Eran las cinco de la tarde en Londres y las doce del mediodía en Langley cuando Ryan conectó su teléfono de seguridad para llamar a la central. Tendría que acostumbrarse a las zonas horarias. Al igual que mucha gente, había comprobado que su horario creativo a lo largo del día se dividía en dos partes. Las mañanas eran mejores para digerir información, y las tardes, para la contemplación. El almirante Greer solía hacer lo mismo y, por consiguiente, Jack se encontraría desfasado con respecto a la rutina de su jefe, lo cual suponía un problema. También debería acostumbrarse a la mecánica del manejo de documentos. Hacía el tiempo suficiente que era funcionario para saber que nunca era tan fácil como era de esperar, ni como debería serlo.
—Greer —respondió una voz después de que se estableció la conexión de seguridad.
—Habla Ryan, señor.
—¿Cómo le va por Inglaterra, Jack?
—Todavía no he visto la lluvia. Cathy empieza mañana en su nuevo trabajo.
—¿Cómo está Basil?
—No puedo quejarme de su hospitalidad, señor.
—¿Dónde está usted ahora?
—En Century House. Me han dado un despacho en el piso superior, con un individuo de su sección rusa.
—Apuesto a que quiere una unidad telefónica de seguridad en su casa.
—Buena idea, señor.
Ese viejo cabrón parecía tener telepatía.
—¿Algo más?
—No se me ocurre nada en este momento, almirante.
—¿Ha ocurrido algo interesante ya?
—Acabo de instalarme, señor. La sección rusa tiene buen aspecto. El individuo con el que trabajo, Simon Harding, es bastante clarividente —respondió Ryan, aprovechando que Simon se había ausentado en aquel momento.
Claro que el teléfono podía estar intervenido… No, no a un caballero de la orden de Victoria… ¿O sí?
—¿Están bien los niños?
—Sí, señor. Sally intenta descifrar la televisión local. —Los críos se adaptan bastante bien.
Mejor que los adultos.
—Lo mantendré informado, almirante.
—El documento del Hopkins estará mañana en su despacho.
—Gracias. Creo que les gustará. Bernie ha dicho algunas cosas interesantes. Ese otro asunto del Papa…
—¿Qué dicen nuestros primos?
—Están preocupados. Yo también lo estoy. Su Santidad les ha puesto muy nerviosos, y no creo que a los rusos les pase inadvertido.
—¿Qué dice Basil al respecto?
—No mucho. Desconozco las fuentes de las que disponen en el lugar. Supongo que esperan a ver lo que pueden averiguar. ¿Hay algo por nuestra parte? —se interesó Jack después de hacer una pausa.
—Todavía no —respondió escuetamente el almirante.
La respuesta estaba a un paso de «nada de lo que pueda hablarle». ¿Había llegado el almirante Greer a confiar realmente en él?, se preguntó Jack. Sabía que le gustaba, ¿pero confiaba realmente en su capacidad analítica? Tal vez esa estancia en Londres, si no un retorno al campamento de instrucción, fuera una segunda visita a la escuela básica. Ahí era donde el cuerpo de marines se aseguraba de que los jóvenes con estrellas de teniente tuvieran lo necesario para mandar a los soldados en el campo de batalla. Tenía fama de ser la escuela más dura del cuerpo. A Ryan no le había resultado particularmente fácil, pero había acabado siendo el primero de su promoción. ¿Había sido sencillamente una cuestión de suerte? No había servido el tiempo suficiente para averiguarlo, debido a la avería de un CH46 sobre la isla de Creta, que todavía perturbaba ocasionalmente sus sueños. Afortunadamente, su sargento artillero y un marine lograron estabilizar el aparato, pero Jack aún sentía escalofríos sólo de pensar en helicópteros.
—Dígame lo que piensa, Jack.
—Si mi trabajo consistiera en mantener vivo al Papa, estaría algo nervioso. Los rusos pueden jugar duro cuando se lo proponen. Lo que no puedo evaluar es la posible reacción del Politburó; es decir, la contundencia de su respuesta. Cuando hablaba con Basil, le he dicho que dependía de lo asustados que estuvieran de su amenaza, si es que cabe llamarla amenaza.
—¿Cómo la denominaría usted, Jack? —preguntó el subdirector de Inteligencia, a cinco mil quinientos kilómetros de distancia.
—Sí, señor, tiene usted razón. Supongo que es una especie de amenaza para su forma de pensar.
—¿Una especie? ¿Cómo lo ven ellos?
Jim Greer habría sido un auténtico hueso como profesor de historia o de ciencias políticas, tanto como el padre Tim en Georgetown.
—Tomo nota, almirante. Es una amenaza. Y ellos la interpretarán como tal. Pero de lo que no estoy seguro es de la gravedad que le atribuirán. No es como si creyeran en Dios. Para ellos, «Dios» es la política, y la política no es más que un proceso, no un sistema de creencias como la interpretamos nosotros.
