—Gracias, Aleksey Nikolay'ch. Un concepto sumamente interesante. ¿Cómo proseguimos?
—Camarada director, ordenamos a Roma que nos mantenga informados sobre el calendario del Papa con la mayor antelación posible, sin revelarles la existencia de ninguna operación. Ellos son únicamente nuestra fuente de información. Cuando llegue el momento, tal vez queramos que uno de sus agentes esté en la zona como mero observador, pero es preferible para todos los interesados que Goderenko sepa lo menos posible.
—¿No confía usted en él?
—Usted perdone, camarada director, no he pretendido dar esa impresión. Pero cuanto menos sepa, menos preguntas formulará o menos encargos les hará a su personal, que tal vez puedan revelar algo, aunque sea inadvertidamente. Elegimos a nuestros jefes de delegación por su inteligencia, por su habilidad de ver cosas que pasan desapercibidas a los ojos de los demás. Si intuye que algo sucede, tal vez su pericia profesional lo obligue a incrementar por lo menos la vigilancia y eso podría estropear la operación.
—Librepensadores —refunfuñó Andrópov.
—¿Podría ser de otro modo? —preguntó razonablemente Rozhdiéstvensky—. Ese es siempre el precio que hay que pagar cuando se contrata a hombres inteligentes.
Andrópov asintió. No era tan imbécil como para no saberlo.
—Buen trabajo, coronel. ¿Algo más?
—La sincronización es crucial, camarada director.
—¿Cuánto tardará en organizarlo todo? —preguntó Andrópov.
—Como mínimo, un mes, tal vez más. A no ser que uno disponga ya del personal donde lo necesita, estas cosas siempre tardan más de lo que se espera o se desea —explicó Rozhdiéstvensky.
—Necesitaré el mismo tiempo para obtener la aprobación requerida. Pero seguiremos adelante con la planificación operativa, de modo que cuando llegue la autorización podamos ejecutar el plan lo más rápidamente posible.
Ejecutar, pensó Rozhdiéstvensky, ésa era la palabra justa, pero incluso a él le parecía fría. Además, al coronel no le pasó inadvertido que dijo «cuando llegue la autorización», no «si llega». El caso era que ahora a Yuri Vladimirovich se lo suponía el más poderoso del Politburó y eso le convenía a Aleksey Nikolay'ch. Lo que era bueno para la organización lo era también para él, especialmente en su nuevo cargo. Quizá hubiera estrellas de general al final de ese arco iris profesional y esa posibilidad también le convenía.
—¿Cómo proseguiría usted? —preguntó el director.
—Mandaría un cable a Roma para apaciguar los temores de Goderenko y le diría que de momento su misión consiste en determinar el programa del Papa respecto a viajes, apariciones en público, etcétera. A continuación mandaría un cable a Ilya Bubovoy, que es nuestro delegado en Sofía. ¿Lo conoce usted, camarada director?
Andrópov hurgó en su memoria.
—Sí, hablé con él en una recepción. Es un hombre gordo, ¿no es cierto?
Rozhdiéstvensky sonrió.
—Sí, Ilya Federovich siempre ha luchado contra el exceso de peso, pero es un buen oficial. Está allí desde hace cuatro años y mantiene buenas relaciones con el Dirzhavna Sugurnost.
—¿Se ha dejado bigote? —preguntó Andrópov en una rara expresión de humor.
Los rusos censuraban siempre a sus vecinos porque tenían pelo en la cara, lo cual parecía una característica nacional de los búlgaros.
—No lo sé —reconoció el coronel, que no se sentía todavía suficientemente obsequioso para prometer que lo averiguaría.
—¿Qué dirá en su comunicado a Sofía?
—Que tenemos un requisito operativo para…
El director lo interrumpió:
—No por cable. Ordénele que venga aquí. Quiero que la seguridad sea extrema en este caso y a nadie le sorprenderá demasiado que se desplace de ida y vuelta desde Sofía.
—Como usted ordene. ¿Inmediatamente? —preguntó Rozhdiéstvensky.
—Da. Sí, inmediatamente.
El coronel se puso en pie.
—Ahora mismo, camarada director. Iré directamente a la sala de comunicaciones.
El director Andrópov observó cómo se marchaba. Yuri Vladimirovich pensó que, si algo bueno tenía el KGB, eso era que cuando allí se daba una orden, la gente se ponía en marcha inmediatamente, no como en la secretaría del partido.
El coronel Rozhdiéstvensky cogió el ascensor para bajar otra vez al sótano y dirigirse a la sala de comunicaciones. El capitán Zaitzev estaba de nuevo en su escritorio, ocupándose como de costumbre del papeleo, que en realidad era todo lo que hacía, cuando se le acercó el coronel.
—Tengo otros dos despachos para usted.
—Muy bien, camarada coronel —respondió Oleg Ivan'ch, con la mano extendida.
