Yuri Vladimirovich era madrugador y antes de las siete de la mañana ya se había duchado, afeitado, vestido y estaba ahora desayunando. Comía panceta, tres huevos revueltos y una gruesa rebanada de pan ruso con mantequilla danesa. El café era alemán, como los electrodomésticos de su cocina. Tenía el Pravda matutino, además de algunos recortes seleccionados de periódicos occidentales, traducidos por lingüistas del KGB, y un informe elaborado en el Centro a primera hora y entregado en mano en su casa como todos los días a las seis de la mañana. Comprobó que no había nada realmente importante, mientras encendía su tercer cigarrillo y tomaba su segunda taza de café. Pura rutina. El presidente norteamericano no había agitado su sable la noche anterior y eso era una agradable sorpresa. Quizá se hubiera quedado dormido frente al televisor, como a menudo le ocurría a Brézhnev.
Andrópov se preguntó durante cuánto tiempo seguiría Leonid al frente del Politburó. Estaba claro que no se jubilaría. Sus hijos sufrirían si lo hiciera, y les gustaba demasiado pertenecer a la familia real de la Unión Soviética para permitir que su padre se retirara. La corrupción nunca era agradable. El propio Andrópov no la practicaba; en realidad, ése era uno de sus principios básicos. De ahí que la situación actual fuera tan frustrante. Salvaría a su país del caos en el que se estaba sumiendo, tenía que hacerlo, siempre y cuando viviera lo suficiente y Brézhnev no tardara en morir. Era evidente que la salud de Leonid Ilich se estaba deteriorando. Había logrado dejar de fumar a los setenta y seis años, y Yuri Vladimirovich reconocía que era algo bastante impresionante, pero era evidente que chocheaba. Su mente divagaba; le fallaba la memoria. De vez en cuando, para consternación de sus colegas, se quedaba dormido en reuniones importantes. Pero se aferraba al poder con una fuerza inquebrantable. Había urdido la caída de Nikita Sergueievich Jruschov mediante una serie de maniobras políticas magistrales y nadie en Moscú olvidaba ese alarde de la historia política, por lo que era improbable que algo semejante funcionara con quien lo había ideado. Nadie le había sugerido siquiera a Leonid que podría delegar algunas de sus obligaciones y que otros se ocuparan de las labores más administrativas y permitir así que él se concentrara en las cuestiones realmente importantes. El presidente norteamericano no era mucho más joven que Brézhnev, pero había llevado una vida más sana, o tal vez descendía de campesinos con una salud más resistente.
En sus momentos de reflexión, a Andrópov le parecía extraño que objetara a esa clase de corrupción. La veía precisamente como tal, pero sólo raramente se preguntaba por qué. En esos momentos se refugiaba en sus creencias marxistas, las mismas que había desechado hacía muchos años, porque incluso él debía ampararse en algunos valores y ésos eran los únicos que poseía. Lo más extraño del caso era que, en dicha área, las creencias marxistas y las cristianas llegaban a coincidir. Debía de ser pura casualidad. Después de todo, Karl Marx no era cristiano, sino judío, y la religión que hubiera rechazado o abrazado debería haber sido la suya propia, en lugar de una ajena a él y a su pasado. El director del KGB ahuyentó la idea, enojado, con un movimiento de la cabeza. Ya tenía bastante en su plato profesional, aunque concluyera lo que tenía entre manos. En ese momento, alguien llamó discretamente a la puerta.
—Adelante —exclamó Andrópov, a sabiendas de quién era por la forma de llamar.
—Su coche está listo, camarada director —dijo el jefe del destacamento de seguridad.
—Gracias, Vladimir Stepanovich.
Se levantó de la mesa, cogió su chaqueta y se dirigió al vehículo para desplazarse al despacho.
Era un trayecto rutinario de catorce minutos por el centro de Moscú. Su coche ZIL, de aspecto parecido a los taxis Checker norteamericanos, había sido construido enteramente a mano. Circulaba por el carril central de las anchas avenidas, reservado por los agentes de la milicia moscovita exclusivamente para los políticos de alto rango. Había un agente cada dos o tres manzanas, que soportaban el calor veraniego y el intenso frío invernal para asegurarse de que nadie penetraba en dicho carril durante más tiempo del necesario para cruzarlo. Eso resultaba tan conveniente para desplazarse al trabajo como hacerlo en helicóptero, aunque era mucho más tranquilizador.
El Moscú Centro, nombre por el que se conocía el KGB en el mundo del espionaje, estaba situado en la antigua sede de la compañía de seguros Rossiya, que debió de haber sido una empresa enorme para construir semejante edificio. El coche de Andrópov entró al patio interior hasta las puertas de bronce, donde se abrió la puerta del vehículo y él se apeó, para recibir el saludo oficial de los agentes uniformados del Octavo Directorio. Una vez en el interior se dirigió al ascensor, que evidentemente lo estaba esperando y subió al piso superior. Sus subordinados lo miraron atentamente para determinar si estaba de buen humor, como solían hacerlo los empleados del mundo entero y, como de costumbre, no descubrieron nada; disimulaba sus sentimientos con la pericia de un jugador de póquer profesional. En el último piso debía caminar unos quince metros hasta la puerta de su secretario, ya que su despacho no tenía puerta propia. En su lugar, en la antesala había un armario y la puerta del despacho se encontraba en su interior. Esa argucia se remontaba a la época de Lavrenti Beria, jefe de los servicios clandestinos a las órdenes de Stalin, cuyo miedo intenso e irracional a ser asesinado lo había impulsado a adoptar esa medida de seguridad, por si un comando lograba introducirse en el cuartel general del NKVD. A Andrópov le parecía dramático, pero se había convertido en una especie de tradición del KGB, que a su manera divertía a los visitantes, para quienes, después de tanto tiempo, había dejado de ser un secreto.
