómo funciona?

—Sí, por supuesto —asintió Ryan. Tengo uno en mi despacho.

—Entonces ya conoce usted las normas. En caso de avería debe llamarme a mí —le indicó al tiempo que le entregaba una tarjeta de visita—, y nadie más que yo, o alguien de mi personal, está autorizado a mirar en su interior. Si eso ocurriera, evidentemente se autodestruiría. No provocará un incendio ni nada por el estilo, pero sí mal olor debido al plástico. Bueno, eso es todo —agregó mientras rompía la caja.

—¿Le apetece una coca-cola o algo por el estilo?

—No, gracias. Debo regresar a mi casa.

Dicho esto, el experto en comunicaciones se dirigió a su coche.

—¿Qué es eso, Jack? —preguntó Cathy desde la cocina.

—Mi teléfono de seguridad —explicó él de regreso junto a su esposa.

—¿Para qué lo quieres?

—Para poder llamar a mi jefe.

—¿No puedes hacerlo desde la oficina?

—Está la cuestión de la diferencia horaria y, bueno, también hay cosas de las que no puedo hablar en el despacho.

—Lo propio de un agente secreto —refunfuñó Cathy.

—Eso es.

Al igual que la pistola que guardaba en el armario. Cathy toleraba con cierta ecuanimidad la presencia de su escopeta Remington, que utilizaba para cazar, porque uno podía cocinar y comerse la caza y, además, estaba descargada. Pero se sentía más incómoda con la pistola. Por consiguiente, como pareja civilizada que eran, no hablaban de ello, siempre y cuando el arma estuviera fuera del alcance de Sally, y la niña sabía que el armario de su padre le estaba vedado. Ryan se había apegado a su automática Browning Hi-Power de nueve milímetros, cargada con catorce balas Federal de punta hueca, con dos cargadores de repuesto, su mira de tritio y la empuñadura personalizada. Si algún día volvía a necesitar una pistola, utilizaría ésta. Eso le hizo recordar que necesitaba encontrar un lugar donde practicar el tiro. Quizá en la base cercana de la Armada Real hubiera un polígono. Seguramente, sir Basil podría hacer una llamada y organizarlo. Como caballero honorario, no poseía una espada, pero la pistola era su equivalente moderno y en alguna ocasión también podía ser útil.

Aunque también podía serlo un sacacorchos.

—¿Chianti? —preguntó Ryan.

—De acuerdo. No tengo nada programado para mañana —respondió Cathy después de volver la cabeza.

—Cathy, nunca he comprendido lo que una o dos copas de vino esta noche pueden tener que ver con la cirugía de mañana, para lo que faltan diez o doce horas.

—Jack, no se mezcla el alcohol con la cirugía, ¿entendido? —explicó ella pacientemente. Uno no bebe si ha de conducir. Ni tampoco bebe si ha de cortar. Nunca. Jamás.

—Sí, doctora. ¿De modo que mañana te limitarás a extender recetas para gafas?

—Bueno, será un día sencillo. ¿Y tú?

Nada importante. Otro día, la misma mierda.

—No sé cómo lo soportas.

—Bueno, es mierda secreta interesante y hay que ser espía para entenderlo.

—Bien —dijo mientras vertía la salsa de los espaguetis en una fuente—. Listo.

—Todavía no he descorchado la botella.

—Date prisa.

—Sí, profesora Ryan —respondió Jack al tiempo que colocaba la fuente de salsa sobre la mesa y descorchaba a continuación la botella de Chianti.

Sally era demasiado mayor para una silla alta, pero necesitaba todavía un cojín grueso que llevaba consigo. Iban a comer «paguetis», por lo que su padre le anudó la servilleta al cuello. Probablemente, al terminar de cenar, tendría salsa hasta en las bragas, pero así la pequeña aprendía a utilizar la servilleta y Cathy consideraba que eso era importante. A continuación Ryan sirvió el vino. Sally no pidió que le sirvieran una copa. En una ocasión, su padre le había permitido probarlo, a pesar de las objeciones de su esposa, y no se había repetido la experiencia. Le sirvieron coca-cola.

