CAPÍTULO SIETE: A FUEGO LENTO

El trabajo de Ed Foley como agregado de prensa no le imponía excesivas exigencias horarias para contentar a los corresponsales norteamericanos y ocasionalmente a los de otras nacionalidades. Entre los segundos se encontraban los que pertenecían supuestamente al Pravda y a otras publicaciones rusas. Foley suponía que, de un modo u otro, todos trabajaban para el KGB, cuyos agentes de campo se hacían pasar habitualmente por periodistas. De ahí que la mayoría de los corresponsales soviéticos en Norteamérica generalmente estuvieran vigilados de cerca por uno o dos agentes del FBI, si el cuerpo disponía de suficiente personal, lo cual no sucedía a menudo. Las funciones de los corresponsales y las de los agentes secretos eran prácticamente idénticas.

Ahora acababa de interrogarle un individuo del diario Pravda llamado Pavel Kuritsyn, que o bien era espía profesional o bien debía de haber leído muchas novelas de espionaje. Puesto que era más fácil pretender ser bobo que inteligente, Foley se había expresado en un ruso rudimentario, sonriendo con aparente orgullo por su dominio del complejo idioma. Por su parte, Kuritsyn le había aconsejado mirar la televisión rusa, ya que era la mejor forma de aprender la lengua debidamente. A continuación, Foley había redactado un informe para los archivos de la CIA, indicando que ese tal Pavel Yevgeniyevich Kuritsyn olía a agente del Segundo Directorio que comprobaba su identidad, y creía haber superado la prueba. Evidentemente no podía estar seguro de ello. Que él supiera, los rusos podían disponer de personal capaz de leer la mente. Sabía que experimentaban en casi todos los campos, incluso en el denominado de vista remota, que desde su punto de vista profesional era incluso peor que el de las videntes gitanas, pero que, muy a su pesar, había incitado a la CIA a elaborar su propio programa del mismo género. Para Ed Foley, si no era tangible, tampoco era real. Pero a saber lo que esos individuos del directorio de Inteligencia serían capaces de intentar para contrarrestar lo que el personal de Operaciones, los auténticos espías de la CIA, debían hacer todos los días.

Sabía que los rusos tenían ojos y Dios sabe cuántos oídos en la embajada, a pesar de que los expertos en electrónica barrían regularmente el edificio. (En una ocasión habían logrado incluso instalar un micrófono en el despacho del propio embajador). Al otro lado de la calle había una antigua iglesia que era utilizada por el KGB y conocida en la embajada estadounidense como Nuestra Señora de los Microchips, porque el edificio estaba repleto de transmisores de microondas dirigidos a la embajada, cuya función era la de interferir con todos los receptores utilizados por la delegación de Moscú para interceptar las redes soviéticas de teléfono y radio. Los niveles de radiación rayaban los límites de la tolerancia sanitaria, por lo que la embajada estaba protegida con láminas metálicas en las paredes, que reflejaban gran parte de la misma al otro lado de la calle. El juego tenía sus reglas y los rusos solían respetarlas, aunque a menudo no tenían demasiado sentido. Había habido algunas protestas discretas sobre las microondas por parte de los vecinos del barrio, pero los responsables simplemente se encogían de hombros y alegaban ignorancia sin mayor trascendencia. El médico de la embajada decía que no era preocupante, pero su consultorio estaba en el sótano, protegido por tierra y piedra de las radiaciones. Algunos aseguraban que se podía cocer un perrito caliente si se dejaba en la repisa de alguna de las ventanas de la fachada este.

El embajador y el agregado de Defensa conocían la identidad de Ed Foley. El primero se llamaba Ernest Fuller y parecía una ilustración sacada de un libro sobre los patricios. Era alto, delgado y lucía una aristocrática melena blanca. En realidad se había criado en una granja de cerdos en Iowa, había obtenido una beca para estudiar en la Universidad del Noroeste y se había licenciado en Derecho antes de incorporarse a los consejos de administración empresariales, hasta convertirse finalmente en gerente de una gran empresa de automóviles. A lo largo de su carrera había servido tres años en la armada estadounidense durante la segunda guerra mundial, en la campaña de Guadalcanal a bordo del crucero ligero USS Boise. Tenía la reputación de ser un jugador concienzudo y el personal operativo de la embajada lo consideraba un hábil aficionado.