Su horario le permitía dedicar quince minutos al inicio de su jornada laboral a repasar los periódicos que había sobre su escritorio, antes de los informes cotidianos, seguidos de reuniones organizadas con días o incluso semanas de antelación. Ese día casi todo eran asuntos de seguridad interna, aunque un miembro de la secretaría del partido estaba citado antes del almuerzo para hablar estrictamente de política. Ah, sí, aquel asunto de Kiev, recordó. Poco después de convertirse en director del KGB, comprobó que los asuntos del partido disminuyeron en importancia y descubrió la agradable variedad de temas que había allí, en el número dos de la plaza Dzerzhinskiy. La función del KGB, en la medida en que dicha limitación existiera, consistía en ser «la espada y la coraza» del partido. Por consiguiente, en teoría, su principal misión consistía en vigilar a los ciudadanos soviéticos que tal vez no sintieran el debido entusiasmo por el gobierno de su propio país. El grupo de vigilancia de Helsinki empezaba a convertirse en una molestia de primer orden. La Unión Soviética había firmado un acuerdo en la capital finlandesa hacía siete años respecto al control de la obseRyancia de los derechos humanos y evidentemente se lo tomaban en serio. Y lo peor del caso era que, de vez en cuando, llamaban la atención de los medios de comunicación occidentales. Los corresponsales podían ser una gran molestia y no se los podía atacar como en otra época, por lo menos no a todos. El mundo capitalista los trataba como semidioses y esperaba que todos los demás hicieran lo mismo, cuando era del dominio público que, de un modo u otro, todos eran espías. Era divertido ver que el gobierno norteamericano prohibía abiertamente a sus servicios de Inteligencia adoptar tapaderas periodísticas. Todos los demás servicios de espionaje del mundo lo hacían, como si los norteamericanos obedecieran sus inmaculadas leyes, cuya única función era la de que otros países se sintieran a gusto con los corresponsales del New York Times husmeando en su territorio. No merecía siquiera la pena enojarse. Era escandaloso. Todos los visitantes extranjeros en la Unión Soviética eran espías. Todo el mundo lo sabía y ésa era la razón por la que la jefatura del Segundo Directorio, cuya misión era el contraespionaje, constituía una parte tan extensa del KGB.
El problema que le había costado una hora de sueño la noche anterior no era tan diferente, después de todo. No cuando se examinaba detenidamente. Yuri Vladimirovich pulsó un botón de su intercomunicador.
—Diga, camarada director —respondió de inmediato su secretario, que era evidentemente un hombre.
—Dígale a Aleksey Nikolay'ch que se presente.
—Inmediatamente, camarada.
Tardó cuatro minutos, según el reloj del escritorio de Andrópov.
—A sus órdenes, camarada director —dijo Aleksey Nikolayevich Rozhdiéstvensky, coronel decano del Primer Directorio, de Exteriores, con mucha experiencia en Europa occidental, aunque no al otro lado del Atlántico.
Era un oficial de campo de gran talento, con agentes a su cargo, que había sido promocionado al Centro por su experiencia callejera, más o menos como experto en la materia, con el fin de que Andrópov pudiera consultarle cuando precisara información sobre operaciones de campo. No era alto, ni particularmente apuesto, y eso le permitía pasar inadvertido en cualquier calle del mundo, lo que explicaba en parte su éxito en el campo.
—Aleksey, tengo un problema teórico. Usted ha trabajado en Italia, si mal no recuerdo.
—Sí, camarada director, durante tres años en la delegación de Roma, a las órdenes del coronel Goderenko. El sigue allí, como agente residente.
—¿Es bueno? —preguntó Andrópov.
—Es un oficial excelente, camarada director —asintió categóricamente—. Dirige la delegación. Aprendí mucho de él.
—¿Conoce bien el Vaticano?
Rozhdiéstvensky parpadeó.
—Allí no hay mucho que descubrir. Efectivamente disponemos de algunos contactos, pero nunca ha sido un lugar de gran interés. Por razones evidentes, la Iglesia católica es un objetivo difícil de infiltrar.
—¿Y a través de la Iglesia ortodoxa? —preguntó Andrópov.
—Sí, allí tenemos algunos contactos y recibimos cierta información, pero generalmente nada valioso. Suelen ser rumores, que podemos obtener perfectamente a través de otros canales.
—¿Cómo es la seguridad alrededor del Papa?
—¿La seguridad física? —preguntó Rozhdiéstvensky, que empezaba a preguntarse dónde quería ir a parar.
—Efectivamente —confirmó el director.
Rozhdiéstvensky sintió que la temperatura de su sangre descendía unos grados.
—Camarada director, el Papa lleva una escolta, sobre todo de carácter pasivo, formada por guardias suizos de paisano. Esos cómicos vigilantes con trajes de rayas son esencialmente decorativos. De vez en cuando detienen a algún creyente alterado por la proximidad del sumo pontífice y cosas por el estilo. Ni siquiera estoy seguro de que vayan armados, aunque debo suponer que sí.
—Muy bien. Quiero saber lo difícil que puede ser acercarse físicamente al Papa. ¿Alguna idea?
Rozhdiéstvensky reflexionó unos instantes.
—¿Conocimiento personal? Ninguno, camarada. Visité el Vaticano varias veces cuando estaba en Roma. Como puede imaginar, su colección de arte es impresionante y a mi esposa le interesan ese tipo de cosas. La llevé allí tal vez media docena de veces. La zona está repleta de curas y monjas. Reconozco que nunca examiné las medidas de seguridad, pero no hay nada aparente, salvo lo que sería de esperar contra robos, vandalismo y cosas por el estilo. Están los guardias habituales del museo, cuya misión principal parece consistir en indicar al público dónde se encuentran los lavabos.
»El Papa vive en los apartamentos pontificios, adjuntos a la iglesia de San Pedro. Nunca he estado allí. No he tenido ningún interés profesional por ese lagar: Sé que nuestro embajador lo visita de vez en cuando para asistir a funciones diplomáticas, pero a mí nunca me han invitado. Comprenda, camarada director, que como segundo agregado comercial yo era un mero subalterno —prosiguió Rozhdiéstvensky. Dice usted que quiere saber cuánto puede acercarse uno al Papa. Supongo que lo que pretende…
—Cinco metros, más cerca si es posible, pero cinco metros como mínimo.
El alcance de una pistola, comprendió inmediatamente Rozhdiéstvensky.
—Yo no sé lo suficiente. Eso sería un trabajo para el coronel Goderenko y su personal. El Papa concede audiencias a los fieles. No sé cómo se puede tomar parte en las mismas. También aparece en público con diversas finalidades. Desconozco cómo se programan esos acontecimientos.