Svetlana se había quedado por fin dormida. Le gustaba permanecer despierta mientras el cuerpo aguantara, todas las noches lo mismo, o eso parecía, hasta que por fin sucumbía al sueño. Su padre vio que dormía con una sonrisa, como un angelito de los que decoraban las catedrales italianas en los libros de viajes que solía leer. La televisión estaba encendida. Parecía una película de la segunda guerra mundial. Todas eran iguales. Los alemanes atacaban siempre con crueldad, excepto alguna que otra vez, que aparecía algún personaje alemán con algo de compasión, por regla general un comunista alemán como se descubría a lo largo de la historia, desgarrado por las lealtades conflictivas a su clase social, evidentemente obrera, y a su país. Los soviéticos por su parte resistían con valentía, perdiendo muchos hombres intrépidos hasta que cambiaba la marea, generalmente a las puertas de Moscú en diciembre de 1941, en enero de 1943 en Stalingrado, o en el Kursk Bulge durante el verano de 1943. Siempre había un heroico oficial político, un soldado valeroso, un sargento sensato ya maduro y un joven oficial muy inteligente. Completaba el cuadro un general entrecano que lloraba a solas y en silencio por sus hombres, pero luego conseguía controlar sus sentimientos y cumplía con su misión. Había unas cinco fórmulas diferentes, todas variaciones del mismo tema y en realidad la única diferencia consistía en que Stalin apareciera como dirigente sabio y casi divino, o en que no se lo mencionara en absoluto. Eso dependía de la época en que se hubiera hecho la película. Stalin había pasado de moda en la industria cinematográfica soviética en torno a 1956, poco después de que Nikita Sergueievich Jruschov pronunciara su famoso discurso, entonces secreto, revelando lo monstruoso que había sido Stalin, algo con lo que los ciudadanos soviéticos todavía tenían problemas, especialmente los taxistas, o al menos eso parecía. La verdad en ese país era una cualidad poco común y casi siempre difícil de digerir.

Pero Zaitzev ahora no miraba la película. Oleg Ivanovich saboreaba su vodka, con los ojos fijos en la pantalla, pero sin verla. Le asombraba el enorme salto que había dado aquella tarde en el metro. En su momento había sido casi un juego, como un niño que gasta una broma: meterle la mano en el bolsillo al norteamericano como un carterista sólo para comprobar si era capaz de hacerlo. Nadie lo había visto. Había sido listo y cuidadoso, y ni siquiera el norteamericano se había percatado de ello, porque, de lo contrario, habría reaccionado.

Había demostrado que era capaz de hacerlo… ¿De hacer qué?, se preguntaba Oleg Ivan'ch con sorprendente intensidad.

¿Qué diablos había hecho en el vagón del metro? ¿En qué estaba pensando? En realidad no pensaba en nada. Sencillamente había sido una especie de impulso insensato…

Meneó la cabeza y tomó otro trago. Era un hombre inteligente. Licenciado universitario. Excelente jugador de ajedrez. Tenía un trabajo que exigía el nivel más alto de seguridad, bien pagado y que lo colocaba en el nivel inferior de ingreso en la nomenclatura. Era un personaje de cierta importancia, aunque no excesiva. El KGB le brindaba acceso a mucha información, confiaba en él… pero…

¿Pero qué?, se preguntó a sí mismo. ¿Qué venía después del «pero»? Su mente divagaba por sendas que no alcanzaba a comprender y que apenas vislumbraba…

El sacerdote. ¿No era eso a lo que se resumía? ¿O no? ¿En qué estaba pensando?, se preguntó Zaitzev. Ni siquiera sabía si realmente pensaba. Había sido como si su mano actuara por cuenta propia, sin pedirle permiso al cerebro ni a la mente, para tomar una dirección que no alcanzaba a comprender.

Sí, debía de ser ese maldito sacerdote. ¿Estaba embrujado? ¿Había una fuerza exterior que se apoderaba del control de su cuerpo?

¡No! ¡Eso era imposible!, se dijo Zaitzev. Eso eran cuentos de viejas, cosas sobre las que las mujeres cotorreaban en la cocina.

—Pero entonces —insistía su mente sin obtener ninguna respuesta inmediata—, ¿por qué he introducido la mano en el bolsillo del norteamericano?

—¿Quieres formar parte de un asesinato? —preguntó una vocecita en su interior—. ¿Estás dispuesto a facilitar el asesinato de un hombre inocente?