El agregado de Defensa era el general de brigada George Dalton, de artillería, que se llevaba bien con sus homólogos rusos. Dalton era una especie de oso, con el pelo negro y rizado, que había jugado de defensa en East Point hacía más de veinte años.

Foley tenía una reunión con ambos, en apariencia para hablar de las relaciones con los corresponsales norteamericanos. Incluso sus asuntos internos de la embajada precisaban una tapadera en esta delegación.

—¿Cómo se adapta su hijo? —preguntó Fuller.

—Echa de menos los dibujos animados. Antes de venir compré un proyector de ésos, ya sabe, un Betamax, y algunas cintas, pero sólo duran un tiempo limitado y cuestan una fortuna.

—Existe una versión local del Coyote y el Correcaminos —dijo el general Dalton—. Se llama «Espera un momento», o algo por el estilo. No es tan buena como la de la Warner Bros., pero sí mejor que esas malditas tablas de gimnasia que emiten por la mañana. La mujer que las dirige podría derribar a un sargento de instrucción.

—La vi ayer. ¿Pertenece al equipo olímpico de levantamiento de pesas? —bromeó Foley—. En cualquier caso…

—¿Primeras impresiones, alguna sorpresa? —preguntó Fuller.

Foley negó con la cabeza.

—Más o menos lo que esperaba. Parece que, adondequiera que vaya, tengo compañía. ¿Cuánto creen que durará?

—Más o menos una semana. Dé un paseo, o mejor aún, observe a Ron Fielding cuando da un paseo. Desempeña bastante bien su función.

—¿Algo importante en perspectiva? —preguntó el embajador Fuller.

—No, señor. De momento sólo asuntos rutinarios. Pero los rusos tienen algo muy sustancial entre manos.

—¿De qué se trata? —preguntó Fuller.

—Lo denominan operación RYAN, que son las siglas en su idioma de «ataque nuclear por sorpresa». Les preocupa que nuestro presidente quiera lanzarles bombas atómicas y tienen un montón de agentes en nuestro país que intentan evaluar su estado mental.

—¿Habla en serio? —preguntó Fuller.

—Completamente. Supongo que se han tomado demasiado en serio la retórica electoralista.

—Su ministro de Exteriores me formuló algunas preguntas extrañas —dijo el embajador—. Pero no les concedí la menor importancia.

—Estamos invirtiendo mucho dinero en las fuerzas armadas, señor, y eso los pone nerviosos.

—Y mientras tanto, ellos compran diez mil tanques nuevos y eso es perfectamente normal —observó el general Dalton.

—Exactamente —reconoció Foley—. En mis manos, las armas son defensivas, pero en las tuyas, ofensivas. Supongo que es una cuestión de punto de vista.

—¿Ha visto esto? —preguntó Fuller al tiempo que le entregaba un fax del Fondo Tenebroso.

—Caramba —exclamó Foley después de echarle un vistazo.

—Le he comentado a Washington que preocuparía bastante a los soviéticos. ¿Usted qué opina?

—Estoy de acuerdo, señor. En varios sentidos. Lo más importante será el malestar potencial que se origine en Polonia, que podría extenderse por todo su imperio. Esa es una de las áreas en las que piensan a largo plazo. Para ellos, la estabilidad política es imprescindible. ¿Qué dicen en Washington?

—La CIA acaba de mostrárselo al presidente, que se lo ha pasado al secretario de Estado y me lo ha mandado para que lo comente. ¿Puede hurgar usted entre la maleza y comprobar si hablan de ello en el Politburó?

Foley reflexionó un instante y asintió.

—Puedo intentarlo.

Le incomodaba ligeramente el encargo, ¿pero acaso no era ésa la naturaleza de su trabajo? Debería mandar un mensaje a uno o varios de sus agentes, ya que para eso estaban. Lo inquietante era que eso suponía poner en juego la integridad de su esposa. A Mary Pat no le importaría, maldita sea, le encantaba el juego del espionaje, pero era a su marido a quien le preocupaba que corriera peligro. Probablemente era una cuestión de machismo.

—¿Qué prioridad tiene este asunto?

—En Washington están muy interesados —respondió Fuller. Eso significaba que era importante, pero no exactamente una emergencia.

—Bien, señor, me ocuparé de ello.

—No sé con qué medios cuenta usted aquí en Moscú, ni quiero saberlo. ¿Es peligroso para ellos?