—Jack, debe aprender a interpretar la realidad a través de los ojos de su adversario. Su capacidad analítica es muy buena, pero tiene que mejorar la percepción. Esto no son acciones y valores, donde trataba con cifras exactas, no son números lo que se percibe. Dicen que El Greco tenía astigmatismo, que deformaba su percepción visual. Ellos también ven la realidad a través de una óptica distinta. Usted es capaz de reproducirla y será uno de los mejores en el campo, pero debe dar ese salto en su imaginación. Harding lo hace bastante bien. Aprenda de él a mirar dentro de sus cabezas.
—¿Conoce usted a Simon? —preguntó Jack.
—Leo sus análisis desde hace años.
Nada de esto es casual, Jack, se dijo a sí mismo, sorprendido. Su segunda lección importante del día.
—Comprendido, señor.
—No se sorprenda, muchacho.
—De acuerdo, señor —respondió Ryan como un recluta de los marines.
No volveré a cometer este error, almirante. Y en ese momento, John Patrick Ryan se convirtió en un auténtico analista de Inteligencia.
—Ordenaré a la embajada que le entregue la unidad de telecomunicaciones de seguridad. Usted sabe cómo protegerla —agregó el subdirector de Inteligencia, como medida de precaución.
—Sí, señor, lo sé.
—Bien. Aquí es la hora del almuerzo.
—Sí, señor. Lo llamaré mañana.
Ryan colgó el teléfono, retiró la tarjeta de plástico del aparato y la guardó en su bolsillo. Consultó el reloj. Hora de bajar la persiana. Ya había retirado los archivos secretos de su escritorio. A eso de las cuatro y media los recogía una mujer con un carrito para llevarlos al archivo central. En ese preciso momento regresó Simon.
—¿A qué hora sale tu tren?
—A las seis y diez.
—Tenemos tiempo para tomar una cerveza, Jack. ¿Te apetece?
—Buena idea, Simon.
Se levantó y salió del despacho detrás de su compañero.
A sólo cuatro minutos andando se encontraba el Fox and Cock, un bar muy tradicional situado a una manzana de Century House. Era un poco arcaico: parecía una reliquia de la época shakesperiana, con enormes tablas de madera y paredes encaladas. Debía de ser una cuestión de efecto arquitectónico, porque ningún edificio podía sobrevivir tanto tiempo, ¿o sí? En su interior había una nube de humo de tabaco y mucha gente con chaqueta y corbata. Era claramente un bar para ejecutivos, donde la mayoría de los clientes eran probablemente de Century House. Harding lo confirmó.
—Es nuestro abrevadero. El gerente era uno de los nuestros; probablemente aquí gana más dinero que en la oficina.
Sin preguntar, Harding pidió dos jarras de cerveza Tetley, que llegaron rápidamente. A continuación condujo a Jack a una mesa situada en un rincón.
—Y bien, sir John, ¿te gusta?
—De momento no puedo quejarme —respondió después de tomar un sorbo. El almirante Greer cree que eres bastante listo.
—Y Basil considera que él también lo es. ¿Es un buen jefe? —se interesó Harding.
—Sí, estupendo. Te escucha y te ayuda a pensar. No se ensaña contigo cuando metes la pata. Prefiere enseñarte a dejarte en ridículo, por lo menos ésa es mi experiencia. Alguno de los analistas más veteranos ha recibido alguna reprimenda. Supongo que todavía no he alcanzado el rango necesario —respondió Ryan antes de hacer una pausa. ¿Se supone que aquí tú eres mi tutor, Simon?
Una pregunta tan directa sorprendió a su interlocutor.
—Yo no diría exactamente eso. Soy un especialista soviético. Tú eres más bien generalista, si no me equivoco.
—Más bien aprendiz —sugirió Ryan.
—Muy bien. ¿Qué quieres saber?
—Cómo pensar como un ruso.
Harding soltó una carcajada.
—Eso es algo que aprendemos todos los días. La clave estriba en recordar que para ellos todo es política, y la política, no lo olvides, trata de ideas nebulosas, de estética. Especialmente en Rusia, Jack. Son incapaces de producir artículos como coches y televisores, por lo que deben concentrarse en que todo encaje en su teoría política, en las máximas de Marx y de Lenin. Y, evidentemente, Lenin y Marx no tenían la menor idea sobre cómo hacer cosas de verdad en el mundo real. Es como una religión de locos, donde en lugar de matar a sus apóstatas con rayos y plagas bíblicas, los fusila un piquete de ejecución. Según su visión del mundo, todo lo que fracasa es consecuencia de la apostasía política. Su teoría política ignora la naturaleza humana y puesto que su teoría política es un decreto sagrado y, por consiguiente, infalible, el fracaso debe de estar en la naturaleza humana. Como puedes comprobar, no es lógicamente consecuente. ¿Has estudiado metafísica?
—En la Universidad de Boston, durante el segundo curso. En los jesuitas es obligatoria durante un semestre —respondió Ryan antes de tomar un buen trago. Te guste o no.
—Pues bien, el comunismo es metafísica aplicada despiadadamente al mundo real, y cuando las cosas no cuadran, es culpa de los cabezas cuadradas que no encajan en los malditos agujeros redondos. Eso, evidentemente, puede ser bastante duro para los pobres infelices. Y así fue como Joe Stalin asesinó aproximadamente a veinte millones de ellos, debido en parte a su propia enfermedad mental y a su obstinación. Ese loco definió la paranoia. Como puedes comprobar, sale caro tener a un loco como jefe, con un código de reglas tergiversadas.
