Las cosas nuevas son siempre interesantes y eso es cierto también para los cirujanos. Mientras Jack leía el periódico, Cathy miraba por la ventana. Hacía otro día soleado, con el cielo tan azul como los preciosos ojos de su esposa. Por su parte, Jack tenía la ruta bastante bien memorizada y el aburrimiento inevitablemente le provocaba sueño. Se acomodó en el rincón del asiento y comprobó que los párpados empezaban a pesarle.
—¿Vas a quedarte dormido, Jack? ¿Y si te saltas la estación?
—Es la terminal —repuso su marido—. El tren muere allí. Además, nunca viajes de pie cuando puedas hacerlo sentado, ni sentado cuando puedas hacerlo tumbado.
—¿Quién diablos te ha enseñado eso?
—Mi armero —respondió Jack sin abrir los ojos.
—¿Quién?
—El sargento armero Phillip Tate, del cuerpo de marines de Estados Unidos. Dirigía mi pelotón hasta que perdí la vida en aquel accidente de helicóptero y supongo que ha seguido haciéndolo desde que me marché.
Ryan todavía le mandaba postales por Navidad. Si Tate hubiera metido la pata, lo de «perder la vida» no habría sido la broma que pretendía. Tate y un marine del hospital naval llamado Michael Burns estabilizaron la espalda de Ryan, evitando por lo menos su invalidez permanente. Burns recibía también una postal por Navidad.
A unos diez minutos de Victoria, Ryan se frotó los ojos y se incorporó en su asiento.
—Bien venido a bordo —observó secamente Cathy.
—Tú harás lo mismo a mitad de la semana próxima.
—Para un ex marine, sin duda eres perezoso —refunfuñó su esposa.
—Si no hay nada que hacer, cariño, merece la pena aprovechar el tiempo.
—Eso hago —respondió Cathy, mostrándole su ejemplar de la revista Lancet.
—¿Qué has leído hasta ahora?
—Tú no lo entenderías.
Estaba en lo cierto. El conocimiento de Ryan de la biología se limitaba a la rana que había diseccionado en el instituto. Cathy también lo había hecho, pero probablemente la había cosido a continuación y había visto cómo regresaba saltando a su estanque. También era capaz de repartir las cartas como un experto crupier de Las Vegas, lo cual dejaba boquiabierto a su marido cada vez que lo hacía. Pero no tenía la menor habilidad con una pistola, probablemente al igual que la mayoría de los médicos. Además, en Inglaterra las armas de fuego eran consideradas objetos impuros, incluso por parte de la policía, sólo algunos de cuyos agentes estaban autorizados a llevarlas. Curioso país.
—¿Cómo voy hasta el hospital? —preguntó Cathy cuando el tren estaba a punto de detenerse.
—Por ser la primera vez, coge un taxi. También puedes utilizar el metro —sugirió Jack—. Es una ciudad nueva para ti. Se necesita tiempo para aprender a circular.
—¿Cómo es el barrio? —preguntó Cathy, que había nacido en Nueva York y trabajado en el centro de Baltimore, donde era aconsejable mantener los ojos bien abiertos.
—Mucho mejor que alrededor del Hopkins. No verás muchos heridos de bala en urgencias. Y la gente es muy amable. Cuando descubran que eres norteamericana, estarán dispuestos a ofrecértelo todo en bandeja.
—Ayer fueron muy cordiales con nosotros en el colmado —reconoció Cathy—. Pero ¿sabes una cosa?, no tienen zumo de uva.
—¡Dios mío, qué incivilizados! —exclamó Jack—. Cómprale a Sally unas cervezas.
—¡Eres un bobo! —rió Cathy—. No olvides que a Sally le gusta el zumo de uva y el de cereza. Lo único que tienen aquí es zumo de grosella negra. No me atreví a comprarlo.
—Y también aprenderá a escribir con una ortografía extraña —agregó Jack, a quien no le preocupaba su pequeña Sally.
Los críos tenían una extraordinaria capacidad de adaptación. Tal vez incluso aprendiera las reglas del críquet, en cuyo caso podría explicárselas a él.
—Dios mío, aquí todo el mundo fuma —observó Cathy cuando entraban en la estación Victoria.
—Querida, piensa en ello como ingresos futuros para todos los médicos.
—Es una forma terrible y estúpida de morir.
—Sí, cariño.
Cuando Jack fumaba un cigarrillo, se organizaba un escándalo en la casa de los Ryan. Esa era otra desventaja de estar casado con una doctora. Evidentemente, Cathy tenía razón y Jack lo sabía, pero todo el mundo tenía derecho a un vicio por lo menos. Excepto Cathy, que si lo tenía, lo ocultaba magistralmente. El tren acabó por detenerse, ambos se levantaron y abrieron la puerta del compartimento.
Al apearse se unieron a la multitud de oficinistas que llegaban a la ciudad. Era como la terminal central de Nueva York, pensó Jack, pero no tan abarrotada. En Londres había muchas estaciones, desparramadas como los tentáculos de un pulpo. El andén era agradablemente ancho, y los pasajeros, más educados de lo que nunca llegarían a serlo los neoyorquinos. La hora punta existía en todas partes, pero en la capital inglesa tenía un matiz de cortesía que era difícil que a alguien no le gustara. Incluso a Cathy le agradaría en breve. Ryan condujo a su esposa a la calle, donde había una hilera de taxis esperando, y la acompañó hasta el primero.
—Hospital de Hammersmith —le indicó al conductor antes de despedirse de su esposa con un beso.
—Hasta esta noche, Jack —respondió ella, como siempre con una sonrisa.
—Que tengas un buen día, cariño —dijo Ryan antes de dirigirse al otro extremo del edificio.