—Aquí fusilan a los traidores, señor.

—Esto es más peligroso que el negocio de los coches, Foley. Soy consciente de ello.

—Maldita sea —exclamó el general Dalton—, el peligro era menor en los Altiplanos Centrales. Los rusos juegan muy duro. A mí también me han preguntado por el presidente, generalmente entre copas con altos mandos. ¿Tanto les preocupa?

—Eso parece —afirmó Foley.

—Bien. Nunca está de más sacudir ligeramente la confianza del contrincante, obligarlo a vigilar un poco a sus espaldas.

—Siempre que no se vaya demasiado lejos —sugirió el embajador Fuller, que era relativamente nuevo en el mundo de la diplomacia, pero sentía respeto por el proceso—. Bien, ¿hay algo que deba saber?

—No por mi parte —respondió el jefe de la delegación—. Todavía me estoy adaptando. Hoy me las he visto con un periodista ruso, quizá agente del KGB de contraespionaje que me investigaba, un tal Kuritsyn.

—Creo que es un participante —respondió inmediatamente el general Dalton.

—Me lo había olido. Supongo que le preguntará por mí al corresponsal del Times.

—¿Lo conoce?

—Anthony Prince —asintió Foley—. Y el nombre lo dice todo. Groton y Yale. Me tropecé varias veces con él en Nueva York, cuando yo trabajaba en el periódico. Es muy listo, pero no tanto como él cree.

—¿Habla usted bien el ruso?

—Puedo pasar por un nativo, pero mi esposa puede pasar por poeta. Ella lo habla realmente bien. Por cierto, tengo unos vecinos llamados Nigel y Penelope Haydock. Supongo que también son participantes.

—Así es —confirmó el general Dalton—. Y de mucha integridad.

Foley se lo había imaginado, pero nunca estaba de más asegurarse.

—Bien, ahora voy a trabajar un poco —dijo después de levantarse.

—Bien venido a bordo, Ed —respondió el embajador—. Aquí el servicio no está demasiado mal cuando uno se acostumbra. Recibimos todas las entradas que queremos para el teatro y el ballet a través de su Ministerio de Exteriores.

—Yo prefiero el hockey sobre hielo.

—Eso también es fácil de conseguir —dijo el general Dalton.

—¿Buenas localidades? —preguntó el espía.

—Primera fila.

—Estupendo —sonrió Foley.

Mary Pat se encontraba en la calle con su hijo. Lamentablemente, Eddie era demasiado mayor para ir en una sillita de paseo. Se podían hacer muchas cosas interesantes con un cochecito y los rusos dudarían en molestar a un bebé y hurgar en su bolsa de pañales, especialmente cuando él y su mamá tenían pasaporte diplomático. Mary Pat se limitaba ahora a dar un paseo para acostumbrarse al entorno, las vistas y los olores. Estaba en las entrañas de la bestia y ella era como un virus, esperaba que letal. Su nombre de nacimiento era Mary Kaminsky y era nieta de un secretario privado de la casa Romanov. Su abuelo, Vanya, había sido un personaje muy importante durante su juventud. De él había aprendido ruso cuando apenas gateaba y no el ruso popular de la actualidad, sino el ruso elegante y literario de otra época. Se le llenaban los ojos de lágrimas cuando leía la poesía de Pushkin y en ese sentido era más rusa que norteamericana, porque los rusos veneraban desde hacía siglos a sus poetas, mientras que en Norteamérica los habían relegado esencialmente a escribir canciones populares. En ese país había mucho que admirar y mucho que querer.