—¿Pero era realmente inocente?, —se preguntó Zaitzev mientras tomaba otro trago—. Ninguno de los despachos que pasaban por sus manos sugería lo contrario. En realidad, apenas recordaba mención alguna a ese padre Karol en los mensajes del KGB durante los dos últimos años. Sí, habían prestado atención a su viaje a Polonia después de su elección como Papa, ¿pero quién no hacía un viaje a su país después de haber ascendido para ver a sus amigos y obtener su aprobación respecto al nuevo lugar que ocupaba en el mundo?

También eran hombres los que formaban el partido. Y los hombres cometían errores. Lo veía todos los días, incluso por parte de oficiales del KGB con mucha formación y experiencia, que sus superiores del Centro castigaban, reprendían, o simplemente amonestaban. Leonid Ilich cometía errores. A menudo la gente bromeaba sobre los mismos a la hora del almuerzo, o hablaba más discretamente de lo que hacían sus codiciosos hijos, especialmente su hija. Lo suyo era un caso de corrupción menor, que la gente comentaba habitualmente en voz baja. Pero él pensaba en otra clase de corrupción, mucho mayor y más peligrosa.

¿De dónde procedía la legitimidad del estado? En términos abstractos, procedía del pueblo, pero el pueblo no tenía voz ni voto. Lo tenía el partido, pero sólo una pequeña minoría de la población pertenecía al mismo, y entre los afiliados, sólo una minoría todavía más reducida alcanzaba algo parecido al poder. Por consiguiente, la legitimidad del estado se apoyaba en lo que desde cualquier medida lógica era… una ficción.

Y eso era un concepto ingente. Los gobernantes de otros países eran dictadores, a menudo fascistas o de la derecha política. Pocos eran los gobernados por alguien de la izquierda política. Hitler representaba al más poderoso y peligroso de los primeros, pero había sido derrocado por la Unión Soviética y Stalin por un lado, y los Estados occidentales por otro. Los dos aliados más improbables habían combinado sus fuerzas para destruir la amenaza alemana. ¿Y quiénes eran? Alegaban ser democracias, y a pesar de que su país negaba sistemáticamente dicho alegato, lo cierto era que las elecciones celebradas en dichos países eran reales, debían de serlo para que su país y el KGB gastaran tiempo y dinero en influir en las mismas. Debían reflejar en cierto modo la voluntad del pueblo, o de lo contrario, ¿por qué intentaría el KGB influir en su resultado? Hasta qué punto Zaitzev no lo sabía. No había forma de deducirlo de la información que estaba disponible en su país y no se molestaba en escuchar la Voz de América, ni otras fuentes evidentemente propagandísticas de las naciones occidentales.

De modo que no era el pueblo quien quería matar al sacerdote. Eran ciertamente Andrópov y posiblemente el Politburó quienes deseaban hacerlo. Ni siquiera sus colegas del Centro tenían nada contra el padre Karol. Tampoco se hablaba de su animadversión hacia la Unión Soviética. La radio y la televisión estatales no habían hecho ninguna llamada de odio a la clase obrera contra él, como lo habían hecho contra otros enemigos extranjeros. No se habían publicado artículos peyorativos en el Pravda, que él hubiera visto últimamente. Sólo circulaban ciertos rumores sobre los problemas laborales en Polonia, pero con mucha discreción, como si se hablara de las travesuras del hijo de los vecinos.

Sin embargo, ése debía de ser el quid de la cuestión. Además de ser polaco, Karol era motivo de orgullo para sus compatriotas y en Polonia había problemas políticos, debido a disputas laborales. Karol quería utilizar su poder político o espiritual para proteger a sus compatriotas. ¿No era eso comprensible?

¿Pero era también comprensible asesinarlo?

¿Quién se atrevería a levantarse y decir «no, no podéis matar a ese hombre porque no os guste su política»? ¿El Politburó? No, ellos le seguirían la corriente a Andrópov. Era el heredero aparente. Cuando Leonid Ilich muriera, él sería quien se sentaría a la cabeza de la mesa. Era un hombre del partido. ¿Qué otra cosa podía ser? El partido era el alma del pueblo, según se decía. Esa era la única referencia al «alma» que el partido permitía.

¿Vivía alguna parte del hombre más allá de la muerte? Eso se suponía que era el alma, pero aquí el alma era el partido y el partido era cosa de hombres y poco más. Y, además, hombres corruptos.