—Averigüémoslo —sugirió tranquilamente Andrópov. Infórmeme personalmente. No hable de esto con nadie.
—A sus órdenes, camarada director —respondió el coronel después de cuadrarse—. ¿Prioridad?
—Inmediata —señaló Andrópov en un tono perfectamente sosegado.
—Me ocuparé personalmente de ello, camarada director —prometió el coronel Rozhdiéstvensky, cuyo rostro no revelaba sentimiento alguno.
Efectivamente, no era prolijo en sentimientos. Los agentes del KGB estaban entrenados para carecer de escrúpulos, por lo menos en lo ajeno a la política, en la que debían tener una fe inquebrantable. Las órdenes que recibían tenían la fuerza de una voluntad divina. Las únicas consideraciones de Aleksey Nikolay'ch en este momento se centraban en las consecuencias políticas potenciales de esa bomba nuclear. Roma estaba a más de mil kilómetros de Moscú, pero eso probablemente no sería suficiente. Sin embargo, las consideraciones políticas no eran de su incumbencia y ahuyentó el asunto de su mente, por lo menos momentáneamente. Entretanto, sonó el timbre del intercomunicador en la mesa del director. Andrópov pulsó el botón superior de la derecha.
—Diga.
—Ha llegado su primera visita, camarada director —le anunció su secretario.
—¿Cuánto cree que tardará, Aleksey?
—Probablemente unos días. Supongo que quiere una evaluación inmediata, ¿seguida de qué clase de datos específicos?
—Efectivamente. De momento bastará con una evaluación general —respondió Yuri Vladimirovich Todavía no planeamos ninguna clase de operación.
—A sus órdenes, camarada director. Iré directamente al centro de comunicaciones.
—Estupendo. Gracias, Aleksey.
—Sirvo a la Unión Soviética —fue la respuesta automática del coronel Rozhdiéstvensky después de cuadrarse de nuevo y antes de dirigirse a la puerta.
Tuvo que agacharse para salir al despacho del secretario, como la mayoría de los hombres, y luego giró a la derecha por el pasillo.
Rozhdiéstvensky se preguntó cómo se acercaba uno al Papa, a ese cura polaco. Era una pregunta interesante, aunque fuera teórica. En el KGB abundaban los teóricos y los intelectuales que lo examinaban todo, desde la forma de asesinar a un jefe de gobierno extranjero, lo cual podía ser útil si estuviera a punto de estallar una guerra importante, hasta la mejor forma de robar e interpretar historiales médicos de los hospitales. El amplio alcance de las operaciones de campo del KGB conocía pocas limitaciones.
Poco podía haber adivinado uno por el rostro del coronel cuando se dirigía a los ascensores. Pulsó el botón y esperó cuarenta segundos, hasta que se abrieron las puertas.
—Al sótano —le ordenó al ascensorista.
En todos los ascensores había un ascensorista. Los ascensores eran lugares de contacto potencialmente demasiado buenos para dejarlos desatendidos. Además, los ascensoristas estaban entrenados para detectar pases furtivos. En aquel edificio no se podía confiar en nadie; albergaba demasiados secretos. Si había un lugar en la Unión Soviética en donde un enemigo quisiera introducir a un agente infiltrado, ese lugar era ese edificio, donde todo el mundo miraba a los demás de reojo, siempre atentos, midiendo toda conversación en busca de algún doble sentido. Allí la gente entablaba amistad, como en cualquier otro ámbito de la vida. Hablaban de sus esposas y de sus hijos, de deportes y del tiempo, de si comprar o no un coche nuevo, y de la casa de campo si estaban entre los afortunados que podían permitirse tener una. Pero raramente hablaban del trabajo, salvo con sus colegas más inmediatos, e incluso entonces sólo en salas especiales previstas para eso. A Rozhdiéstvensky nunca se le había ocurrido que esas restricciones institucionales redujeran la productividad y tal vez perjudicaran la eficacia de la institución.
Esas restricciones sencillamente formaban parte de la religión institucional del Comité de Seguridad Estatal.
Tuvo que pasar por un control de seguridad antes de entrar en la sala de comunicaciones. El suboficial de guardia examinó la foto de su autorización y, sin más preámbulos, le indicó con la mano que pasara.
Evidentemente, Rozhdiéstvensky había estado allí con anterioridad, tan a menudo como para que los operarios más veteranos lo conocieran de vista y él también a ellos. Las mesas estaban colocadas con mucho espacio entre ellas y el ruido de fondo de los teletipos impedía que se oyera una conversación a una distancia de más de tres o cuatro metros, por muy fino que tuviera uno el oído. Eso, como casi todo lo demás en la organización de esa sala, había evolucionado con los años hasta hacer que las medidas de seguridad fuesen tan perfectas como cualquiera pudiera imaginar, lo cual no impedía que los expertos en eficacia del tercer piso deambularan constantemente enfurruñados, siempre en busca de algún problema. Se acercó a la mesa del oficial de comunicaciones de guardia.
—Oleg Ivanovich —dijo a modo de saludo.
Zaitzev levantó la cabeza para mirar al quinto visitante de la mañana, quinto visitante y quinta interrupción. A menudo era una maldición ser oficial de guardia, particularmente en el turno de mañana. El turno de noche era aburrido, pero por lo menos uno podía trabajar sin interrupciones.
—Diga, coronel, ¿qué puedo hacer esta mañana por usted? —preguntó con la deferencia propia de un oficial para con un superior.
—Un mensaje especial para la delegación de Roma, para el jefe en persona. Creo que en este caso es copia única. Preferiría que lo hiciera usted personalmente.
«En lugar de encargar la codificación a un subordinado», no se molestó en aclarar. Eso no era demasiado usual y despertó el interés de Zaitzev, que en cualquier caso debería ver el mensaje. Eliminar al funcionario de codificación reducía a la mitad el número de personas que verían ese mensaje en concreto.
—Muy bien —respondió el capitán Zaitzev con un cuaderno y un lápiz en la mano—. Adelante.