Pero no su gobierno. Ella tenía doce años y esperaba con entusiasmo entrar en la adolescencia cuando su abuelo Vanya le contó la historia de Aleksey, el príncipe heredero de Rusia, un buen chico, según decía su abuelo, pero desgraciado porque padecía hemofilia y era frágil por dicha razón. El coronel Vanya Borissovich Kaminsky, pequeño aristócrata que pertenecía a la caballería imperial, enseñó al niño a montar a caballo, porque eso era algo que entonces un príncipe debía saber. Tuvo que tener muchísimo cuidado con Aleksey, a menudo en brazos de un marino de la armada imperial, para evitar que se cayera y sangrara, pero Nikolay II y la zarina Alexandra agradecieron enormemente que lo lograra y entretanto llegó a crearse entre ellos una intimidad, que si no era propia de padre e hijo, sí lo era de tío y sobrino. El abuelo Vanya estuvo en el frente y luchó contra los alemanes, pero lo capturaron nada más empezar la guerra en la batalla de Tannenberg. Estaba en un campo de prisioneros en Alemania cuando se enteró de la revolución. Logró regresar a la madre Rusia y luchó con la guardia blanca en el esfuerzo contrarrevolucionario condenado al fracaso, hasta descubrir que el zar y toda su familia habían sido asesinados en Ekaterinburg por los usurpadores. Comprendió entonces que la guerra estaba perdida y logró escapar hasta llegar a Norteamérica, donde empezó una nueva vida, aunque teñida permanentemente de duelo por los muertos.

Mary Pat recordaba las lágrimas en sus ojos cuando se lo contó y dichas lágrimas le transmitieron su odio visceral por los bolcheviques, ahora hasta cierto punto mitigado. No era una fanática, pero cuando veía a un ruso uniformado, o en un ZIL a toda velocidad en dirección a una reunión del partido, veía el rostro del enemigo, un enemigo al que era preciso derrotar. El hecho de que el comunismo fuera el adversario de su país no era más que la guinda del pastel. Si lograra encontrar un botón capaz de destruir aquel odioso sistema político, lo pulsaría sin dudar lo más mínimo.

Así pues, que la destinaran a Moscú fue como ver el mejor de sus sueños convertido en realidad. Cuando Vanya Borissovich Kaminsky le contó su antigua y triste historia, también le encomendó una misión en la vida y le transmitió la pasión para cumplirla. Su decisión de ingresar en la CIA fue algo tan natural como peinar su cabellera rubia.

Y ahora, mientras paseaba, por primera vez en su vida comprendía realmente el inmenso amor que sentía su abuelo por las cosas del pasado. Todo era diferente de lo que conocía en Norteamérica, desde la inclinación de los tejados de los edificios hasta el color del asfalto de las calles, o la expresión perdida en el rostro de los transeúntes. La miraban al cruzarse con ella, porque con su ropa norteamericana llamaba tanto la atención como un pavo real rodeado de cuervos. Algunos le sonreían incluso al pequeño Eddie, porque a pesar de lo adustos que fueran los rusos, también eran invariablemente amables con los niños. Únicamente para divertirse, le pidió indicaciones a un miliciano, como llamaban allí a los policías locales, y no sólo le respondió educadamente, sino que la ayudó con la pobre pronunciación de su idioma. Perfecto. Se percató de que alguien la seguía a unos cincuenta metros, un agente del KGB de unos treinta y cinco años, que hacía todo lo posible por pasar inadvertido. Su error consistió en desviar la mirada cuando ella volvió la cabeza. Probablemente eso era lo que le habían enseñado, con el fin de que su objetivo no se familiarizara con su rostro.

Allí las calles y las aceras eran anchas, pero poco transitadas. La mayoría de los rusos estaban en el trabajo y no existía una población de mujeres libres que fueran de compras, a tomar algo y charlar con las amigas o que salieran de excursión, salvo tal vez las esposas de los miembros realmente importantes del partido. Como los que vivían de renta en su país, pensó Mary Pat, si es que todavía existían. Su madre siempre había trabajado, por lo menos hasta donde se remontaba su recuerdo, y todavía lo hacía. Pero en la Unión Soviética las mujeres trabajaban a pico y pala, mientras los hombres conducían volquetes. Siempre estaban reparando baches en las calles, pero nunca a la perfección. Al igual que en Washington y en Nueva York, pensó Mary Pat.

Sin embargo, había puestos ambulantes en la calle donde vendían helados, y le compró uno al pequeño Eddie, que lo absorbía todo con la mirada. Mary Pat sentía remordimientos de conciencia por imponer ese lugar y esa misión a su hijo, pero sólo tenía cuatro años y aprendería de la experiencia. Por lo menos crecería siendo bilingüe. También aprendería a apreciar su país más que la mayoría de los niños norteamericanos y eso, en su opinión, era positivo.