—¿Pero hasta qué punto se mantienen fieles los jefes actuales a la teoría marxista?
Harding movió reflexivamente la cabeza.
—Esa es la cuestión, Jack. La verdad es que no tenemos la más remota idea. Todos alegan ser verdaderos creyentes, ¿pero lo son? —Hizo una pausa para tomar un trago mientras reflexionaba—. Creo que sólo cuando les conviene. Pero eso depende de quién estemos hablando. Suslov, por ejemplo, es un auténtico creyente, ¿pero los demás…? En mayor o menor grado, lo son y no lo son. Supongo que se los podría equiparar con los que iban a misa todos los domingos y luego perdieron la costumbre de hacerlo. Algunos siguen siendo creyentes, pero una parte de ellos ha dejado de serlo. En lo que sí creen es en que la religión del estado es la fuente de su poder y de su rango. Por consiguiente, toda la gente corriente en ese país debe aparentar que cree, porque creer es lo único que les otorga poder y rango.
—¿Inercia intelectual? —se preguntó Ryan en voz alta.
—Exactamente, Jack. La primera ley de Newton del movimiento.
Una parte de Ryan quería objetar a dicha explicación. El mundo debía de tener más sentido. ¿Pero realmente lo tenía? ¿Qué regla le obligaba a tenerlo?, se preguntó a sí mismo. ¿Y quién aplicaba dichas reglas? ¿Era realmente tan sencillo? Lo que Harding acababa de explicar en menos de doscientas palabras justificaba supuestamente los centenares de miles de millones de dólares en gastos, las armas estratégicas de potencia incomprensible y los millones de personas cuyos uniformes denotaban una enemistad que exigía agresión y muerte en tiempo de guerra o de tensión extrema.
Pero lo que imperaba en el mundo eran las ideas, buenas y malas, y el conflicto entre ésa y la de Ryan definía la realidad en la que trabajaba, el sistema de creencias de la gente que había intentado matarlos a él y a su familia. ¿Y no era eso tan real como debía serlo? No había ninguna regla que obligara al mundo a tener sentido. La gente decidía por cuenta propia lo que tenía o no sentido. Por consiguiente, ¿todo lo relacionado con el mundo era una cuestión de percepción? ¿Era todo cuestión de la mente? ¿Qué era la realidad?
Pero ésa era la cuestión tras toda metafísica. Cuando Ryan estudiaba en la Universidad de Boston, todo era tan puramente teórico que no parecía guardar relación alguna con la realidad. Había supuesto un gran esfuerzo para Ryan absorberlo a los diecinueve años y ahora se percataba de que el esfuerzo era el mismo a los treinta y dos. Pero aquí los resultados no se registraban en un informe, sino a menudo en sangre humana.
—Maldita sea, Simon. Sería mucho más fácil si creyeran en Dios.
—Entonces no sería más que otra guerra religiosa y no olvides que ésas también son muy sangrientas. Piensa en las cruzadas, con dos versiones de Dios enfrentadas. Fueron guerras terribles. Los verdaderos creyentes de Moscú creen navegar en la cresta de la ola de la historia, que aporta perfección a la condición humana. Debe de volverlos locos comprobar que su pueblo apenas puede alimentarse e intentan ignorarlo, pero es difícil hacer caso omiso de un estómago vacío. De modo que nos acusan de todo a nosotros y a los traidores y saboteadores en su país. Ésas son las personas a las que encarcelan o ejecutan. Harding se encogió de hombros.
—Personalmente los considero como infieles, como creyentes en un dios falso. Así es más fácil. He estudiado su teología política, pero eso tiene un valor limitado, porque como ya he dicho anteriormente, muchos de ellos no creen realmente en la esencia de su sistema. A veces piensan como rusos tribales, que siempre han tenido una visión tergiversada del mundo respecto a nuestros criterios. La historia rusa es tan compleja que su estudio tiene límites en términos de la lógica occidental. Son terriblemente xenófobos, siempre lo han sido, pero debido a causas históricas bastante razonables. Siempre han recibido amenazas, tanto del este como del oeste. Los mongoles, por ejemplo, llegaron hasta el mar Báltico, y los alemanes y los franceses llamaron a las puertas de Moscú. Como se suele decir, son muy suyos. Si de algo estoy seguro, es de que nadie que esté en sus cabales los quiere como amos. Es una verdadera pena. Tienen tantísimos poetas y compositores maravillosos.
—Flores en un vertedero —sugirió Ryan.
—Exactamente, Jack. Muy bien —dijo Harding antes de levantar su pipa y encenderla con un fósforo de cocina. ¿Qué te parece la cerveza?
—Excelente. Mucho mejor que en mi país.
—No sé cómo podéis bebérosla. Pero vuestra ternera es mejor que la nuestra.