En parte detestaba que Cathy tuviera que trabajar. Su madre nunca lo había hecho. Su padre, como todos los hombres de su generación, consideraba que alimentar a la familia era la obligación del hombre. A Emmet Ryan le gustó que su hijo se casara con una doctora, pero de algún modo su hijo heredó su actitud machista con respecto al lugar que la mujer debía ocupar en la familia, a pesar de que Cathy ganaba mucho más que Jack, probablemente porque los oftalmólogos eran más valiosos para la sociedad que los analistas de Inteligencia. O, en cualquier caso, así lo consideraba el mercado. Sea como fuere, ella no podía hacer lo que él hacía, ni él lo que hacía ella.
En Century House, el guardia uniformado lo saludó con la mano y una sonrisa.
—Buenos días, sir John.
—Hola, Bert —respondió Ryan mientras introducía su tarjeta en la ranura.
Se encendió el piloto verde y Jack cruzó la puerta de seguridad. Estaba a pocos pasos del ascensor.
—Buenos días, Jack —dijo Simon Harding, que también llegaba en aquel momento.
—Hola —respondió Ryan de camino a su escritorio, donde lo estaba esperando un sobre amarillo, cuya procedencia según la etiqueta era la embajada estadounidense en Grosvenor Square.
Al abrirlo comprobó que contenía el informe del Hopkins sobre Mijáil Suslov. Jack lo hojeó y vio algo que había olvidado. El doctor Bernie Katz, meticuloso como siempre, había diagnosticado la diabetes de Suslov como peligrosamente avanzada y había pronosticado que su longevidad sería limitada.
—Mira, Simon, aquí dice que el mandamás de los comunistas está más enfermo de lo que parece.
—Lástima —comentó Harding mientras cogía el informe sin dejar de manosear su pipa—. No es una persona muy agradable.
—Eso he oído.
Sobre el escritorio de Ryan también estaban los informes matutinos, clasificados como «secretos», lo que significaba que su contenido tardaría quizá un día o dos en aparecer en los periódicos. A pesar de todo eran interesantes, porque a veces revelaban sus fuentes y eso podía indicar si la información era de confianza. Asombrosamente, no todo lo que recibían los servicios de Inteligencia era necesariamente fiable. Mucha de la información eran simplemente rumores, comunes incluso entre la gente importante en círculos gubernamentales a nivel mundial. Eran tan dados a los celos y a las rencillas como cualquier otro. Especialmente en Washington. ¿Tal vez incluso más en Moscú?, le preguntó a Harding.
—Desde luego, muchísimo más. Su sociedad está basada en gran medida en el prestigio y podría decirse que apuñalarse por la espalda es su deporte nacional. Eso también ocurre aquí, por supuesto, pero allí puede ser extraordinariamente viperino. Como supongo que debió de serlo en las cortes medievales, cuando la gente luchaba todos los días para mejorar su posición. Las luchas internas en sus principales burocracias deben de ser aterradoras.
—¿Y cómo afecta eso a esta clase de información?
—A menudo pienso que debería haber estudiado psicología en Oxford. Aquí tenemos varios psiquiatras en la plantilla, como seguramente también tenéis en Langley.
—Desde luego. Conozco a varios de ellos, sobre todo en mi sección, pero también en la S y la T. En ese sentido, no somos tan buenos como deberíamos serlo.
—¿A qué te refieres, Jack?
Ryan se acomodó en su butaca.
—Hace un par de meses hablé con uno de los compañeros de Cathy en el Hopkins, un neuropsiquiatra llamado Solomon. Deberías haber oído su punto de vista. Sol es muy listo, jefe de departamento y todo lo demás. No es partidario de sentar a sus pacientes en el diván y hablar con ellos. Cree que la mayoría de las enfermedades mentales tienen su origen en desequilibrios químicos del cerebro. Por esa razón casi lo expulsaron de su profesión, pero al cabo de veinte años se percataron de que tenía razón. En cualquier caso, Sol me dijo que la mayoría de los políticos son como estrellas de cine. Se rodean de sicofantes, aduladores y personas que les susurran halagos al oído, hasta que empiezan a creerlos porque les gusta lo que oyen. Para ellos todo es como un gran juego, pero un juego en el que todo es forma y casi nada esencia. No son como la gente normal. No desempeñan ningún trabajo real, pero hacen ver que sí. Sobre asesoramiento y consentimiento, se dice que Washington es una ciudad donde uno no trata con las personas como son, sino como se supone que son. Si eso es cierto en Washington, ¿no lo será mucho más en Moscú? Allí todo es política. Todo son símbolos, ¿no es así? De modo que las luchas internas y los apuñalamientos por la espalda realmente deben de estar a la orden del día. Deduzco que eso debe afectarnos en dos sentidos. En primer lugar, eso significa que gran parte de la información que recibimos está tergiversada, ya sea porque sus fuentes son incapaces de reconocer la realidad aunque se den de bruces con ella, o porque, consciente o inconscientemente, falsean la información para sus propios fines en el momento de procesarla y transmitirla. En segundo lugar, eso significa que incluso la gente del otro lado que necesita dicha información no distingue entre lo bueno y lo malo, de modo que aunque nosotros logremos deducirla, no podemos predecir su significado porque ellos son incapaces de decidir por cuenta propia cómo utilizarla, aunque sepan de qué se trata. Aquí nos vemos obligados a analizar información incorrecta, que con toda probabilidad será utilizada indebidamente por las personas a las que supuestamente está destinada. Por consiguiente, ¿cómo diablos podemos prever lo que harán, cuando ellos mismos no saben lo que hay que hacer?
Eso mereció una sonrisa alrededor de la boquilla de la pipa.