Alguien la seguía. ¿Sería eso bueno? Tal vez había llegado el momento de averiguarlo. Metió la mano en el bolso y sacó subrepticiamente un trozo de cinta adhesiva de un color intensamente rojo. Al doblar la esquina la pegó a una farola, de un modo tan natural que el gesto pasó inadvertido, y siguió caminando. Después de recorrer unos cincuenta metros de esa nueva manzana, volvió la cabeza como si hubiera perdido algo y lo vio pasar junto a la farola. Evidentemente no la había visto dejar la señal; de haberlo hecho, por lo menos habría mirado, y era el único que la seguía. Había dado tantas vueltas sin premeditación alguna, que no podían haber destacado a nadie más para vigilarla, a no ser que hubieran organizado una gran operación, y eso no parecía probable. Nunca la habían descubierto en ninguna de sus misiones. Recordaba todos los detalles de su entrenamiento en La Granja de Tidewater, en Virginia. Era la primera de la clase y sabía que era buena, pero sobre todo sabía que nunca se es suficientemente bueno para olvidar la cautela. Pero con las debidas precauciones, uno podía montar cualquier caballo. El abuelo Vanya le había enseñado también a montar.

Ella y el pequeño Eddie vivirían muchas aventuras en esa ciudad, pensó Mary Pat. Esperaría hasta que el KGB se cansara de vigilarla constantemente y luego podría actuar a sus anchas. Se preguntó a quién contrataría para trabajar para la CIA, además de dirigir a los agentes ya existentes. Sí, ciertamente estaba en las entrañas del monstruo y su misión consistía en provocarle a ese malvado una úlcera hemorrágica.

—Muy bien, Aleksey Nikolay'ch, usted lo conoce —dijo Andrópov—. ¿Qué le digo ahora?

Una muestra de la inteligencia del director era no haber dado una respuesta contundente para poner al delegado de Roma en su lugar. Sólo un estúpido regaña a sus subordinados de alto rango.

—Solicita orientación: conocer cuál sería el alcance de la operación, etcétera. Deberíamos proporcionársela. Eso plantea la cuestión de lo que usted se propone exactamente, camarada director. ¿Lo ha pensado usted hasta ese punto?

—Muy bien, coronel, ¿qué cree usted que deberíamos hacer?

—Camarada director, hay una expresión que usan los norteamericanos y que he aprendido a respetar: no me pagan para eso.

—¿Me está diciendo que en el fondo de su mente no juega usted a ser director? —preguntó Yuri Vladimirovich de forma harto significativa.

—Sinceramente, no. Limito mi pensamiento a lo que soy capaz de comprender: las cuestiones operativas. No me considero competente para penetrar en los confines de la alta política, camarada.

Inteligente respuesta, pensó Andrópov, aunque fuera mentira. Pero Rozhdiéstvensky no podía comentar los pensamientos de alto nivel que pudiera tener, porque nadie más en el KGB estaba autorizado a hacerlo. A no ser que lo entrevistara un miembro decano del comité central del partido, obedeciendo órdenes del Politburó, pero dicha orden debería proceder prácticamente del propio Brézhnev. Y eso, de momento, a Yuri Vladimirovich le parecía bastante improbable. De modo que el coronel lo pensaría en la intimidad de su propia mente, al igual que todos sus subordinados, pero como oficial profesional del KGB, más que portavoz del partido, mantendría confinados dichos pensamientos.

—Muy bien, prescindiremos por completo de toda consideración política. En teoría, ¿cómo habría que matar a ese sacerdote? Rozhdiéstvensky parecía sentirse incómodo.

—Siéntese —ordenó el director—. En otras ocasiones ya ha planeado operaciones complejas. Tómese su tiempo para estudiarla.

Rozhdiéstvensky tomó asiento antes de responder.

—En primer lugar solicitaría la ayuda de alguien más versado en esos temas. Disponemos de varios aquí en el Centro. Pero como usted dice que lo plantee en términos teóricos…

Las palabras del coronel se perdieron en la lejanía y levantó la mirada hacia la izquierda. Cuando empezó a hablar de nuevo, lo hizo con lentitud.

—En primer lugar, sólo utilizaríamos la delegación de Goderenko para obtener información: reconocimiento del objetivo y cosas por el estilo. No utilizaríamos el personal de la delegación romana en ninguna forma activa… En realidad, yo aconsejaría no emplear en absoluto personal soviético para la parte activa de esta operación.

—¿Por qué? —preguntó Andrópov.