—Tengo que escribirlos —aclaró Rozhdiéstvensky.
—Puede utilizar esa mesa, camarada —indicó el capitán al tiempo que señalaba una mesa desocupada—. ¿La misma seguridad que antes?
—Sí, códigos de un solo uso para ambos. Uno para Roma y otro para la delegación de Sofía. Prioridad inmediata —agregó.
—De acuerdo —respondió Zaitzev después de entregarle el cuaderno de formularios de mensajes en blanco y volver a su trabajo, con la esperanza de que los mensajes no fueran excesivamente largos.
Debían de ser bastante importantes para que el coronel se personara incluso antes de redactarlos. Había algún asunto que realmente preocupaba a Andrópov. El coronel Rozhdiéstvensky era el recadero personal del director, lo cual debía de ser un tanto humillante para alguien con la capacidad de ser delegado en algún lugar interesante. Después de todo, viajar era una de las grandes ventajas que el KGB ofrecía a sus empleados.
No es que Zaitzev viajara. Oleg Ivanovich sabía demasiado para que se le permitiera viajar a Occidente; cabía la posibilidad de que no regresara y eso era algo que siempre preocupaba al KGB. Y por primera vez se preguntó por qué. ¿Por qué le preocupaban tanto al KGB las posibles deserciones? Había visto despachos donde se hablaba abiertamente de dicha posibilidad y había visto también a oficiales a los que se les había ordenado volver para «hablar» allí en el Centro, que nunca habían regresado al campo. Siempre lo había sabido, pero nunca había pensado en ello más de treinta segundos.
¿Desertaban porque creían que el estado era malo? ¿Pensaban realmente que era tan nefasto como para adoptar una medida tan radical como era la de traicionar a su patria? Zaitzev se percató retrospectivamente de que eso daba muchísimo en lo que pensar.
No obstante, ¿qué era el KGB sino un organismo que vivía de la traición? ¿Cuántos centenares o millares de despachos había leído que trataban precisamente de eso? Todos esos occidentales, norteamericanos, británicos, alemanes o franceses, de los que se servía el KGB para averiguar cosas que su país deseaba saber, ¿acaso no traicionaban a sus respectivos países? Lo hacían sobre todo por dinero. Había visto también muchos mensajes, entre el Centro y las delegaciones, en los que se hablaba de las cantidades que había que pagar. Sabía que el Centro era siempre mezquino con respecto a los pagos, como era de suponer. Los agentes querían dólares norteamericanos, libras esterlinas o francos suizos, y exigían siempre dinero al contado. No les interesaban los rublos, aunque fueran certificados. Estaba claro que sólo querían ciertas divisas. Traicionaban a su país por dinero, pero debía ser su propia divisa. Algunos llegaban a pedir millones de dólares, aunque nunca los conseguían. La cantidad máxima que había visto autorizada era de cincuenta mil libras esterlinas, pagada por información relacionada con los códigos navales británicos y norteamericanos. ¿Qué no pagarían las potencias occidentales por la información sobre comunicaciones que albergaba él en su mente?, pensó perezosamente Zaitzev. Era una pregunta sin respuesta. En realidad no estaba capacitado para formular debidamente la pregunta, ni mucho menos para considerar seriamente la respuesta.
—Aquí los tiene —dijo Rozhdiéstvensky al tiempo que le devolvía el cuaderno—. Mándelos inmediatamente.
—Tan pronto estén codificados —prometió el comunicador.
—La misma seguridad que antes —agregó el coronel.
—Por supuesto. ¿El mismo identificador para ambos? —preguntó Oleg Ivanovich.
—Efectivamente, los dos con este número —respondió a la vez que señalaba el seis, seis, seis en el margen superior derecho.
—A sus órdenes, camarada coronel. Me ocupo de ello inmediatamente.
—Llámeme cuando hayan salido.
—Sí, camarada coronel. Tengo el número de su despacho —afirmó Zaitzev.
Oleg sabía que no eran sólo simples palabras. Su tono de voz era muy revelador. Esto se transmitía por orden expresa del director, lo que lo convertía en un asunto de la máxima prioridad y no sólo en algo rutinario para alguien importante; no se trataba de pedir ropa interior para la hija adolescente de algún pez gordo.
Se dirigió a la sala de códigos para coger los dos libros, uno para Roma y otro para Sofía, sacó su rueda de codificación y codificó laboriosamente ambos mensajes. Tardó cuarenta minutos en total. El mensaje al coronel Bubovoy en Sofía era sencillo: «Desplácese inmediatamente a Moscú para consultas». Zaitzev se preguntó si eso haría que al delegado le temblaran un poco las rodillas. Evidentemente, el coronel Bubovoy no podía conocer el significado del identificador numérico, pero no tardaría en descubrirlo.