—Alimentada con maíz. De ese modo es más buena que cuando el ganado come hierba —suspiró Ryan—. Todavía me estoy acostumbrando a la vida de este país. Cada vez que empiezo a sentirme a gusto, algo me sorprende como una mordedura de serpiente.
—Has tenido menos de una semana para acostumbrarte a nosotros.
—Mis hijos hablarán con un acento raro.
—Civilizado, Jack, civilizado —observó Harding, soltando una buena carcajada—. Vosotros los yanquis destrozáis nuestro idioma, ¿lo sabías?
—Sí, claro.
Pronto utilizaría el término rouuders para referirse al béisbol, que allí era un juego de niñas. Los ingleses eran unos auténticos ignorantes con respecto a ese deporte.
Por su parte, Ed Foley se sintió de pronto escandalizado al pensar en los micrófonos que sabía que debía de haber en su apartamento. Cada vez que hacía el amor con su esposa, algún oficinista del KGB los estaba escuchando. Probablemente era una diversión perversa de sus agentes del contraespionaje, pero, maldita sea, se trataba de su vida amorosa; ¿acaso no había nada sagrado? Tanto él como Mary Pat estaban sobre aviso y en el avión, donde no se podían instalar micrófonos, su esposa incluso había bromeado al respecto. Mary Pat había dicho que era una forma de mostrarles a esos bárbaros cómo vivían las personas reales y él se había reído, pero una vez en casa ya no resultaba tan divertido. Le hacía sentirse a uno como un animal en un parque zoológico, observado por un público que señalaba con el dedo y se reía. ¿Guardaría el KGB un registro de la frecuencia con que él y su esposa hacían el amor? Probablemente, pensó, en busca de dificultades matrimoniales como pretexto para reclutarlos a él o a Mary Pat. Todo el mundo lo hacía. Por consiguiente, deberían copular con regularidad sólo para ahuyentar dicha posibilidad, aunque excederse en el sentido contrario ofrecía también unas interesantes posibilidades teóricas… No decidió el jefe de la delegación—, eso supondría una complicación innecesaria durante su estancia en Moscú y ser jefe de delegación era ya suficientemente complejo.
Sólo el embajador, el agregado de Defensa y sus propios subalternos estaban autorizados a conocer su verdadera función. Ron Fielding era en apariencia el jefe de seguridad y su trabajo consistía en sacudirse como un buen gusano en el anzuelo. Cuando aparcaba el coche, a veces bajaba la visera o la hacía girar noventa grados, o daba la vuelta a la manzana con una flor en el ojal, como si intentara hacerle una seña a alguien, o en el mejor de los casos tropezaba con alguna persona para fingir que le entregaba algún objeto. Eso podía volver locos a los agentes del contraespionaje del Segundo Directorio, que perseguían a inocentes moscovitas, o quizá detenían a algunos de ellos para interrogarlos, o utilizaban un montón de agentes para vigilar lo que hacía algún pobre desgraciado elegido al azar. Por lo menos obligaba al KGB a desperdiciar esfuerzos en tareas inútiles, persiguiendo a presas imaginarias. Pero lo mejor de todo era que los convencía de que Fielding era muy torpe como jefe de delegación. Siempre lograba que sus rivales se sintieran mejor y eso era inteligente por parte de la CIA. Su juego hacía que otros juegos de poder se parecieran al de la oca.
Pero le fastidiaba el hecho de que probablemente hubiera micrófonos en el dormitorio. Además, no podía adoptar las medidas habituales para contrarrestarlos, como conectar la radio o hablar en voz baja. No podía comportarse como un espía profesional. Debía actuar como un bobo y para ello se precisaba inteligencia, disciplina y una gran meticulosidad. No podía permitirse cometer el menor desliz. Una sola equivocación podía costarle la vida a alguien y Ed Foley era un hombre juicioso. Para un espía de campo era peligroso tener juicio, pero a la vez era imposible no tenerlo. Debían preocuparle sus agentes, esos extranjeros que trabajaban para él y le facilitaban información. Todos, o casi todos, tenían problemas. El predominante allí era el alcoholismo. Contaba con que todos los agentes con los que se encontrara fueran bebedores. Algunos de ellos estaban bastante locos. La mayoría pretendía desquitarse con sus jefes, con el sistema, con el país, con el comunismo, con su esposa, o con la perversión global del planeta. Otros, muy pocos, podían ser personas agradables. Pero Foley no los elegía; ellos lo elegían a él. Y se veía obligado a jugar con las cartas que le tocaban en suerte. Las leyes de ese juego eran duras y sumamente severas. Su vida no corría peligro. Tanto él como Mary Pat podían ser objeto de algunos malos tratos, pero ambos tenían pasaportes diplomáticos y si se metían demasiado en serio con ellos, en algún lugar de Norteamérica, algún diplomático soviético de alto rango podría pasar un mal rato en manos de unos gamberros callejeros, pertenecientes o no a algún cuerpo de seguridad. A los diplomáticos no les gustaban ese tipo de cosas y por tanto las evitaban; en realidad, los rusos eran más fieles a las reglas que los norteamericanos. De modo que él y su esposa estaban a salvo, pero sus agentes, si los descubrían, gozarían de menos misericordia que un ratón en las garras de un gato particularmente sádico. Allí se practicaba todavía la tortura, y los interrogatorios se prolongaban hasta altas horas de la madrugada. Un proceso legal era lo que decidía el gobierno en un momento dado, y la posibilidad de apelar dependía de que la pistola del interrogador estuviera o no cargada. Por tanto, independientemente de que sus agentes fueran borrachos, prostitutas o delincuentes, debía tratarlos como a sus propios hijos, cambiándoles los pañales, llevándoles un vaso de agua a la cama y sonándoles la nariz.