—La policía italiana es muy profesional y para una investigación de esta magnitud no escatimaría esfuerzos ni personal, utilizaría a sus mejores hombres. Además, en cualquiera de esos acontecimientos, habrá testigos. Todo el mundo tiene dos ojos y una memoria. Algunos, también inteligencia. Eso es algo que no se puede predecir. Si bien por una parte esto gravitaría en favor de un francotirador apostado a bastante distancia, dicho método indicaría una operación de nivel estatal. El francotirador debería estar bien entrenado y debidamente equipado. Eso significaría un soldado. Un soldado significa un ejército. Un ejército significa una nación, y ¿qué nación querría asesinar al Papa? —preguntó el coronel Rozhdiéstvensky—. A una operación realmente secreta no se le puede seguir el rastro hasta su punto de origen.

Andrópov encendió un cigarrillo y asintió. Había elegido bien. Ese coronel no era ningún estúpido.

—Prosiga.

—Lo ideal sería que el tirador no tuviera vínculo alguno con la Unión Soviética. Eso es algo de lo que debemos asegurarnos, porque no podemos ignorar la posibilidad de que lo detengan. Si lo detienen, lo interrogarán. La mayoría de la gente habla en los interrogatorios por razones psicológicas o físicas —dijo Rozhdiéstvensky mientras se sacaba del bolsillo uno de sus propios cigarrillos—. Recuerdo haber leído algo sobre un atentado de la mafia en Norteamérica…

Una vez más su voz se perdió en la lejanía y fijó la mirada en la pared, mientras contemplaba el pasado.

—¿Y? —insistió el director.

—Un atentado en la ciudad de Nueva York. Uno de sus cabecillas tenía discrepancias con sus pares y no sólo decidieron asesinarlo, sino hacerlo con cierto grado de ignominia. Eligieron a un negro para matarlo. Para la mafia —explicó Rozhdiéstvensky—, eso es particularmente humillante. En cualquier caso, el asesino fue abatido inmediatamente por otro hombre, es de suponer que un asesino de la mafia que logró huir, indudablemente con la ayuda necesaria, lo que demuestra que fue un ejercicio meticulosamente planeado. El caso nunca se resolvió. Fue un perfecto ejercicio técnico. Murió el objetivo y también el asesino. Los verdaderos asesinos, los que planearon el ejercicio, cumplieron su misión e incrementaron su prestigio en la organización, pero nunca se les castigó por ello.

—Malhechores facinerosos —refunfuñó Andrópov.

—Sí, camarada director, pero a pesar de ello una misión llevada a cabo debidamente merece ser estudiada. No es exactamente aplicable al caso que nos ocupa, porque aquelse suponía que debía parecer un asesinato de la mafia bien ejecutado. Pero el asesino logró acercarse a su objetivo porque no formaba parte de una pandilla de la mafia, ni tampoco pudo vincular ni identificar más adelante a quienes le habían pagado para cometer el crimen. Eso es precisamente lo que deberíamos conseguir. Evidentemente no podemos copiar todos los detalles de esa operación, porque matar al asesino, por ejemplo, nos señalaría directamente a nosotros. Esto no puede ser como el asesinato de Leon Trotski. En aquel caso no se ocultó realmente el origen de la operación. Al igual que en el caso de la mafia que acabo de citar, se quiso que en cierto modo fuera una declaración pública.

Para Rozhdiéstvensky, el paralelismo entre la actuación soviética y el atentado de la mafia en Nueva York era bastante evidente. Pero en la parte operativa de su cerebro, entre el asesinato de Trotski y el de la mafia existían interesantes confluencias tácticas y objetivas.

—Camarada, necesito un poco de tiempo para considerarlo plenamente.

—Le concedo dos horas —respondió generosamente el director Andrópov.

Rozhdiéstvensky se puso en pie, se cuadró y salió por el armario al despacho del secretario.

El despacho del propio Rozhdiéstvensky era pequeño, naturalmente, pero no lo compartía con nadie y estaba en el mismo piso que el del director. La ventana daba a la plaza Dzerzhinskiy, con todo su tráfico y la estatua de Félix de Hierro. Su silla giratoria era cómoda y había tres teléfonos sobre el escritorio, porque en la Unión Soviética no se dominaba la técnica de los teléfonos con diversas líneas. Tenía su propia máquina de escribir, que raramente utilizaba, porque prefería llamar a una mecanógrafa del equipo para ejecutivos. Se decía que Yuri Vladimirovich utilizaba a una de ellas no sólo para escribir al dictado, pero Rozhdiéstvensky no lo creía. El director era demasiado asceta para eso. Simplemente, la corrupción no era lo suyo y eso le gustaba. Era difícil sentir lealtad por alguien como Brézhnev. Rozhdiéstvensky se tomaba en serio el lema de «coraza y espada» de su organización. Su trabajo consistía en proteger su país y a sus habitantes, y dicha protección era necesaria, a veces contra los miembros de su propio Politburó.