El resto del día para Zaitzev fue rutinario. Logró guardar sus documentos confidenciales y abandonar el despacho antes de las seis de la tarde.
El almuerzo en Century House era bueno, aunque excéntricamente británico. Ryan se había acostumbrado al plato rural británico, sobre todo porque el pan era siempre excelente.
—¿De modo que tu esposa es cirujana?
—Sí, corta ojos —asintió Jack—. En realidad ahora empieza a utilizar el láser para algunas cosas. Espera ser pionera en ese campo.
—¿Láser? ¿Para qué? —preguntó Harding.
—A veces es como soldar. Utilizan el láser para cauterizar una herida en un vaso sanguíneo, como le hicieron a Suslov. La sangre había penetrado en el ojo, perforaron el glóbulo, extrajeron todo el líquido, que creo que denominan humor acuoso, y luego se sirvieron de un láser para reparar los vasos dañados. Es un poco asqueroso, ¿no te parece?
Harding se encogió de hombros.
—Supongo que es mejor que estar ciego.
—Sí, tienes razón. Como cuando Sally estaba en estado de shock traumático. No me entusiasmaba precisamente la idea de que alguien cortara a mi hija con un bisturí.
Ryan recordaba lo horrible que había sido aquella experiencia y Sally todavía conservaba las cicatrices en el pecho y la barriga, aunque iban desapareciendo paulatinamente.
—¿Y cómo te sentó a ti, Jack? También has pasado por el quirófano —comentó Simon.
—Estaba dormido y no filmaron las operaciones, pero a Cathy probablemente le interesaría ver las tres.
—¿Tres?
—Sí, dos cuando estaba en los marines. Me estabilizaron en el barco y me trasladaron luego a Bethesda para realizar el resto de la operación, aunque gracias a Dios permanecí dormido durante casi todo el tiempo, pero allí los neurocirujanos no eran suficientemente buenos y me dejaron con un problema en la espalda. Luego, cuando Cathy y yo empezábamos a salir, o mejor dicho cuando ya éramos novios, tuve un ataque de lumbago mientras cenábamos en Little Italy y me llevó al Hopkins para que Sam Rose me examinara. Sam resolvió el problema. Es un buen chico y un excelente médico. A veces es agradable estar casado con una doctora. Conoce a algunos de los mejores especialistas del mundo. —Ryan hizo una pausa para darle un mordisco al pavo y comer un poco de pan, que estaba más bueno que las hamburguesas de la cafetería de la CIA. Esto es una versión resumida de una aventura de tres años de duración, que empezó con la avería de un helicóptero sobre Creta. Concluyó con mi boda, de modo que supongo que se puede hablar de un final feliz.
Harding llenó su pipa de una petaca de cuero y la encendió.
—¿Cómo progresa tu informe sobre dirección y prácticas soviéticas?
Jack dejó la cerveza sobre la mesa.
—Es asombroso lo chapuceros que son, especialmente cuando se comparan sus documentos internos con los datos que obtienen nuestros muchachos. Lo que ellos llaman control de calidad, para nosotros es el desayuno de un perro. En Langley vi unos informes sobre los aviones de caza de sus fuerzas aéreas, obtenidos principalmente a través de los israelíes. ¡Los malditos componentes no encajaban unos con otros! Ni siquiera son capaces de cortar planchas de aluminio en formas regulares. Un alumno de bachillerato tendría que hacerlo mejor para no suspender la asignatura. Sabemos que tienen ingenieros competentes, especialmente los que trabajan en el campo teórico, pero su forma de fabricar es tan primitiva que se esperaría más de unos aprendices.
—No en todos los campos, Jack —advirtió Harding.
—Ni tampoco es azul todo el océano, Simon. Hay islas y volcanes, qué duda cabe. Lo sé. Pero en términos generales el océano es azul y el trabajo en la Unión Soviética es una mierda.
El problema estriba en que su sistema económico no recompensa a los que hacen un buen trabajo. En economía se dice que «el mal dinero ahuyenta al bueno», lo cual significa que la mala conducta se impone, si no se reconoce la buena. El caso es que allí en general no lo hacen y para su economía eso es como un cáncer. Lo que ocurre en un lugar se extiende gradualmente a todo el sistema.
—Hay algunas cosas en las que son realmente buenos —insistió Harding.
—Simon, el ballet Bolshoi no atacará Alemania Occidental. Tampoco lo hará su equipo olímpico —replicó Jack—. Quizá los altos mandos de sus fuerzas armadas sean competentes, pero su material es un desastre y la dirección a nivel medio es prácticamente inexistente. Sin mi sargento artillero y los jefes de mis escuadrones no podría haber utilizado con eficacia mi destacamento de marines, pero el Ejército Rojo no tiene suboficiales como los entendemos nosotros. Disponen de oficiales competentes, de un personal teórico de primer orden y probablemente sus soldados son muy patrióticos y todo lo demás, pero sin un buen entrenamiento a nivel táctico, son como un bonito coche con los neumáticos pinchados. Puede que funcione el motor y brille la carrocería, pero el automóvil no va a ninguna parte.