—Muy bien, Jack. Empiezas a cogerle el tranquillo. Desde un punto de vista objetivo, muy poco de lo que hacen tiene algún sentido. No obstante, tampoco es tan difícil predecir su comportamiento. Primero decides lo que sería una reacción inteligente y luego piensa que harán todo lo contrario. Siempre funciona —rió Harding.
—Pero Sol dijo algo que me preocupa: que esa clase de personas en posición de poder son unos peligrosos canallas. No saben cuándo detenerse, ni cómo utilizar su poder con inteligencia. Supongo que así fue como empezó lo de Afganistán.
—Efectivamente —asintió con seriedad Simon—. Quedan atrapados en sus propias ilusiones ideológicas y no ven con claridad cómo salir de las mismas. Y el verdadero problema es que gozan de muchísimo poder.
—Me falta algún factor en la ecuación —dijo Ryan.
—A todos nos ocurre lo mismo, Jack. Eso forma parte de nuestro trabajo.
Había llegado el momento de cambiar de tema.
—¿Algo nuevo sobre el Papa?
—Hoy todavía nada. Si Basil sabe algo, es probable que me lo comunique antes del almuerzo. ¿Te preocupa el tema? Jack asintió con seriedad.
—Sí. El problema estriba en que si no vemos una amenaza real, ¿qué diablos podemos hacer al respecto? No es como si pudiéramos colocar una compañía de marines a su alrededor. Con todas las veces que aparece en público, es imposible protegerlo.
—Y las personas como él no se arredran ante el peligro.
—Recuerdo cuando asesinaron a Martin Luther King. Maldita sea, él sabía, debía de saberlo, que allí había armas con balas que llevaban su nombre. Pero nunca se amedrentó. Está claro que correr y esconderse no formaban parte de sus valores. No será diferente en Roma, amigo, ni en ningún otro lugar al que se desplace.
—Se supone que es más difícil alcanzar un blanco en movimiento —comentó Simon con escaso entusiasmo.
—No cuando se conoce su destino con un mes o dos de antelación. Si el KGB decide asesinarlo, maldita sea, no veo qué podemos hacer al respecto.
—Salvo, quizá, ponerlo sobre aviso.
—Estupendo. Para que pueda reírse. ¿Sabes que probablemente lo haría? Se las ha visto con los nazis y con los comunistas durante los últimos cuarenta años. No creo que haya ya nada que pueda asustarlo. Si deciden hacerlo, ¿quién aprieta el botón? —preguntó Ryan después de hacer una pausa.
—Supongo que debería votarlo el Politburó en una sesión plenaria. Las repercusiones políticas son demasiado graves para que un solo miembro, por importante que sea su cargo, intente tomar semejante decisión por cuenta propia, sin olvidar que son eminentemente gregarios y nadie hace nada por sí solo, ni siquiera Andrópov, que es el más independiente de todos ellos.
—Es decir, eso significa que quince individuos deben votar a favor o en contra. Quince cabezas, que lo hablarán con su personal y con sus familias. ¿Son nuestras fuentes fiables? ¿Lo sabremos?
—Ésa es una pregunta muy delicada, Jack. Me temo que no puedo responderte.
—¿Porque no lo sabes, o porque no estás autorizado a hacerlo? —puntualizó Ryan.
—Sí, Jack, conozco algunas de nuestras fuentes, pero no puedo hablar de ellas contigo —respondió Harding, al parecer sinceramente avergonzado.
—No te preocupes, Simon, lo comprendo —dijo Jack, que estaba en la misma situación.
Así, por ejemplo, allí no podía siquiera mencionar las palabras TALENT KEYHOLE, puesto que no estaba autorizado a hacerlo frente a ningún extranjero, aunque tanto Simon como sir Basil sabían algo al respecto. Era bastante avieso, sobre todo porque negaba información a quienes podían haber hecho buen uso de ella. Si Wall Street funcionara del mismo modo, reflexionó Jack, Norteamérica entera estaría sumida en la pobreza. Pero el juego tenía sus reglas y Ryan las observaba. Ese era el coste de la entrada en dicho club.
—Este material es excelente —exclamó Harding cuando pasaba a la tercera página del informe de Bernie Katz.
—Bernie es listo —confirmó Ryan—. Por eso a Cathy le gusta trabajar con él.
—Pero es oftalmólogo, no psiquiatra, ¿me equivoco?
—A ese nivel de medicina, Simon, todo el mundo es un poco de todo. Le pregunté a Cathy si la retinopatía diabética de Suslov era indicativa de un problema grave de salud. La diabetes produce un deterioro de los pequeños vasos sanguíneos detrás del ojo, que se detecta en un reconocimiento. Bernie y su equipo los repararon en parte, ya que no se pueden curar por completo, y recuperó entre el setenta y cinco y el ochenta por ciento de visión, suficiente para conducir un coche a la luz del día, pero lo grave es el problema de fondo. No son sólo los vasos capilares de los ojos; su problema se extiende a todo el cuerpo. Es previsible que Miguel el Rojo fallezca de insuficiencia renal o cardiovascular en el plazo de dos años a lo sumo.
—Nuestros especialistas creen que le quedan unos cinco años —señaló Harding.
—Bueno, yo no soy médico. Si quieres puedes mandar a alguien a hablar con Bernie, pero todo está aquí. Cathy dice que se sabe mucho sobre la diabetes examinando el globo ocular.
—¿Lo sabe Suslov?
Ryan se encogió de hombros.
—Buena pregunta, Simon. Los médicos no siempre se lo cuentan todo a sus pacientes y probablemente allí todavía menos. Supongo que a Suslov lo trata un médico políticamente fiable, algún catedrático. Aquí eso significaría una eminencia, que conocería realmente la materia. Allí… ¿quién sabe?