¿Pero por qué debían protegerse de ese sacerdote?

Sacudió la cabeza y se concentró en el ejercicio. El Papa parecía alto, a juzgar por las fotografías, y habitualmente vestía de blanco. Difícilmente podía pedirse un blanco mejor para un tirador. Se desplazaba en un vehículo descapotado, lo cual lo convertía todavía en mejor objetivo, porque además lo hacía despacio para que los fieles pudieran verlo bien.

¿Pero quién sería el tirador? No un agente del KGB. Ni siquiera un ciudadano soviético. Tal vez un exiliado ruso. El KGB los tenía distribuidos por Occidente, muchos de ellos como agentes durmientes, que vivían su vida a la espera de recibir la orden de entrar en acción… Pero el problema era que muchos de ellos se identificaban con su país de adopción y hacían caso omiso de la orden de entrar en acción, o llamaban al servicio de contraespionaje de su país de residencia. A Rozhdiéstvensky no le gustaban esa clase de misiones a largo plazo. Era muy fácil que un agente olvidara quién era, para convertirse en quien según su tapadera aparentaba ser.

No, el tirador debería ser un extranjero, no un ciudadano ruso ni ex ciudadano ruso, ni siquiera un extranjero entrenado por el KGB. Lo ideal sería un cura o una monja renegados, pero esa clase de gente no caía del cielo, salvo en las novelas occidentales de espionaje y en los espectáculos de la televisión. El mundo real del espionaje raramente era tan acomodadizo.

Por consiguiente, ¿qué clase de tirador necesitaba? ¿Uno que no fuera cristiano? ¿Un judío? ¿Un musulmán? Un ateo, no, porque sería demasiado fácil relacionarlo con la Unión Soviética. ¡Sería estupendo conseguir que lo hiciera un judío! Un miembro del pueblo elegido. Y aún mejor si era israelí. Israel tenía su cuota de fanáticos religiosos. Era posible… pero improbable. El KGB disponía de medios en Israel, muchos de los ciudadanos soviéticos que habían emigrado a dicho país eran agentes durmientes del KGB, pero el servicio israelí de contraespionaje se distinguía por su eficiencia. La posibilidad de que se estropeara una operación de dichas características era excesiva y eso era inaceptable. De modo que los judíos quedaban descartados.

Tal vez un loco de Irlanda del Norte. Ciertamente, los protestantes de aquel país odiaban a la Iglesia católica y uno de sus cabecillas, cuyo nombre Rozhdiéstvensky no recordaba, pero que parecía el anuncio de una cervecería, había declarado que deseaba la muerte del Papa. Se suponía que ese individuo era pastor protestante. Pero, lamentablemente, esa clase de gente odiaba todavía más a la Unión Soviética porque sus adversarios del IRA alegaban ser marxistas, algo que al coronel Rozhdiéstvensky le costaba aceptar. Si realmente fueran marxistas, podría utilizar la disciplina del partido para obligar a uno de ellos a llevar a cabo la operación… pero no. Por lo poco que sabía del terrorismo irlandés, esperar que antepusieran la disciplina del partido a sus creencias étnicas era pedir demasiado. A pesar de su atractivo teórico, sería demasiado difícil de organizar.

Quedaban los musulmanes. Muchos de ellos eran fanáticos, tan alejados de los principios de su propia religión como el Papa de Karl Marx. El mundo islámico era demasiado grande y padecía el mal de la extensión. Pero si quería a un musulmán, ¿dónde podría encontrarlo? El KGB operaba en muchos países de población musulmana, al igual que otras naciones marxistas. Buena idea, pensó. La mayoría de los aliados de la Unión Soviética tenían sus propios servicios de Inteligencia, casi todos dominados por el KGB.