—Altamente secreto. Urgente e inmediato. De Moscú Centro, Dirección. Al coronel Ruslan Borissovich Goderenko, jefe de la delegación, Roma. Sigue mensaje: Determine y comunique medios de acercarse físicamente al Papa. Fin.
—¿Eso es todo? —preguntó Zaitzev, sorprendido—. ¿Y si pregunta lo que significa? La intención del mensaje no está muy clara.
—Ruslan Borissovich comprenderá lo que significa —afirmó Rozhdiéstvensky.
Sabía que Zaitzev no había formulado una pregunta indebida. Las copias únicas eran problemáticas y se suponía que los mensajes debían ser explícitos en todos los detalles para evitar posteriores mensajes pidiendo aclaraciones, lo cual podría comprometer las comunicaciones. Aun así, ese mensaje se transmitiría por télex, sería indudablemente interceptado, por su forma reconocido con igual certeza como código de un solo uso y, por consiguiente, de cierta importancia. Los descodificadores norteamericanos y británicos probablemente intentarían descifrarlo, y nadie se fiaba de ellos ni de sus ingeniosas artimañas. Los malditos servicios secretos occidentales estaban muy unidos.
—Como usted diga, coronel. Lo mandaré en menos de una hora —dijo Zaitzev mientras consultaba el reloj de pared para asegurarse de que podía hacerlo—. Debería estar sobre su mesa cuando llegue al despacho.
Rozhdiéstvensky calculó que Ruslan tardaría veinte minutos en descodificarlo. ¿Se cuestionaría su significado a continuación, como había sugerido Zaitzev? Probablemente. Goderenko era un hombre cauteloso, meticuloso… y políticamente astuto. Incluso con el nombre de Andrópov en la cabecera, Ruslan Borissovich sentiría suficiente curiosidad para pedir aclaraciones.
—Si hay respuesta, llámeme tan pronto como el texto sea legible.
—¿Es usted el punto de contacto para este asunto? —preguntó Zaitzev, sólo para asegurarse de que canalizaba las cosas debidamente.
Después de todo, la cabecera del mensaje, tal como el coronel se lo había dictado, decía «Dirección».
—Así es, capitán.
Zaitzev asintió antes de entregarle al coronel Rozhdiéstvensky el mensaje en blanco para que lo firmara. Todo en el KGB debía estar documentado. Zaitzev comprobó la lista: mensaje, remitente, destinatario, método de codificación, punto de contacto… sí, estaba todo y todos los espacios debidamente firmados.
—No tardará en salir, coronel. Lo llamaré para confirmar la hora de la transmisión.
Mandaría también un comprobante al piso superior para los archivos permanentes de Operaciones. Tomó una última nota y entregó la copia al coronel.
—Aquí está el número de despacho. Será también el número de referencia de la operación hasta que usted decida cambiarlo.
—Gracias, capitán —dijo el coronel antes de retirarse.
Oleg Ivanovich consultó de nuevo el reloj de pared. Roma llevaba tres horas de retraso respecto a Moscú. Diez o quince minutos para que el jefe de la delegación descifrara el mensaje, sabía que los agentes de campo eran muy torpes para esas cosas, luego reflexionaría y a continuación… Zaitzev hizo una apuesta consigo mismo. El jefe de la delegación en Roma mandaría un despacho pidiendo aclaraciones. Estaba seguro de ello. El capitán le mandaba y recibía sus mensajes desde hacía varios años. Goderenko era un hombre cauteloso, que quería tener las cosas claras. De modo que dejaría el texto de Roma en el cajón de su escritorio, listo para el siguiente mensaje. Contó doscientos nueve caracteres, incluidos los espacios en blanco y los signos de puntuación. Lástima que no tuviera a su disposición uno de esos nuevos ordenadores norteamericanos con los que jugaban en el piso superior. Pero qué sentido tenía querer alcanzar la luna. Zaitzev sacó un libro de códigos del cajón de su escritorio y anotó innecesariamente su número antes de dirigirse al lado oeste de la espaciosa sala. Conocía el número de casi todos ellos, suponía que como consecuencia de su experiencia como ajedrecista.
—Código uno, uno, cinco, ocho, nueve, cero —dijo al funcionario tras la verja metálica al tiempo que le entregaba la hoja de papel.
El funcionario, de cincuenta y siete años largos, la mayoría de ellos pasados en esa oficina, caminó unos metros para encontrar el libro de códigos solicitado. Era un volumen de hojas sueltas, de unos diez centímetros de anchura por veinticinco de altura, que probablemente contenía más de quinientas páginas perforadas. La página actual estaba señalada con un marcador de plástico.
Las hojas parecían las de una guía telefónica, hasta que uno las miraba detenidamente y comprobaba que las letras no formaban nombres en ningún idioma conocido, salvo por casualidad. Eso se daba, de media, dos o tres veces por página. A las afueras de Moscú, junto a la ronda exterior, se encontraba la central del directorio de Zaitzev, el octavo, que era el sector del KGB encargado de elaborar y descifrar códigos. Sobre el tejado del edificio había una antena altamente sensible conectada a un teletipo. Un receptor entre la antena y el teletipo captaba los ruidos atmosféricos y el teletipo interpretaba dichas «señales» como puntos y rayas que formaban letras, antes de imprimirlas. En realidad había diversos aparatos semejantes conectados entre sí, que mezclaban al azar dichos ruidos atmosféricos hasta convertirlos en un incoherente galimatías. A partir de dicho galimatías se elaboraban los códigos de un solo uso, supuestamente compuestos de trasposiciones completamente casuales, que ninguna fórmula matemática podía predecir ni, por consiguiente, descifrar. Los códigos de un solo uso eran considerados universalmente como los sistemas más seguros de codificación. Eso era importante, puesto que los norteamericanos eran los líderes mundiales en el arte de descifrar códigos. Su proyecto Venona había comprometido incluso los códigos soviéticos de finales de los años cuarenta y cincuenta, con la consiguiente inquietud del organismo central al que pertenecía Zaitzev. Los códigos de un solo uso más seguros eran también los más engorrosos, incluso para alguien tan experto como el capitán Zaitzev. Pero eso no tenía remedio. Además, el propio Andrópov quería saber cómo acercarse físicamente al Papa.