Harding soltó contemplativamente varias bocanadas de humo.
—¿Entonces de qué nos preocupamos?
Jack se encogió de hombros.
—Son muchísimos y la cantidad es un factor importante. Pero si avanzamos con nuestras defensas, podemos impedir todo lo que intenten. Un regimiento de tanques rusos no es más que una colección de objetivos si disponemos del material adecuado y nuestros muchachos están debidamente entrenados y dirigidos. En cualquier caso, esto es lo que probablemente dirá mi informe.
—Es un poco pronto para sacar conclusiones —repuso Simon.
Ryan no había aprendido todavía cómo se suponía que funcionaba una burocracia.
—Simon, yo solía ganarme la vida en la Bolsa. Allí uno tiene éxito si hace las cosas un poco más deprisa que su colega, y eso significa que no se espera a tener todos los detalles de una información. Puedo ver hacia dónde me conduce esta información. Allí las cosas van de mal en peor. Sus fuerzas armadas son una consecuencia de lo bueno y lo malo de su sociedad. Fíjate en lo mal que lo están haciendo en Afganistán. No he visto vuestros datos, pero sí los que tienen en Langley, y la situación es lamentable. Sus fuerzas armadas hacen el ridículo en esas montañas rocosas.
—Creo que a la larga ganarán.
—Es posible —reconoció Jack, pero será una victoria fea.
—Lo hicimos mucho mejor en Vietnam. ¿Acaso no tenéis vosotros también malos recuerdos de Afganistán? —preguntó después de hacer una pequeña pausa.
—Mi tío abuelo estuvo allí, en 1919. Dijo que fue peor que la batalla del Somme. Kipling escribió un poema que acaba con la orden a un soldado de volarse la tapa de los sesos antes de ser capturado en Afganistán. Me temo que algunos rusos, lamentablemente para ellos, han aprendido esa lección.
—Sí, los afganos son valientes, pero no demasiado civilizados —reconoció Jack. Pero creo que ganarán. En mi país se habla de entregarles el Stinger SAM. Eso neutralizaría los helicópteros que utilizan los rusos, y sin helicópteros, los rusos tendrían un problema.
—¿Tan bueno es el Stinger?
—Nunca lo he utilizado personalmente, pero he recibido muy buenos informes.
—¿Y el SAM siete de los rusos?
—Si mal no recuerdo, inventaron la idea de un SAM portátil. En el setenta y tres conseguimos unos cuantos a través de los israelíes que no impresionaron en absoluto a nuestros muchachos. Una vez más, los rusos tuvieron una gran idea, pero no la pusieron en práctica debidamente. Esa es su maldición, Simon.
—¿Cómo explicas entonces la existencia del KGB? —insistió Harding.
—Igual que el ballet Bolshoi y sus equipos de hockey sobre hielo. Invierten un montón de talento y de dinero en ese organismo y obtienen unos beneficios razonables, pero también muchos de sus espías saltan el muro, ¿no es cierto?
—Es cierto —reconoció Simon.
—¿Y por qué, Simon? —preguntó Jack.
—Porque les llenan la cabeza de lo corruptos y caóticos que somos, pero cuando llegan aquí y miran a su alrededor, no les parece que las cosas estén tan mal. Maldita sea, a lo largo y ancho de Norteamérica tenemos casas seguras, con personal del KGB viendo la televisión. No muchos de ellos deciden regresar a su país. No he conocido a ningún desertor, pero he leído muchas transcripciones y todos dicen aproximadamente lo mismo. Nuestro sistema es mejor que el suyo y son suficientemente inteligentes para ver la diferencia.
—También hay algunos que viven aquí —reconoció Harding, sin admitir que también había unos pocos británicos refugiados en Rusia, que aunque escasos, suponían un embarazo considerable para Century House. Es duro discutir contigo, Jack.
—Sólo digo la verdad, amigo. ¿No es para eso para lo que estamos aquí?
—En teoría —tuvo que reconocer Harding.
Ese Ryan nunca sería un burócrata, decidió el británico, y se preguntó si eso era bueno o malo. Los norteamericanos miraban las cosas desde otro ángulo y el contraste con la visión de su propia organización era por lo menos divertido. Ryan tenía mucho que aprender… pero también algunas cosas que enseñar, reconoció Harding.
—¿Cómo va tu libro? —preguntó entonces Simon.
Cambió la expresión en el rostro de Ryan.
—No he trabajado mucho últimamente. Tengo el ordenador instalado. Es difícil concentrarse después de trabajar aquí todo el día, pero si no consigo hacerle un hueco, no lo terminaré nunca. En el fondo soy perezoso —reconoció Ryan.