Foley pensó que se trataba de un juego endiablado que lo mantenía despierto por la noche. ¿Lo sabrían los rusos? ¿Había cámaras ocultas en las paredes? ¿No sería eso realmente perverso? Pero la tecnología norteamericana no estaba tan avanzada, de modo que la rusa tampoco podía estarlo… probablemente. Foley se recordó a sí mismo que allí había personas listas y que muchas de ellas trabajaban para el KGB.
Lo que le asombraba era que su esposa se sumía en el sueño de los justos, allí, junto a él. En realidad, Mary Pat era mejor espía de campo que él. Se había adaptado al trabajo como una foca al agua del mar, a la captura de peces. ¿Pero y los tiburones? Le parecía normal que un hombre se preocupara por su esposa, por muy hábil que fuera como espía. A la luz tenue, Mary Pat le parecía un ángel, con su preciosa sonrisa cuando dormía y su fino pelo rubio todo revuelto desde el momento en que apoyaba la cabeza sobre la almohada. Para los rusos era una espía potencial, pero para Edward Foley era su querida esposa, su compañera de trabajo y la madre de su hijo. Era curioso que las personas pudieran ser tantas cosas diferentes, según quien las observara y, sin embargo, que todas fueran ciertas. ¡Maldita sea, necesitaba dormir!, y con ese filosófico pensamiento Ed Foley cerró los ojos.
—Entonces, ¿qué ha dicho? —preguntó Bob Ritter.
—No está demasiado contento —respondió el juez Moore, sin que a nadie le sorprendiera—. Pero comprende que no podemos hacer gran cosa al respecto. Probablemente pronunciará un discurso la semana próxima sobre la nobleza de los obreros, especialmente los sindicados.
—Bien —refunfuñó Ritter—. Que se lo diga a los controladores aéreos.
El subdirector de Operaciones era un maestro de las ocurrencias fáciles, pero sabía que no debía utilizarlas en compañía inadecuada.
—¿Dónde pronunciará el discurso? —preguntó el subdirector de Inteligencia.
—En Chicago, la semana próxima. Allí hay una gran población de etnia polaca —explicó Moore Hablará evidentemente de los obreros de los astilleros y señalará que en otra época él dirigía su propio sindicato. Todavía no he visto el discurso, pero creo que esencialmente será de vainilla, con algunos tropezones de chocolate.
—Y los periódicos dirán que busca el voto obrero —observó Jim Greer.
A pesar del refinamiento que se les atribuía, los periódicos no captaban gran cosa hasta que uno se la presentaba con una guarnición de patatas fritas y salsa de tomate. Eran maestros del discurso político, pero no sabían nada de cómo funcionaba realmente la política hasta que recibían un informe, preferentemente en monosílabos.
—¿Se darán cuenta nuestros amigos rusos?
Tal vez. Disponen de personal capacitado para leer entre líneas, en el Instituto Americo-canadiense. Tal vez alguien deje caer algún comentario en la central respecto a que nos preocupa ligeramente la situación en Polonia, dado que hay muchos norteamericanos de ascendencia polaca. No podemos ir mucho más allá por ahora —aclaró Moore.
—De modo que, de momento, nos preocupa Polonia pero no el Papa —puntualizó Ritter.
—Eso todavía no lo sabemos —señaló el director.
—¿No se preguntarán por qué el Papa no nos ha hecho partícipes de su amenaza…?
—Probablemente no. La redacción de la carta es sugerente de una comunicación privada.
—No suficientemente privada para que Varsovia no la remitiera a Moscú —objetó Ritter.
—Como diría mi esposa, eso es diferente —repuso Moore.
—Sabes lo que te digo, Arthur, a veces los engranajes dentro de otros engranajes me producen jaqueca —observó Green.
—El juego tiene sus reglas, James.
—También las tiene el boxeo, pero son mucho más claras.
—«Protégete a ti mismo en todo momento» —señaló Ritter—. También ésa es aquí la regla número uno. ¿No es cierto que todavía no tenemos ninguna alarma específica? —preguntó mientras los demás asentían en silencio. ¿Qué más ha dicho, Arthur?
—Quiere que averigüemos si Su Santidad corre algún peligro. Si algo le ocurriera, nuestro presidente se enojaría mucho.
—Y también unos mil millones de católicos —afirmó Greer.
—¿Crees que los rusos podrían contratar a los protestantes de Irlanda del Norte para cometer el atentado? —preguntó Ritter esbozando una perversa sonrisa—. No olvides que tampoco les cae simpático. Basil debería investigarlo.
—Robert, eso me parece un poco exagerado —comentó Greer—. Lo cierto es que odian tanto el comunismo como el catolicismo.