Harding asintió.
—Efectivamente. Quizá sepa más acerca de Lenin que de Pasteur. ¿Te enteraste de lo de Sergey Korolev, su principal diseñador de misiles? Fue un incidente particularmente desagradable. Al pobre desgraciado lo asesinaron prácticamente en el quirófano, porque los dos cirujanos que llevaban a cabo la operación no se podían ver y uno se negó a ayudar al otro cuando surgieron dificultades graves. Probablemente fue una bendición para Occidente, pero era un ingeniero excelente que murió por incompetencia médica.
—¿Pagó alguien las consecuencias? —se interesó Ryan.
—Claro que no. Ambos tenían demasiado peso político y muchas influencias en las altas esferas. Estarán a salvo mientras no maten a ninguno de sus amigos, y eso no sucederá. Estoy seguro de que ambos disponen de jóvenes competentes que están bajo sus órdenes para cubrirles las espaldas.
—¿Sabes lo que necesitan en Rusia? Abogados. No me gustan los que persiguen ambulancias, pero obligan a la gente a mantenerse alerta.
—En cualquier caso, lo más probable es que Suslov desconozca la gravedad de su estado. Por lo menos eso creen nuestros especialistas médicos. Según el informe de HUMINT, sigue tomando vodka y eso está definitivamente contraindicado. Su sustituto será Alexándrov, tan desagradable como su mentor. Debo asegurarme de que se actualice su historial —agregó con una mueca mientras tomaba nota.
Ryan volvió a concentrarse en sus informes matutinos antes de empezar su proyecto oficial. Greer quería que Ryan realizara un estudio de los métodos de dirección en la industria armamentista soviética para comprobar cómo funcionaba aquel sector de su economía, si es que funcionaba. Ryan y Harding cooperarían en dicho estudio, para el que utilizarían información británica y norteamericana. El proyecto se ajustaba al historial académico de Ryan. Puede que incluso llamara la atención de las altas esferas.
El mensaje de respuesta se recibió a las once y treinta y dos. Se trabaja rápido en Roma, pensó Zaitzev cuando empezaba a descodificarlo. Llamaría al coronel Rozhdiéstvensky cuando concluyera, pero todavía tardaría un poco. El capitán consultó el reloj de pared. Su almuerzo se retrasaría también, pero la prioridad condenaba su estómago a ciertas incomodidades. La única buena noticia era que el coronel Goderenko había iniciado su secuencia de codificación al inicio de la página 285.
ALTO SECRETO
INMEDIATO Y URGENTE
DEL: DELEGADO EN ROMA
A: DIRECCIÓN, MOSCÚ CENTRO
REFERENCIA: SU DESPACHO 15–8–82–666
ACERCARSE AL SACERDOTE NO ES DIFÍCIL SIN LIMITACIONES TEMPORALES FIJAS. SE PRECISA ORIENTACIÓN PARA UNA EVALUACIÓN COMPLETA DE SU SOLICITUD. EL SACERDOTE PARTICIPA EN AUDIENCIAS Y APARICIONES PÚBLICAS PREVISIBLES, CONOCIDAS SOBRADAMENTE DE ANTEMANO. APROVECHAR DICHA OPORTUNIDAD NO, REPITO, NO SERÁ FÁCIL, DEBIDO A LA MUCHEDUMBRE QUE ASISTE A DICHAS FUNCIONES. SUS MEDIDAS DE SEGURIDAD SON DIFÍCILES DE EVALUAR SIN ORIENTACIÓN ADICIONAL. NO SE RECOMIENDA ACCIÓN FÍSICA CONTRA EL SACERDOTE, DEBIDO A PREVISIBLES CONSECUENCIAS POLÍTICAS ADVERSAS. DIFÍCIL OCULTAR EL ORIGEN DE UNA OPERACIÓN CONTRA ÉL.
FIN.
Zaitzev pensó que al delegado no le gustaba demasiado la idea. ¿Prestaría atención Yuri Vladimirovich a ese consejo? Zaitzev sabía que eso estaba muy por encima de su cargo. Levantó el auricular del teléfono y marcó.
—Coronel Rozhdiéstvensky —respondió una voz brusca—. Capitán Zaitzev, de la central de comunicaciones. Tengo una respuesta a su seis, seis, seis, camarada coronel.
—Voy inmediatamente —dijo Rozhdiéstvensky.
El coronel cumplió su palabra y a los tres minutos cruzó el punto de control. Zaitzev ya había guardado el libro de códigos en el archivo central y había metido el original, acompañado de la traducción, en un sobre de color castaño que le entregó al coronel.
—¿Lo ha visto alguien? —preguntó Rozhdiéstvensky.
—Claro que no, camarada —respondió Zaitzev.
—Muy bien —dijo el coronel Rozhdiéstvensky antes de retirarse sin mediar otra palabra.
Zaitzev, por su parte, abandonó su escritorio para ir a almorzar a la cafetería. La comida era la mejor razón para trabajar en el Centro.
Lo que no podía quitarse de la cabeza, cuando entró en el servicio para lavarse las manos, era la secuencia de los mensajes. Yuri Andrópov quería matar al Papa, y al delegado en Roma no le gustaba la idea. Se suponía que Zaitzev no debía tener ninguna opinión; sólo formaba parte del sistema de comunicaciones. A la jerarquía del Comité de Seguridad Estatal raramente se le ocurría que en realidad su personal tenía cerebro… e incluso conciencia…
Zaitzev se puso en la cola y cogió una bandeja metálica y los cubiertos. Se decidió por el estofado de ternera y cuatro rebanadas gruesas de pan, con un gran vaso de té. La cajera le cobró cincuenta y cinco copecs. Sus compañeros habituales ya se habían marchado y decidió sentarse en el extremo de una mesa llena de gente a la que no conocía. Hablaban de fútbol y él, imbuido en sus pensamientos, no participó en la conversación. El estofado estaba bastante bueno, al igual que el pan, recién salido del horno. Lo único que no tenían allí eran buenos cubiertos, como en los comedores privados de los pisos superiores. En su lugar utilizaban los de cinc y aluminio, sumamente delgados, como todos los ciudadanos soviéticos. Cumplían su función, pero eran demasiado ligeros para sujetarlos con comodidad.