Y querían matar a un sacerdote.

Zaitzev había visto los despachos. De una manera muy modesta, Oleg lvanovich participaba, y eso le provocaba remordimientos. ¿De conciencia? ¿Acaso se suponía que debía tenerla? La conciencia era algo que comparaba un conjunto de hechos o ideas con otro y se sentía o no satisfecha. Si no lo estaba, si encontraba algo que fallaba, la conciencia empezaba a protestar. En un susurro. Lo obligaba a buscar y a seguir buscando hasta resolver el asunto, hasta que se detuviera el error, o se invirtiera, o se subsanara…

¿Pero cómo se impedía al partido o al KGB hacer algo?

Para ello, Zaitzev sabía que como mínimo era preciso demostrar que la acción propuesta era contraria a la teoría política, o que tendría consecuencias políticas adversas, porque la política era la medida del bien y del mal. ¿Pero acaso no era la política demasiado efímera para eso? ¿No debían el «bien» y el «mal» depender de algo más sustancial que la mera política? ¿No había un sistema de valores más elevado? Después de todo, ¿no era la política sólo una cuestión de táctica? Y si bien la táctica era importante, todavía lo era más la estrategia, porque la estrategia era la medida de aquello para lo que se utilizaba la táctica y la estrategia, en este caso, era lo que se suponía que debía ser bueno, trascendentalmente bueno. No sólo bueno en aquel momento, sino en todos los tiempos; algo que los historiadores pudieran examinar dentro de cien o de mil años y considerarlo correcto.

¿Pensaba el partido en dichos términos? ¿Cómo tomaban exactamente el partido comunista o la Unión Soviética sus decisiones? ¿Qué era lo bueno para la gente? ¿Quién decidía eso? Lo hacían individuos como Brézhnev, Andrópov, Suslov, el resto de los miembros con voz y voto del Politburó, asesorados por los candidatos sin voto, aconsejados a su vez por el consejo de ministros y los miembros del Comité Central del partido, todos ellos decanos de la nomenclatura, a quienes el delegado en París mandaba perfumes y ropa interior femenina en la valija diplomática. Zaitzev había visto muchos despachos de ese tipo. Y había oído las historias. Eran los que cubrían a sus hijos de regalos y de influencia, los que circulaban por el carril central de las anchas avenidas de Moscú, los corruptos príncipes marxistas que gobernaban su país con mano dura.

¿Pensaban dichos príncipes en lo que le convenía al pueblo, a los innumerables obreros y campesinos que gobernaban y por cuyo bien se suponía que velaban?

Pero era posible que los príncipes menores que estaban bajo las órdenes de Nikolay Romanov pensaran y hablaran del mismo modo. Y Lenin había ordenado que los fusilaran a todos, como enemigos del pueblo. Así como las películas modernas hablaban de la «gran guerra patriótica», las películas más antiguas los presentaban para un público menos sofisticado como perversos payasos, que apenas merecían la consideración de enemigos serios, fácilmente detestables y prescindibles, caricaturas de personas reales, muy diferentes, evidentemente, de quienes las sustituyeron…

Así como los antiguos príncipes habían conducido sus trineos tirados por tres caballos sobre los cuerpos de los campesinos de camino a la corte real, actualmente los agentes de la milicia moscovita mantenían abierto el carril central para los nuevos miembros de la nomenclatura, que no tenían tiempo que perder en los atascos de tráfico.

En realidad, nada había cambiado…

Salvo que los antiguos zares por lo menos fingían adhesión a una autoridad superior. Habían financiado la catedral de San Basilio aquí en Moscú y otros nobles habían financiado innumerables iglesias en otras ciudades de menor tamaño, porque incluso los Romanov reconocían un poder superior al suyo. Pero para el partido no había mayor poder que el suyo.

Por consiguiente, podían matar sin ningún remordimiento, porque matar era a menudo una necesidad política, una ventaja táctica que se debía llevar a cabo donde y cuando fuera conveniente.

¿Era eso a lo que se resumía esa situación?, se preguntó Zaitzev. ¿Querían matar al Papa sencillamente porque era más conveniente?

Oleg Ivan'ch se sirvió otra copa de vodka y tomó otro trago.