—Andrópov no se sale tanto de sus casillas —decidió Moore—. Nadie allí lo hace. Si decide eliminar al Papa, utilizará sus propios medios y procurará hacerlo de un modo inteligente. Así será como lo sabremos, Dios no lo quiera, si llega a ese extremo. Y si parece que se inclina en esa dirección, deberemos disuadirlo.
—No llegará tan lejos. El Politburó es demasiado circunspecto —declaró el subdirector de Inteligencia—. Sería poco sutil para ellos. Un jugador de ajedrez nunca haría eso, y el ajedrez sigue siendo su deporte nacional.
—Cuéntaselo a Leon Trotski —replicó Ritter.
—Aquello fue personal. Stalin quería comerse su hígado con cebolla y ajo —repuso Greer. Fue una cuestión de odio personal, con resultados nulos a nivel político.
—No según la perspectiva del tío Joe. Realmente le tenía miedo a Trotski…
—No es cierto. Reconozco que era un cabrón paranoico, pero incluso él distinguía entre la paranoia y el verdadero miedo —dijo Greer, consciente de que acababa de cometer un desliz, en el momento en que las palabras brotaban de sus labios—. Y aunque le tuviera miedo a aquel viejo cabrón —rectificó—, los de ahora son diferentes. No son tan paranoicos como Stalin, pero, sobre todo, carecen de su firmeza.
—Jim, te equivocas. La carta de Varsovia supone un peligro potencial para su estabilidad política y se la tomarán en serio.
—Robert, no sabía que fueras tan religioso —bromeó Moore.
—No lo soy, ni tampoco lo son ellos, pero esto les preocupará. Creo que les preocupará muchísimo. ¿Lo suficiente para reaccionar? De eso no estoy seguro, pero estoy convencido de que se lo plantearán.
—Eso está por verse —replicó Moore.
—Arthur, ésa es mi valoración —declaró el subdirector de Operaciones con la gravedad que el nombre del director atribuía a sus palabras, por lo menos en los confines de la CIA.
—¿Qué te ha hecho cambiar tan rápidamente de opinión, Bob? —preguntó el juez.
—Cuanto más pienso en ello desde su punto de vista, más grave empieza a parecerme.
—¿Planeas algo?
Ritter se sintió ligeramente incómodo.
—Es un poco prematuro embarcar a los Foley en una tarea de mayor importancia, pero voy a darles luz verde para que por lo menos empiecen a pensar en ello.
Esa era una cuestión operativa, que los demás solían someter a los instintos de Bob Ritter y sus espías de campo. Obtener información de un agente era a menudo más sencillo y rutinario que darle instrucciones. Se suponía que todos los empleados de la embajada de Moscú estaban regular o irregularmente bajo vigilancia, por lo que resultaba peligroso ordenarles hacer algo que pareciera inusual. Esto era particularmente cierto en el caso de los Foley, que por ser nuevos estarían estrechamente vigilados. Ritter no quería estropear su tapadera por las razones habituales y por la intrepidez que suponía haber elegido un equipo formado por marido y mujer, de lo cual se lo responsabilizaría si no funcionaba. Ritter; jugador de póquer de alto nivel, sentía tanta aversión a perder sus fichas como cualquiera. Había depositado grandes esperanzas en los Foley; no quería quemar su potencial a las dos semanas de su llegada a Moscú.
Sus dos colegas guardaron silencio, permitiendo así que Ritter prosiguiera a su albedrío.
—Es curioso —comentó Moore, reclinado en su butaca, somos los mejores miembros de la administración presidencial, los más listos y los mejor informados, y no sabemos nada sobre un asunto que puede llegar a ser de gran importancia.
—Tienes razón, Arthur —reconoció Greer. Pero nuestro desconocimiento es de bastante buena tinta, que es más de lo que se puede decir de los demás.
—Eso es justo lo que necesitaba oír, James, gracias.
Eso significaba que el personal ajeno a aquel edificio se podía permitir el lujo de pontificar, pero no ellos tres. No, debían ser muy cautelosos con todo lo que decían, porque la gente acostumbraba a considerar sus opiniones como hechos y en el séptimo piso se aprendía que ciertamente no lo eran. Si fueran tan buenos, harían algo provechoso con sus vidas, como por ejemplo invertir en Bolsa.
Ryan se acomodó en su sillón con un ejemplar del Financial Times. La mayoría de la gente prefería leerlo por la mañana, pero no Jack. Dedicaba la mañana a las noticias generales, en preparación para la jornada laboral en Century House, y en la hora que pasaba en el coche de regreso a casa escuchaba las noticias por la radio, que solían ser de interés para el servicio de Inteligencia. De vez en cuando lograba relajarse con la información financiera. El periódico británico no era exactamente igual que el Wall Street Journal, pero su diferente enfoque era interesante y le brindaba un nuevo ángulo sobre los problemas abstractos, al que podría luego aplicar la experiencia de su formación americana. Además, le permitía mantenerse al día. Allí debía de haber oportunidades financieras, a la espera de que alguien las cosechara. Encontrar algunas justificaría toda su aventura europea. Todavía consideraba su paso por la CIA como algo marginal en su vida, cuyo último destino se perdía en una lejanía excesivamente borrosa. Jugaría sus cartas una por una.