Entonces fue cuando Zaitzev se dio cuenta: acercarse físicamente al Papa. ¿Para qué querría alguien hacer tal cosa? Evidentemente, Yuri Vladimirovich no pretendía que alguien se confesara.
¿Qué le habían pedido que transmitiera?
El jefe de la delegación romana, Goderenko, era un oficial de campo sumamente experimentado, cuya delegación dirigía a muchos agentes italianos y de otras nacionalidades que trabajaban para el KGB. Mandaba toda clase de informes, algunos claramente importantes y otros simplemente entretenidos, pero potencialmente útiles para comprometer a personas destacadas con debilidades embarazosas. ¿Eran sólo las personas importantes quienes tenían dichas debilidades, o simplemente su posición les permitía practicar diversiones con las que todo el mundo soñaba pero pocos podían permitirse? En cualquier caso, Roma era una ciudad que parecía prestarse a ello. Debía de serlo, pensó Zaitzev, tratándose de la urbe de los césares. Pensó en los libros de viajes y de historia que había leído sobre dicha ciudad en aquella época… La historia clásica en la Unión Soviética iba acompañada de comentarios políticos, aunque no demasiados. Las connotaciones políticas aplicadas a todos los aspectos de la vida constituían el aspecto intelectual más agobiante de la vida en ese país, que a menudo bastaba para empujar a los hombres a la bebida, algo muy común en la Unión Soviética. Había llegado la hora de volver al trabajo. Sacó una rueda de codificación del cajón superior de su escritorio. Era parecida al disco de un teléfono, en el que se situaba la letra que se debía transportar en la parte superior del mismo y luego se hacía girar hasta la letra indicada en la página del código de trasposición. En ese caso trabajaba desde el principio de la duodécima línea de la página doscientos ochenta y cuatro. Dicha referencia se incluiría en la primera línea de la transmisión, con el fin de que el destinatario pudiera convertir el galimatías recibido en un texto legible.
Era un trabajo arduo, a pesar del uso de la rueda de codificación. Debía seleccionar las letras del mensaje que había escrito en el formulario, hacer girar el disco hasta encontrar la letra de trasposición en la página impresa del libro de códigos y escribir una por una las letras encontradas. Para cada operación debía dejar el lápiz sobre la mesa, marcar, coger de nuevo el lápiz, comprobar los resultados, en su caso dos veces, y empezar de nuevo. (Los codificadores, que no hacían otra cosa, trabajaban con ambas manos, pero Zaitzev nunca había aprendido a hacerlo). Era una labor más que tediosa, no exactamente la más indicada para un matemático, como corregir pruebas de ortografía en la escuela primaria, refunfuñó Zaitzev para sus adentros. Tardó más de seis minutos en concluirlo correctamente. Habría tardado menos si se le hubiera permitido tener un ayudante, pero eso habría violado las reglas, y allí las reglas eran inquebrantables.
Una vez concluida la labor tuvo que repetirlo todo de nuevo para asegurarse de que no había cometido ningún error porque, si eso sucedía, así podría culpar a los teleoperadores, cosa que, de todos modos, todo el mundo hacía. Otros cuatro minutos y medio confirmaron que no había ningún error. Bien.
Zaitzev se levantó, caminó hasta el otro extremo de la habitación y entró en la sala de transmisiones. Allí el ruido era enloquecedor. Los teletipos eran de un modelo antiguo, en realidad uno de ellos había sido robado en Alemania en los años treinta, y sonaban como ametralladoras sin el estallido de las balas. Delante de cada máquina había un operador uniformado, todos hombres, erguidos como estatuas, con las manos aparentemente pegadas al teclado. Todos llevaban protecciones en las orejas para evitar que con el ruido de la sala acabaran en un hospital psiquiátrico. Zaitzev entregó su mensaje al capataz, también con protectores auditivos, que lo cogió sin decir palabra y lo llevó al último operador de la izquierda de la fila trasera. Allí el capataz lo sujetó a una plancha vertical situada sobre el teclado. En la parte superior del formulario figuraba el identificador del destinatario. El operador marcó el número apropiado, esperó a oír el murmullo del teletipo al otro extremo, diseñado para superar la protección auditiva, y a que se encendiera un piloto amarillo en la máquina. Entonces mecanografió la algarabía.
Zaitzev no alcanzaba a entender cómo podían hacer ese trabajo sin volverse locos. La mente humana necesitaba pautas y buen sentido, pero para escribir algo como TKALNNETPTN se precisaba una atención propia de un robot y una negación absoluta de la naturaleza humana. Algunos decían que todos los operadores eran expertos pianistas, pero Zaitzev estaba seguro de que eso no podía ser cierto. Incluso la pieza de piano más discordante tenía alguna armonía que la unificaba. Pero no los mensajes en código de un solo uso.
Al cabo de pocos segundos, el operador levantó la mirada.
—Transmisión concluida, camarada.
Zaitzev asintió y regresó a la mesa del capataz.
—Si se recibe algo con este número de referencia, entréguemelo inmediatamente.
—De acuerdo, camarada capitán —respondió el capataz al tiempo que tomaba nota en su lista de números destacados.
Hecho esto, Zaitzev regresó a su escritorio, donde el papeleo que estaba pendiente de resolver era suficientemente abundante y sólo algo menos soporífero que el de los robots de la sala contigua. Tal vez por ello empezó a oír un susurro en el fondo de su mente: físicamente cerca del Papa… ¿por qué?
El despertador sonó a las seis menos cuarto. Era una hora incivilizada. En su país, recordó Ryan, era la una menos cuarto, pero la idea no merecía consideración. Retiró las sábanas, se levantó y arrastró los pies hasta el baño. Todavía le quedaba mucho a lo que acostumbrarse en ese país. Las cisternas de los retretes funcionaban más o menos del mismo modo, pero los lavamanos… ¿Por qué diablos necesitaban dos grifos, uno para el agua caliente y otro para la fría? En su país bastaba con colocar la mano bajo un solo chorro, pero allí Era preciso mezclar antes el agua en el lavabo y la operación era más lenta. No era fácil mirarse por primera vez al espejo. «¿Realmente tengo ese aspecto?», se preguntaba siempre de regreso al dormitorio para darle a su esposa una palmada en el trasero.
—Hora de levantarse, cariño.