El mejor era el Stasi de la República Democrática Alemana, bajo la excelente dirección de Markus Wolf. Pero allí había pocos musulmanes. Los polacos también eran buenos, pero no los utilizaría en modo alguno para esta operación. Los católicos los habían infiltrado y eso significaba que, indirectamente, también lo había hecho Occidente. Hungría tampoco, porque era un país demasiado católico, donde los únicos musulmanes eran extranjeros en campos de entrenamiento ideológicos para grupos terroristas que probablemente era preferible no utilizar. Lo mismo ocurría con los checos. Rumania no se consideraba un verdadero aliado soviético. Su dirigente, a pesar de ser un ferviente comunista, actuaba demasiado como los bandidos gitanos naturales de su país. Sólo quedaba… Bulgaria. Claro. Vecina de Turquía, que era un país musulmán, pero con una cultura seglar y una copiosa reserva de delincuentes. Y los búlgaros mantenían muchos contactos transfronterizos, a menudo disimulados como actividades contrabandistas, que utilizaban para obtener información de la OTAN, al igual que Goderenko en Roma.

Por consiguiente, utilizarían al delegado de Sofía para que los búlgaros hicieran su trabajo sucio. Después de todo, tenían una antigua deuda con el KGB. Moscú Centro les había facilitado la eliminación de su ciudadano descarriado en el puente de Westminster, en una operación muy astuta parcialmente estropeada por el peor caso de mala suerte.

Pero de eso habían aprendido una lección, se recordó a sí mismo el coronel Rozhdiéstvensky. Al igual que con el asesinato de la mafia, la operación no podía ser tan inteligente como para señalar directamente al KGB. No, debía parecer obra de unos delincuentes. Incluso así habría peligro. Los gobiernos occidentales tendrían sus sospechas, pero sin ningún vínculo directo ni indirecto con la plaza Dzerzhinskiy, no podrían expresarlas en público…

¿Sería suficiente?, se preguntó.

Los italianos, los norteamericanos y los británicos se harían preguntas. Susurrarían algún comentario, que posiblemente llegaría a los medios de comunicación. ¿Pero acaso importaba eso?

Dependía de lo importante que fuera esa operación para Andrópov y para el Politburó. Existirían ciertos riesgos, pero en un amplio balance político se comparaban los riesgos con la importancia de la misión.

Por consiguiente, la delegación romana sería el elemento de reconocimiento. La delegación de Sofía se ocuparía de que los búlgaros contrataran al tirador, que probablemente debería utilizar una pistola. Poder acercarse lo suficiente para usar un cuchillo no sería tarea fácil de organizar y los rifles eran demasiado difíciles de ocultar, pero para una operación como ésa, el arma ideal solía ser una ametralladora. Y el tirador no sería siquiera ciudadano de un país socialista. No, conseguirían uno en un país de la OTAN. Eso suponía cierto grado de complejidad, pero no excesiva.

Rozhdiéstvensky encendió otro cigarrillo y repasó mentalmente su razonamiento en busca de errores o puntos débiles. Había algunos; siempre los había. El problema principal consistiría en encontrar a un buen turco para disparar. Para ello dependerían de los búlgaros. ¿Cuál era el nivel de sus servicios clandestinos? Rozhdiéstvensky nunca había trabajado directamente con ellos y sólo conocía su reputación, que no era demasiado buena. Eran un reflejo de su gobierno, más basto y vandálico que el de Moscú, no muy civilizado, aunque suponía que en cierta medida eso era chovinismo ruso por parte del KGB. Bulgaria era el hermano menor de Moscú, tanto política como culturalmente, y cierta condescendencia era inevitable. Sólo precisaban ser suficientemente buenos para tener contactos aceptables en Turquía y para ello bastaba un buen oficial de Inteligencia, formado preferentemente en Moscú. Habría muchos de ellos y en la propia academia del KGB dispondrían de las fichas necesarias. Incluso era posible que el delegado de Sofía lo conociera personalmente.

Su ejercicio teórico empezaba a tomar forma, pensó para sus adentros el coronel Rozhdiéstvensky, un tanto orgulloso de sí mismo. Todavía recordaba cómo organizar una buena operación de campo, a pesar de haberse convertido en un funcionario de la central. Sonrió al tiempo que apagaba la colilla de su cigarrillo. A continuación levantó el auricular del teléfono blanco de su escritorio y marcó tres veces el uno para hablar con el director.