—Hoy ha llamado papá —dijo Cathy mientras hojeaba The New England Journal of Medicine, una de las seis revistas médicas a las que estaba suscrita.
—¿Qué quiere Joe?
—Sólo saber cómo estamos, qué hacen los críos y cosas por el estilo —respondió Cathy.
«Apuesto a que no se ha interesado por mí», no se molestó en preguntar Ryan. Joe Muller, vicepresidente decano de Merrill Lynch, no aprobaba la forma en que su yerno había abandonado el mundo de las finanzas, después de tener la poca elegancia de huir con su propia hija para dedicarse primero a la enseñanza y jugar luego al escondite con espías y otros funcionarios gubernamentales. Poco le importaban a Joe el gobierno y sus funcionarios, a quienes consideraba aprovechados improductivos de lo que él y otros ganaban. Jack estaba de acuerdo, pero alguien debía ocuparse de los tigres de este mundo y uno de quienes lo hacían era John Patrick Ryan. A Ryan le gustaba el dinero tanto como a cualquiera, pero para él no era más que un instrumento, no un fin en sí mismo. Era como tener un buen coche que le permitía a uno llegar a lugares bonitos, pero una vez alcanzado su destino no se quedaba a dormir en el vehículo. Joe no veía las cosas de ese modo, ni intentaba siquiera comprender a quienes lo hacían. Por otra parte, amaba a su hija y nunca la había presionado para que eligiera la cirugía. Tal vez consideraba que cuidar de los enfermos era propio de las chicas, pero ganar dinero era trabajo de hombres.
—Estupendo, cariño —dijo Ryan detrás de su periódico.
La economía japonesa empezaba a parecerle inestable a Ryan, aunque no a la redacción del periódico. No sería la primera vez que se equivocaba.
En Moscú, Yuri Andrópov pasó la noche en blanco. Había fumado más Marlboros de lo habitual, pero en su casa se había limitado a tomar una sola copa de vodka, a su regreso de una recepción diplomática en honor del embajador español, que había resultado una completa pérdida de tiempo. España se había unido a la OTAN y su servicio de contraespionaje era deprimentemente eficaz a la hora de descubrir sus intentos de introducir un agente en el gobierno. Probablemente sería mejor intentarlo en la casa real. Después de todo, los cortesanos tenían fama de charlatanes y el gobierno democrático probablemente mantendría informado al monarca recientemente reinstaurado, por la simple razón de congraciarse con él. De modo que se había limitado a tomar unas copas de vino, mordisquear unos canapés y mantener la acostumbrada charla superficial. «Sí, ha hecho un buen verano, ¿no le parece?». A veces se preguntaba si su ascenso al Politburó justificaba esas pérdidas de tiempo. Ya casi no le quedaba tiempo para leer, después de su trabajo y sus interminables compromisos políticos y diplomáticos. Ahora comprendía cómo debían de sentirse las mujeres, pensó Andrópov. No era sorprendente que acosaran y fastidiaran tanto a sus maridos.
Pero lo que nunca abandonó su mente fue la carta de Varsovia. «Si el gobierno de Varsovia persiste en su irracional represión del pueblo, me veré obligado a dimitir como Papa y a regresar con mi gente en estos momentos problemáticos». ¡Qué cabrón! Amenazar la paz del mundo. ¿Lo habrían instigado los norteamericanos? Ninguno de los agentes de campo había descubierto nada al respecto, pero nunca se podía estar seguro. Evidentemente, el presidente norteamericano no era amigo de su país, y siempre estaba buscando algún modo de arremeter contra Moscú; ¡menuda osadía la de ese enano intelectual al afirmar que la Unión Soviética era el centro mundial del mal! ¡Ese maldito actor diciendo todas esas cosas! Ni siquiera los clamores de protesta de los medios de comunicación y de los intelectuales norteamericanos habían aplacado el escozor. Los europeos le siguieron la corriente y, lo que era peor aún, hizo eco entre los intelectuales de Europa oriental y generó así toda clase de problemas para sus servicios subordinados de contraespionaje a lo largo y ancho del Pacto de Varsovia. Como si no tuvieran ya suficiente trabajo, refunfuñó Yuri Vladimirovich mientras sacaba otro cigarrillo de su cajetilla roja y blanca y lo encendía con un fósforo. Ni siquiera escuchaba la música que se oía, mientras su cerebro le daba vueltas a la información en su cabeza.
Varsovia debía aplastar a esos agitadores contrarrevolucionarios en Danzig, que curiosamente Andrópov siempre recordaba por su antiguo nombre alemán, antes de que el gobierno se desintegrara por completo. Moscú les había ordenado claramente resolver la situación y los polacos sabían cómo obedecer órdenes. La presencia de tanques soviéticos en su territorio los ayudaría a comprender lo que era y lo que no era necesario. Si progresaba esa basura de la Solidaridad polaca, empezaría a extenderse la infección, hacia el oeste a Alemania, hacia el sur a Checoslovaquia… ¿y hacia el este a la Unión Soviética? No podían permitir eso.