—Sí, lo sé —refunfuñó en un tono peculiarmente femenino.
—¿Quieres que despierte al pequeño Jack?
—Déjalo que duerma —sugirió Cathy.
La noche anterior le había costado irse a la cama y ahora, naturalmente, no querría levantarse.
—De acuerdo —respondió Jack de camino a la cocina.
En la cafetera sólo había que pulsar un botón, y Ryan era capaz de hacerlo. Antes de coger el avión había visto la oferta de lanzamiento de una empresa norteamericana que vendía café de primera calidad, y puesto que Jack siempre había sentido debilidad por el café, invirtió cien mil dólares en parte de sus valores. Por muy excelente que fuera Inglaterra, nadie viajaba a ese país por el café. Por lo menos podía conseguir Maxwell House de las fuerzas aéreas y tal vez lograra que esa nueva empresa le mandara un poco del suyo. Tomó nota mentalmente de ello. Luego se preguntó lo que prepararía Cathy para el desayuno. A pesar de ser cirujana, se consideraba el ama de la cocina. A su marido le permitía preparar bocadillos y servir copas, pero eso era todo. A Jack le convenía, porque para él la cocina era tierra desconocida. Allí la cocina era de gas, como la que solía utilizar su madre, pero de otra marca. Arrastró los pies hasta la puerta principal con la esperanza de encontrar un periódico.
Ahí estaba. Ryan se había suscrito al Times, como complemento al International Herald Tribune que compraba en la estación. Finalmente encendió el televisor. Habían empezado a instalar la televisión por cable en esa zona y, milagrosamente, disponía del nuevo servicio de noticias de la CNN norteamericana, que conectó en el preciso momento de recibir los resultados de béisbol. De modo que Inglaterra, después de todo, era un país civilizado. Los Orioles habían derrotado a Cleveland la noche anterior por cinco a cuatro, en once lanzamientos. Los jugadores, indudablemente, debían de estar ahora en la cama, digiriendo las cervezas que se habrían tomado después del partido en el bar del hotel. Qué idea tan apetecible. Todavía les quedaban unas buenas ocho horas por dormir. A la hora en punto, el equipo de noche de la CNN en Atlanta hizo un resumen de los acontecimientos del día anterior. Nada aparentemente destacable. La economía seguía ligeramente en alza. El índice Dow Jones se había recuperado satisfactoriamente, pero la tasa de desempleo era todavía deficiente, al igual que los votos de la clase obrera. Así era la democracia. Ryan tuvo que recordarse a sí mismo que su visión de la economía probablemente era diferente de la de los que elaboraban el acero y construían los coches. Su padre había sido sindicalista, a pesar de ser teniente de policía y de formar parte de la dirección en lugar de la fuerza laboral, y había votado casi siempre a los demócratas. Ryan no se había afiliado a ninguno de los dos partidos y había optado por ser independiente. Así evitaba que su buzón se llenara de basura y, además, ¿a quién le importaban las primarias?
—Buenos días, Jack —dijo Cathy cuando entraba en la cocina con su bata de color rosa.
Era una prenda curiosamente raída, teniendo en cuenta lo meticulosa que era su esposa con la ropa. Él no se lo había preguntado, pero suponía que debía de tener alguna clase de valor sentimental.
—Hola, cariño —respondió Ryan al tiempo que se levantaba para darle el primer beso del día, acompañado de un tibio abrazo—. ¿Quieres el periódico?
—No, lo leeré en el tren.
Abrió la puerta del frigorífico y sacó algunos artículos sin que Jack prestara atención.
—¿Vas a tomar café esta mañana?
—Desde luego. No tengo ninguna operación programada.
Cuando Cathy iba a trabajar al quirófano, no tomaba café, para evitar que la cafeína pudiera producirle pequeños temblores en las manos. Uno no podía permitírselo cuando ejercía la cirugía ocular. Ese día sólo iba a conocer al profesor Byrd. Bernie Katz lo conocía y lo consideraba un amigo, lo que suponía un buen augurio. Además, Cathy era uno de los mejores cirujanos oculares y no había razón alguna para que le preocuparan lo más mínimo el nuevo hospital y su nuevo jefe. No obstante, así era la naturaleza humana, aunque la soberbia de Cathy le impedía manifestarlo.
—¿Te apetecen unos huevos con beicon? —preguntó.
—¿Me está permitido ingerir un poco de colesterol? —repuso Ryan, sorprendido.
—Una vez a la semana —afirmó categóricamente la doctora
Ryan, que al día siguiente le serviría gachas de avena.
—Por mí, encantado, cariño —dijo Ryan con cierta alegría.
—De todos modos, sé que en la oficina comerás alguna porquería.
—¿Quién, yo?
—Sí, probablemente un croissant con mantequilla. En cualquier caso, debes saber que están hechos casi íntegramente de pura mantequilla.
—El pan sin mantequilla es como una ducha sin jabón.
—Recuérdamelo cuando tengas tu primer ataque cardíaco.
En mi último reconocimiento, mi nivel de colesterol era… ¿Cuánto?
—Uno cincuenta y dos —respondió Cathy con un bostezo.
—Y eso está bastante bien, ¿no es cierto? —insistió su marido.
—Es aceptable —reconoció, aunque el suyo era uno cuarenta y seis.
—Gracias, cariño —respondió Ryan mientras abría la página de opinión del Times.
Las cartas al director eran una delicia y la calidad del lenguaje del periódico en general era superior a la de la mejor prensa norteamericana. Bueno, después de todo era justo, pensó Ryan, ellos eran quienes habían inventado el idioma. Sus giros verbales eran a menudo tan elegantes como la poesía y de vez en cuando demasiado sutiles para su sensibilidad norteamericana. Supuso que con el tiempo aprendería.
El sonido familiar y el placentero olor del beicon en la sartén no tardaron en impregnar el ambiente de la sala. El café, mezclado con leche en lugar de nata, era agradable, y las noticias no eran como para estropear el desayuno. Salvo por lo inhumano de la hora, las cosas no iban demasiado mal y, además, la peor parte, que era despertarse, ya estaba superada.
—Cathy.
—Dime, Jack.
—¿Ya te he dicho que te quiero?