Había muchos inconvenientes en su vida. El agua fresca estaba demasiado lejos de su escritorio. Había personas en la oficina que no le gustaban, por ejemplo Stefan Yevgeniyevich Ivanov, comandante de Comunicaciones, que llevaba más tiempo allí que él. Cómo había logrado el ascenso hacía cuatro años era un misterio para todos los de la sección. Los mandos superiores lo consideraban un zángano, incapaz de hacer nada útil. Zaitzev suponía que en todos los trabajos había alguien parecido, que suponía un embarazo para la oficina, pero que no era fácil librarse de él… sencillamente porque estaba ahí. Si Ivanov desapareciera, Oleg podría ascender a jefe de sección. Cada bocanada de aire que tomaba Ivanov suponía un inconveniente para Oleg Ivanovich, ¿pero acaso eso le daba derecho a matarlo?

No, lo detendrían, lo juzgarían y puede que incluso lo ejecutaran por asesinato. Porque lo prohibía la ley. Porque estaba mal. Lo decían la ley, el partido y su propia conciencia.

Ni siquiera en el KGB se celebraban sesiones de reflexión. Ningún debate. Ninguna discusión abierta. Sólo mensajes y comunicados de finalización o clausura. Evaluaciones de extranjeros, evidentemente, discusiones sobre la forma de pensar de verdaderos agentes, o meros agentes de influencia, denominados «herramientas útiles» en la jerga del KGB. Ningún oficial de campo había contestado jamás a una orden: «No, camarada, no debemos hacer eso porque sería inmoral». Goderenko en Roma era quien más se había acercado, con la observación de que asesinar a Karol podría tener consecuencias adversas para las operaciones. ¿Significaba eso que a Ruslan Borissovich le remordía también la conciencia? No. Goderenko tenía tres hijos: uno en la armada soviética, otro, por lo que había oído, en la propia academia del KGB a las afueras de la ciudad y el tercero en la universidad estatal de Moscú. Si Ruslan Borissovich tenía alguna dificultad con el KGB, cualquier acción podría significar, si no la muerte, sí un grave embarazo para sus hijos, y pocos se arriesgarían a ello.

¿Era ésa, entonces, la única conciencia en el KGB? Zaitzev tomó un trago para reflexionar. Probablemente no. Había millares de individuos en el Centro, además de varios millares en otros lugares, y según las leyes de la estadística, era probable que entre ellos hubiera muchas «buenas» personas (comoquiera que se definiera dicho término), ¿pero cómo podía uno reconocerlas? Intentar buscarlas supondría una muerte segura, o un largo período de encarcelamiento. Ése era su problema fundamental. No había nadie en quien poder confiar sus dudas. Nadie con quien discutir sus preocupaciones, ni un doctor, ni un sacerdote… ni siquiera su esposa, Irina…

No, lo único que tenía era su botella de vodka, y aunque en cierto modo lo ayudaba a pensar, no era una gran compañera. Los hombres rusos no eran reacios a derramar lágrimas, pero eso tampoco le habría ayudado. Irina podría formularle alguna pregunta, a la que no podría responder satisfactoriamente. Lo único que le quedaba era dormir. Estaba seguro de que no lo ayudaría y en eso tenía razón.

Otra hora y otras dos copas de vodka lo dejaron aturdido. Su esposa dormitaba frente al televisor, en cuya pantalla el Ejército Rojo había vuelto a ganar la batalla de Kursk y la película acababa al principio de una larga marcha que llegaría hasta el Reichstag en Berlín, repleta de esperanza y entusiasmo por su sangrienta tarea. Zaitzev se rió para sus adentros. Era más de lo que había hecho hasta el momento. Llegó la copa vacía a la cocina y llamó a su esposa para irse a la cama. Esperaba quedarse dormido pronto. El cuarto de litro de alcohol que había en su barriga debería ayudarlo. Y lo hizo.

—¿Sabes, Arthur?, hay muchas cosas que no conocemos acerca de él —dijo Jim Greer.

—¿Te refieres a Andrópov?

—Ni siquiera sabemos si ese cabrón está casado —prosiguió el subdirector de Inteligencia.

—Bueno, Robert, ése es tu departamento —respondió el director de la CIA, dirigiendo una mirada a Bob Ritter.