Tenía razón —pensó—: el director pensaba en asesinar al Papa. Zaitzev no era un hombre religioso; no había entrado en una iglesia en toda su vida, salvo en esos grandes edificios convertidos en museos después de la revolución. Lo único que sabía sobre la religión era la propaganda distribuida regularmente en la educación pública soviética. Sin embargo, algunos de los chicos que había conocido en la escuela hablaban de creer en Dios, y no los había denunciado porque eso no era propio de su conducta. Las grandes cuestiones de la vida eran cosas sobre las que no pensaba demasiado. En gran parte, la vida en la Unión Soviética se limitaba a ayer, hoy y mañana. Las realidades económicas de la vida no le permitían realmente a uno hacer planes a largo plazo. No había casas en el campo para comprar, ni coches de lujo que desear, ni vacaciones exóticas que planear. Con la imposición de lo que denominaban socialismo a la población, el gobierno de ese país permitía, obligaba a todos sus habitantes a aspirar a lo mismo, independientemente de sus gustos personales, lo que significaba incorporarse a unas listas interminables, hasta que les comunicaran que les había llegado el turno, conscientes de que quedaban relegados tras otros con mayor veteranía en el partido, o no, porque algunos tenían acceso a unos lugares mejores que otros. Su vida, al igual que la de todos los demás, era como la de un novillo en un establo. Recibían cuidados moderadamente aceptables y la misma comida insípida a la misma hora de idénticos días interminables. Todos los aspectos de la vida estaban dominados por un permanente aburrimiento grisáceo, aliviado sólo en su caso por el contenido de los mensajes que procesaba y transmitía. Se suponía que no debía pensar en los mensajes, ni mucho menos recordarlos, pero sin nadie con quien hablar, lo único que podía hacer era digerirlos en la intimidad de su propia mente. En su cerebro había hoy un solo ocupante, que no estaba dispuesto a callarse. Corría como un ratón en una rueda de ejercicio, dando una y mil vueltas pero regresando siempre al mismo lugar.
Andrópov quería matar al Papa.
Había procesado antes proyectos de asesinato, aunque no demasiados. El KGB se alejaba gradualmente de los mismos; había demasiados fallos. A pesar de la pericia profesional y de la astucia de los agentes de campo, la policía en otros países tenía una inteligencia ilimitada combinada con la paciencia de una araña, y hasta que el KGB descubriera la forma de matar con el simple hecho de desearlo, aparecería siempre algún testigo y algunas pruebas, porque el manto de la invisibilidad existía sólo en los cuentos infantiles.
Con mayor frecuencia procesaba mensajes sobre desertores, reales o potenciales, o acerca de agentes de los que se sospechaba que se habían pasado al enemigo. Incluso había visto las pruebas en forma de algún mensaje, en el que se llamaba a alguien para «consultas» de las que raramente regresaba a su delegación. Lo que les sucedía exactamente era objeto de rumores, todos ellos desagradables. Según se decía, cierto agente traidor había acabado vivo en un crematorio, práctica común, al parecer, entre las SS alemanas. Había oído que lo habían filmado y había hablado con gente que conocía a gente, que conocía a gente que había visto la filmación. Pero nunca lo había visto personalmente, ni conocía a nadie que lo hubiera visto. Oleg Ivanovich pensaba que había ciertas cosas que eran demasiado incluso para el KGB. No, la mayoría de las historias se referían a piquetes de ejecución, que según se decía a menudo metían la pata, o a un solo tiro en la nuca, como lo había hecho el propio Lavrenti Beria. Eso todo el mundo se lo creía. Había visto fotografías de Beria y parecían estar ensangrentadas. Y Félix de Hierro era indudablemente capaz de hacerlo entre mordiscos, mientras se comía un bocadillo. Era la clase de hombre que había aportado al término «despiadado» una mala reputación.
Pero en general se tenía la sensación, aunque no se hablara abiertamente de ello, de que el KGB adoptaba una actitud más kulturniy, más civilizada, en sus relaciones con el mundo. Más suave y más amable. Los traidores, evidentemente, eran ejecutados, pero sólo después de un juicio en el que se les brindaba por lo menos la oportunidad teórica de dar explicaciones y, si eran inocentes, de demostrarlo. Eso casi nunca sucedía, pero únicamente debido a que el estado sólo procesaba a los que eran verdaderamente culpables. Los investigadores del Segundo Directorio estaban entre los más temidos y más expertos de todo el país. Se decía que nunca se equivocaban, ni jamás se les engañaba, como si fueran una especie de dioses.
Pero el estado afirmaba que no existían los dioses.
Primero los hombres y luego las mujeres. Todo el mundo conocía la Escuela de Gorriones, sobre la que los hombres hablaban con una sonrisa en los labios y un destello en la mirada. ¡Todos soñaban con un puesto de instructor, o mejor aún, de controlador de calidad! Y además cobrando. Como solía decir su esposa Irina, todos los hombres eran unos cerdos. Pero Zaitzev pensaba que podría ser divertido ser un cerdo.