—¿Entonces cómo te hiciste rico? —preguntó Harding.
Jack sonrió.
—También soy codicioso. Como dijo Gertrude Stein, «He sido rica y he sido pobre. Es preferible ser rico». Nunca se ha dicho nada tan cierto.
—Algún día tendré que descubrirlo por mí mismo —respondió el funcionario británico.
He metido la pata, pensó Ryan. Pero en el fondo no era culpa suya. Simon era suficientemente inteligente para ganar mucho dinero, pero no parecía pensar en esos términos. Era sensato disponer de una persona inteligente entre los analistas de Century House, aunque eso significara sacrificar su bienestar por el bien de su país. Eso no tenía nada de malo y, además, él mismo también lo hacía. Su ventaja consistía en que ya había ganado dinero y podía dejar ese trabajo para volver a la enseñanza cuando se le antojara. Era una especie de independencia que la mayoría de los empleados del gobierno nunca conocerían… Y probablemente su trabajo sufría las consecuencias, pensó Jack.
Zaitzev cruzó varios controles de seguridad. Los guardias cacheaban a algunas personas al azar, como le había ocurrido a él varias veces, para asegurarse de que no se llevaban nada consigo, aunque en su opinión los cacheos eran demasiado superficiales para ser eficaces. Eran una simple molestia y no se repetían con la suficiente regularidad para suponer una verdadera amenaza, puede que una vez cada treinta días. Si a uno lo cacheaban hoy, sabía que no volverían a hacerlo hasta por lo menos dentro de cinco o seis días, porque los guardias conocían los rostros de todos los que pasaban por el control, e incluso allí había contacto humano y relaciones de amistad entre los empleados, especialmente entre los del nivel inferior, como una especie de solidaridad entre obreros en cierto modo sorprendente. Hoy Zaitzev salió a la enorme plaza sin ser inspeccionado y se dirigió a la estación del metro.
Al igual que la mayoría de los empleados del KGB, Zaitzev no solía ponerse su uniforme paramilitar, tal vez para no destacar junto a sus compatriotas. Tampoco lo ocultaba. Si alguien se lo preguntaba, respondía con sinceridad y allí solía acabar el interrogatorio, porque todo el mundo sabía que no se debía indagar lo que sucedía en el Comité de Seguridad Estatal. De vez en cuando aparecía alguna película y algún programa de televisión sobre el KGB, a veces bastante sinceros, aunque con escasa información respecto a sus métodos y sus fuentes, salvo lo que algún autor de ficción pudiera imaginar, que no era siempre muy exacto. En el Centro había una pequeña oficina para consultar ese tipo de cosas, donde solían eliminar información y raramente la sustituían por datos precisos, porque lo que pretendían era intimidar e infundir temor, tanto a los ciudadanos soviéticos como a los extranjeros. ¿Cuántas personas corrientes complementaban sus ingresos facilitando información?, se preguntaba Zaitzev. Casi nunca veía que eso se mencionara en algún despacho, porque no se solía transmitir al extranjero.
Lo que salía del país era suficientemente preocupante. El coronel Bubovoy probablemente estaría en Moscú al día siguiente. Había un servicio regular de Aeroflot entre Sofía y Moscú. Al coronel Goderenko en Roma se le había ordenado permanecer quieto y callado, y mandar al Centro el programa de apariciones públicas del Papa durante un tiempo indefinido. Andrópov no había perdido interés en esa parte de la información.
Y ahora se involucrarían los búlgaros. A Zaitzev eso le preocupaba, pero no debía inquietarse demasiado; había visto otros despachos parecidos. El servicio de seguridad estatal búlgaro era un fiel vasallo del KGB. Él lo sabía. Había visto suficientes mensajes a Sofía, a veces a través de Bubovoy y en otras ocasiones directos, cuyo propósito podía ser el de acabar con la vida de alguien. El KGB ya no solía hacerlo con mucha frecuencia, pero sí de vez en cuando el Dirzhavna Sugernost. Zaitzev suponía que disponían de una pequeña subunidad de agentes del DS, especialmente entrenados para esos menesteres. Además, el sufijo seis, seis, seis figuraba en el encabezamiento del mensaje y eso significaba que se refería al mismo asunto que el primer despacho remitido a Roma. Por tanto, seguía adelante.
Su organismo, su país, quería asesinar al cura polaco y Zaitzev consideraba que probablemente eso era malo.
Bajó por la escalera mecánica a la estación subterránea, rodeado de la muchedumbre habitual. Por regla general, la aglomeración era reconfortante. Significaba que Zaitzev estaba en su elemento, rodeado de compatriotas, de personas como él que servían al pueblo y al Estado. ¿Pero era eso cierto? ¿Qué pensaría esa gente de la misión de Andrópov? Era difícil sopesarlo. Los desplazamientos en metro habitualmente se hacían en silencio. Puede que algunos hablaran con sus amigos, pero las charlas en grupo eran inusuales, salvo tal vez sobre algún acontecimiento deportivo, una mala actuación del árbitro en un partido de fútbol, o alguna jugada particularmente espectacular en la pista de hockey. Por lo demás, la gente solía viajar a solas con sus pensamientos.