Creemos que lo está, pero nunca ha llevado a su esposa, si es que la tiene, a ninguna función oficial. Así es como solemos averiguarlo —no tuvo más remedio que reconocer el subdirector de Operaciones—. A menudo esconden a sus familias, al igual que los capos de la mafia. Están obsesionados con ocultarlo todo. Y sí, lo reconozco, no somos muy buenos para obtener esa clase de información, porque no es operativamente importante.

—Su forma de tratar a su esposa y a sus hijos, si los tiene, puede ser útil para elaborar su perfil —señaló Greer.

—¿Quieres que le encargue a Cardenal que lo averigüe? Estoy seguro de que lo haría, ¿pero para qué hacerle perder el tiempo de ese modo?

—¿Por qué es una pérdida de tiempo? Si maltrata a su esposa, eso es revelador. Y también lo es si es un padre adorable —insistió el subdirector de Inteligencia.

—Es un matón; basta con ver su foto para darse cuenta. Fijaos en el personal a su alrededor. Están rígidos, como uno esperaría del personal de Hitler —respondió Ritter.

Hacía unos meses que un grupo de gobernadores norteamericanos se había desplazado a Moscú con alguna misión diplomática secreta. El gobernador de Maryland, demócrata liberal, declaró a su regreso que cuando vio a Andrópov entrando en la sala de la recepción lo reconoció inmediatamente como un matón, antes de descubrir que era Yuri Vladimirovich, director del Comité de Seguridad Estatal. El gobernador tenía buen ojo para evaluar a la gente y su valoración se había introducido en la ficha de Andrópov en Langley.

—Pues no habría sido un gran juez —observó Arthur Moore, que también había leído la ficha—. Por lo menos en el tribunal de apelaciones. Demasiado interesado en ahorcar a ese pobre hijo de puta, sólo para comprobar si resiste la soga —agregó, si bien en Texas, que actualmente era un lugar mucho más civilizado, en otra época había habido algunos jueces de ese estilo, pero ahora, después de todo, había menos caballos para robar, que hombres para matar —Dime, Robert, ¿qué podemos hacer para darle un poco de cuerpo? Por lo que parece, va a convertirse en el próximo secretario general. Creo que sería una buena idea.

—¿Por qué no pedirle a Basil si puede hacer algo? Ellos son mejores que nosotros en lo que concierne a relaciones sociales, y así no involucramos a nuestro personal.

—Me gusta Bas, pero prefiero no deberle demasiados favores —repuso el juez Moore.

—Bien, James, tu protegido está allí. Ocúpate de que sea él quien se lo pida. ¿Le has conseguido ya un STU para su casa?

—Sí, debe de haberla recibido hoy.

—Pues llama a tu muchacho y encárgale que se lo pregunte, con tranquilidad y sin darle importancia.

Greer dirigió la mirada al juez.

—¿Arthur?

—Aprobado. Pero con discreción. Dile a Ryan que lo pregunte por su propio interés, no por el nuestro.

—Bien, puedo ocuparme de ello antes de irme a casa —respondió el almirante después de consultar su reloj.

—Dime, Bob, ¿algún progreso sobre «La máscara de la muerte roja»? —preguntó irónicamente el director de la CIA, sólo para cerrar la reunión de la tarde.

—Era una idea divertida, pero no muy seria.

—Es importante que lo tengamos en cuenta, Arthur Son vulnerables a la bala adecuada, cuando la hayamos cargado.

—No hables de ese modo ante el Congreso; podrían manchar los calzoncillos —advirtió Greer con una carcajada—. Se supone que debemos coexistir pacíficamente.

—Eso no funcionó muy bien con Hitler. Tanto Stalin como Chamberlain intentaron ser amigos de aquel hijo de puta, ¿y de qué les sirvió? Son nuestros enemigos, caballeros, y la triste realidad es que, nos guste o no, no podemos estar realmente en paz con ellos. Para eso, nuestras ideas y las suyas están demasiado desfasadas —dijo, levantando las manos. Sí, lo sé, se supone que no debemos pensar de ese modo, pero gracias a Dios que el presidente lo hace y todavía trabajamos para él.