—Llegas un poco tarde —respondió después de consultar ostentosamente su reloj—, pero te perdono porque aún es muy temprano.
—¿Qué tienes previsto para hoy, cariño?
—Conocer al personal y ver cómo lo tienen organizado. Especialmente conocer a mis enfermeras. Espero que sean buenas.
—¿Es eso importante?
—No hay nada peor en un quirófano que la torpeza de una enfermera. Pero el personal de Hammersmith se supone que es bastante bueno y Bernie dice que el profesor Byrd es uno de los mejores de este país. Da clases en Hammersmith y en Moorefields. El y Bernie hace unos veinte años que se conocen. Ha estado muchas veces en el Hopkins, pero de algún modo nunca he coincidido con él. ¿Cómo quieres los huevos? ¿Vuelta y vuelta?
—Por favor.
Entonces se oyeron las cáscaras rompiéndose. Al igual que Jack, Cathy prefería una buena sartén de hierro colado. Quizá fuera un poco más difícil de limpiar, pero los huevos sabían mucho mejor. Finalmente se oyó el ruido de la palanca de la tostadora de pan.
La página de deportes, que aquí la titulaban «deporte» en singular, contenía toda la información sobre el fútbol que Jack podía llegar a necesitar, que no era mucha.
—¿Qué hicieron los Yankees anoche? —preguntó Cathy.
—¿A quién le importa? —repuso su marido, que se había criado con Brooks Robinson y Mili Pappas y los Orioles.
Su esposa era hincha de los Yankees. Eso era difícil para el matrimonio. Sin duda, Mickey Mantle había sido un buen jugador y probablemente también quería a su madre, pero jugaba con una camiseta de rayas y con eso ya era suficiente. Ryan se levantó, le sirvió un café a su esposa y se lo dio acompañado de un beso.
—Gracias, cariño —repuso Cathy al tiempo que le servía el desayuno a Jack.
Los huevos eran ligeramente diferentes, como si las gallinas hubieran comido maíz anaranjado para que las yemas fueran tan brillantes. Pero estaban sabrosos. Al cabo de cinco placenteros minutos, Ryan se dirigió a la ducha para cederle el puesto a su esposa.
Después de diez minutos elegía una camisa de algodón blanco, una corbata de rayas y su aguja de los marines. A las seis cuarenta alguien llamó a la puerta.
—Buenos días —dijo Margaret Van der Beek, la niñera, que vivía a sólo un kilómetro y medio de distancia y conducía su propio coche.
Era una chica delgada, atractiva y aparentemente muy agradable, hija de un pastor protestante, oriunda de Sudáfrica y había sido recomendada por una agencia que contaba con el visto bueno de los servicios secretos. Llevaba un bolso enorme. Su cabello intensamente rojo sugería ascendencia irlandesa, pero al parecer era puramente holandesa. Su acento no era como el de la mayoría de los ingleses, pero a Jack le resultaba agradable.
—Buenos días, señorita Margaret —la saludó Ryan al tiempo que la invitaba a entrar en la casa—. Los pequeños todavía duermen, pero sospecho que aparecerán de un momento a otro.
—El pequeño Jack duerme bien, para tener sólo cinco meses.
—Puede que sea el desfase horario —reflexionó Ryan en voz alta, aunque Cathy le había dicho que los pequeños no lo padecían.
A Jack le costaba creerlo. En cualquier caso, el pequeño cabroncete (Cathy lo regañaba cuando utilizaba ese término) no se había dormido hasta las diez y media la noche anterior. Eso era más duro para Cathy que para Jack, que conseguía dormir a pesar del ruido. Ella no podía.
—Ya casi es la hora, cariño —dijo Jack.
—Lo sé —respondió Cathy antes de aparecer con su hijo en brazos, seguida de Sally con su pijama amarillo de conejito.
Ryan se acercó para levantar a su hija en brazos y darle un beso.
—Hola, pequeña.
Sally le sonrió y lo recompensó con un abrazo feroz. Para él era un enorme misterio que los pequeños pudieran levantarse de tan buen humor. Tal vez se trataba de instinto vinculador para asegurarse de que sus padres los cuidaran, como el hecho de sonreírles prácticamente desde el primer momento. Esos pequeñajos eran muy listos.
—Jack, prepara un biberón —dijo Cathy mientras llevaba al pequeño a la mesa para cambiarle los pañales.
—A sus órdenes, doctora —respondió obedientemente el analista de información secreta mientras volvía a la cocina en busca de un biberón, con el mejunje que había preparado la noche anterior.
Cathy le había dejado claro durante la infancia de Sally que eso era un trabajo de hombres. Ellos estaban genéticamente preparados para ese tipo de tareas, al igual que para trasladar muebles o sacar la basura.
Era como limpiar el fusil para un soldado: desenroscar la tapa, invertir la tetilla, introducir el biberón en un cazo con diez o doce centilitros de agua, ponerlo al fuego y esperar unos minutos.
Pero eso tendría que hacerlo la señorita Margaret. Jack vio el taxi por la ventana, que se detenía en la zona de aparcamiento.
—Ya está aquí el coche, cariño.
—De acuerdo —respondió Cathy, resignada, a quien no le gustaba dejar a sus hijos para ir al trabajo.
Probablemente a ninguna madre le gustaba. Jack vio cómo se dirigía al baño para lavarse las manos y al salir se puso la chaqueta que hacía juego con su vestido gris y con sus zapatos también grises. Quería dar una buena impresión. Un beso para Sally, otro para el pequeño y se dirigió a la puerta, que Jack mantenía abierta.
El taxi era un Land Rover familiar común y corriente; los taxis clásicos ingleses sólo circulaban por Londres, aunque algunos viejos llegaban al interior. Ryan había organizado el transporte el día anterior. El taxista se llamaba Edward Beaverton y parecía extraordinariamente feliz, teniendo en cuenta que se trataba de alguien que empezaba a trabajar antes de las siete de la mañana.
—Hola —saludó Jack—. Ed, ésta es mi esposa. La atractiva doctora Ryan.
—Buenos días, señora —respondió el taxista—. Tengo entendido que es usted cirujana.
—Eso es, oftalmóloga…
Su marido la interrumpió:
—Corta globos oculares y los vuelve a unir. Debería verla, Eddie, resulta fascinante ver cómo lo hace.