El tren paró y Zaitzev subió al vagón. Como de costumbre, no había ningún asiento libre. Se agarró a la barra y siguió pensando.
¿Pensaban también los demás pasajeros? Y si lo hacían, ¿en qué pensaban? ¿El trabajo? ¿Los hijos? ¿Sus esposas? ¿Sus amantes? ¿La comida? Era imposible saberlo. Ni siquiera Zaitzev lo sabía y había visto a esa gente, la misma gente, a lo largo de los años en el metro. Conocía sólo unos pocos nombres, sobre todo nombres de pila que había oído en alguna conversación. Lo que sí sabía era cuál era su equipo deportivo favorito…
De pronto se dio cuenta con pesar de lo solo que estaba en su sociedad. ¿Cuántos amigos tengo en realidad?, se preguntó a sí mismo. La respuesta era que muy pocos. Sí, claro, había personas en el trabajo con las que charlaba. Conocía los detalles más íntimos sobre sus esposas e hijos, pero amigos en los que pudiera confiar, con quienes pudiera hablar de acontecimientos preocupantes, a los que pudiera acudir en busca de consejo en una situación difícil… No, no tenía ninguno. Eso lo convertía en un moscovita inusual. Los rusos solían forjar amistades íntimas y profundas, a las que a menudo confiaban sus secretos más profundos y a veces oscuros, como una especie de reto a que alguno de ellos pudiera ser un chivato del KGB, como si coquetearan con una estancia en el gulag. Pero a él, su trabajo se lo impedía. Nunca se atrevería a hablar de lo que hacía en el trabajo, ni siquiera con sus colegas.
Los problemas que tuviera con los mensajes de la serie seis, seis, seis debería resolverlos por sí mismo. Ni siquiera su esposa, Irina, podía saberlo; podría comentárselo a alguna amiga en las tiendas del gobierno e inevitablemente eso supondría la muerte para él. Zaitzev soltó un suspiro y miró a su alrededor…
Ahí estaba de nuevo ese funcionario de la embajada norteamericana leyendo el Sovietskiy Sport y sin meterse con nadie. Llevaba puesto un impermeable, pero no sombrero; habían pronosticado lluvia para ese día, pero sin embargo no había llovido. Su impermeable estaba abierto, no abrochado ni sujeto con ningún cinturón. Se encontraba a menos de dos metros de distancia…
Zaitzev cambió impulsivamente de posición, de un lado a otro del vagón, alternando la mano con la que se sujetaba de la barra superior, como para estirar los músculos. Eso lo situó junto al norteamericano. Y dejándose llevar por otro impulso, Zaitzev introdujo la mano en el bolsillo de su impermeable. Estaba completamente vacío, sin llaves, ni dinero, ni nada por el estilo. Pero había comprobado que podía meter y sacar la mano del bolsillo del norteamericano sin que él se diera cuenta. Retrocedió, mirando a su alrededor para comprobar si alguien lo había visto. Pero… no, casi con toda certeza nadie se había percatado de ello. Su maniobra había pasado inadvertida, incluso por parte del norteamericano.
Foley no movió los ojos hasta llegar al final del artículo sobre hockey. Si hubiera estado en Nueva York, o en cualquier otra ciudad occidental, habría tenido la sensación de que alguien acababa de intentar robarle la cartera. Curiosamente, no esperaba que eso pudiera suceder allí. Los ciudadanos soviéticos no estaban autorizados a poseer divisa extranjera y, por consiguiente, atracar a un norteamericano en la calle, por no hablar de meterle la mano en el bolsillo, sólo podía traerles problemas. Y era sumamente improbable que lo hiciera el KGB, que seguramente todavía lo seguía. Si pretendieran robarle la cartera, lo harían entre dos como los carteristas profesionales norteamericanos, y mientras uno lo distraía, el otro haría el trabajo. Así se podía sorprender prácticamente a cualquiera, a no ser que la víctima estuviera atenta, y estarlo durante tanto tiempo era mucho pedir, incluso para un experto espía profesional. Por consiguiente, se usaban defensas pasivas, como colocar un par de gomas elásticas alrededor de la cartera, un método simple pero eficaz, de los que se aprendían en La Granja, y que no proclamaban a voces que uno era un espía. El departamento de policía de Nueva York aconsejaba a la gente que hiciera lo mismo en las calles de Manhattan y se suponía que él debía de tener aspecto de norteamericano. Tenía un pasaporte diplomático y una tapadera «legal», por lo que en teoría su persona era inviolable. Claro que no necesariamente ante un experto delincuente callejero, del que no eran inmunes el KGB ni el FBI, aunque dentro de unos parámetros cuidadosamente calculados, para no perder el control de la situación. Junto a tanta complejidad, la corte imperial bizantina parecía sencilla, pero Ed Foley no escribía las normas.