Matar al Papa… ¿por qué? Si no suponía ninguna amenaza para ese país. El propio Stalin había bromeado acerca de cuántas divisiones tenía el Papa. ¿Para qué matarlo? Incluso el delegado aconsejaba no hacerlo. Goderenko temía las repercusiones políticas. Stalin había ordenado la muerte de Trotski y había mandado a un agente del KGB para llevarla a cabo, consciente de que se le impondría una prolongada condena en la cárcel por dicha labor. Pero lo hizo, fiel a la voluntad del partido, con la profesionalidad de la que se les hablaba en las clases de la academia, junto a los comentarios menos formales de que, en realidad, ya no se hacían esas cosas. Los instructores no se molestaban en agregar que no era civilizado. Y sí, efectivamente, el KGB se alejaba de esa clase de conducta.
Hasta el momento. Hasta hoy. E incluso el jefe de la delegación aconsejaba lo contrario. ¿Por qué? ¿Porque no quería que él, ni la organización a la que pertenecía, ni su país, fueran tan incivilizados?
¿O porque hacerlo sería una locura? ¿O estaría mal…? El «mal» era un concepto ajeno a los ciudadanos de la Unión Soviética. O por lo menos lo que la gente percibía como algo moralmente erróneo. La moralidad en ese país nunca se había reemplazado por lo políticamente correcto o incorrecto. Todo lo que favoreciera los intereses del sistema político de su país era digno de alabanza. Lo contrario merecía… ¿la muerte?
¿Y quién tomaba esas decisiones?
Unos hombres.
Lo hacían unos hombres porque no había moralidad, tal como el mundo la entendía. No existía un dios que diferenciara el bien del mal.
Y sin embargo…
Sin embargo, en el corazón de todos los hombres residía un conocimiento innato de lo bueno y lo malo. Matar a otro ser humano estaba mal. Para quitarle la vida a otro se precisaba una causa justa. Pero también eran los hombres quienes decidían lo que constituía una causa justa. Determinados hombres en el lugar apropiado y con la debida autoridad gozaban del derecho y de la capacidad de matar porque… ¿por qué?
Porque así lo habían dicho Marx y Lenin.
Eso era lo que el gobierno de su país había decidido hacía mucho tiempo.
Zaitzev untó de mantequilla su última rebanada de pan y la mojó en lo que quedaba de salsa en su plato antes de comérsela. Sabía que pensaba demasiado, incluso peligrosamente. La sociedad a la que pertenecía no alentaba, ni siquiera permitía, el pensamiento independiente. Uno no debía poner el partido ni su sensatez en tela de juicio. Ciertamente no aquí. En la cafetería del KGB, nunca jamás se había oído a nadie preguntarse en voz alta si el partido y la patria a los que servía y protegía eran capaces de cometer un error. Tal vez en alguna que otra ocasión alguien especulaba sobre tácticas, pero incluso entonces la conversación se desenvolvía dentro de unos límites más altos y fuertes que los muros del Kremlin.
La moralidad de su país, pensó, había sido determinada por un judío alemán que vivía en Londres, hijo de un burócrata zarista que sencillamente no sentía mucho afecto por el zar y cuyo hermano, aventurero, había sido ejecutado por pasar a la acción directa. Aquel individuo encontró cobijo en la más capitalista de las naciones, en Suiza, hasta que los alemanes lo mandaron de nuevo a su patria rusa con la esperanza de que desestabilizara el gobierno del zar, y permitiendo así que Alemania derrotara a los demás contrincantes en el frente occidental durante la primera guerra mundial. En general, aquello no parecía ordenado por alguna divinidad con el sublime propósito de alcanzar un progreso humano. Todo cuanto Lenin había utilizado como modelo para cambiar su país, y a través del mismo, el resto del mundo, procedía de un libro escrito por Karl Marx, otros escritos de Friedrich Engels y su propia visión de convertirse en jefe de una nueva clase de país.
Lo único que diferenciaba al marxismo–leninismo de una religión era la ausencia de una figura divina. Ambos sistemas alegaban poseer una autoridad absoluta sobre los asuntos humanos y estar en lo cierto a priori. Salvo que su país había optado por ejercer dicha autoridad mediante su poder sobre la vida y la muerte.
Su país decía que luchaba por la justicia, por el bien de los obreros y los campesinos a lo largo y ancho del mundo. Pero otros hombres, en un eslabón más elevado de la jerarquía, decidían quiénes eran los obreros y los campesinos, mientras ellos vivían en lujosas casas de campo y pisos espaciosos, con automóviles, chóferes… y otros privilegios a su disposición.
¡Menudos privilegios! Zaitzev también había despachado mensajes sobre ropa interior y perfumes, que los hombres de su edificio querían para sus esposas. Dichos artículos, que su propio país no podía producir, pero que la nomenclatura ansiaba tanto como los frigoríficos y las cocinas de Alemania Occidental, llegaban a menudo en valijas diplomáticas de embajadas en Occidente. Cuando Zaitzev veía a los peces gordos circulando por el centro de Moscú en sus ZIL con conductor, comprendía lo que había sentido Lenin respecto a los zares. El zar alegaba poseer un derecho divino con respecto al poder; los jefes del partido alegaban contar con la voluntad del pueblo.
Salvo que el pueblo nunca les había ofrecido públicamente nada. En las democracias occidentales se celebraban elecciones, que el diario Pravda regularmente denigraba, pero eran auténticos comicios. Una mujer de aspecto feroz dirigía ahora Inglaterra y un actor maduro y bufonesco regía los destinos de Norteamérica, pero ambos habían sido elegidos por los habitantes de sus respectivos países y los gobernantes anteriores habían sido despedidos por elección popular. Ninguno de dichos líderes gozaba de aprecio en la Unión Soviética y había visto muchos mensajes oficiales interesándose por su salud mental y por sus principios políticos, cuya preocupación era evidente, incluida la del propio Zaitzev, pero por muy inestables y desagradables que pudieran ser dichos líderes, sus pueblos los habían elegido. El pueblo soviético decididamente no había elegido a la cosecha actual de príncipes en el Politburó.