Por otra parte, si el gobierno polaco lograba reprimirlo, la situación volvería a tranquilizarse. ¿Hasta la próxima vez?, se preguntó Andrópov.
Si hubiera tenido una visión un poco más amplia de la situación, habría entendido el problema fundamental. Como miembro del Politburó, estaba aislado de los aspectos más desagradables de la vida en su país. No le faltaba de nada. Podía conseguir buena comida con sólo hacer una llamada de teléfono. Su lujoso apartamento estaba bien amueblado y repleto de electrodomésticos alemanes. Los muebles eran cómodos. El ascensor de su edificio nunca estaba averiado. Disponía de un chófer para desplazarse de ida y vuelta al despacho. Llevaba escolta para que nunca lo molestaran los gamberros callejeros. Estaba tan protegido como lo había estado Nicolás II y suponía, como cualquiera, que su nivel de vida era normal, a pesar de ser intelectualmente consciente de todo lo contrario. ¿Acaso la gente no tenía comida, televisión y películas para disfrutar, equipos deportivos a los que animar y la posibilidad de poseer un coche? ¿No era eso perfectamente razonable? ¿Y no trabajaba él más que todos los demás? ¿Qué diablos les faltaba?
Y ahora ese cura polaco intentaba trastornarlo todo.
Y puede que lo lograra, pensó Andrópov. En una famosa ocasión, Stalin había preguntado de cuántas divisiones disponía el Papa, pero incluso él debía de saber que no todo el poder nace de un cañón.
¿Qué ocurriría si Karol dimitía como Papa? Intentaría regresar a Polonia. ¿Podrían impedírselo los polacos, retirándole por ejemplo la nacionalidad? No, de algún modo lograría regresar a su país. Andrópov y los polacos tenían agentes dentro de la Iglesia, evidentemente, pero esas cosas sólo llegaban hasta cierto punto. ¿Hasta qué extremo había infiltrado la Iglesia sus instituciones? No se sabía. No, todo intento de mantenerlo alejado de Polonia probablemente estaba condenado al fracaso y si, a pesar de haberlo intentado, el Papa lograba entrar en su país, se produciría un desastre de dimensiones épicas.
Podrían intentar contactos diplomáticos. El funcionario adecuado del Ministerio de Asuntos Exteriores podría desplazarse a Roma para celebrar una reunión secreta con Karol e intentar disuadirlo de seguir adelante con su amenaza. ¿Pero con qué cartas podría jugar? Una amenaza abierta contra su vida… no funcionaría. Esa clase de reto sería una invitación al martirio y a la santidad, que con toda probabilidad le serviría de estímulo. Para un creyente, eso sería una invitación al cielo, mandada por el propio diablo, y se apresuraría a aceptar el desafío. No, no se podía amenazar con la muerte a un hombre como él. Incluso amenazar a su pueblo con medidas más draconianas serviría sólo para reforzar su empeño y querría regresar cuanto antes a su país para protegerlos y parecer más heroico ante los ojos del mundo.
Andrópov reconoció que la complejidad de la amenaza que había mandado a Varsovia merecía toda su contemplación. Sin embargo, tenía una respuesta certera: Karol debería averiguar por sí mismo si realmente existía algún dios.
¿Existía un dios?, se preguntó Andrópov. Esa era una pregunta que había sido formulada a lo largo de los tiempos, contestada por muchos de formas distintas, hasta que Karl Marx y Vladimir Lenin resolvieron el asunto, por lo menos en lo concerniente a la Unión Soviética. Yuri Vladimirovich se dijo a sí mismo que ya era demasiado tarde para reconsiderar su propia respuesta a esa pregunta. No, Dios no existía. La vida tenía lugar aquí y ahora, y cuando acababa era el fin. Por consiguiente, lo que uno hacía era dar lo mejor de sí, viviendo plenamente su vida, recogiendo los frutos que estaban a su alcance y construyendo una escalera para llegar más allá.
Pero Karol intentaba cambiar esa ecuación. Intentaba sacudir la escalera… ¿o tal vez el árbol? La cuestión era demasiado profunda.
Andrópov giró en su silla, se sirvió una copa de vodka de la licorera y tomó un sorbo, pensativo. Karol intentaba imponer sus falsas creencias, sacudir los propios cimientos de la Unión Soviética y sus estrechos aliados, decirle a la gente que había algo mejor en lo que creer. En ese sentido, intentaba estropear la labor de varias generaciones, y él y su país no podían permitir eso. Pero no podía detener a Karol, no podía persuadirlo para que abandonara. No, sería preciso pararle los pies de forma definitiva.
No sería fácil, ni completamente seguro. Pero no hacer nada era todavía más inseguro, tanto para él como para sus colegas y para su país.
Por consiguiente, Karol debía morir. En primer lugar, Andrópov tendría que elaborar un plan. Luego debería llevarlo al Politburó. Pero antes de exponerlo debería programarlo detalladamente, tener la seguridad de que el éxito estaba garantizado. ¿Acaso no era ésa la función del KGB?