No fue preciso agregar ningún comentario. Los tres habían votado por el presidente actual, a pesar del chiste institucional según el cual las dos cosas que nunca encontraría uno en Langley eran comunistas y… republicanos. No, el nuevo presidente tenía un pequeño aguijón de hierro en la médula y el instinto de un zorro para las oportunidades. Eso le gustaba particularmente a Ritter, que entre los tres era el vaquero, aunque un tanto brusco.

—Bien. Debo trabajar un poco sobre el presupuesto para la audiencia en el Senado de pasado mañana —declaró Moore, dando la reunión por terminada.

Ryan estaba frente a su ordenador pensando en la batalla del golfo de Leyte cuando sonó el teléfono. Era la primera vez que lo hacía, con un tono curiosamente emocionante. Se sacó la llave de plástico del bolsillo, la introdujo en la ranura apropiada y levantó el auricular.

—No se retire —dijo una voz mecánica. Sincronizando la línea. No se retire. Sincronizando la línea. No se retire. Sincronizando la línea. Línea segura anunció finalmente.

—Diga —respondió Ryan al tiempo que se preguntaba quién tendría su número de seguridad y lo llamaría tan tarde.

Resultó ser evidente.

—Hola, Jack —dijo una voz familiar con la claridad propia de la tecnología digital del STU, que daba la sensación de que su interlocutor estaba sentado frente a él.

—Allí es un poco tarde, señor —dijo Ryan después de consultar el reloj de su escritorio.

No tanto como en la vieja Inglaterra. ¿Cómo está la familia?

—Ahora, casi todos dormidos. Cathy probablemente esté leyendo alguna revista médica —Era lo que hacía habitualmente en lugar de ver la televisión—. ¿Qué puedo hacer por usted, almirante?

—Tengo un pequeño trabajo para usted.

—De acuerdo —respondió Ryan.

—Haga preguntas sobre Yuri Andrópov sin darle aparentemente ninguna importancia. Hay algunas cosas sobre él que desconocemos. Tal vez Basil tenga la información que queremos.

—¿Qué exactamente, señor? —preguntó Jack.

—¿Está casado, tiene hijos?

—¿No sabemos si está casado?

Ryan se percató de que no había visto esa información en su ficha, pero supuso que debía de estar en otro lugar y no le dio importancia.

—Así es. El juez quiere comprobar si Basil lo sabe.

—Bien, puedo preguntárselo a Simon. ¿Es importante?

—Como ya le he dicho, procure no darle importancia, como si lo preguntara por su propio interés. Luego llámeme desde ahí, me refiero desde su casa.

—Eso haré, señor. Conocemos su edad, la fecha de su cumpleaños, su formación y experiencia, ¿pero no sabemos si está casado o si tiene hijos?

—Sucede de vez en cuando.

—Sí, señor. De acuerdo, lo preguntaré. No creo que sea demasiado difícil.

Eso indujo a Jack a reflexionar. Lo sabían todo acerca de Brézhnev, salvo el tamaño de su pene. Sabían que su hija utilizaba vestidos de la talla doce, detalle que alguien había considerado suficientemente importante para obtenerlo de un costurero belga que le había vendido a su embelesado padre el vestido de novia de seda blanca a través del embajador. Pero no sabían si el probable sucesor del secretario general de la Unión Soviética estaba casado. Maldita sea, tenía casi sesenta años ¿y no lo sabían?

—Por lo demás, ¿cómo va todo por Londres? —preguntó el almirante.

—Nos gusta, tanto a mí como a Cathy, pero ella tiene ciertas dudas con respecto a su servicio médico nacional.

—¿La medicina de la Seguridad Social? No se lo reprocho. Yo todavía acudo para todo a Bethesda, pero ayuda que mi nombre vaya precedido del título de almirante. No funciona con la misma celeridad para un ayudante de contramaestre jubilado.

—Estoy seguro de ello.

En el caso de Ryan, ayudaba enormemente que su esposa perteneciera al claustro del John Hopkins. No hablaba con nadie con una bata blanca que no tuviera el título de profesor y había descubierto que en el campo de la medicina, al contrario del resto de la sociedad, los realmente listos se dedicaban a la enseñanza.