Y ahora los nuevos príncipes comunistas pensaban en asesinar a un sacerdote polaco en Roma. ¿Pero qué peligro suponía para la Rodina? Ese individuo al que llamaban Papa no disponía de fuerzas armadas. ¿Se trataba entonces de una amenaza política? ¿Pero cómo? Se suponía que el Vaticano tenía identidad diplomática, pero una nación sin fuerzas armadas era… ¿qué? Si Dios no existía, el poder que ejerciera el Papa debía de ser ilusorio, sin más sustancia que una bocanada de humo. El país de Zaitzev poseía el ejército más poderoso del mundo, según lo proclamaba regularmente el programa de televisión que todo el mundo veía, y que llevaba por título «Servimos a la Unión Soviética».
¿Por qué querían entonces matar a un hombre que no suponía amenaza alguna? ¿Separaría los océanos con un movimiento de su varita mágica, o mandaría una plaga a su país? Claro que no.
Y matar a un hombre indefenso era un crimen, se dijo Zaitzev a sí mismo, ejerciendo por primera vez el derecho a pensar desde que trabajaba en el número dos de la plaza Dzerzhinskiy y afirmando silenciosamente su libre albedrío. Había formulado una pregunta y encontrado una respuesta.
Le sería útil poder hablar de aquello con alguien, pero evidentemente era imposible. Eso dejaba a Zaitzev sin ninguna válvula de escape, sin forma alguna de procesar sus sentimientos y llegar a alguna clase de resolución. Las leyes y las costumbres de su país lo obligaban a reciclar sus pensamientos una y otra vez, hasta tomar finalmente una sola dirección. El hecho de que, a fin de cuentas, fuera una dirección que no merecía la aprobación del estado, era consecuencia del propio Estado.
Cuando concluyó su almuerzo se tomó el té y encendió un cigarrillo, pero su actitud contemplativa no sirvió para sosegar su mente. El ratón corría todavía en su rueda. Nadie en aquel enorme comedor se percató de ello. Para los que vieron a Zaitzev, no era más que uno de tantos que disfrutaba tranquilamente de un cigarrillo después del almuerzo. Como todos los demás ciudadanos soviéticos, Zaitzev sabía cómo ocultar sus sentimientos y, por consiguiente, su rostro no lo delataba. Se limitó a consultar el reloj de pared para no llegar con retraso a su turno de la tarde, como cualquier otro burócrata en aquel enorme edificio.
Arriba era un poco diferente. El coronel Rozhdiéstvensky no había querido interrumpir el almuerzo del director y se había sentado en su despacho a la espera de que avanzaran las agujas del reloj, mientras se comía su propio bocadillo, pero sin probar la sopa que le habían servido como acompañamiento. Al igual que su jefe, fumaba cigarrillos Marlboro norteamericanos, que eran más suaves y de mejor calidad que sus equivalentes soviéticos. Era una costumbre que había adquirido en el campo, pero como oficial de alto rango del Primer Directorio tenía derecho a comprar en la tienda especial de Moscú Centro. Eran caros, incluso para alguien que cobraba en rublos «certificados», pero sólo bebía vodka barato a modo de compensación. Se preguntaba cómo reaccionaría Yuri Vladimirovich ante el mensaje de Goderenko. Ruslan Borissovich era un delegado muy capacitado, cauteloso y conservador, con suficiente antigüedad para que se le permitiera discutir, aunque hasta cierto punto. Su función, después de todo, consistía en facilitar información fiable a Moscú Centro, y si consideraba que algo podía comprometer dicha misión, su deber era advertírselo. Además, en el despacho original sólo se le pedía determinar la situación y no incluía ninguna orden directa. De modo que, con toda probabilidad, la respuesta de Ruslan Borissovich no le crearía ningún problema. Pero tal vez enojara a Andrópov, y si lo hacía, el coronel A. N. Rozhdiéstvensky debería soportar su enfado, lo cual nunca era agradable. Su cargo era envidiable en cierto sentido y aterrador en otro. Tenía acceso directo al director, pero al estar tan cerca de él, también podía morderle más fácilmente. En la historia del KGB no sería la primera vez que alguien pagara por las acciones de otro, aunque parecía improbable en este caso. A pesar de que Andrópov era un hombre innegablemente duro, era también bastante razonable. No obstante, siempre era arriesgado estar cerca de un volcán en peligro de erupción. Sonó el teléfono de su escritorio. Era el secretario particular del director.
—El director lo recibirá ahora, camarada coronel.
—Spasiba —respondió antes de levantarse y salir al pasillo.
—Hemos recibido una respuesta del coronel Goderenko —anunció Rozhdiéstvensky al tiempo que se la entregaba.
A Andrópov no le sorprendió y el coronel Rozhdiéstvensky se sintió secretamente aliviado de que no perdiera los estribos.
—Lo esperaba. Nuestro personal ha perdido el sentido de la intrepidez, ¿no le parece, Aleksey Nikolay'ch?
—Camarada director, el delegado le ofrece su valoración profesional del problema —respondió el coronel.
—Siga —ordenó Andrópov.
—Camarada director —prosiguió Rozhdiéstvensky eligiendo cuidadosamente sus palabras—, no se puede llevar a cabo una operación como la que evidentemente considera sin riesgos políticos. Ese sacerdote tiene mucha influencia, por muy ilusoria que parezca. A Ruslan Borissovich le preocupa que un atentado contra él pueda afectar a su capacidad de recoger información y eso, camarada, es su misión primordial.