El taxista se encogió de hombros.
—Gracias, señor, pero no, gracias.
—Jack sólo dice esas cosas para hacer vomitar a la gente —dijo Cathy—. Además, él es demasiado aprensivo para asistir a una operación.
—Con toda la razón del mundo, señora. Es preferible hacer cirugía que padecerla.
—¿Cómo dice usted?
—¿Es usted ex marine?
—Efectivamente. ¿Y usted?
—Estuve en el regimiento de paracaidistas. Eso fue lo que nos enseñaron: es mejor herir al contrincante a que él te hiera a ti.
—La mayoría de los marines estarían de acuerdo con eso, amigo —respondió Ryan con una carcajada.
—Eso no fue lo que nos enseñaron en el Hopkins —refunfuñó Cathy.
Era una hora más tarde en Roma. El coronel Goderenko, titular del segundo secretariado en la embajada soviética, dedicaba unas dos horas diarias a labores diplomáticas, pero consagraba la mayor parte de su tiempo a su trabajo como jefe de delegación para el KGB, que lo mantenía muy ocupado. Roma era un importante nexo de información para la OTAN, donde se podía encontrar toda clase de inteligencia política y militar, lo cual constituía su principal interés profesional. Entre él y sus seis oficiales, a tiempo completo o parcial, dirigían a un total de veintitrés agentes, todos ellos italianos, salvo un alemán, que facilitaban información a la Unión Soviética por razones políticas o pecuniarias. El habría preferido que su motivación fuera principalmente ideológica, pero eso se estaba convirtiendo rápidamente en cosa del pasado. En la delegación de Bonn había un mejor ambiente de trabajo. Los alemanes eran alemanes y se podía persuadir a muchos de ellos para que ayudaran a sus paisanos de la República Democrática, en lugar de trabajar para los norteamericanos, los británicos o los franceses que se auto-denominaban aliados de la patria. Para Goderenko y sus compatriotas rusos, los alemanes nunca serían aliados, independientemente de la política que alegaran practicar, aunque el marxismo-leninismo a veces podía ser un buen subterfugio.
En Italia las cosas eran diferentes. El persistente recuerdo de Benito Mussolini prácticamente se había desvanecido ya y los auténticos creyentes en el comunismo se interesaban más por el vino y la pasta que por el marxismo revolucionario, salvo los bandidos de las Brigadas Rojas, que más que agentes políticos fiables eran unos vándalos peligrosos. Más que nada eran unos sanguinarios diletantes, aunque también resultaban útiles en algunos sentidos. A veces les organizaba viajes a Rusia, donde estudiaban teoría política y, sobre todo, adquirían conocimientos operativos concretos que por lo menos serían de cierta utilidad táctica.
Sobre su mesa había un montón de despachos recibidos durante la noche, el principal de los cuales era un documento de Moscú Centro. El encabezamiento indicaba que era importante y que su libro de códigos correspondiente era el 115890, guardado en la caja fuerte de su despacho, en la biblioteca renacentista, detrás de su escritorio. Hizo girar su silla y se agachó para marcar la combinación que abría la puerta, después de desactivar la alarma electrónica conectada al teclado. La operación duró unos segundos. Sobre el libro se encontraba su disco de códigos. Goderenko detestaba los códigos de un solo uso, pero éstos formaban una parte tan integral de su vida como ir al baño. Era desagradable, pero necesario. Tardó diez minutos en descifrar el mensaje. Sólo cuando terminó, asimiló su significado. ¿Del director en persona? Como para cualquier funcionario gubernamental de nivel medio en el mundo entero, era como si se le ordenara presentarse en el despacho de su superior.
¿El Papa? ¿Por qué diablos querría Yuri Vladimirovich acercarse al Papa? Reflexionó unos instantes. Claro. No se trataba de la cabeza de la Iglesia católica, sino de Polonia. Se puede sacar a un polaco de Polonia, pero no a Polonia de un polaco. Era un asunto político y eso lo convertía en importante.
Pero a Goderenko no le gustó.
«Establecer y comunicar los medios para acercarse físicamente al Papa», leyó de nuevo. En el lenguaje profesional del KGB, eso sólo podía significar una cosa.
¿Asesinar al Papa?, pensó Goderenko. Eso sería un desastre político. A pesar de que Italia fuera un país católico, los italianos no eran particularmente religiosos. La auténtica religión allí era la dolce vita. Los italianos eran la gente más desorganizada del mundo. Uno se quedaba desconcertado al pensar que fueron aliados de los hitlerianos. Para los alemanes, todo debía estar «en orden», debidamente organizado, limpio y listo para su uso en todo momento. Lo único que los italianos mantenían debidamente en orden eran sus cocinas y tal vez sus bodegas. Por lo demás, allí todo se improvisaba. Para un ruso, llegar a Roma suponía un choque cultural semejante a recibir un bayonetazo en la barriga. Los italianos no tenían sentido alguno de la disciplina. Bastaba con ver el tráfico de sus calles para percatarse de ello y conducir en las mismas debía de ser como pilotar un avión de caza.
Pero todos los italianos nacían con un sentido del estilo y del decoro. En Italia había ciertas cosas que uno no podía hacer. Los italianos tenían un sentido colectivo de la belleza, al que era difícil encontrarle defectos, y violar dicho código podía tener graves consecuencias. Fueran o no mercenarios. Ni siquiera los mercenarios actuarían contra su propia religión. Todo el mundo tenía ciertos escrúpulos, incluso allí; no, rectificó, especialmente allí. De modo que las consecuencias políticas de esa misión podían tener un efecto adverso en la productividad de su delegación y ejercer un grave impacto en el reclutamiento.
¿Qué diablos debía hacer ahora?, se preguntó, dadas las circunstancias. Como coronel del Primer Directorio del KGB y jefe de una delegación con mucho éxito, gozaba de cierto margen en sus actuaciones. A la vez era miembro de una ingente burocracia, y lo más fácil para él era hacer lo mismo que los demás burócratas: retrasar, ofuscar y obstruir.
Para ello era necesaria cierta pericia, pero Ruslan Borissovich Goderenko sabía todo lo que había que saber al respecto.