Los sueños llegaron después de la medianoche, aunque realmente no tenía forma de saberlo. Era un día claro de verano en Moscú y un hombre de blanco cruzaba la plaza Roja. A su espalda estaba la catedral de San Basilio y caminaba en dirección contraria al tráfico, junto al mausoleo de Lenin. Lo acompañaban unos niños con los que departía amablemente, como lo haría un tío favorito… o quizá un párroco. Entonces Oleg supo que era eso: un párroco. ¿Pero por qué de blanco? Incluso con bordados dorados. Los pequeños, cuatro o cinco niños y cuatro o cinco niñas, iban cogidos de la mano y lo miraban dirigiéndole sonrisas inocentes. Entonces Oleg volvió la cabeza. Sobre la tumba, donde se colocaban para los desfiles del primero de mayo, estaban los miembros del Politburó: Brézhnev, Suslov, Ustínov y Andrópov. Andrópov tenía un rifle apuntaba a la pequeña procesión. Había más gente a su alrededor, personas anónimas que se dirigían tranquilamente a sus quehaceres cotidianos. Oleg estaba junto a Andrópov y escuchaba sus palabras. Defendía el derecho de matar a ese hombre. «Cuidado con los niños, Yuri Vladimirovich», le advertía Suslov. «Sí, ten cuidado», decía Brézhnev. Ustínov se acercó para ajustar la mira del rifle. Nadie se fijaba en Zaitzev, que circulaba entre ellos intentando llamar su atención.

—¿Pero por qué? —preguntaba Zaitzev—. ¿Por qué lo hacen?

—¿Quién es éste?, —le preguntó Brézhnev a Andrópov».

—No te preocupes —refunfuñó Suslov—. ¡Mata a ese cabrón!

—Muy bien, —dijo Andrópov—. Apuntó cuidadosamente y Zaitzev fue incapaz de intervenir, a pesar de estar presente. Entonces el director apretó el gatillo».

Zaitzev estaba ahora de nuevo en la calle. La primera bala alcanzó a un niño, a la derecha del sacerdote, que se desplomó silenciosamente.

—¡Ese, no, imbécil, el sacerdote!, —exclamó Mijáil Suslov como un perro rabioso».

Andrópov disparó de nuevo y alcanzó ahora a una niña rubia situada a la izquierda del cura. Su cabeza estalló en un globo carmesí. Zaitzev se agachó para ayudarla, pero la niña le respondió que estaba bien y la dejó para dirigirse al sacerdote».

—Vigile, ¿por qué no vigila?

—¿Qué quieres que vigile, mi joven camarada? —preguntó amablemente el cura antes de volverse—. Vamos, niños, Dios nos espera.

Andrópov disparó de nuevo. En esta ocasión, la bala alcanzó al sacerdote en el pecho. Apareció una mancha de sangre, del tamaño y el color de una rosa. El cura hizo una mueca, pero siguió adelante, seguido de los niños sonrientes».

Otro disparo, otra rosa en el pecho, a la izquierda de la primera. Pero siguió adelante, caminando lentamente».

—¿Está herido?, —preguntó Zaitzev».

—No es nada —respondió el sacerdote—. ¿Pero por qué no se lo ha impedido?

—¡Lo he intentado!, —respondió Zaitzev».

El cura se detuvo y volvió la cabeza para mirarlo fijamente a la cara».

—¿En serio?

Entonces fue cuando la tercera bala le alcanzó el corazón».

—¿En serio? —preguntó de nuevo el sacerdote. Ahora los niños lo miraban a él y no al cura».

Zaitzev despertó incorporado en la cama. Según el reloj, faltaba poco para las cuatro de la madrugada. Estaba empapado en sudor. Sólo podía hacer una cosa. Se levantó para dirigirse al baño. Después de orinar tomó un vaso de agua y se encaminó a la cocina. Sentado junto al fregadero, encendió un cigarrillo.

Antes de acostarse de nuevo, quería despertar por completo. No deseaba regresar al sueño.

Al otro lado de la ventana, Moscú estaba en silencio, sus calles completamente vacías, sin siquiera un borracho tambaleándose hacia su casa. Así era mejor. Ningún ascensor estaría funcionando a esas horas. Era un poco extraño que no se viera un solo coche, aunque no tanto como en una ciudad occidental.

El cigarrillo cumplió su función. Ahora estaba suficientemente despierto para acostarse de nuevo. Pero incluso así sabía que la visión no lo abandonaría. La mayoría de los sueños se desvanecen como el humo del cigarrillo, pero no éste. Zaitzev estaba seguro de ello.