Dichas normas le impedían inspeccionar ahora su bolsillo, o hacer cualquier gesto indicativo de que sabía que alguien había metido la mano en el mismo. Tal vez alguien le hubiera dejado una nota, incluso un mensaje expresando su intención de desertar. ¿Pero por qué a él? Se suponía que su tapadera era tan sólida como los bonos del tesoro, a no ser que alguien en la embajada hubiera tenido la astucia de olérselo y lo hubiera delatado… Pero no, aun así, el KGB no actuaría con tanta rapidez. Por lo menos hacía varias semanas que lo observaban para comprobar si los conducía hasta algo. El KGB era demasiado hábil para hacer algo parecido y por consiguiente era improbable que quien hubiera metido la mano en su bolsillo perteneciera al Segundo Directorio. Y probablemente tampoco era un carterista. ¿Entonces, qué?, se preguntó Foley. Debería tener paciencia para averiguarlo; Foley era un hombre paciente y siguió leyendo su periódico. Si se trataba de alguien que pretendía hacer algún pequeño negocio, ¿para qué asustarlo? Por lo menos haría que se sintiera listo. Siempre era útil ayudar a los demás a sentirse inteligentes. De ese modo persistirían en sus errores.
Faltaban otras tres paradas para llegar a su estación. Foley había sabido desde el primer momento que sería mucho más provechoso viajar en metro que hacerlo en coche. El Mercedes era demasiado llamativo para ese lugar. Haría también que Mary Pat llamara la atención, pero para su forma de pensar eso supondría una ventaja. Su esposa tenía unos instintos brillantes para el trabajo de campo, mejores que los suyos, pero le asustaba su intrepidez. No es que Mary Pat se arriesgara en demasía; todos los agentes operativos se arriesgaban. Era el hecho de que le encantaba hacerlo lo que de vez en cuando preocupaba a su marido. Para él, jugar con los rusos formaba parte de su trabajo. Cuestión de negocios, como habría dicho don Vito Corleone, nada personal. Pero para Mary Patricia, por influencia de su abuelo, era algo sumamente personal.
Anhelaba formar parte de la CIA antes de conocerse en el sindicato de estudiantes de Fordham, luego en la oficina de reclutamiento de la CIA, y más adelante, cuando se enamoraron. Entonces ella ya conocía el ruso a la perfección; podía pasar por rusa. Era capaz de adaptar su acento a cualquier región del país. Podía fingir que era profesora de poesía en la universidad estatal de Moscú, era atractiva, y las mujeres hermosas tenían ventaja sobre todos los demás. Era el más antiguo de los prejuicios, que la gente guapa debía ser buena y que las personas malas debían ser feas, porque hacían cosas feas. Los hombres eran particularmente deferentes para con las mujeres bonitas, y aunque no lo eran tanto las demás mujeres, porque las envidiaban, también las trataban instintivamente con distinción. De modo que Mary Pat podía dominar muchas situaciones, porque era una atractiva rubia norteamericana y las rubias eran consideradas universalmente tontas, incluso aquí en Rusia, donde no eran especialmente inusuales. Además, las de aquí eran probablemente rubias naturales, porque la industria cosmética local estaba tan avanzada como debió de estarlo en Hungría en el siglo XVI y el Clairol Rubio 100G no se encontraba en la tienda de la esquina. La Unión Soviética prestaba escasa atención a las necesidades de sus mujeres y eso lo indujo a formularse otra pregunta: ¿por qué habían hecho los rusos una sola revolución? En Norteamérica se habría organizado un enorme revuelo por la escasa variedad de ropa y de productos cosméticos…
El tren se detuvo en su estación. Foley se apeó y subió por la escalera mecánica. A medio camino, la curiosidad se apoderó de él. Se frotó la nariz como si quisiera estornudar y se metió la mano en el bolsillo en busca de un pañuelo. Después de sonarse la nariz, lo guardó en el bolsillo del impermeable y comprobó que estaba vacío. Entonces, ¿qué había sucedido? Era imposible saberlo. ¿Había sido un mero acontecimiento casual, en una vida repleta de casualidades?
Pero la formación que había recibido Edward Foley no lo inducía a pensar en términos de casualidades. Seguiría con su rutina habitual y se aseguraría de coger aquel mismo tren todos los días durante una semana aproximadamente para comprobar si aquel suceso se repetía.