—La valoración del riesgo político es mi trabajo, no el suyo.
—Es cierto, camarada director, pero se trata de su territorio y es su deber comunicarle lo que usted precisa saber. La pérdida de los servicios de algunos de sus agentes podría perjudicarnos tanto directa como indirectamente.
—¿En qué medida?
—Es imposible de predecir. La delegación romana dispone de numerosos agentes sumamente productivos respecto a información militar y política de la OTAN. ¿Podríamos prescindir de ellos? Sí, supongo que sí, pero sería preferible no hacerlo. Los factores humanos involucrados hacen que la predicción sea difícil. Tenga en cuenta que la dirección de agentes es un arte, no una ciencia.
—Eso me ha dicho en otras ocasiones, Aleksey.
Andrópov se frotó perezosamente los ojos. Rozhdiéstvensky se percató de que su piel tenía hoy un aspecto ligeramente cetrino. ¿De nuevo surgían sus problemas hepáticos?
—Todos nuestros agentes son personas y las personas tienen sus peculiaridades individuales. Es inevitable —explicó Rozhdiéstvensky, puede que por centésima vez.
Podría haber sido peor; en realidad, Andrópov escuchaba parte del tiempo. No todos sus predecesores habían sido tan ilustrados. Tal vez se debiera a la inteligencia de Yuri Vladimirovich.
—Eso es lo que me gusta de las comunicaciones secretas —refunfuñó el director del KGB.
En su profesión estaban todos de acuerdo, pensó el coronel Rozhdiéstvensky. El problema consistía en descifrar las comunicaciones. En ese sentido, Occidente era mejor que su país, a pesar de sus infiltraciones en los organismos de comunicaciones occidentales. La NSA norteamericana y el GCHQ británico en particular se esforzaban constantemente por violar la seguridad de las comunicaciones soviéticas y les preocupaba que de vez en cuando lo lograran. De ahí que el KGB dependiera tan absolutamente de los códigos de un solo uso. No podían confiar en otra cosa.
—¿Es fiable? —preguntó Ryan.
—Creemos que va en serio, Jack —respondió Harding—. Procede en parte de fuentes públicas, pero en su mayoría de documentos preparados para su Consejo de Ministros. A dicho nivel, no suelen mentir demasiado.
—¿Por qué no? —insistió Jack—. Allí todos los demás lo hacen.
—Pero aquí se trata de algo concreto, de productos que se deben entregar a su ejército. Si no aparecen, alguien se dará cuenta y lo investigarán. En cualquier caso —prosiguió Harding, midiendo cuidadosamente sus palabras—, aquí lo más importante son las cuestiones de orden político y nadie ganaría nada mintiendo.
—Supongo. El mes pasado creé un pequeño alboroto en Langley, cuando desmenucé una valoración económica dirigida al despacho del presidente. Afirmé que no podía ser cierto en modo alguno y el que había elaborado el informe aseguró que aquello era exactamente lo que se había presentado en las reuniones del Politburó…
—¿Y tú qué respondiste, Jack? —interrumpió Harding.
—Dije que lo hubieran visto o no los peces gordos, sencillamente no podía ser cierto. El informe era una farsa de cabo a rabo y me pregunto cómo diablos elabora su política el Politburó, cuando se basan en datos tan reales como Alicia en el maldito País de las Maravillas. Cuando estaba en el cuerpo de los marines temíamos que el soldado medio ruso midiera tres metros de altura. No es así. Tal vez sean muchos, pero en realidad son más pequeños que los nuestros porque no se alimentan tan bien de pequeños y sus armas son un asco. El AK–47 es un bonito rifle, pero yo me quedo con el M–16, y un rifle es mucho más sencillo que una radio portátil. Cuando por fin llegué a la CIA, descubrí que las radios tácticas de su ejército eran una mierda y que, por consiguiente, tenía razón cuando era todavía un recluta en las fuerzas armadas. En resumen, Simon, mienten al Politburó sobre las supuestas realidades económicas y, si les mienten a ellos, son capaces de mentir sobre cualquier cosa.
—¿Qué ocurrió entonces con el informe para vuestro presidente?
—Se lo mandaron, pero con un anexo de cinco páginas redactado por mí. Espero que llegara a leerlo. Dicen que lee mucho. En cualquier caso, lo que estoy diciendo es que basan su política en mentiras y tal vez nosotros podamos elaborar una política mejor, con una apreciación un poco más ajustada a la realidad. Creo que su economía es un desastre, Simon. Su estado no puede ser mejor que el de sus informes. Si lo fuera, veríamos los resultados positivos en los productos que fabrican, pero ése no es el caso.
—¿Y por qué temer a un país que es incapaz de alimentarse?
—Efectivamente —asintió Ryan.
—En la segunda guerra mundial…
—En 1941, Rusia fue invadida por un país que nunca habían apreciado, pero Hitler fue demasiado estúpido para aprovechar en beneficio propio la antipatía que sentían los rusos por su propio gobierno y aplicó una política racista que los impulsó a refugiarse en los brazos de Joe Stalin. Esa comparación no vale, Simon. La Unión Soviética es fundamentalmente inestable. ¿Por qué? Porque es una sociedad injusta y es imposible que una sociedad sea injusta y estable. Su economía… —Hizo una pausa—. Debería haber alguna forma de lograr que eso nos beneficie…
—¿Con qué finalidad?
—Sacudir un poco sus cimientos. Generar tal vez un pequeño terremoto —sugirió Ryan.
—¿Y hacer que se derrumben? —preguntó Harding con las cejas levantadas—. Disponen de un gran armamento nuclear, conviene que no lo olvides.
—Bien, de acuerdo, procuraremos organizar un aterrizaje suave.
—Muy amable por tu parte, Jack.