Albert Byrd parecía un oftalmólogo competente. Era más bajo y mayor que Jack. Llevaba una barba negra con algunas canas incipientes. Cathy se había percatado de que en Inglaterra había muchas barbas y muchos tatuajes, más de los que había visto hasta el momento. El profesor Byrd era un hábil cirujano, que como médico cuidaba muy bien de sus pacientes y que además contaba con el agrado y la confianza de su equipo, y Cathy sabía que eso era un buen indicio. Parecía un buen maestro, pero Cathy ya sabía casi todo lo que podía enseñar y tenía más conocimientos sobre la utilización del láser. Aquí el láser de argón era nuevo, pero no tanto como el del Hopkins, y tardarían todavía dos semanas en disponer de un láser de arco de xenón, con el que Cathy era una experta en el Instituto Oftalmológico Wilmer de Hopkins.
La mala noticia eran las instalaciones. El servicio sanitario en Gran Bretaña era en efecto un monopolio del estado. Todo era gratuito y, al igual que en cualquier otro lugar del mundo, uno recibe aquello por lo que paga. Las salas de espera estaban en peor mal estado que a las que Cathy estaba acostumbrada y así lo expresó.
—Lo sé —respondió lánguidamente el profesor Byrd—. No son prioritarias.
—La tercera paciente que he visto esta mañana, la señora Dover, estaba en la lista de espera desde hacía once meses para la evaluación de una catarata que ha durado veinte minutos. Dios mío, Albert, en mi país su médico de cabecera llama a mi secretaria y la recibo al cabo de tres o cuatro días. En el Hopkins trabajo duro, pero no tanto.
—¿Cuánto cobraría?
—¿Por eso? Unos… doscientos dólares. En Wilmer soy profesora adjunta, por lo que mis tarifas son un poco más altas que las de un nuevo residente —respondió Cathy sin molestarse en agregar que también era mucho más lista que la mayoría de los residentes, tenía más experiencia y trabajaba con mayor rapidez—. La señora Dover necesitará cirugía para corregir su problema —agregó—. ¿Quiere que la opere?
—¿Es complicado? —preguntó Byrd.
Cathy negó con la cabeza.
—Una operación rutinaria. Unos noventa minutos debido a su edad, pero no parece que vaya a surgir complicación alguna. —Pondremos a la señora Dover en la lista.
—¿Cuánto tiempo?
—No es una urgencia… de nueve a diez meses —calculó Byrd.
—¿Bromea? —protestó Cathy. ¿Tanto tiempo?
—Es más o menos lo habitual.
¡Pero durante esos nueve o diez meses no verá suficientemente bien para conducir un coche!
—Tampoco recibirá nunca ninguna factura —señaló Byrd—. No podrá leer los periódicos durante casi un año. ¡Albert, esto es terrible!
—Es nuestro servicio sanitario nacional —explicó Byrd—. Comprendo —dijo Cathy, aunque en realidad no lo comprendía.
Aquí los cirujanos estaban suficientemente capacitados, pero sólo trabajaban un poco más de la mitad que ella y sus colegas en el Hopkins, sin que Catherine se hubiera sentido explotada en el edificio Maumenee. Claro que trabajaba duro, pero la gente la necesitaba y su trabajo consistía en mejorar la vista de personas que precisaban atención médica especializada, y para la doctora Catherine Ryan eso era como una orden divina. No es que los médicos locales fueran perezosos, sino que el sistema les permitía, o mejor dicho, los incitaba a adoptar una actitud relajada respecto a su trabajo. Había llegado a un nuevo mundo médico, que no era particularmente impresionante.
Tampoco había visto ningún escáner tomográfico. A pesar de que los había inventado casi en su totalidad EMI, en Gran Bretaña, algún contable gubernamental, del Ministerio del Interior según le habían dicho, había decidido que el país sólo necesitaba unos pocos y la mayoría de los hospitales perdieron en la lotería. El escáner tomográfico había aparecido sólo unos años antes de su ingreso en la Facultad de Medicina de la Universidad Johns Hopkins, pero en los diez años siguientes se convirtieron en un instrumento médico tan común como El estetoscopio. Prácticamente todos los hospitales de Norteamérica tenían uno. Costaban un millón de dólares, pero los pacientes pagaban por su uso y no tardaban en amortizarlos. Ella sólo lo necesitaba muy de vez en cuando, por ejemplo para examinar tumores en la región ocular, pero cuando la necesidad surgía, era siempre urgente.
Además, en el Johns Hopkins se fregaban los suelos todos los días.
Pero las necesidades de la gente eran las mismas y, a fin de cuentas, ella era médica. Uno de sus colegas de la facultad había estado en Pakistán y había regresado con una experiencia en patologías oculares que era imposible obtener en una vida entera trabajando en hospitales norteamericanos. Evidentemente, también había regresado con disentería amebiana, que garantizaba reducir el entusiasmo de cualquiera por los viajes al extranjero. Por lo menos aquí no corría ese riesgo, se dijo a sí misma. A no ser que se contagiara en alguna sala de espera…